AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Los herederos
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Los herederos
También yo sé hacer conjeturas…
A.C.
A.C.
De pie en el muelle, Jules, esperaba que llegasen. Había recibido una carta hace un par de días y contra sus instintos había cancelado todos y cada uno de sus compromisos para estar ahí ese día. Aquella imagen les resultaba no sólo extraña a quienes trabajaban en la mansión sino que les parecía casi imposible, pues no sólo Jules rara vez pasaba tanto tiempo en su mansión sino que desde hace ya mucho tiempo que no esperaba por nadie. Esa mañana era una mañana hermosa, ningún día de aquella primavera se comparaba con ella, siquiera el día en el que Jules había conocido a Dan.
— Parece que están algo retrasados, señor. ¿Quiere que sea yo quien me quede a esperarlos y le avise cuando hayan llegado? –Herzog, el mayordomo principal de la mansión.
Jules no se había movido de ese lugar desde la primera luz del día. Su mirada estaba fija en un pequeño punto que brillaba en el horizonte. Un pequeño faro que indicaba la entrada al puerto y que siempre estaba encendido, sin importar si fuera de noche o de día. El brillo de esa luz se reflejaba sobre el mar de tal forma que era visible aún con una mañana con la de aquel día. Jules nunca había sido un hombre melancólico ni que guardase muchos recuerdos, pero aquel día, y la noche anterior, aquel pequeño faro le recordaba el día y al hombre que habían cambiado su vida. Herzog ahora le interrumpía con delicadeza de este pensamiento.
— ¿Señor? –insistió después de unos minutos. — Está bien, Herzog. Esperaré. ¿Puedes revisar una vez más que todo esté listo? –le respondió Jules — Por supuesto, señor.
-Una vez más- Lo único que Herzog y los que trabajaban en la mansión habían hecho durante la mañana era revisar que todo estuviera listo, que todo fuera perfecto. Así lo había querido Jules. De esa forma era en la que quería recibirla. Nada iba a ser como antes. Su recibimiento no iba a ser como el de ella hace tantos años, no. Su recibimiento iba a ser diferente, él no iba a despreciarla, al contrario, su trato iba a ser delicado, condescendiente, amable. Iba a poner todo lo que él poseía a su servicio, todo lo que Dan había hecho por él, él lo haría por ella y su hijo, incluso más, dos años en altamar con Dan serían lo mismo para él que un día en su mansión con él para ellos.
— Señor. Todo está listo y preparado para cuando lleguen los invitados –le dijo el mayordomo que había vuelto después de cerciorarse de que todo estaba bien — Muy bien, Herzog –le respondió Jules.
Aún no sabía qué era lo que harían ahí, la carta no lo decía. Jules pudo haber pensado en miles de posibilidades, tantas que sería abrumador y no le permitiría disfrutar de este día como planeaba hacerlo. Aun así no podía evitar que de vez en cuando las preguntas lo abordaran una tras otra. Hacía más de dos años que no sabía u oía nada sobre Antonella. Incluso en su sueños más profundos visualizaba sólo a los hijos de Dan visitándolo, queriendo saber más sobre su padre o preguntando el porqué en sus últimos días había preferido estar con él que con ellos. Pero nada le hubiese preparado para lo que estaba a punto de presenciar. Nada más y nada menos que a la mujer que lo había hecho ser quien era. Porque entre todo no fue Dan ni él mismo sino el desprecio de Antonella el que le había dado ese último empujón hacía lo que era ahora su nueva vida.
— Parece que ya llegan, Señor –en la lejanía, Herzog señalaba un pequeño barco de vela. El mismo con el que había navegado con Dan por casi 4 años y lo único que Antonella no le había podido quitar. Con una visión de ese tipo Jules no pudo más que recordar las últimas palabras de la mujer que se acercaba a su puerto.
— “Ese pequeño barco será lo único que obtendrás de nosotros, muchacho. Y será tuyo sólo para que puedas largarte lejos de aquí con él… Tan lejos como te sea posible.
Jules Champfleury- Humano Clase Alta
- Mensajes : 16
Fecha de inscripción : 24/12/2013
Re: Los herederos
“Life can only be understood backwards; but it must be lived forwards.”
― Søren Kierkegaard
― Søren Kierkegaard
Jules... Ernest y yo regresaremos a París, el arrivo del barco será en un mes.
Antonella Juvet
Antonella Juvet
¿Por que regresaba a un lugar que juró no volver a pisar? ¿por que le escribía a esa persona por la que perdió todo? A pesar de los años, Antonella seguía culpando a Jules por el hecho de que Dan se endeudara, y ella se encargó de que lo que quedara, no tocara nunca sus manos, por eso mismo terminó con lo poco de fortuna antes de deshacerse del apellido Cody.
Si su alma era tan rencorosa, si su cuerpo albergaba tanto odio ¿por que regresaba? pudo haber ido a cualquier otra parte del mundo, no era estúpida, terminó con lo que pudo para dejar a Jules desamparado, pero no como para que ella, Ernest y Kaled pudieran vivir sin restricciones.
Pero la realidad, era que necesitaba estar allí, por cuestiones de dinero, de seguridad, por el simple hecho de que estaba segura de que Kaled había regresado a París cuando Antonella se volvió aquella arpía despiadada.
Ae asomó por aquella ventana circular del camarote que compartía con Ernest, el adolescente se había quedado dormido con un libro viejo sobre el pecho, el perfil de su hijo, en aquella tranquilidad con la que dormía, le provocaron que el corazón se achicara, mas aún cuando fue capaz de visualizar la costa ¿estaría allí? claro que no, no tenía obligación alguna, y años atrás Antonella no lo había recibido de la mejor manera.
―Cariño... despierta, hemos llegado, estamos en casa - la voz dulce de aquella madre que parecía ser abnegada, sus dedos delgados y largos rozaron con ternura la frente de su hijo ―¿Casa? - la voz adormilada del joven invadió la habitación, se talló los ojos y se enderezó. Antonella y su hijo salieron a cubierta, la brisa marina jugueteó con esos mechones negros que se soltaron de su cabello recogido, pegó mas hacia ella el cuerpo de Ernest cuando el capitán les aviso que anclarían.
Bajaron primero todo el equipaje, y después bajaron los Juvet... los Cody... los como fuera que fuesen en ese instante. Antonella recorrió con la mirada aquel infinito azul que era el océano, ya no había vuelta atrás. ―¡Jules! - el llamado de su hijo la hizo regresar a una realidad que no quería afrontar, el pecho le dolió ¿había venido por ellos?. Sus pasos fueron dudosos al principio, pero después la firmeza y el orgullo la hicieron levantar la frente y posarse frente a ellos, Ernest siempre le tuvo aprecio a aquel chico, a ese que ahora era un hombre, y eso fue algo que Antonella nunca le pudo arrebatar ―Monsieur Champfleury -
Si su alma era tan rencorosa, si su cuerpo albergaba tanto odio ¿por que regresaba? pudo haber ido a cualquier otra parte del mundo, no era estúpida, terminó con lo que pudo para dejar a Jules desamparado, pero no como para que ella, Ernest y Kaled pudieran vivir sin restricciones.
Pero la realidad, era que necesitaba estar allí, por cuestiones de dinero, de seguridad, por el simple hecho de que estaba segura de que Kaled había regresado a París cuando Antonella se volvió aquella arpía despiadada.
Ae asomó por aquella ventana circular del camarote que compartía con Ernest, el adolescente se había quedado dormido con un libro viejo sobre el pecho, el perfil de su hijo, en aquella tranquilidad con la que dormía, le provocaron que el corazón se achicara, mas aún cuando fue capaz de visualizar la costa ¿estaría allí? claro que no, no tenía obligación alguna, y años atrás Antonella no lo había recibido de la mejor manera.
―Cariño... despierta, hemos llegado, estamos en casa - la voz dulce de aquella madre que parecía ser abnegada, sus dedos delgados y largos rozaron con ternura la frente de su hijo ―¿Casa? - la voz adormilada del joven invadió la habitación, se talló los ojos y se enderezó. Antonella y su hijo salieron a cubierta, la brisa marina jugueteó con esos mechones negros que se soltaron de su cabello recogido, pegó mas hacia ella el cuerpo de Ernest cuando el capitán les aviso que anclarían.
Bajaron primero todo el equipaje, y después bajaron los Juvet... los Cody... los como fuera que fuesen en ese instante. Antonella recorrió con la mirada aquel infinito azul que era el océano, ya no había vuelta atrás. ―¡Jules! - el llamado de su hijo la hizo regresar a una realidad que no quería afrontar, el pecho le dolió ¿había venido por ellos?. Sus pasos fueron dudosos al principio, pero después la firmeza y el orgullo la hicieron levantar la frente y posarse frente a ellos, Ernest siempre le tuvo aprecio a aquel chico, a ese que ahora era un hombre, y eso fue algo que Antonella nunca le pudo arrebatar ―Monsieur Champfleury -
Antonella Fayolle- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 03/09/2016
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