AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Our Darkest Hour | Privado
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Our Darkest Hour | Privado
"To a father, nothing is dearer than a daughter."
Euripides
Euripides
Había hecho lo correcto. Estaba convencida de ello, y nada le haría cambiar de parecer. Ni las lágrimas de su madre ni las de sus hermanas hacían mella en su corazón, endurecido a base de abusos y humillaciones. Llevaba el rígido luto, sólo para que nadie la señalara, pero tenía ansias de lucir colores vivos, abrir los ventanales de la mansión y hacer una fiesta que durara días enteros. Pero como no podía hacer nada de eso, se limitaba a no emitir opinión cada vez que alguna de las féminas MacFarlane lloraba sobre su hombro. La decisión de dejar Londres fue suya, y la familia estuvo de acuerdo. La gran mansión traía recuerdos tristes, en cada sitio veían a Edgar, y el clima lacrimógeno resultaba insoportable. Dejaron en manos de la justicia inglesa el homicidio del patriarca, previo a declaraciones y a una serie de papeles que debieron firmar confirmando el sitio donde se asentarían. En la capital francesa, continuaban llevando el luto, y la residencia actual de las mujeres, contenía la tristeza que las había acompañado desde Inglaterra. Isabella se había hecho cargo de conseguir el nuevo personal y también de las tareas de mando.
Sus hermanas mayores habían tomado la decisión de casarse, aunque para ello debían organizar fiestas y asistir a otras tantas, pero el duelo por la muerte de su padre, no se lo permitía por el momento. Cassandra les había pedido prudencia, que no se mostraran demasiado, y la palabra de la viuda, era ley; aún para Isabella, que difícilmente reconocía autoridad en alguien. La mujer estaba destrozada, rápidamente había perdido peso y ganado arrugas y canas, y se refugiaba en la palpable pena de seis de sus siete hijas. Sabía que Isabella estaba gozando, pero no se atrevía a cuestionarla en voz alta; aunque, íntimamente, le reprochaba su frialdad. La muchacha percibía la acusación en los ojos oscuros de su madre, pero no permitía que eso le afectara. Había cosas mucho más importantes que resolver, y ya que nadie se haría cargo de la tormenta que se avecinaba, sería ella la encargada de sacar adelante a su familia.
—Señorita, ha llegado ésta misiva —una de las empleadas, vestida con su uniforme almidonado y una cofia que le cubría la totalidad del cabello, se acercó a la joven, que desayunaba en compañía de las demás mujeres. Los trabajadores sabían que todo debía pasar primero por ella.
Isabella rompió el lacre y extrajo una nota, breve, pero concisa. Recibirían la visita de un oficial, que debía constatar la presencia y actividad de las ocho mujeres en París. Le pareció una completa ridiculez, pero evitó el comentario, y se limitó a exponerles a su madre y hermanas, la situación. Todas empalidecieron y no pudieron disimular el miedo que les generaba la situación.
—Creen que somos unas asesinas. Deben pensar que todas conspiramos para matar a papá —dijo la mayor, con voz temblorosa.
—No pienses así, Kate. Es sólo burocracia, querida —la calmó Isabella, que se limpió las comisuras de los labios tras terminar su café con leche, y depositó la servilleta en la mesa. —Creo que debemos arreglarnos para recibir en condiciones al oficial. Pediré en la cocina que tengan todo preparado para dar una cálida bienvenida a nuestros cordiales visitantes —detectaron la ironía en su voz.
— ¿No crees que sospechen de nosotras si hacemos algo así? —preguntó Sophie.
—No, cariño. Tranquila. Somos damas decentes, que no tenemos nada que ocultar; corresponde, a personas de nuestra posición, que agasajemos a aquel que recibamos —le explicó, impaciente. —Ahora, a hacer lo que nos corresponde —se puso de pie y cada una de las integrantes de la familia, la imitó. Aunque Cassandra no emitió opinión al respecto.
Antes del almuerzo, fue anunciada la llegada de los visitantes. Las MacFarlane lucían sus atuendos negros, opacos y tristes, que las cubrían del cuello hasta los pies. Sobre sus cabezas, llevaban mantillas del mismo color, y rodetes tirantes. Eran un tétrico cuadro. La matriarca fue la que encabezó la recepción, con pocas y escuetas palabras. Isabella optó por mantenerse al margen, al igual que sus demás hermanas. Saludaron con una leve inclinación al comisario regordete, que estaba secundado por dos oficiales, en los que ninguna reparó demasiado, pues debían llevar sus miradas clavadas en el suelo. Ingresaron a la sala contigua, donde la servidumbre había desplegado una mesa con dulces. Tomaron asiento en los amplios sillones.
—Caballeros, ¿qué los trae por aquí? —preguntó Cassandra en un perfecto francés. Era la única que podía hablar. A pesar de la difícil situación, la mujer no perdía ni la clase ni la educación, e Isabella la admiró por ello.
Sus hermanas mayores habían tomado la decisión de casarse, aunque para ello debían organizar fiestas y asistir a otras tantas, pero el duelo por la muerte de su padre, no se lo permitía por el momento. Cassandra les había pedido prudencia, que no se mostraran demasiado, y la palabra de la viuda, era ley; aún para Isabella, que difícilmente reconocía autoridad en alguien. La mujer estaba destrozada, rápidamente había perdido peso y ganado arrugas y canas, y se refugiaba en la palpable pena de seis de sus siete hijas. Sabía que Isabella estaba gozando, pero no se atrevía a cuestionarla en voz alta; aunque, íntimamente, le reprochaba su frialdad. La muchacha percibía la acusación en los ojos oscuros de su madre, pero no permitía que eso le afectara. Había cosas mucho más importantes que resolver, y ya que nadie se haría cargo de la tormenta que se avecinaba, sería ella la encargada de sacar adelante a su familia.
—Señorita, ha llegado ésta misiva —una de las empleadas, vestida con su uniforme almidonado y una cofia que le cubría la totalidad del cabello, se acercó a la joven, que desayunaba en compañía de las demás mujeres. Los trabajadores sabían que todo debía pasar primero por ella.
Isabella rompió el lacre y extrajo una nota, breve, pero concisa. Recibirían la visita de un oficial, que debía constatar la presencia y actividad de las ocho mujeres en París. Le pareció una completa ridiculez, pero evitó el comentario, y se limitó a exponerles a su madre y hermanas, la situación. Todas empalidecieron y no pudieron disimular el miedo que les generaba la situación.
—Creen que somos unas asesinas. Deben pensar que todas conspiramos para matar a papá —dijo la mayor, con voz temblorosa.
—No pienses así, Kate. Es sólo burocracia, querida —la calmó Isabella, que se limpió las comisuras de los labios tras terminar su café con leche, y depositó la servilleta en la mesa. —Creo que debemos arreglarnos para recibir en condiciones al oficial. Pediré en la cocina que tengan todo preparado para dar una cálida bienvenida a nuestros cordiales visitantes —detectaron la ironía en su voz.
— ¿No crees que sospechen de nosotras si hacemos algo así? —preguntó Sophie.
—No, cariño. Tranquila. Somos damas decentes, que no tenemos nada que ocultar; corresponde, a personas de nuestra posición, que agasajemos a aquel que recibamos —le explicó, impaciente. —Ahora, a hacer lo que nos corresponde —se puso de pie y cada una de las integrantes de la familia, la imitó. Aunque Cassandra no emitió opinión al respecto.
Antes del almuerzo, fue anunciada la llegada de los visitantes. Las MacFarlane lucían sus atuendos negros, opacos y tristes, que las cubrían del cuello hasta los pies. Sobre sus cabezas, llevaban mantillas del mismo color, y rodetes tirantes. Eran un tétrico cuadro. La matriarca fue la que encabezó la recepción, con pocas y escuetas palabras. Isabella optó por mantenerse al margen, al igual que sus demás hermanas. Saludaron con una leve inclinación al comisario regordete, que estaba secundado por dos oficiales, en los que ninguna reparó demasiado, pues debían llevar sus miradas clavadas en el suelo. Ingresaron a la sala contigua, donde la servidumbre había desplegado una mesa con dulces. Tomaron asiento en los amplios sillones.
—Caballeros, ¿qué los trae por aquí? —preguntó Cassandra en un perfecto francés. Era la única que podía hablar. A pesar de la difícil situación, la mujer no perdía ni la clase ni la educación, e Isabella la admiró por ello.
Isabella MacFarlane- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 25
Fecha de inscripción : 17/07/2016
Re: Our Darkest Hour | Privado
—¿Crees que lo hizo la esposa o una de las hijas? —cuestionó Diodore Travere, oficial de policía, que llevaba un buen rato dándole vueltas al asunto en su cabeza.
Al hombre le fascinaba la idea de verse involucrado en un caso que se había vuelto tan famoso. La horrible manera en que Edgar MacFarlane fue asesinado, completamente descuartizado, le dio popularidad y tenía a todos consternados. Brutal y sanguinario, no había otra forma de llamarlo. Pero además de inhumano, era un verdadero misterio. Nadie lograba imaginar cómo un hombre de la posición social de MacFarlane, había podido terminar así. Era un escándalo. Las personas se reunían en los cafés y en las tabernas para hablar de ello. Lamentablemente, hasta no profundizar en la investigación, lo único que se tenía eran meras suposiciones sobre algo que no se conocía con certeza.
Diodore se acomodó en su asiento y con los ojos ligeramente entrecerrados y la cabeza inclinada, miró a Johan. Observó con genuino interés al detective de origen ruso, que estaría a cargo de la investigación en París. Realmente le interesaba escuchar su opinión. Aún no se había entrevistado con las MacFarlane, pero dada su experiencia en ese tipo de casos, alguna sospecha debía tener. Johan, por su parte, se había mantenido en silencio hasta ese momento. Daba la impresión de estar demasiado interesado en el paisaje que se alcanzaba a vislumbrar a través de la ventanilla del coche que los conducía a su destino, la residencia MacFarlane, pero la realidad era que él tampoco dejaba de darle vueltas al asunto.
—Es posible —esa fue la escueta respuesta que Johan le brindó a Travere, sin dejar de mirar por la ventana. Siempre había sido un hombre de pocas palabras, parco y conciso cuando se trataba de conversar. Pero cuando se trataba de trabajo, eso era otra cosa; se volvía implacable.
—Santo cielo. Es tan difícil de creer —el hombre se mostró abrumado. Suspiró y meneó la cabeza, negándose a aceptarlo.
—¿Por qué? ¿Porque son mujeres? —Inquirió Johan con algo de severidad en su voz. Le llamó tanto la atención que un oficial de policía opinara algo como aquello, que terminó por apartar la vista de la ventanilla. Hacerse una opinión, dejándose llevar únicamente por el sexo de los sospechosos, desde su punto de vista, era uno de los errores más frecuentemente cometidos.
—Bueno, sí. Tú viste lo que le hicieron a ese pobre hombre —había visto unas cuantas cosas en su trabajo, pero le llevaría un buen rato quitarse de la mente la escalofriante imagen del cuerpo destrozado de MacFarlane—. Quiero decir, él estaba prácticamente irreconocible. Sólo una bestia haría algo así.
—Sí, se necesita de mucha fuerza… —caviló, pero eso no lo hizo sospechar menos de la viuda o de alguna de las hijas. Enseguida añadió—: o de una rabia demasiado grande y claramente descontrolada.
Llegaron a las doce y media de la tarde. Las MacFarlane ya los esperaban. Conducidos por la servidumbre, los tres hombres desfilaron por la casa, uno tras otro, haciendo evidente la importancia de sus rangos. El comisario Deslauriers los encabezaba, Johan lo seguía de cerca, mientras que Travere, venía al final. Como era costumbre, fueron recibidos por la viuda y sus hijas se mantuvieron en silencio. Johan y Diodore hicieron lo mismo, dejando que el comisario hablara primero. Les hicieron pasar a una habitación, donde claramente tenían la intención de ofrecerles té y galletas, como si aquello se tratara de una visita social. No obstante, cuando Johan consideró que había llegado el momento adecuado, sin decir una sola palabra miró al comisario, éste asintió con discreción, dándole la autorización, y el ruso decidió intervenir.
—Señora, señoritas, mi nombre es Johan Zalachenko —se puso de pie y avanzó unos pasos, logrando situarse justo al centro de la habitación— y soy el detective que a partir de este momento estará a cargo de la investigación del asesinato del señor Edgar MacFarlane. Si no les importa, debo hacerles algunas preguntas —una repentina tensión se sintió en el ambiente—. Si me lo permite, me gustaría empezar con usted —su mirada se posó en la viuda—, y luego continuar con cada una de sus hijas.
Ni siquiera les había expresado antes sus condolencias, aunque fuera por mera formalidad, y el tono que utilizó al hablar, aunque educado, resultó áspero. A las mujeres debió parecerles un hombre con falta de tacto, quizá hasta un tanto rudo. Sin embargo, a Johan no le gustaba perder el tiempo en cosas innecesarias y sólo buscaba atajar la situación. Estaba decidido a esclarecer cuanto antes ese crimen.
Al hombre le fascinaba la idea de verse involucrado en un caso que se había vuelto tan famoso. La horrible manera en que Edgar MacFarlane fue asesinado, completamente descuartizado, le dio popularidad y tenía a todos consternados. Brutal y sanguinario, no había otra forma de llamarlo. Pero además de inhumano, era un verdadero misterio. Nadie lograba imaginar cómo un hombre de la posición social de MacFarlane, había podido terminar así. Era un escándalo. Las personas se reunían en los cafés y en las tabernas para hablar de ello. Lamentablemente, hasta no profundizar en la investigación, lo único que se tenía eran meras suposiciones sobre algo que no se conocía con certeza.
Diodore se acomodó en su asiento y con los ojos ligeramente entrecerrados y la cabeza inclinada, miró a Johan. Observó con genuino interés al detective de origen ruso, que estaría a cargo de la investigación en París. Realmente le interesaba escuchar su opinión. Aún no se había entrevistado con las MacFarlane, pero dada su experiencia en ese tipo de casos, alguna sospecha debía tener. Johan, por su parte, se había mantenido en silencio hasta ese momento. Daba la impresión de estar demasiado interesado en el paisaje que se alcanzaba a vislumbrar a través de la ventanilla del coche que los conducía a su destino, la residencia MacFarlane, pero la realidad era que él tampoco dejaba de darle vueltas al asunto.
—Es posible —esa fue la escueta respuesta que Johan le brindó a Travere, sin dejar de mirar por la ventana. Siempre había sido un hombre de pocas palabras, parco y conciso cuando se trataba de conversar. Pero cuando se trataba de trabajo, eso era otra cosa; se volvía implacable.
—Santo cielo. Es tan difícil de creer —el hombre se mostró abrumado. Suspiró y meneó la cabeza, negándose a aceptarlo.
—¿Por qué? ¿Porque son mujeres? —Inquirió Johan con algo de severidad en su voz. Le llamó tanto la atención que un oficial de policía opinara algo como aquello, que terminó por apartar la vista de la ventanilla. Hacerse una opinión, dejándose llevar únicamente por el sexo de los sospechosos, desde su punto de vista, era uno de los errores más frecuentemente cometidos.
—Bueno, sí. Tú viste lo que le hicieron a ese pobre hombre —había visto unas cuantas cosas en su trabajo, pero le llevaría un buen rato quitarse de la mente la escalofriante imagen del cuerpo destrozado de MacFarlane—. Quiero decir, él estaba prácticamente irreconocible. Sólo una bestia haría algo así.
—Sí, se necesita de mucha fuerza… —caviló, pero eso no lo hizo sospechar menos de la viuda o de alguna de las hijas. Enseguida añadió—: o de una rabia demasiado grande y claramente descontrolada.
***
Llegaron a las doce y media de la tarde. Las MacFarlane ya los esperaban. Conducidos por la servidumbre, los tres hombres desfilaron por la casa, uno tras otro, haciendo evidente la importancia de sus rangos. El comisario Deslauriers los encabezaba, Johan lo seguía de cerca, mientras que Travere, venía al final. Como era costumbre, fueron recibidos por la viuda y sus hijas se mantuvieron en silencio. Johan y Diodore hicieron lo mismo, dejando que el comisario hablara primero. Les hicieron pasar a una habitación, donde claramente tenían la intención de ofrecerles té y galletas, como si aquello se tratara de una visita social. No obstante, cuando Johan consideró que había llegado el momento adecuado, sin decir una sola palabra miró al comisario, éste asintió con discreción, dándole la autorización, y el ruso decidió intervenir.
—Señora, señoritas, mi nombre es Johan Zalachenko —se puso de pie y avanzó unos pasos, logrando situarse justo al centro de la habitación— y soy el detective que a partir de este momento estará a cargo de la investigación del asesinato del señor Edgar MacFarlane. Si no les importa, debo hacerles algunas preguntas —una repentina tensión se sintió en el ambiente—. Si me lo permite, me gustaría empezar con usted —su mirada se posó en la viuda—, y luego continuar con cada una de sus hijas.
Ni siquiera les había expresado antes sus condolencias, aunque fuera por mera formalidad, y el tono que utilizó al hablar, aunque educado, resultó áspero. A las mujeres debió parecerles un hombre con falta de tacto, quizá hasta un tanto rudo. Sin embargo, a Johan no le gustaba perder el tiempo en cosas innecesarias y sólo buscaba atajar la situación. Estaba decidido a esclarecer cuanto antes ese crimen.
Johan Zalachenko- Humano Clase Media
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Fecha de inscripción : 12/03/2014
DATOS DEL PERSONAJE
Poderes/Habilidades:
Datos de interés:
Re: Our Darkest Hour | Privado
La tensión se sentía en el aire, en la piel. Las jóvenes, salvo Isabella, se mostraban nerviosas o angustiadas. Las dos menores, sollozaron cuando el oficial Zalachenko anunció que todas serían interrogadas individualmente. Isabella revoleó los ojos, sus hermanas podían sacarla de quicio. Pero las amaba, por lo que apretó las manos de ambas y les sonrió, muy levemente, pero lo suficiente para tranquilizarlas. Ella era la fuerte. Todas lo sabían, y eran en quien se refugiaban. Cassandra se mantenía impávida, pero ellas, que la conocían como nadie, podían notar el pavor y la tristeza que la acompañaba. El viejo MacFarlane se las seguía ingeniando para arruinarles la vida. Ni muerto les podía dar un momento de paz. El odio de Isabella crecía conforme seguía con la mirada al detective, que le pareció atrapante y misterioso. Sus manos tatuadas captaron su atención desde el inicio, y la figura que emergía en su cuello, bajo la ropa, también. Se instó a mantener la mente en frío, era necesario que nada la distrajera.
Cassandra ofreció una habitación contigua para proceder a las entrevistas. Fue la primera en entrar, acompañada de Zalachenko y del comisario. Fueron treinta minutos en los que las hermanas MacFarlane no se soltaron las manos en ningún momento. Luego, fueron entrando una a una, en orden de llegada al mundo. Katherine, Elizabeth y Alessa, que salieron más alteradas de lo que ya estaban. Isabella se decía a sí misma, que toda aquella emocionalidad las hacía parecer culpables, así nada tuvieran que ver con el homicidio de su padre. Sería una gran historia para los periódicos sensacionalistas. Las féminas de una familia de alcurnia, confabuladas para asesinar al jefe de familia. Serían la comidilla de la high society durante varios meses, hasta que otro escándalo reemplazara el morbo de las MacFarlane. Lamentaba que su familia tuviera que pasar por todo eso, pero no podía hacerse cargo; todas, de cierta forma, habían sido cómplices del patriarca, y era una espina que Isabella no lograba quitarse.
Cuando llegó su turno, se tomó su tiempo para levantarse, acomodarse la falda oscura y caminar tranquilamente hacia la sala. Cruzó el umbral y pudo deleitarse con la altura y el atractivo del detective a cargo. Se sentó en el sillón de tres cuerpos, con las manos sobre los muslos, en postura erguida y el rostro tranquilo. Si estaba nerviosa, no se notaba. Y claro que lo estaba. Podía ver la suspicacia en los ojos del oficial. El comisario tomó nota de su nombre completo, y en ese momento, otro oficial de menos rango, golpeó la puerta e ingresó. Le susurró algo al oído que le hizo fruncir el ceño; se puso de pie inmediatamente, visiblemente alterado por la noticia que acababan de darle.
—Ha surgido un imprevisto. Señorita, la dejo con el detective Zalachenko. Debo retirarme de forma urgente —hizo una leve reverencia, saludó a su colega con un apretón de manos, y salió apurado. La puerta se cerró tras él en un golpe seco. El sonido retumbó en toda la estancia.
—Parece que hemos quedado usted y yo, detective —la voz sensual y profunda de Isabella era como una serpiente que se enroscaba en el cuerpo hasta, finalmente, llegar a la garganta y ejercer la suficiente presión para quitar la respiración.
Cassandra ofreció una habitación contigua para proceder a las entrevistas. Fue la primera en entrar, acompañada de Zalachenko y del comisario. Fueron treinta minutos en los que las hermanas MacFarlane no se soltaron las manos en ningún momento. Luego, fueron entrando una a una, en orden de llegada al mundo. Katherine, Elizabeth y Alessa, que salieron más alteradas de lo que ya estaban. Isabella se decía a sí misma, que toda aquella emocionalidad las hacía parecer culpables, así nada tuvieran que ver con el homicidio de su padre. Sería una gran historia para los periódicos sensacionalistas. Las féminas de una familia de alcurnia, confabuladas para asesinar al jefe de familia. Serían la comidilla de la high society durante varios meses, hasta que otro escándalo reemplazara el morbo de las MacFarlane. Lamentaba que su familia tuviera que pasar por todo eso, pero no podía hacerse cargo; todas, de cierta forma, habían sido cómplices del patriarca, y era una espina que Isabella no lograba quitarse.
Cuando llegó su turno, se tomó su tiempo para levantarse, acomodarse la falda oscura y caminar tranquilamente hacia la sala. Cruzó el umbral y pudo deleitarse con la altura y el atractivo del detective a cargo. Se sentó en el sillón de tres cuerpos, con las manos sobre los muslos, en postura erguida y el rostro tranquilo. Si estaba nerviosa, no se notaba. Y claro que lo estaba. Podía ver la suspicacia en los ojos del oficial. El comisario tomó nota de su nombre completo, y en ese momento, otro oficial de menos rango, golpeó la puerta e ingresó. Le susurró algo al oído que le hizo fruncir el ceño; se puso de pie inmediatamente, visiblemente alterado por la noticia que acababan de darle.
—Ha surgido un imprevisto. Señorita, la dejo con el detective Zalachenko. Debo retirarme de forma urgente —hizo una leve reverencia, saludó a su colega con un apretón de manos, y salió apurado. La puerta se cerró tras él en un golpe seco. El sonido retumbó en toda la estancia.
—Parece que hemos quedado usted y yo, detective —la voz sensual y profunda de Isabella era como una serpiente que se enroscaba en el cuerpo hasta, finalmente, llegar a la garganta y ejercer la suficiente presión para quitar la respiración.
Isabella MacFarlane- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 25
Fecha de inscripción : 17/07/2016
Re: Our Darkest Hour | Privado
En un interrogatorio, el análisis va más allá de las propias palabras. También hay una lectura del comportamiento del individuo, mismo que suele ser el más revelador. Si levanta la voz, si se altera, si evade o se pone a la defensiva, es casi seguro que la persona está mintiendo. Siempre hay señales que delatan, y Johan, con tantos años en servicio, lo sabía mejor que nadie. A menudo lo comparaba con el póker, porque ese juego de cartas se basa, precisamente, en quién puede engañar mejor y hace expertos en detectar las señales corporales de sus rivales a los grandes jugadores. Él buscaba esas pequeñas señales: una mirada fugaz, un guiño, un ligero cambio en la postura o en el tono de voz, la posición de los pies y de las manos. Esas y muchas más manifestaciones inconscientes sucedían en respuesta al engaño y la mentira.
Johan observaba con gesto adusto, haciendo de su profesión un arte meticuloso. Se dio cuenta de que las MacFarlane no eran tan diferentes entre sí. Lo descubrió conforme fueron pasando a la habitación donde les hizo un breve interrogatorio. Además del sorprendente parecido físico que obviaba su parentesco, las féminas compartían también un temperamento bastante similar: eran de naturaleza nerviosa, algo sumisa. Incapaces de ocultar lo mucho que las intimidaba la presencia de aquellos hombres, en especial el detective. Cassandra, la viuda, supo manejar la situación y, aunque le costó, no llegó a perder la compostura. Le siguieron Katherine, Elizabeth y Alessa, que no dejaban de retorcerse las manos, suplicando en silencio que aquello terminara. Al final, se mostraron cooperativas, pero las preguntas les provocaron una evidente alteración emocional.
Isabella era punto y aparte. Desde el primer instante supo que algo la diferenciaba de todas las demás. El ruso comenzó a estudiarla apenas entró y se dirigió al sillón, con aquella elegancia y calma ceremoniosa que no se veía mucho en situaciones como esa. La joven dama era ciertamente misteriosa. Un aura de impenetrabilidad la rodeaba y a simple vista parecía indescifrable. Casi no demostraba emociones: no parecía estar nerviosa, ni asustada, mucho menos tener el corazón roto por la reciente muerte de su padre. A diferencia de sus hermanas e incluso de su madre, ella no dio señales de sentirse intimidada. Por el contrario, le pareció que lucía un tanto… soberbia. Le sostenía la mirada con aire inquisitivo, como pretendiendo invertir los papeles. Eso le llamó la atención. Despertó su interés porque era un comportamiento extraño que daba para sospechar.
Cuando les dejaron solos y ella tuvo el atrevimiento de hacer aquel comentario, Johan lo ignoró por completo y se produjo un profundo silencio. Como en los anteriores interrogatorios, su intención era llevar la iniciativa desde el principio; permitir que ella tomara el control de la situación, por más inofensivas que parecieran sus palabras, era inaceptable. Le preguntó su nombre, su fecha de nacimiento y se dedicó a hacer anotaciones en una libreta. No lo demostró, pero le sorprendió un poco su edad. Tenía veinte años, ¡veinte años!, prácticamente una niña, pero con aquella personalidad tan suya podía llenar una habitación con su presencia por sí sola.
—Señorita MacFarlane, el forense determinó que Edgar MacFarlane, su padre, fue asesinado, aproximadamente a las diez de la noche del día martes ocho de abril del presente año. El cuerpo se encontró en una parte lejana de su propiedad en Londres, pero tenemos motivos para creer que los hechos ocurrieron dentro de la casa, posiblemente en su despacho —hizo una breve pausa y la observó con atención, esperando una de las pequeñas señales.
Lo que acababa de decir era importante, crucial. Sugería que el asesino podía ser uno de los empleados, o alguna de ellas. En ese punto, la viuda y parte de sus hijas se llevaron la mano a la boca, ahogando un grito. Isabella, en cambio, no se movió ni dijo nada; permaneció impasible ante la revelación. El interés de Johan aumentó. La miró con los ojos ligeramente entrecerrados.
—No hubo señales de pelea, ninguna evidencia de robo —continuó —, lo cual es demasiado extraño puesto que, en definitiva, fue un homicidio violento —el más violento que era capaz de recordar. Habían apuñalado al hombre con una hoja de cerca de siete u ocho pulgadas de largo, y con la misma lo habían abierto con trayectoria descendente. La idea de que el asesino poseía habilidad quirúrgica fue descartada—. ¿Recuerda haber visto usted a alguno de los empleados actuando de manera sospechosa? ¿Algo fuera de lo común? ¿Alguna discusión previa a la desaparición de su padre? ¿Se encontraba usted en casa el ocho de abril a la hora mencionada? —Cassandra y sus tres hermanas mayores ya le habían dicho que sí, pero su deber como detective era preguntar, explorar el entorno y finalmente analizar si la información coincidía.
Johan observaba con gesto adusto, haciendo de su profesión un arte meticuloso. Se dio cuenta de que las MacFarlane no eran tan diferentes entre sí. Lo descubrió conforme fueron pasando a la habitación donde les hizo un breve interrogatorio. Además del sorprendente parecido físico que obviaba su parentesco, las féminas compartían también un temperamento bastante similar: eran de naturaleza nerviosa, algo sumisa. Incapaces de ocultar lo mucho que las intimidaba la presencia de aquellos hombres, en especial el detective. Cassandra, la viuda, supo manejar la situación y, aunque le costó, no llegó a perder la compostura. Le siguieron Katherine, Elizabeth y Alessa, que no dejaban de retorcerse las manos, suplicando en silencio que aquello terminara. Al final, se mostraron cooperativas, pero las preguntas les provocaron una evidente alteración emocional.
Isabella era punto y aparte. Desde el primer instante supo que algo la diferenciaba de todas las demás. El ruso comenzó a estudiarla apenas entró y se dirigió al sillón, con aquella elegancia y calma ceremoniosa que no se veía mucho en situaciones como esa. La joven dama era ciertamente misteriosa. Un aura de impenetrabilidad la rodeaba y a simple vista parecía indescifrable. Casi no demostraba emociones: no parecía estar nerviosa, ni asustada, mucho menos tener el corazón roto por la reciente muerte de su padre. A diferencia de sus hermanas e incluso de su madre, ella no dio señales de sentirse intimidada. Por el contrario, le pareció que lucía un tanto… soberbia. Le sostenía la mirada con aire inquisitivo, como pretendiendo invertir los papeles. Eso le llamó la atención. Despertó su interés porque era un comportamiento extraño que daba para sospechar.
Cuando les dejaron solos y ella tuvo el atrevimiento de hacer aquel comentario, Johan lo ignoró por completo y se produjo un profundo silencio. Como en los anteriores interrogatorios, su intención era llevar la iniciativa desde el principio; permitir que ella tomara el control de la situación, por más inofensivas que parecieran sus palabras, era inaceptable. Le preguntó su nombre, su fecha de nacimiento y se dedicó a hacer anotaciones en una libreta. No lo demostró, pero le sorprendió un poco su edad. Tenía veinte años, ¡veinte años!, prácticamente una niña, pero con aquella personalidad tan suya podía llenar una habitación con su presencia por sí sola.
—Señorita MacFarlane, el forense determinó que Edgar MacFarlane, su padre, fue asesinado, aproximadamente a las diez de la noche del día martes ocho de abril del presente año. El cuerpo se encontró en una parte lejana de su propiedad en Londres, pero tenemos motivos para creer que los hechos ocurrieron dentro de la casa, posiblemente en su despacho —hizo una breve pausa y la observó con atención, esperando una de las pequeñas señales.
Lo que acababa de decir era importante, crucial. Sugería que el asesino podía ser uno de los empleados, o alguna de ellas. En ese punto, la viuda y parte de sus hijas se llevaron la mano a la boca, ahogando un grito. Isabella, en cambio, no se movió ni dijo nada; permaneció impasible ante la revelación. El interés de Johan aumentó. La miró con los ojos ligeramente entrecerrados.
—No hubo señales de pelea, ninguna evidencia de robo —continuó —, lo cual es demasiado extraño puesto que, en definitiva, fue un homicidio violento —el más violento que era capaz de recordar. Habían apuñalado al hombre con una hoja de cerca de siete u ocho pulgadas de largo, y con la misma lo habían abierto con trayectoria descendente. La idea de que el asesino poseía habilidad quirúrgica fue descartada—. ¿Recuerda haber visto usted a alguno de los empleados actuando de manera sospechosa? ¿Algo fuera de lo común? ¿Alguna discusión previa a la desaparición de su padre? ¿Se encontraba usted en casa el ocho de abril a la hora mencionada? —Cassandra y sus tres hermanas mayores ya le habían dicho que sí, pero su deber como detective era preguntar, explorar el entorno y finalmente analizar si la información coincidía.
Johan Zalachenko- Humano Clase Media
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Fecha de inscripción : 12/03/2014
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Re: Our Darkest Hour | Privado
Isabella recordaba, con placentera exactitud, cada instante de la noche del ocho de Abril. La había planeado desde la primera vez que Edgar le levantó la mano, desde que le robó su inocente. Había acumulado, durante muchísimos años, el deseo de destriparlo como a un animal, como a la bestia que era. Su padre había tenido la muerte que merecía, ya que había sufrido y se había sentido traicionado. Cuando la hechicera se miraba las manos, veía la sangre de su progenitor enchastrándolas y le provocaba oleadas de satisfacción. Era lo único bueno que había hecho en su vida. Se había liberado de su yugo maldito, y había liberado a su madre y hermanas de las cadenas impuestas por ese hombre. Se había encargado de que no la conectaran con el homicidio, pero si llegaba a caer, no le importaba. Nadie volvería a tocarla sin su consentimiento, nadie volvería a lastimarla, a ultrajarla. Incluso morir en la horca era un buen final, pues nadie le sacaría la tranquilidad de haber hecho lo que debía hacer.
Respondió a las preguntas básicas con voz queda, repitiendo con cierto hastío. Se preguntó si aquel hombre, tan dueño de sí, tan atractivo, no estaría cansado de interrogar siempre de la misma forma. No le quitó la mirada ni un segundo, como si él fuese el único objeto de valor de aquella mansión –los que había debía venderlos pronto, pues la economía familiar comenzaba a deshilacharse-, y a pesar de que se esmeró en descifrarlo, no lo consiguió. Era magnético y misterioso, tenía un rostro peculiar y la mirada sagaz de un cazador. Aunque no lo supiera, estaba frente a su presa. Le pareció un hombre inteligente, y se sorprendió a sí misma analizándolo, en lugar de repasar mentalmente el testimonio que había planeado. El único motivo por el cual no quería ser encarcelada, era que su madre y hermanas no sobrevivirían sin ella.
—Mi padre era un hombre muy importante, y eso generó que tuviera muchos enemigos —inició su testimonio acomodándose en el sillón, sin perder la postura de reina que poseía. —Aquella noche estaba leyendo, como todas las noches. Es mi rutina. Me retiro a mis aposentos alrededor de las nueve y leo hasta la medianoche. No escuché ningún ruido, pero había tormenta. Seguramente, de haberse emitido algún sonido, entre la lluvia y los truenos, no hubiera sido posible oírlo. Además… —se inclinó levemente— mi recámara está alejada del despacho. Si recorrió nuestra casa en Londres, podrá notar que la distancia es considerable. Mi habitación es la última del pasillo donde están las de mis hermanas.
—Mi padre era un hombre muy violento —suspiró, simulando cansancio. —Discutía con mi madre, conmigo o con cualquiera de mis hermanas, y no era muy amable con los empleados —negó levemente con la cabeza. —Aunque, si ha recogido testimonios, debe estar al tanto de eso. Sin embargo, no creo que ningún trabajador de la casa haya sido capaz de algo semejante —se puso de pie, sin importarle si podía hacerlo o no. Rodeó el sillón y se dirigió hacia uno de los ventanales. Corrió la cortina y miró hacia afuera. —Mi padre estaba repleto de deudas, deudas que descubrimos cuando ocurrió el trágico suceso. Si desea, puedo mostrarle los documentos que demuestran lo que le digo —giró, para volver a mirarlo. —Lamentablemente, no tengo tiempo para llantos y drama, estoy haciéndome cargo de todo. Estamos a punto de quebrar. Debería buscar entre sus socios, amigos y enemigos. No me extrañaría que esto se tratase de un ajuste de cuentas. Le daré todo lo que necesite —y ahí estaba Isabella, con el rostro afligido, mostrando toda su buena voluntad.
Respondió a las preguntas básicas con voz queda, repitiendo con cierto hastío. Se preguntó si aquel hombre, tan dueño de sí, tan atractivo, no estaría cansado de interrogar siempre de la misma forma. No le quitó la mirada ni un segundo, como si él fuese el único objeto de valor de aquella mansión –los que había debía venderlos pronto, pues la economía familiar comenzaba a deshilacharse-, y a pesar de que se esmeró en descifrarlo, no lo consiguió. Era magnético y misterioso, tenía un rostro peculiar y la mirada sagaz de un cazador. Aunque no lo supiera, estaba frente a su presa. Le pareció un hombre inteligente, y se sorprendió a sí misma analizándolo, en lugar de repasar mentalmente el testimonio que había planeado. El único motivo por el cual no quería ser encarcelada, era que su madre y hermanas no sobrevivirían sin ella.
—Mi padre era un hombre muy importante, y eso generó que tuviera muchos enemigos —inició su testimonio acomodándose en el sillón, sin perder la postura de reina que poseía. —Aquella noche estaba leyendo, como todas las noches. Es mi rutina. Me retiro a mis aposentos alrededor de las nueve y leo hasta la medianoche. No escuché ningún ruido, pero había tormenta. Seguramente, de haberse emitido algún sonido, entre la lluvia y los truenos, no hubiera sido posible oírlo. Además… —se inclinó levemente— mi recámara está alejada del despacho. Si recorrió nuestra casa en Londres, podrá notar que la distancia es considerable. Mi habitación es la última del pasillo donde están las de mis hermanas.
—Mi padre era un hombre muy violento —suspiró, simulando cansancio. —Discutía con mi madre, conmigo o con cualquiera de mis hermanas, y no era muy amable con los empleados —negó levemente con la cabeza. —Aunque, si ha recogido testimonios, debe estar al tanto de eso. Sin embargo, no creo que ningún trabajador de la casa haya sido capaz de algo semejante —se puso de pie, sin importarle si podía hacerlo o no. Rodeó el sillón y se dirigió hacia uno de los ventanales. Corrió la cortina y miró hacia afuera. —Mi padre estaba repleto de deudas, deudas que descubrimos cuando ocurrió el trágico suceso. Si desea, puedo mostrarle los documentos que demuestran lo que le digo —giró, para volver a mirarlo. —Lamentablemente, no tengo tiempo para llantos y drama, estoy haciéndome cargo de todo. Estamos a punto de quebrar. Debería buscar entre sus socios, amigos y enemigos. No me extrañaría que esto se tratase de un ajuste de cuentas. Le daré todo lo que necesite —y ahí estaba Isabella, con el rostro afligido, mostrando toda su buena voluntad.
Isabella MacFarlane- Hechicero Clase Alta
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Fecha de inscripción : 17/07/2016
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