AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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A l'étroit mais entre amis | Privado
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A l'étroit mais entre amis | Privado
a l'étroit mais entre amis
Llegaba temprano, pues la ansiedad de ver a Ghenadie serenaba su reciente miedo a moverse por París sin compañía. El pueblo romaní no era bienvenido en la ciudad y, aunque aquel alma supo ser una gitana valiente y rebosante de vida, una serie de sucesos enviados desde la Oscuridad entintaron su persona, y acabaron por volverla el ciervo asustadizo que ahora se deslizaba por las sombras.
«La primavera es el gran despertar de las almas», le habían dicho alguna vez, y recordaba la voz como si la hubiera oído en otra vida, con otros oídos y otro corazón. En los árboles, las hojas renacían y las aves cantaban. La nieve había desaparecido casi por completo, dando lugar a los pastos que tímidamente se atrevían a crecer entre los adoquines; y las temperaturas subían hasta llenar el aire con calidez, dejando en los pueblerinos una sensación de extrañada comodidad.
Sin embargo, el ciervo aún sentía el invierno en sus pies. Llevaba aún su capa emparchada —¿o había sido de otra? Ya no se sentía suya— pues, muy a pesar de la temperatura exterior, la joven sentía su piel fría y sus músculos entumecidos. La brisa primaveral era una tormenta, se oía aquel silbido como el mismísimo fin de los tiempos, «¿es que nadie lo nota?». Y las calles, ya sin nieve pero con mugre, con suciedad y oscuridad y olvidos de los hombres que no sentían amor por su tierra, se extendían en una red eterna. Y en el cielo, aquellas nubes lejanas llegarían pronto y acabarían con aquel espejismo, con aquella ilusión de luz y renacer que no era más que un engaño traído de la Oscuridad. Y aquel resto de mujer volvería a tener frío, tal frío y tal terror...
Avanzó dos calles más. Detrás de las veredas se amontonaban las residencias, una junto a otra, en una silenciosa competencia sobre cuál ocupaba más tierra, cuál alojaba a más familias empobrecidas, cuál aguantaba más tiempo antes de caerse en pedazos. Finalmente llegó a la feria, aún unos minutos antes del atardecer.
Ghena no tardaría en llegar, y ella pensó en qué le diría después de tanto tiempo. Sabía que, tarde o temprano, debía confesar el por qué de su repentina y prolongada ausencia, sin despedida ni explicaciones; pero no sabía si tendría las fuerzas necesarias para aquella conversación; pero el muchacho bohemio entendería. «Solo quiero verlo una vez más», pensó en su amigo, y el corazón de la gitana se ablandó.
Este inminente encuentro había sido, en los últimos días, la misma razón de vivir para la joven perdida en la oscuridad. Después de aquella tormenta —que parecía haber transcurrido años atrás, pero que la acechaba como si aún perdurara—, se sentía confundida y asustada... Sus certezas se habían desmoronado, y ahora se encontraba sola. Pero no era una soledad banal que se pudiera curar con cualquier camarada; no, aquella soledad incluía una pérdida mucho más grande que la de una compañía: era la pérdida de su propia persona.... Como si aquel cuerpo que alguna vez supo ser Talaitha Doubek, se encontrara vagando por el mundo en busca de su identidad. Y camina y busca, y llama a gritos a quien alguna vez fue, pero la nieve y el viento ahogan sus plegarias; y allí va perdida, sola, helada.
La antigua Litha, la auténtica, se encontraba tal vez atrapada dentro de su propia carne, o tal vez en algún lugar lejano, donde nadie rompería con su paz. Pero por eso es que necesitaba a su amigo: Para encontrar a Talaitha, y para recordarle que todo estará bien.
El predicador la frenó para bendecirla. Olía a opio y verbena, y un escalofrío recorrió la espalda de la joven. El mercado ambulante se alzaba frente a sus ojos: las tiendas coloridas danzaban con el viento primaveral y proyectaban largas sombras en su dirección. Dos hombres ebrios amenazaban con lanzarse sobre el otro, y a su lado una anciana con dentadura incompleta vendía sandías, naranjas y duraznos. La gitana caminó un poco más. Los pescadores, que llevaban el olor del mar impregnado en su piel, juntaban en bolsas los restos de su oferta, y ya vaciaban sus bolsillos a cambio de hidromiel. Las lavanderas del hostal volvían con cestos limpios entre los brazos. El librero y los encargados del puesto de flores contaban su dinero —el mercado no se cerraría por dos horas más, pero algunos pocos habían decidido irse antes, pues aquella noche sería luna llena—. Un niño escuálido y de tez grisácea repartía invitaciones al circo local, y una dama de coloridos ropajes caminaba, ansiosa por ofrecer sus especiales servicios. Los parisinos aún paseaban entre los puestos, aprovechando las últimas horas de temperatura amigable y luz natural.
Detrás del espectáculo, el sol no tardaría en ocultarse.
«La primavera es el gran despertar de las almas», le habían dicho alguna vez, y recordaba la voz como si la hubiera oído en otra vida, con otros oídos y otro corazón. En los árboles, las hojas renacían y las aves cantaban. La nieve había desaparecido casi por completo, dando lugar a los pastos que tímidamente se atrevían a crecer entre los adoquines; y las temperaturas subían hasta llenar el aire con calidez, dejando en los pueblerinos una sensación de extrañada comodidad.
Sin embargo, el ciervo aún sentía el invierno en sus pies. Llevaba aún su capa emparchada —¿o había sido de otra? Ya no se sentía suya— pues, muy a pesar de la temperatura exterior, la joven sentía su piel fría y sus músculos entumecidos. La brisa primaveral era una tormenta, se oía aquel silbido como el mismísimo fin de los tiempos, «¿es que nadie lo nota?». Y las calles, ya sin nieve pero con mugre, con suciedad y oscuridad y olvidos de los hombres que no sentían amor por su tierra, se extendían en una red eterna. Y en el cielo, aquellas nubes lejanas llegarían pronto y acabarían con aquel espejismo, con aquella ilusión de luz y renacer que no era más que un engaño traído de la Oscuridad. Y aquel resto de mujer volvería a tener frío, tal frío y tal terror...
Avanzó dos calles más. Detrás de las veredas se amontonaban las residencias, una junto a otra, en una silenciosa competencia sobre cuál ocupaba más tierra, cuál alojaba a más familias empobrecidas, cuál aguantaba más tiempo antes de caerse en pedazos. Finalmente llegó a la feria, aún unos minutos antes del atardecer.
Ghena no tardaría en llegar, y ella pensó en qué le diría después de tanto tiempo. Sabía que, tarde o temprano, debía confesar el por qué de su repentina y prolongada ausencia, sin despedida ni explicaciones; pero no sabía si tendría las fuerzas necesarias para aquella conversación; pero el muchacho bohemio entendería. «Solo quiero verlo una vez más», pensó en su amigo, y el corazón de la gitana se ablandó.
Este inminente encuentro había sido, en los últimos días, la misma razón de vivir para la joven perdida en la oscuridad. Después de aquella tormenta —que parecía haber transcurrido años atrás, pero que la acechaba como si aún perdurara—, se sentía confundida y asustada... Sus certezas se habían desmoronado, y ahora se encontraba sola. Pero no era una soledad banal que se pudiera curar con cualquier camarada; no, aquella soledad incluía una pérdida mucho más grande que la de una compañía: era la pérdida de su propia persona.... Como si aquel cuerpo que alguna vez supo ser Talaitha Doubek, se encontrara vagando por el mundo en busca de su identidad. Y camina y busca, y llama a gritos a quien alguna vez fue, pero la nieve y el viento ahogan sus plegarias; y allí va perdida, sola, helada.
La antigua Litha, la auténtica, se encontraba tal vez atrapada dentro de su propia carne, o tal vez en algún lugar lejano, donde nadie rompería con su paz. Pero por eso es que necesitaba a su amigo: Para encontrar a Talaitha, y para recordarle que todo estará bien.
El predicador la frenó para bendecirla. Olía a opio y verbena, y un escalofrío recorrió la espalda de la joven. El mercado ambulante se alzaba frente a sus ojos: las tiendas coloridas danzaban con el viento primaveral y proyectaban largas sombras en su dirección. Dos hombres ebrios amenazaban con lanzarse sobre el otro, y a su lado una anciana con dentadura incompleta vendía sandías, naranjas y duraznos. La gitana caminó un poco más. Los pescadores, que llevaban el olor del mar impregnado en su piel, juntaban en bolsas los restos de su oferta, y ya vaciaban sus bolsillos a cambio de hidromiel. Las lavanderas del hostal volvían con cestos limpios entre los brazos. El librero y los encargados del puesto de flores contaban su dinero —el mercado no se cerraría por dos horas más, pero algunos pocos habían decidido irse antes, pues aquella noche sería luna llena—. Un niño escuálido y de tez grisácea repartía invitaciones al circo local, y una dama de coloridos ropajes caminaba, ansiosa por ofrecer sus especiales servicios. Los parisinos aún paseaban entre los puestos, aprovechando las últimas horas de temperatura amigable y luz natural.
Detrás del espectáculo, el sol no tardaría en ocultarse.
Última edición por Talaitha Doubek el Vie Ene 13, 2017 12:19 pm, editado 1 vez
Talaitha Doubek- Gitano
- Mensajes : 30
Fecha de inscripción : 25/01/2016
Localización : Afueras de París
Re: A l'étroit mais entre amis | Privado
A l'étroit mais entre amis
cuéntame, caído, ¿dónde has dejado tus alas?
Tal y como si las calles adoquinadas de París constituyeran la más amplia y poblada pista de danza, Ghenadie evadía transeúntes con singular gracia y los dotes de una bailarín en su afán por arribar, ya con retraso, al punto de encuentro que había acordado con su preciada amiga. Su carrera contra la multitud y el curso de los segundos se veía embebido por el ánimo del reencuentro, ya había perdido la cuenta de los años que habían transcurrido desde la última vez en que la voz de Litha había acariciado sus oídos con el espíritu de una juventud eterna y la convicción de una guerrera invulnerable.Su atención no descansaba sobre los palacetes y el aroma a sal que traía consigo el viento, sino en lejanas épocas de verdes intensos y efusivas cigarras, cuando su rostro descansaba a la altura del vientre de su madre y sus carcajadas asemejaban el tintineo de las campanas.
Árboles y matorrales habían constituido sus más favorables refugios, las rondas y cánticos una diaria rutina; dotados de la inocencia de la niñez, la calidez de la amistad y la ligereza de la libertad, vívidos y reconfortantes desfilaban los recuerdos en su apresurado andar.
Había revisado sus bolsillos ya incontables veces, pero aún no había dado con el paradero de la carta que Litha le había escrito, la belleza de su caligrafía seguía siendo envidiable, pero algo en la pereza de sus curvas y la languidez de sus acentos le inspiraba cierta melancolía. Hacía mucho que no veía a su amiga, aún guardaba en su pecho la memoria de la desolación que había experimentado al enterarse de su partida; desde siempre habían procurado no guardarse secretos y aunque su pacto silencioso también había incluido la norma de no interferir en la vida del otro, que desapareciera de aquella forma, sin despedirse, sin siquiera dejar un indicio, había sido devastador.
Ghenadie no guardaba rencores, sin embargo, su afecto hacia la joven gitana se mantenía intacto sin importar cuánto hubiese acontecido en aquel lapso temporal; su propia vida había dado un vuelco inimaginable en ese entonces y, aunque hubiese deseado contar con el apoyo de otra persona, había logrado sortear las adversidades, dispuesto a enfrentar a su amiga con una sonrisa auténtica cuando finalmente llegase el momento.
Y allí estaba, presa de la impaciencia, víctima de la incertidumbre, cautivo de una esperanza que crecía con cada nuevo paso que reducía la distancia de su encuentro.
El sol llevaba tiempo poniéndose en el horizonte y poco restaba para que diera el bostezo final; la Luna ya exhibía su magna silueta en el seno opuesto, amenazando con hurtarse el anaranjado del cielo para volcar el profundo azul de sus dominios.
Aún había una multitud en el mercado, vestimentas de múltiples colores se intercalaban en su panorama previo a esfumarse hacia sus espaldas; dentro de todo aquel embrollo de sacones y volados debía divisar la oscura melena de Litha, una de sus características más envidiables y reconocibles para el joven albino.
Avanzó sin pausa en dirección del puerto, evadiendo con gentileza las últimas ofertas de los comerciantes que deseaban librarse de su restante mercadería entre cánticos dispares, así como de las insinuaciones de las voluptuosas señoritas cuyo dominio era la noche y su recurso la piel expuesta.
Cuando estaba a punto de rendirse y regresar sobre los pasos dados para reanudar la búsqueda, dio con los sutiles e infinitos rizos enmarañados de la que era su objetivo.
Se aproximó con letargo, contemplando aquella delgada contextura que tantas veces había abordado en el bosque para jugar a las escondidas; se había convertido en una mujer y ya había perdido esos centímetros que siempre le había llevado de ventaja, de hecho, ahora él era bastante más alto que ella y no pudo evitar sonreír al reconocer aquel detalle.
Su aura se infundía tan refrescante como siempre, pero algo escaseaba, aquella saturación que siempre le había caracterizado se encontraba ausente, la osadía, la convicción y el ánimo que nunca habían dejado de dotarla con colores parecían apagados, como si estuvieran hibernando a la espera de que alguien les brindara una chispa de luz.
Ghenadie se detuvo justo a sus espaldas y posó sus amplias manos sobre el rostro de la joven, cubriéndole la vista y abstrayéndola a un mundo que él mismo había edificado para los dos.
―Cuéntame, Cervatillo, ¿te pertenecen esas manos?, ¿es esa tu sonrisa?, ¿es este el cuerpo que habita tu alma o le has dejado deambulando en otro sitio, en otro tiempo, en otra compañía? ―esbozó una amplia sonrisa en cuanto concluyó su discurso y liberó a la jovencita de su momentánea ceguera.
Ghenadie Monette- Gitano
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Re: A l'étroit mais entre amis | Privado
Ghenadie le contó su historia en una tarde primaveral como esta, muchos años atrás. Claro que entonces eran infantes, y su mayor preocupación consistía en encontrar juegos para pasar el rato, nuevas travesuras que maquinar, y leyendas que contar. Los padres de Talaitha vivían, y Brigitte, la madre del gitano, aún bendecía a las comunidades cercanas con sus habilidades curativas.
Talaitha siempre pensó que sus propias desventuras avanzaban en graciosa armonía con la luna. Sus buenos días parecían darse cuando el astro se encontraba más fuerte, cuando Diana o Dios, o quien fuera, iluminaba con todo su poder aquel círculo que bien podía haber sido de piedra, o de queso, o una hermosa joya. La pequeña miraba al cielo todas las noches, y seguía lo que éste le señalaba. Entonces, cuando Ghena le habló sobre la Luna, su desgarradora historia de amor, y su hijo varado en la tierra, sobre el cuerpo de la criatura, besado por aquella luz plateada y resplandeciente, Litha supo que aquel niño, hasta entonces un simple compañero de trastadas, había llegado a su vida con un propósito mayor; uno que la joven aún no ha descifrado, tal vez incluso desconocido para el mismo Ghenadie.
Llega un día, en toda relación entre dos personas simples, en el que ambos deben elegir entre mantener una prudente y segura distancia del otro, salvaguardar su individualidad y su ser tal como lo es hasta entonces; o bien, dejar caer las barreras, volverse algo más que dos individuos que consuelan sus mutuas penas, hermanarse, fundirse en un solo alma que es más, mucho más que la suma de sus personas, de sus penas y miedos, su historia y sus deseos y amores. Incluso los más valientes tiemblan ante la idea de lanzarse a la segunda opción; tiemblan de pánico, de emoción, con ansias y con preguntas y preocupaciones… Pues, entregarse, es el mayor salto que un alma puede dar, y el camino que se toma en aquel momento es solo de ida.
Fueron inseparables.
— Ghenadie —lo rodeó con sus brazos cansados, y se alejó para mirarlo mejor— Estás… Bueno, estás más alto, eso sí —sonrió, y unas pocas lágrimas abrumadas le nublaron la vista. Se escondió aún más bajo su capa remendada— ¿Cuánto tiempo ha pasado? Aún soy yo, aquí, luego de todos estos años—respondió a su poética pregunta con esfuerzo, admirando la elocuencia del gitano e imitándola pobremente, como tantos años atrás— Hay mucho de qué hablar, viejo amigo, pero no nos lancemos aún a las complejas redes de nuestro pasado. Cuéntame, primero, ¿cómo estás? ¿Qué ocupa, en estos oscuros días, tu singular mente?
Ambos conocían la subterránea intención de aquel encuentro. Talaitha, tras unirse a Ghenadie en un sentido que es más que físico, que no es amor ni sangre, que no es pareja, ni exclusividad ni fraternidad, sino auténtica magia, pura y envolvente; tras saltar el precipicio que pocos se atreven a saltar, traicionó a su amigo en la manera más feroz: abandonándolo cuando él más la necesitaba, la joven gitana lo dejó varado en aquella tierra que jamás lo entendería, y huyó, como solo una vãduvã podría hacerlo.
En 1799, tres días después de cumplir 15 años, Talaitha contrajo matrimonio con Isaac Lupei. Su relación con Ghenadie comenzó a debilitarse en los siguientes años, cuando ambos se dieron cuenta de que tal vez el camino que habían elegido podía ser solo de ida, pero a lo largo de éste había más encrucijadas, y nuevos senderos que tomar. La unión de Litha con Isaac fue la primera división de rumbos, pero no sería la última.
Isaac murió cuatro años y ocho meses después, en medio de una turbulenta historia que solo él y la gitana conocerían. Talaitha ingresó en un largo periodo de luto, en el que solo se comunicó con sus hermanos a través de cartas. Hablaba únicamente cuando era imperante hacerlo, y solo con su madrina, Ferka, quien tenía permitido visitarla. No viajó en todo un año. Mantuvo las cortinas de su carromato cerradas, como ocultándose de la luz, y solo vistió de negro. No tenía permitido reír, o cantar, o bailar. El luto, dirían muchos después, afectó más la integridad de aquella joven viuda que su encuentro con la muerte. Pues Litha y la muerte ya se habían encontrado antes, en más de una ocasión, con el partir de su hermano, de sus padres, de sus niños que jamás nacieron. Y cuando ésta la visitaba de nuevo, lúgubre y densa, la gitana sentía ya cierta familiaridad.
En todo aquel año, ninguna carta salida del oscuro carromato llegó a manos de Ghenadie, a quien Talaitha no veía desde el día de su boda, cuando todavía eran niños y ella aún bailaba en el circo, y corría carreras por los bosques, y le hablaba a la luna para no temer a la noche. Cuando salió del luto, un año atrás, era aún Talaitha, pero la joven que portaba aquel nombre parecía una completa extraña frente al espejo. Tenía el cabello exageradamente largo y opaco (para siempre sería así), y los ojos apagados, como los de los muertos. Aterrorizada frente a la visión de sí misma, la joven huyó a Rumania, donde vivió por el siguiente año, luchando con sus monstruos, que la perseguían a plena luz del día. Si bien los amaneceres rosados de su tierra natal ayudaron a calmar su tristeza, y le devolvieron el color a sus ojos y a sus ropas, la joven aún no se reconocía así misma. Se preguntaba dónde estaría Talaitha, la verdadera. Debía encontrarla, debía encontrarse a sí misma... Y Ghenadie era su última esperanza.
Talaitha siempre pensó que sus propias desventuras avanzaban en graciosa armonía con la luna. Sus buenos días parecían darse cuando el astro se encontraba más fuerte, cuando Diana o Dios, o quien fuera, iluminaba con todo su poder aquel círculo que bien podía haber sido de piedra, o de queso, o una hermosa joya. La pequeña miraba al cielo todas las noches, y seguía lo que éste le señalaba. Entonces, cuando Ghena le habló sobre la Luna, su desgarradora historia de amor, y su hijo varado en la tierra, sobre el cuerpo de la criatura, besado por aquella luz plateada y resplandeciente, Litha supo que aquel niño, hasta entonces un simple compañero de trastadas, había llegado a su vida con un propósito mayor; uno que la joven aún no ha descifrado, tal vez incluso desconocido para el mismo Ghenadie.
Llega un día, en toda relación entre dos personas simples, en el que ambos deben elegir entre mantener una prudente y segura distancia del otro, salvaguardar su individualidad y su ser tal como lo es hasta entonces; o bien, dejar caer las barreras, volverse algo más que dos individuos que consuelan sus mutuas penas, hermanarse, fundirse en un solo alma que es más, mucho más que la suma de sus personas, de sus penas y miedos, su historia y sus deseos y amores. Incluso los más valientes tiemblan ante la idea de lanzarse a la segunda opción; tiemblan de pánico, de emoción, con ansias y con preguntas y preocupaciones… Pues, entregarse, es el mayor salto que un alma puede dar, y el camino que se toma en aquel momento es solo de ida.
Fueron inseparables.
— Ghenadie —lo rodeó con sus brazos cansados, y se alejó para mirarlo mejor— Estás… Bueno, estás más alto, eso sí —sonrió, y unas pocas lágrimas abrumadas le nublaron la vista. Se escondió aún más bajo su capa remendada— ¿Cuánto tiempo ha pasado? Aún soy yo, aquí, luego de todos estos años—respondió a su poética pregunta con esfuerzo, admirando la elocuencia del gitano e imitándola pobremente, como tantos años atrás— Hay mucho de qué hablar, viejo amigo, pero no nos lancemos aún a las complejas redes de nuestro pasado. Cuéntame, primero, ¿cómo estás? ¿Qué ocupa, en estos oscuros días, tu singular mente?
Ambos conocían la subterránea intención de aquel encuentro. Talaitha, tras unirse a Ghenadie en un sentido que es más que físico, que no es amor ni sangre, que no es pareja, ni exclusividad ni fraternidad, sino auténtica magia, pura y envolvente; tras saltar el precipicio que pocos se atreven a saltar, traicionó a su amigo en la manera más feroz: abandonándolo cuando él más la necesitaba, la joven gitana lo dejó varado en aquella tierra que jamás lo entendería, y huyó, como solo una vãduvã podría hacerlo.
En 1799, tres días después de cumplir 15 años, Talaitha contrajo matrimonio con Isaac Lupei. Su relación con Ghenadie comenzó a debilitarse en los siguientes años, cuando ambos se dieron cuenta de que tal vez el camino que habían elegido podía ser solo de ida, pero a lo largo de éste había más encrucijadas, y nuevos senderos que tomar. La unión de Litha con Isaac fue la primera división de rumbos, pero no sería la última.
Isaac murió cuatro años y ocho meses después, en medio de una turbulenta historia que solo él y la gitana conocerían. Talaitha ingresó en un largo periodo de luto, en el que solo se comunicó con sus hermanos a través de cartas. Hablaba únicamente cuando era imperante hacerlo, y solo con su madrina, Ferka, quien tenía permitido visitarla. No viajó en todo un año. Mantuvo las cortinas de su carromato cerradas, como ocultándose de la luz, y solo vistió de negro. No tenía permitido reír, o cantar, o bailar. El luto, dirían muchos después, afectó más la integridad de aquella joven viuda que su encuentro con la muerte. Pues Litha y la muerte ya se habían encontrado antes, en más de una ocasión, con el partir de su hermano, de sus padres, de sus niños que jamás nacieron. Y cuando ésta la visitaba de nuevo, lúgubre y densa, la gitana sentía ya cierta familiaridad.
En todo aquel año, ninguna carta salida del oscuro carromato llegó a manos de Ghenadie, a quien Talaitha no veía desde el día de su boda, cuando todavía eran niños y ella aún bailaba en el circo, y corría carreras por los bosques, y le hablaba a la luna para no temer a la noche. Cuando salió del luto, un año atrás, era aún Talaitha, pero la joven que portaba aquel nombre parecía una completa extraña frente al espejo. Tenía el cabello exageradamente largo y opaco (para siempre sería así), y los ojos apagados, como los de los muertos. Aterrorizada frente a la visión de sí misma, la joven huyó a Rumania, donde vivió por el siguiente año, luchando con sus monstruos, que la perseguían a plena luz del día. Si bien los amaneceres rosados de su tierra natal ayudaron a calmar su tristeza, y le devolvieron el color a sus ojos y a sus ropas, la joven aún no se reconocía así misma. Se preguntaba dónde estaría Talaitha, la verdadera. Debía encontrarla, debía encontrarse a sí misma... Y Ghenadie era su última esperanza.
Talaitha Doubek- Gitano
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Re: A l'étroit mais entre amis | Privado
A l'étroit mais entre amis
tu voz recita el hechizo que aparta la oscuridad acechante
Los ojos que acariciaron los suyos con la mirada se le hicieron insulsos, desconocidos. Con la esperanza de calmar el malestar, correspondió el abrazo que su querida amiga le brindaba y dejó que su nombre, pronunciado por aquella voz, inundara sus oídos y le entibiara el alma. Mas nada de lo que recibió le sabía familiar, la mujer que estrechaba entre sus brazos era Litha, sin lugar a dudas, pero ya no reconocía en ella a la jovencita que alguna vez hubiese sido. Se preguntó, al tiempo en que cerraba los párpados para entregarse a la sensación, si no sería culpa de él que así fuera. Tal vez la distancia y su inconstancia con la correspondencia, sus débiles esfuerzos por dar con su paradero o la frialdad de su pecho privado de caricias desde hacía tanto le impidieran arribar al centro de su espíritu. Dejó que su hermana de pacto se apartara y le echara un vistazo, esbozando una sonrisa con la que recelaba ocultar sus expectativas, ¿qué vería ella en él ahora? Sin importar cuánto hubiesen variado las cosas, que el destino hubiese esbozado bifurcaciones en el camino elegido para transitar de la mano, aquella que yacía delante de él era la muchachita de sonrisa ligera y nervios de hierro que le había acompañado desde el principio y lo haría hasta el final.
–Talaitha, ¿has sido siempre tan diminuta? –indagó, siguiendo el hilo de sus observaciones–. Lo cierto es que me gustaría escucharte hablar primero, pero no voy a negarte el saciar tu curiosidad.
Estrechó sus manos, cobijándolas entre las suyas, y la condujo hasta un puesto desierto, donde las cajas vacías se apilaban para conformar un anguloso monumento, sumamente idóneo para tomar asiento. Descansó a un lado de la joven, manteniendo aún cautivas sus extremidades.
–¿Desde cuándo los días se te presentas oscuros? ¡Oh! Pero yo me encuentro bien, por fortuna. ¿Qué es lo último que has oído decir sobre mí? He tenido que abandonar la comunidad e instalarme en una propiedad próxima a la ciudad, estoy en búsqueda de un empleo, aunque sabes lo dificultoso que es dar con uno en nuestra condición.
Hubiese preferido no tener que revelar lo acontecido durante su ausencia en tan breve lapso de tiempo, quizá ahorrar los detalles para un futuro encuentro le resultase menos doloroso, pero necesitaba que su amiga le conociera una vez más, desenvolverse con transparencia a los ojos de la única mujer que podría comprenderle, la que no le juzgaría ni sentiría innecesaria compasión.
Litha había ocupado siempre un eslabón privilegiado en su vida, la había escogido como confidente, compañera incondicional de recreación, la única oyente a la que revelara sus iniciales premoniciones, aquella que le comprendería incluso si pensara lo contrario.
Eran jóvenes cuando la noticia de sus nupcias se extendió de boca en boca por la comunidad, la repercusión de la pactada unión entre clanes dibujó diferentes desenlaces, pero para Ghenadie la felicidad de su fraterna presidía cualquier interés propio. Veló por ella desde el primer momento y hasta concretada la ceremonia, la posibilidad de perder a su mejor amiga no cruzó su sano juicio hasta que las cartas dejaron de arribar a su nombre; el tiempo transcurrió y la vida que plácidamente edificaba sus cimientos comenzó a desmoronarse con cada nueva luna que engullía el horizonte.
Su madre, la hechicera, había comenzado a dar indicios de estar ocultándole acontecimientos y, para ese entonces, sus sueños premonitorios le impedían conciliar el sueño; el sol se ponía y el destino visitaba su inconsciente para revelar las atrocidades que pronto llegaban a tornarse realidad. Comenzó a ganarse fama de vidente y, aunque los había aquellos que enaltecían su habilidad, los había, también, quienes le temían o despreciaban. Entre ellos se encontró su propia tutora –aunque él jamás fuera a asimilarlo de ese modo–, quien se introdujo en el universo de las artes oscuras para obtener la habilidad que dotaba a su hijo, descuidando en el proceso sus restantes márgenes de cordura.
Ghenadie se halló, de improviso, solo y sin soportes; su madre había perdido el juicio, viéndose incapacitada para seguir ejerciendo su profesión; él había logrado serenar en cierta medida los susurros del destino, pero ni los recelosos de sus facultades o las artimañas de su madre volvieron a recibirles con hospitalidad. Próximo a cumplir sus dieciocho años de edad debió abandonar la caravana que le hubiese acogido durante toda su infancia para alojarse en la edificación derruida que ahora era su hogar. En un año y poco más de valerse por su cuenta, encontró el sustento en el empleo de su fortuna y la fortaleza en sus reflexiones para no desmoronarse frente al desvarío de la única mujer a la que podía llamar familia.
Haber recibido la carta que anunciaba el retorno de Talaitha le había devuelto el aliento. Sostener sus manos como en ese preciso momento le infundía todo el alivio que le hubiese escaseado durante los transcurridos años en su ausencia y, aunque hubiese preferido toparse una vez más con el grácil cervatillo de rosados pómulos y auténtica sonrisa que alguna vez le cautivara en sus más gratos recuerdos, con el simple hecho de saberla nuevamente frente a él le bastaba para sentir sus hombros más livianos.
–Cuéntame, ¿qué te ha traído de regreso?
Ghenadie Monette- Gitano
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