AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Fragments of Faith {Gaspard A. Bethancourt}
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Fragments of Faith {Gaspard A. Bethancourt}
Ser la líder de los soldados tenía sus ventajas, siempre y cuando, por supuesto, fuera capaz de dejar de lado ese pequeño e insignificante detalle que era mi mano derecha díscola que quería acabar conmigo. Dado que había vivido con un progenitor que había intentado hacer lo mismo durante toda mi infancia, y sin éxito (obviamente, de lo contrario no me encontraría donde me encontraba en ninguno de los sentidos posibles. ¡Gracias, papi! O algo así), suponía que era porque tenía madera de superviviente, y ¿qué se podía hacer al respecto, salvo obedecer…? Y eso que yo era bien poco dada a hacerlo, pero tenía la suficiente intuición femenina para saber cuáles eran las batallas que debía escoger para que me favorecieran más en mi subida a lo más alto, fuera esa cumbre la que fuese. Así, para mis superiores y el resto de la jerarquía eclesiástica, esa cima eran las misiones más complicadas, que solían tener lugar después de mucho tiempo de recabar información y de formar un caso consistente, porque aunque pareciera mentira la Inquisición había avanzado un tanto de quemar brujas que no lo eran en la hoguera… no demasiado, pero menos daba una piedra. Sin embargo, para mí ascender era mantenerme con vida pese a que mis enemigos quisieran lo contrario, y eso suponía alejarme del nido de víboras en el que se había convertido París los últimos días para que a nadie se le ocurriera clavarme un cuchillo de plata mientras dormía, o cualquier otra burrada peor. Por todo ello, vi mi oportunidad sumamente clara cuando la misión complicada de cuya existencia me enteré tenía lugar bien lejos de París, más concretamente en la región de Sarthe, antiguo (¡y tanto!) dominio de la dinastía Anjou, cuando aún tenían algún poder más que el simbólico y el histórico. Hablando en plata, realmente no pude decir que no a la misión, y eso es de lo que estuve convenciéndome durante los dos días que pasé en el carruaje, hasta arriba de documentos que explicaban con detalle todo, desde los responsables hasta la localización de su guarida, aburrida como una ostra.
Si los demás inquisidores tan solo supieran lo tediosa que podía resultar la vida de cualquier líder, tan llena de papeleos que hasta envidiaba a aquellos pobres diablos que no sabían ni leer ni escribir, tal vez dejarían de ansiar mi puesto hasta el punto de querer matarme por él. Oh, eso me recordaba otro motivo por el que había aceptado alejarme y acabar en una ciudad tan diminuta como Solesmes: salvar el pellejo y, sobre todo, matar vampiros… Eso sí que era la buena vida. Efectivamente, la plaga que afectaba a la ciudad era de chupasangres, que aparentemente estaban bien camuflados entre la población habitual y que buscaban un códice antiguo de la abadía benedictina, supuestamente sobre algún remedio contra la luz del sol. Lo peor del caso era que ya habían atacado otras antes, y aunque los religiosos jamás habían sido santo de mi devoción (nunca mejor dicho), hasta yo podía reconocer que los monjes de clausura poco habían hecho para merecer las sangrientas mutilaciones que les habían practicado esos vampiros, liderados por uno antiguo y bastante célebre en nuestros archivos. Los últimos datos que se poseían hablaban de avistamientos por la zona, cerca de la propia abadía, así que, lógicamente, ese era el lugar al que yo me había dirigido; no exactamente la abadía, eso sí, porque como mujer no se me permitía entrar, pero sí a una hospedería cercana. Allí, me recibieron, como no podía ser de otra manera, con el rechazo típico de los provincianos a cualquier persona ajena a ellos, especialmente si la persona, como yo, tenía el típico acento parisino que los propios mozos del establo me habían comentado que poseía. Bueno, no se podía hacer feliz a todo el mundo, ¿no? Además, la misión la había aceptado por mí y por asegurar mi propio cuello, así que, con la mejor de mis sonrisas, acepté la llave de la habitación, subí las empinadas escaleras que conducían a la primera planta (con unas vistas maravillosas, debía admitirlo, de la campiña y de la gloriosa edificación que era la abadía) e instalé mi improvisado campamento base, lleno de los mismos documentos que casi me habían enterrado en el carruaje y junto a un gran arsenal de armas que a veces me sorprendía que pudiera llevar encima sin ningún inconveniente.
Los siguientes días los dediqué a investigar por mi cuenta, a adentrarme en el mercado de la villa para tratar de averiguar información, e incluso a dejarme ver por las proximidades de la abadía, no como inquisidora, sino como dama de amplios vestidos y actitud tímida, absolutamente impropia de mí. Si bien no coincidí con ninguno de los monjes, enseguida me enteré de que sabían de mi presencia, pues los rumores corrían rápido en una villa tan pequeña, y pronto empezó a haber movimiento del tipo que me interesaba: vampírico. Al principio fue sutil: animales degollados, la pequeña librería atracada y con algunos manuscritos con las páginas arrancadas, manchas de sangre cercanas a la abadía… Sin embargo, pronto se hizo evidente que los vampiros se acercaban a los monjes, y era solamente cuestión de tiempo que atacaran, así que hice lo único que estaba en mi mano a aquellas alturas: esperar y espiar en el único lugar que se me ocurrió, que era, precisamente, el escenario donde tendrían lugar los acontecimientos. Así, cada noche me encaramaba al tejado y observaba, y desde mi posición los vampiros se fueron acercando, cautelosos por mi olor, hasta que se hartaron de esperar y se adentraron en la iglesia de la abadía, en dirección a la biblioteca, por supuesto próxima a las celdas de los pobres monjes. Conteniendo un suspiro de exasperación, me deslicé, valiéndome de mi delgadez quizá demasiado pronunciada (especialmente por las ropas ajustadas y ligeras que llevaba), a través de una de las vidrieras, y una vez me dejé caer en el suelo de la iglesia, los vampiros decidieron que era el momento perfecto para atacarme… obviamente. Con lo que no contaron fue con las cuchillas de plata que llevaba ocultas en las muñecas y con las que fui derribándolos uno a uno de camino hacia la biblioteca, despertando a media abadía en el proceso, aunque no me importó demasiado porque, finalmente, llegué hasta el líder, en la biblioteca y amenazando a uno de los monjes, con el dichoso libro en la mano. Tan obcecado estaba en él y en el aterrorizado monje que ni reparó en mí, así que pude acercarme rápidamente y clavarle una estaca sin que opusiera resistencia, a diferencia de sus compañeros, que me habían herido por varios lugares. Pero eso no importaba: sanaría, el vampiro había muerto, el libro estaba a salvo y el monje… Al monje no pude evitar acariciarle la mejilla, sonriéndole.
– Es posible que haya dejado una de las ventanas abiertas, que la vidriera esté descolocada, y que vuestra iglesia esté cubierta de polvo de lo que antes eran estos seres, pero la buena noticia es que vuestra pequeña plaga de vampiros está solucionada. Estás… estáis a salvo.
Si los demás inquisidores tan solo supieran lo tediosa que podía resultar la vida de cualquier líder, tan llena de papeleos que hasta envidiaba a aquellos pobres diablos que no sabían ni leer ni escribir, tal vez dejarían de ansiar mi puesto hasta el punto de querer matarme por él. Oh, eso me recordaba otro motivo por el que había aceptado alejarme y acabar en una ciudad tan diminuta como Solesmes: salvar el pellejo y, sobre todo, matar vampiros… Eso sí que era la buena vida. Efectivamente, la plaga que afectaba a la ciudad era de chupasangres, que aparentemente estaban bien camuflados entre la población habitual y que buscaban un códice antiguo de la abadía benedictina, supuestamente sobre algún remedio contra la luz del sol. Lo peor del caso era que ya habían atacado otras antes, y aunque los religiosos jamás habían sido santo de mi devoción (nunca mejor dicho), hasta yo podía reconocer que los monjes de clausura poco habían hecho para merecer las sangrientas mutilaciones que les habían practicado esos vampiros, liderados por uno antiguo y bastante célebre en nuestros archivos. Los últimos datos que se poseían hablaban de avistamientos por la zona, cerca de la propia abadía, así que, lógicamente, ese era el lugar al que yo me había dirigido; no exactamente la abadía, eso sí, porque como mujer no se me permitía entrar, pero sí a una hospedería cercana. Allí, me recibieron, como no podía ser de otra manera, con el rechazo típico de los provincianos a cualquier persona ajena a ellos, especialmente si la persona, como yo, tenía el típico acento parisino que los propios mozos del establo me habían comentado que poseía. Bueno, no se podía hacer feliz a todo el mundo, ¿no? Además, la misión la había aceptado por mí y por asegurar mi propio cuello, así que, con la mejor de mis sonrisas, acepté la llave de la habitación, subí las empinadas escaleras que conducían a la primera planta (con unas vistas maravillosas, debía admitirlo, de la campiña y de la gloriosa edificación que era la abadía) e instalé mi improvisado campamento base, lleno de los mismos documentos que casi me habían enterrado en el carruaje y junto a un gran arsenal de armas que a veces me sorprendía que pudiera llevar encima sin ningún inconveniente.
Los siguientes días los dediqué a investigar por mi cuenta, a adentrarme en el mercado de la villa para tratar de averiguar información, e incluso a dejarme ver por las proximidades de la abadía, no como inquisidora, sino como dama de amplios vestidos y actitud tímida, absolutamente impropia de mí. Si bien no coincidí con ninguno de los monjes, enseguida me enteré de que sabían de mi presencia, pues los rumores corrían rápido en una villa tan pequeña, y pronto empezó a haber movimiento del tipo que me interesaba: vampírico. Al principio fue sutil: animales degollados, la pequeña librería atracada y con algunos manuscritos con las páginas arrancadas, manchas de sangre cercanas a la abadía… Sin embargo, pronto se hizo evidente que los vampiros se acercaban a los monjes, y era solamente cuestión de tiempo que atacaran, así que hice lo único que estaba en mi mano a aquellas alturas: esperar y espiar en el único lugar que se me ocurrió, que era, precisamente, el escenario donde tendrían lugar los acontecimientos. Así, cada noche me encaramaba al tejado y observaba, y desde mi posición los vampiros se fueron acercando, cautelosos por mi olor, hasta que se hartaron de esperar y se adentraron en la iglesia de la abadía, en dirección a la biblioteca, por supuesto próxima a las celdas de los pobres monjes. Conteniendo un suspiro de exasperación, me deslicé, valiéndome de mi delgadez quizá demasiado pronunciada (especialmente por las ropas ajustadas y ligeras que llevaba), a través de una de las vidrieras, y una vez me dejé caer en el suelo de la iglesia, los vampiros decidieron que era el momento perfecto para atacarme… obviamente. Con lo que no contaron fue con las cuchillas de plata que llevaba ocultas en las muñecas y con las que fui derribándolos uno a uno de camino hacia la biblioteca, despertando a media abadía en el proceso, aunque no me importó demasiado porque, finalmente, llegué hasta el líder, en la biblioteca y amenazando a uno de los monjes, con el dichoso libro en la mano. Tan obcecado estaba en él y en el aterrorizado monje que ni reparó en mí, así que pude acercarme rápidamente y clavarle una estaca sin que opusiera resistencia, a diferencia de sus compañeros, que me habían herido por varios lugares. Pero eso no importaba: sanaría, el vampiro había muerto, el libro estaba a salvo y el monje… Al monje no pude evitar acariciarle la mejilla, sonriéndole.
– Es posible que haya dejado una de las ventanas abiertas, que la vidriera esté descolocada, y que vuestra iglesia esté cubierta de polvo de lo que antes eran estos seres, pero la buena noticia es que vuestra pequeña plaga de vampiros está solucionada. Estás… estáis a salvo.
Invitado- Invitado
Re: Fragments of Faith {Gaspard A. Bethancourt}
Los tiempos habían cambiado y sin duda alguna no para bien. Días atrás el prior del viejo monasterio se encontró con la necedad de mandar un mensajero a las tierras de la gran ciudad. Éste había cabalgado durante mucho tiempo para entregar el pedido a la Santa Iglesia. El pequeño pueblo de Solesmes se había empezado a contaminar de sociedades vampíricas y por cierto de las más bajas. La franja benedictina comenzaba a quedar acorralada desde su punto más distante, apartado de la movilización de los habitantes. Noche a noche se descubrían nuevos sucesos, en general se los atribuía a los animales del bosque sin embargo los monjes -los avanzados en edad principalmente- sabían de las normas a llevar a cabo cuando sucedían esos “incidentes”, pecados de los sobrenaturales. La inquisición debía hacerse cargo de ello y en la tranquila cuasi aldea no había más que un solo policía quien cada día estaba más viejo y desentendido. Por esa razón Gaspard no se había hecho esperar, había tomado la decisión rápidamente y sin dar demasiados anuncios. Ello se debía a que él podía estar seguro que no era una falsa alarma, lo sabía por su profundo olfato. Aquel retraído y pesimista monje era lo suficientemente astuto para reconocer los aromas por la maldición con la que aparentemente había nacido. Por supuesto que también tenía miedo, nada podía hacer contra seres sobrenaturales, no importaba que tanta fuerza o destreza podía tener, el lánguido temor le hacía palidecer. Incluyendo la histeria que podría agarrarle si alguien se percatara de su pequeño, pequeñísimo problema. Pero él sabía que por el bien del lugar, mandar a la ciudad de París y esperar por una rápida misión a concluir era lo más sensato que el cambiaformas podía hacer. Entre sus rezos, que se dividían en siete, cada día pedía por una noche más de calma en el lugar, escuchar gritos era ya bastante traumático. Peor lo era cuando en verdad nadie más podía escucharlo, sus oídos, como los de una rata asustadiza eran muy agudos, capaz de notar a largas distancias las acciones de la maldad. Al final llegó el día en que avisaron de la llegada de un refuerzo y al decir uno claramente no hablaban de cantidad. Algo en el interior de Gaspard lo había molestado al saber que solo habían enviado a una persona. ¿Podría ser realmente poderosa como para cargarse a todos los inmortales que habían aparecido?
Pasó el tiempo y nadie se aparecía, quisieron creer que estaba planeando algo sumamente astuto, no obstante la noche que esperaban con tristeza hacía meses había llegado. Los primeros cristales cayendo de la ventana se escucharon y con ello los monjes, algunos de cabezas rapadas y otros con sus largas melenas, empezaron a entrar en pánico por la sagrada institución. Se escuchaba que algunos vampiros pedían el oro, sí por supuesto que había mucho oro, donaciones que se dejaban en las iglesias a la espera de que Dios se hiciera con ellas. Cruces sagradas bañadas es exquisito metal y copas con encastres de zafiros y diamantes. Y luego, no menos importante, estaba el pedido de sangre. Eran bastante clásicos, sencillos y mediocres hasta en el más ligero de los puntos. Y aun así el monje de cuerpo corpulento y gran estatura comenzaba a entrar en un pánico difícil de controlar. Tanto así que no se percató que alguien más había entrado con ellos. Atontado y bastante desesperado aquel hombre se hallaba con las manos pesadamente aferradas a un libro, sumamente viejo, una de las primeras reliquias que había aparecido en el monasterio. De alguna forma parecía esperar algún milagro o simplemente pensar en que iba a ser un maldito apocalipsis en su reunión. Pues de alguna forma sabía que estaban muriendo algunos monjes. Pronto notó que también morían los vampiros, éstos más rápido que los primeros. Y el que tenía en frente a punto de clavar sus colmillos, cayó como un saco sobre el suelo hasta hacerse en polvo. De no ser porque sus ojos se toparon con los de una mujer -sumergida en las reliquias de la santa iglesia- probablemente su cuerpo se hubiese retorcido hasta caer en una rata peluda. Pero allí estaba, de pie y con la vista enterrada sobre los de una dama -o eso intentaba pensar- de poquísimas ropas y sangre por su alrededor. La escuchó hablar pero no pudo contestar rápidamente. Sino que se acercó a mirar alrededor, probablemente una gran cantidad de monjes se había escondido en las habitaciones. Solo uno estaba sobre el suelo, lejos de la biblioteca y quizá, muerto. — Gracias, ¿tú, quién eres? Si te ven… — Susurró tan despacio, con tanta dificultad que inconscientemente había levantado la mano para agarrar la de la joven que estaba paseándose libremente sobre su rostro empapado en barba. El monje pudo sentir un aliento congelado que lo llenaba desde adentro, era la primera vez que Gaspard sentía ese apiste de rebelión por dentro. Y tal cual un vaporoso hombre de Dios respiró hondo, tomando algo de coraje en tanto empezaba a caminar hacia las zonas del monasterio que eran menos transitadas, llevándola mientras miraba a los lados algo abstraído. — Las mujeres no pueden entrar a ésta parte, ¿eres quién respondió a mi llamado? ¿Cómo…¿Cómo te llamas? ¿Vienes de París? — Repitió con dificultad, casi temblaban sus piernas y parecía que trataban de encogerse al mismo tiempo que las heridas en su cuerpo, hechas por una maldición oscura, empezaban a abrirse.
Pasó el tiempo y nadie se aparecía, quisieron creer que estaba planeando algo sumamente astuto, no obstante la noche que esperaban con tristeza hacía meses había llegado. Los primeros cristales cayendo de la ventana se escucharon y con ello los monjes, algunos de cabezas rapadas y otros con sus largas melenas, empezaron a entrar en pánico por la sagrada institución. Se escuchaba que algunos vampiros pedían el oro, sí por supuesto que había mucho oro, donaciones que se dejaban en las iglesias a la espera de que Dios se hiciera con ellas. Cruces sagradas bañadas es exquisito metal y copas con encastres de zafiros y diamantes. Y luego, no menos importante, estaba el pedido de sangre. Eran bastante clásicos, sencillos y mediocres hasta en el más ligero de los puntos. Y aun así el monje de cuerpo corpulento y gran estatura comenzaba a entrar en un pánico difícil de controlar. Tanto así que no se percató que alguien más había entrado con ellos. Atontado y bastante desesperado aquel hombre se hallaba con las manos pesadamente aferradas a un libro, sumamente viejo, una de las primeras reliquias que había aparecido en el monasterio. De alguna forma parecía esperar algún milagro o simplemente pensar en que iba a ser un maldito apocalipsis en su reunión. Pues de alguna forma sabía que estaban muriendo algunos monjes. Pronto notó que también morían los vampiros, éstos más rápido que los primeros. Y el que tenía en frente a punto de clavar sus colmillos, cayó como un saco sobre el suelo hasta hacerse en polvo. De no ser porque sus ojos se toparon con los de una mujer -sumergida en las reliquias de la santa iglesia- probablemente su cuerpo se hubiese retorcido hasta caer en una rata peluda. Pero allí estaba, de pie y con la vista enterrada sobre los de una dama -o eso intentaba pensar- de poquísimas ropas y sangre por su alrededor. La escuchó hablar pero no pudo contestar rápidamente. Sino que se acercó a mirar alrededor, probablemente una gran cantidad de monjes se había escondido en las habitaciones. Solo uno estaba sobre el suelo, lejos de la biblioteca y quizá, muerto. — Gracias, ¿tú, quién eres? Si te ven… — Susurró tan despacio, con tanta dificultad que inconscientemente había levantado la mano para agarrar la de la joven que estaba paseándose libremente sobre su rostro empapado en barba. El monje pudo sentir un aliento congelado que lo llenaba desde adentro, era la primera vez que Gaspard sentía ese apiste de rebelión por dentro. Y tal cual un vaporoso hombre de Dios respiró hondo, tomando algo de coraje en tanto empezaba a caminar hacia las zonas del monasterio que eran menos transitadas, llevándola mientras miraba a los lados algo abstraído. — Las mujeres no pueden entrar a ésta parte, ¿eres quién respondió a mi llamado? ¿Cómo…¿Cómo te llamas? ¿Vienes de París? — Repitió con dificultad, casi temblaban sus piernas y parecía que trataban de encogerse al mismo tiempo que las heridas en su cuerpo, hechas por una maldición oscura, empezaban a abrirse.
Gaspard A. Bethancourt- Cambiante Clase Baja
- Mensajes : 20
Fecha de inscripción : 01/08/2015
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Re: Fragments of Faith {Gaspard A. Bethancourt}
Atractivo no era una palabra que nunca hubiera pensado en utilizar para describir a un monje, y tenía la experiencia suficiente con el clero (sí, con el regular también, no sólo me relacionaba con el secular de París para que me mandaran misiones) para saber que solían ser precisamente lo contrario, pero aquel monje me dio la impresión de que, si se arreglaba un poquito, apenas lo suficiente, podría tenerme dominada simplemente con hablarme. Por suerte (para él) o por desgracia (para mí), se encontraba en un estado de agitación tal que ni siquiera me dio pie a fantasear mientras se recuperaba, y enseguida comenzó el inevitable interrogatorio que siempre acompañaba a ese tipo de misiones en las que la entrada debía hacerse de la forma más dramática posible. Aunque admitía que podía haberme pasado un poquito de teatral, si hubiera esperado a que me abrieran para entrar por la puerta (donde, seguramente, ni me habían dejado entrar por el hecho de ser mujer; ¡gracias por la apreciación, mi estimado y anónimo monje benedictino!), seguramente para entonces estarían todos muertos, y mi misión habría sido un fracaso. Así pues, me aproveché de la oportunidad que había tenido para lucirme y lo había hecho, asegurándome de que murieran los menos posibles de camino, y me sentía tan bien como cabía esperar de alguien que había sido herido por el veneno de estúpidos chupasangres, lo cual parecía, aun así, infinitamente mejor que mi acompañante. No me había pasado desapercibido que estaba temblando y le costaba hasta sostenerse en pie, así que sin pensármelo demasiado lo agarré del brazo para darle un punto de apoyo, con tan mala fortuna que lo pillé distraído y casi se me cayó encima. Sonriendo, lo aparté lo justo, pero continué sujetándolo (y, por ende, tocándolo, sorprendiéndome de lo robusto que parecía bajo aquel hábito… No, si encima ahora me haría empezar a fantasear con el clero regular, ¡maldito fuera!), lo cual parecía incomodarlo aún más. Por ello, decidí parar un momento, también porque habíamos llegado a donde un monje yacía en el suelo y quería comprobar si vivía, y responderle.
– Abigail Solange Zarkozi, líder de la Facción 1 de la Santa Inquisición, Soldados. Por eso me he encargado yo misma sin pedirle ayuda a nadie más, aunque estoy segura de que habrían estado más que encantados de hacerlo, y tus compañeros de ver a alguien que no sea una hembra pecadora. En fin, gajes del oficio, lo cierto es que no me interesa mucho lo que hacéis en la zona de clausura, pero ahora tengo que comprobar que estáis bien y quiénes han fallecido… Este hombre no es uno de ellos, pero se va a desangrar como no hagamos algo.
Lo había notado enseguida, con el buen oído que mi condición me había regalado (y aún había gente que lo llamaba maldición…), pero había preferido comprobarlo colocando los dedos sobre su cuello para sentir su pulso, que, aunque débil, ahí estaba. Como no podía ser de otra forma, en cuanto notó mis manos sobre él dio un respingo, y tras poner los ojos en blanco me arranqué un poco de tela de la camisa, específicamente de la zona del escote, para hacer un torniquete donde tenía la herida más aparatosa y que la sangre dejara de manar. En cuanto me hube ocupado, también a él lo ayudé a levantarse, y cuando ya estábamos los tres en pie volví a sostener el brazo del monje más joven para que siguiera conduciéndome con los heridos. Su incomodidad no me pasó, una vez más, desapercibida, pero ya no sabía si se trataba del contacto o del hecho de que mi escote resultara, con la tela rota, completamente escandaloso, especialmente en un mundo de hombres que habían hecho voto de castidad. Lo cierto era que no me importaba, como nunca lo había hecho, porque era firme defensora de que los humanos disfrutaran lo que los gusanos, al final, se comerían, y hablando de humanos, el monje que me acompañaba no lo era precisamente, pero no iba a preguntarle porque eso supondría meterme en su intimidad, y si no iba a sacar beneficios de ello, prefería ahorrármelo. Me había ganado hacía tiempo la fama de ser mala porque siempre buscaba lo que mejor pudiera repercutirme, pero dadas mis circunstancias, no creía que eso fuera algo que echarme en cara, precisamente, sobre todo porque me había ayudado a sobrevivir y, contra todo pronóstico, a tener cada vez más poder en un mundo que me rechazaba por el mero hecho de existir. Así que solamente por eso, seguiría haciendo lo que me viniera en gana cuando no se tratara de una misión, ya que entonces, como había empezado a hacer ante la atónita mirada del monje que me había recibido tras salvarle la vida, cumpliría con mi deber: en aquel momento, eso era comprobar los muertos y juntar sus cuerpos para que luego ellos pudieran ocuparse.
– Buscaban ese códice que tenías en la mano, ¿Reverendo Padre…? Han destrozado unas cuantas abadías ya para encontrarlo, y no sé si realmente tiene algo que pueda beneficiarles o no, pero lo cierto es que estaban como locos. Dado que parece un incunable y es una joya, probablemente debáis guardarlo bien, y también reparar las vías de acceso hacia la abadía. Colarme ha sido insultantemente fácil, ¿es que lo hacéis a propósito para que os caigan mujeres del Cielo…? Tranquilo, sólo bromeaba, discúlpame. Hace mucho tiempo que no salgo de París en una misión, y desde luego no pretendía que hubiera tantas bajas, pero los vampiros destrozan todo a lo que se acercan, eso no podemos evitarlo. ¿En qué más puedo ayudarte? Así aprovecho el viaje, ¿no crees?
– Abigail Solange Zarkozi, líder de la Facción 1 de la Santa Inquisición, Soldados. Por eso me he encargado yo misma sin pedirle ayuda a nadie más, aunque estoy segura de que habrían estado más que encantados de hacerlo, y tus compañeros de ver a alguien que no sea una hembra pecadora. En fin, gajes del oficio, lo cierto es que no me interesa mucho lo que hacéis en la zona de clausura, pero ahora tengo que comprobar que estáis bien y quiénes han fallecido… Este hombre no es uno de ellos, pero se va a desangrar como no hagamos algo.
Lo había notado enseguida, con el buen oído que mi condición me había regalado (y aún había gente que lo llamaba maldición…), pero había preferido comprobarlo colocando los dedos sobre su cuello para sentir su pulso, que, aunque débil, ahí estaba. Como no podía ser de otra forma, en cuanto notó mis manos sobre él dio un respingo, y tras poner los ojos en blanco me arranqué un poco de tela de la camisa, específicamente de la zona del escote, para hacer un torniquete donde tenía la herida más aparatosa y que la sangre dejara de manar. En cuanto me hube ocupado, también a él lo ayudé a levantarse, y cuando ya estábamos los tres en pie volví a sostener el brazo del monje más joven para que siguiera conduciéndome con los heridos. Su incomodidad no me pasó, una vez más, desapercibida, pero ya no sabía si se trataba del contacto o del hecho de que mi escote resultara, con la tela rota, completamente escandaloso, especialmente en un mundo de hombres que habían hecho voto de castidad. Lo cierto era que no me importaba, como nunca lo había hecho, porque era firme defensora de que los humanos disfrutaran lo que los gusanos, al final, se comerían, y hablando de humanos, el monje que me acompañaba no lo era precisamente, pero no iba a preguntarle porque eso supondría meterme en su intimidad, y si no iba a sacar beneficios de ello, prefería ahorrármelo. Me había ganado hacía tiempo la fama de ser mala porque siempre buscaba lo que mejor pudiera repercutirme, pero dadas mis circunstancias, no creía que eso fuera algo que echarme en cara, precisamente, sobre todo porque me había ayudado a sobrevivir y, contra todo pronóstico, a tener cada vez más poder en un mundo que me rechazaba por el mero hecho de existir. Así que solamente por eso, seguiría haciendo lo que me viniera en gana cuando no se tratara de una misión, ya que entonces, como había empezado a hacer ante la atónita mirada del monje que me había recibido tras salvarle la vida, cumpliría con mi deber: en aquel momento, eso era comprobar los muertos y juntar sus cuerpos para que luego ellos pudieran ocuparse.
– Buscaban ese códice que tenías en la mano, ¿Reverendo Padre…? Han destrozado unas cuantas abadías ya para encontrarlo, y no sé si realmente tiene algo que pueda beneficiarles o no, pero lo cierto es que estaban como locos. Dado que parece un incunable y es una joya, probablemente debáis guardarlo bien, y también reparar las vías de acceso hacia la abadía. Colarme ha sido insultantemente fácil, ¿es que lo hacéis a propósito para que os caigan mujeres del Cielo…? Tranquilo, sólo bromeaba, discúlpame. Hace mucho tiempo que no salgo de París en una misión, y desde luego no pretendía que hubiera tantas bajas, pero los vampiros destrozan todo a lo que se acercan, eso no podemos evitarlo. ¿En qué más puedo ayudarte? Así aprovecho el viaje, ¿no crees?
Invitado- Invitado
Re: Fragments of Faith {Gaspard A. Bethancourt}
De alguna forma ella tenía razón, una de la que aún no parecía darse cuenta. Eran reos de distracción para la gran misión que tenían. Nadie le había informado de eso, las historias habían llegado vacías a ese lado provincial del país. La vida rutinaria siquiera daba pie a los chismes y aunque la inquisición se había tomado la labor de mandar a alguien no dejaba de ser muy peligroso el momento que les habían hecho pasar. Para su buena o mala fortuna, ahora Gaspard entendía de lo que se trataba, probablemente uno de los libros malditos o “sagrados” que guardaban en la Santa institución. ¿Acaso podía ser eso? Todos los vampiros habían resultado casi inútiles ante las garras de la sobrenatural mujer de tez morena. Si iban contra el códice claramente no habían pensado bien las cosas, no habían hecho ningún plan contundente. La mente del cambiante empezó a dar varias vueltas, era muy difícil pensar cuando una dama estaba alrededor, hacía literalmente años que no veía a ninguna. Terminó por frotarse varias veces el rostro, peinando la barba hacia arriba y los cabellos hacia atrás, algo desesperado por tomar riendas de la situación. — Abigail… S-sí, gracias, es decir, no me mal interpretes agradezco más que estés aquí a que no haya habido nadie. ¿Sigue vivo? — sus manos parecieron doblarse y hacerse un nudo debido a que entre corridas fue a buscar los elementos para heridos que tenían. Solían usarlo para los pobres de la calle, por lo que todos los monjes de ese monasterio habían aprendido los primeros auxilios lo suficientemente bien para poder tomar emergencias. El hámster tomó la delantera una vez que escuchó el roto de la tela de la dama y no pudo siquiera mirar. Si ya la muchacha había ido sin mucha ropa, seguramente ahora estaría desnuda. Gaspard bufó por dentro y casi que por fuera se notaban sus morros de miniatura tratando de detener el sangrado y hablar al mismo tiempo. — Seguramente hay otros en el ala este del lugar, ahí es donde se guardan los libros sagrados, los códice. El que ellos buscan lo tengo yo o eso debe ser, supongo. Pero destrozaran todo. — él lo sabía perfectamente, en el libro se encontraban rituales de lo más satánicos, algunos decían ser capaces de revertir la maldición del sol en su piel. Por supuesto algo de todo eso parecía falso, pero se las había arreglado para ser el que portara la protección, principalmente porque para su lamentable y terrible mente, podía servirle. Después de todo el hombre buscaba desde hace años encontrar una cura para la maldición de las heridas abiertas, una de las cuales había empezado a abrirse en el momento menos oportuno. Se podía ver, saliendo desde la nada misma, como una línea de sangre marcaba el cuello del hábito, por supuesto que él se había acostumbrado tanto al dolor que en el momento no le dio en absoluto la atención necesaria.
— Gaspard, soy ese, el líder benedictino. ¿Estás segura que nadie más está en la zona? Estos pobres monjes y yo no pude proteger a ninguno. — el sufrimiento del hombre se hizo notar enseguida, angustiado, apenado por el desmayo de casi todos los heridos. Para su suerte como ella misma había aclamado, había alcanzado a detener la muerte de todos y lo había hecho con rotundo éxito. ¿Cómo podía ser su belleza tanta si lo que hacía era tan agresivo? Podría haber simulado ser un hombre guerrero de no ser por su cuerpo tonificado, curveado y que gritaba por todos lados atención. Para su placer, obtenía la completa curiosidad del hombre, aunque eso no aplacaba en absoluto el miedo que estaba teniendo y la fuerza que estaba haciendo para que sus huesos no se tornaran en los de pequeños roedores. — Somos un lugar humilde, no gastamos en seguridad, nunca fue necesario hacerlo. Las personas vienen todos los días a curar sus almas y cuerpos y nunca ningún extranjero ha pasado en los últimos años. Solo damos alimentos y refugio. Esto es algo que ha aparecido en las últimas semanas y no sé, ¡no sé por qué ni como! — se acercó a su rostro y el aroma que largaba fue el suficiente para acallar el temor completo al respecto, aunque no tanto para evitar que una especie de media transformación saliera, ésta se anuló con su rostro casi deformado en terror. Pronto el sonido claro de una explosión en la parte trasera, la más lejana a todos, se hizo presente y supo que estaban queriendo robar la zona de herejías. — No vayas. Esos productos no importan en éste momento, hay que protegerlos a ellos. Sacarlos de aquí. ¿Te estás ofreciendo a algo más? Ya sabes que aquí no tenemos más que comida para poder ofrecerte. Si buscas pagos extras, solo puedo darle el oro que quede. — prometió mirando sus ojos, eran terriblemente grandes, ovalados y fuertes, llenos de ímpetu y de que nadie podía contradecirla. Incluso cuando no estaba seguro de la respuesta, mantenía el silencio antes que la pregunta, era intimidante, quizá la mujer con más carácter que había visto en la vida y eso hacía de ello: La inminencia número 1. Se había robado mucho más que los sentidos del muchacho de mediana edad. Un segundo más tarde se escucharon quejidos, parecía que el vampiro líder o más bien quien había mandado a los demás a la fuerza a -literalmente- morirse, recién quería tomar cartas en el asunto. Gaspard no podía aceptarlo bajo ningún punto de vista, había mandado a matar a los que se supone eran sus amigos para hacer de carnada fácil.
— Gaspard, soy ese, el líder benedictino. ¿Estás segura que nadie más está en la zona? Estos pobres monjes y yo no pude proteger a ninguno. — el sufrimiento del hombre se hizo notar enseguida, angustiado, apenado por el desmayo de casi todos los heridos. Para su suerte como ella misma había aclamado, había alcanzado a detener la muerte de todos y lo había hecho con rotundo éxito. ¿Cómo podía ser su belleza tanta si lo que hacía era tan agresivo? Podría haber simulado ser un hombre guerrero de no ser por su cuerpo tonificado, curveado y que gritaba por todos lados atención. Para su placer, obtenía la completa curiosidad del hombre, aunque eso no aplacaba en absoluto el miedo que estaba teniendo y la fuerza que estaba haciendo para que sus huesos no se tornaran en los de pequeños roedores. — Somos un lugar humilde, no gastamos en seguridad, nunca fue necesario hacerlo. Las personas vienen todos los días a curar sus almas y cuerpos y nunca ningún extranjero ha pasado en los últimos años. Solo damos alimentos y refugio. Esto es algo que ha aparecido en las últimas semanas y no sé, ¡no sé por qué ni como! — se acercó a su rostro y el aroma que largaba fue el suficiente para acallar el temor completo al respecto, aunque no tanto para evitar que una especie de media transformación saliera, ésta se anuló con su rostro casi deformado en terror. Pronto el sonido claro de una explosión en la parte trasera, la más lejana a todos, se hizo presente y supo que estaban queriendo robar la zona de herejías. — No vayas. Esos productos no importan en éste momento, hay que protegerlos a ellos. Sacarlos de aquí. ¿Te estás ofreciendo a algo más? Ya sabes que aquí no tenemos más que comida para poder ofrecerte. Si buscas pagos extras, solo puedo darle el oro que quede. — prometió mirando sus ojos, eran terriblemente grandes, ovalados y fuertes, llenos de ímpetu y de que nadie podía contradecirla. Incluso cuando no estaba seguro de la respuesta, mantenía el silencio antes que la pregunta, era intimidante, quizá la mujer con más carácter que había visto en la vida y eso hacía de ello: La inminencia número 1. Se había robado mucho más que los sentidos del muchacho de mediana edad. Un segundo más tarde se escucharon quejidos, parecía que el vampiro líder o más bien quien había mandado a los demás a la fuerza a -literalmente- morirse, recién quería tomar cartas en el asunto. Gaspard no podía aceptarlo bajo ningún punto de vista, había mandado a matar a los que se supone eran sus amigos para hacer de carnada fácil.
Gaspard A. Bethancourt- Cambiante Clase Baja
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Re: Fragments of Faith {Gaspard A. Bethancourt}
¿Era miedo o era nerviosismo lo que dominaba los movimientos del monje? Si bien los hombres siempre solían resultarme tan fáciles de leer que era casi insultante, los religiosos se escapaban más de mi experiencia, principalmente porque los evitaba como si tuvieran la peste, y en muchos casos así era. Yo, que me oponía sistemáticamente al voto de castidad y me empeñaba en demostrarlo a la mayoría de personas con las que me cruzaba, no podía tener menos en común con quienes voluntariamente elegían enclaustrarse, y para evitarme problemas solía apartarme de su camino y ya estaba, haciendo honor a ese carácter práctico que a veces parecía que tenía. Sólo mi desesperación por un poquito de acción, por mínima que ésta fuera, me había hecho dirigirme hasta aquel pueblo perdido de la mano del Señor, y acción efectivamente había tenido, y al parecer seguiría teniendo, aunque el protagonista de ella no fuera precisamente un vampiro. Eso me llevaba a otra pregunta: ¿sabría que era un sobrenatural...? Por su aura, intuía que se trataba de un cambiante, aunque no podía especificar exactamente de qué tipo; no obstante, nos encontrábamos en un monasterio de clausura en el que yo había entrado con su beneplácito (y no negaría que la idea me excitaba en cierto modo), y nadie más sabía que yo estaba allí. Si la presencia de una mujer, pues, estaba prohibida, ¿cómo sería la presencia de un sobrenatural...? No, probablemente nadie más supiera lo que él era, quizá ni él lo sabía, pero eso último ya no podía saberlo a menos que me lo dijera, y lo cierto era que no parecía particularmente dispuesto a hacerlo, lo que me llevaba de nuevo a la cuestión inicial: ¿se trataba de miedo o de nerviosismo lo que atrapaba su lengua y le impedía decir nada que no estuviera relacionado con el códice y los vampiros? Nada, claro estaba, aparte de su nombre; por fin, pude identificarlo con las informaciones que había conseguido previamente a adentrarme en la abadía, y no pude evitar detenerme, al tiempo que escuchaba de fondo la explosión, con las manos en jarras.
– Gaspard... Te creía mayor. Te comportas como un líder, te aseguro que sé bastante de eso, y entiendo que quieras proteger a tus compañeros, pero no los van a atacar si no se meten en su camino. Así es como funciona la cabeza de muchos vampiros, es sorprendente que las telarañas no les impidan pensar más, pero ¿qué te voy a contar yo a ti de sorpresas cuando es la primera vez que os atacan...? En fin, voy a ir a por él, deberás protegerlos tú porque yo no puedo estar en dos sitios a la vez, me temo que aún no soy lo suficientemente santa para poder bilocarme. Esto te ayudará: clávasela en el corazón de cualquier vampiro que se te acerque.
Le entregué una estaca de madera de sobra que siempre llevaba cuando iba de misiones, porque una nunca sabía cuándo podía encontrarse con que una manada de chupasangres de cuatro en realidad lo era de ocho, y en ese momento me di cuenta de dos cosas que me ofendieron de igual manera pero por motivos distintos: la primera, que ni siquiera me estaba mirando, aunque podía perdonarlo porque era cierto que estaba apenas vestida a aquellas alturas; la segunda, que estaba herido y no me había avisado al respecto. Chasqueé la lengua, decepcionada, y con un trozo suelto de la camisa que ya se encontraba bastante desgarrada sobre mi cuerpo le limpié un poco la herida y se la anudé alrededor del cuello, como una venda improvisada, para que al menos dejara de sangrar. No recordaba habérsela visto antes, pero lo cierto era que tampoco le había estado prestando tanta atención como para darme cuenta de un rasguño, y dado que a nuestro alrededor había vampiros atacando la abadía todavía, supongo que podía disculpárseme ese pequeño fallo de atención. Aun así, en cuanto anudé, suave pero firmemente, la venda, le acaricié la mejilla, le sonreí y le dije que todo iría bien; probablemente mentía, pero él no tenía por qué saberlo, así que ni siquiera se lo dije. Es más, no abrí la boca más que para decirle que me diera diez minutos y me reuniría con él donde estaban sus compañeros, y en cuanto lo hice, me marché hacia donde estaba el vampiro haciendo de las suyas con códices antiguos que eran, literalmente, lo único de valor de la abadía... aparte del oro, la plata, las piedras preciosas y todas esas tonterías que también custodiaban. Así era la Iglesia: pequeñas criaturas acumuladoras de objetos que disfrazaban de necesidades litúrgicas, exactamente igual que el códice que el vampiro tenía en la mano cuando me lo encontré, tan horrible y apestoso como un vampiro antiguo podía llegar a serlo. Asqueada, busqué entre mis ropas un cuchillo de plata, protegiéndome la mano para no quemarme, y se lo lancé; a continuación, en cuanto soltó el libro (y un chillido que me dejó medio sorda de un oído) y se giró hacia mí, yo lo seguí atacando con cuchillos de plata, quemándome y librándome de todo mi arsenal hasta que le corté la cabeza y ésta rodó por el suelo, no manchando el libro únicamente porque lo cogí. Y así fue, precisamente, como volví donde estaban Gaspard y el resto de monjes: ojeando el libro, con quemaduras, manchada de sangre, despeinada y con paso tranquilo, pero a salvo.
– ¿Sabes, Gaspard? Acepto tu oferta de algo de alimentos, y si tienes medicinas para quemaduras, también. Deberías tener más cuidado con esto, hay mucha magia negra en este libro para que lo tengáis tan felizmente guardado, sin un poquito más de seguridad. En las manos erróneas puede hacer mucho daño, probablemente debería quedármelo y llevarlo de nuevo a París para guardarlo yo misma en la sede del Santo Oficio. Aún no lo he decidido, debería descansar un poco antes de hacerlo, pero supongo que antes querréis que me dé una vuelta para asegurarme de que no quedan más vampiros y para sellar las entradas de forma que no puedan entrar de nuevo, ¿no?
– Gaspard... Te creía mayor. Te comportas como un líder, te aseguro que sé bastante de eso, y entiendo que quieras proteger a tus compañeros, pero no los van a atacar si no se meten en su camino. Así es como funciona la cabeza de muchos vampiros, es sorprendente que las telarañas no les impidan pensar más, pero ¿qué te voy a contar yo a ti de sorpresas cuando es la primera vez que os atacan...? En fin, voy a ir a por él, deberás protegerlos tú porque yo no puedo estar en dos sitios a la vez, me temo que aún no soy lo suficientemente santa para poder bilocarme. Esto te ayudará: clávasela en el corazón de cualquier vampiro que se te acerque.
Le entregué una estaca de madera de sobra que siempre llevaba cuando iba de misiones, porque una nunca sabía cuándo podía encontrarse con que una manada de chupasangres de cuatro en realidad lo era de ocho, y en ese momento me di cuenta de dos cosas que me ofendieron de igual manera pero por motivos distintos: la primera, que ni siquiera me estaba mirando, aunque podía perdonarlo porque era cierto que estaba apenas vestida a aquellas alturas; la segunda, que estaba herido y no me había avisado al respecto. Chasqueé la lengua, decepcionada, y con un trozo suelto de la camisa que ya se encontraba bastante desgarrada sobre mi cuerpo le limpié un poco la herida y se la anudé alrededor del cuello, como una venda improvisada, para que al menos dejara de sangrar. No recordaba habérsela visto antes, pero lo cierto era que tampoco le había estado prestando tanta atención como para darme cuenta de un rasguño, y dado que a nuestro alrededor había vampiros atacando la abadía todavía, supongo que podía disculpárseme ese pequeño fallo de atención. Aun así, en cuanto anudé, suave pero firmemente, la venda, le acaricié la mejilla, le sonreí y le dije que todo iría bien; probablemente mentía, pero él no tenía por qué saberlo, así que ni siquiera se lo dije. Es más, no abrí la boca más que para decirle que me diera diez minutos y me reuniría con él donde estaban sus compañeros, y en cuanto lo hice, me marché hacia donde estaba el vampiro haciendo de las suyas con códices antiguos que eran, literalmente, lo único de valor de la abadía... aparte del oro, la plata, las piedras preciosas y todas esas tonterías que también custodiaban. Así era la Iglesia: pequeñas criaturas acumuladoras de objetos que disfrazaban de necesidades litúrgicas, exactamente igual que el códice que el vampiro tenía en la mano cuando me lo encontré, tan horrible y apestoso como un vampiro antiguo podía llegar a serlo. Asqueada, busqué entre mis ropas un cuchillo de plata, protegiéndome la mano para no quemarme, y se lo lancé; a continuación, en cuanto soltó el libro (y un chillido que me dejó medio sorda de un oído) y se giró hacia mí, yo lo seguí atacando con cuchillos de plata, quemándome y librándome de todo mi arsenal hasta que le corté la cabeza y ésta rodó por el suelo, no manchando el libro únicamente porque lo cogí. Y así fue, precisamente, como volví donde estaban Gaspard y el resto de monjes: ojeando el libro, con quemaduras, manchada de sangre, despeinada y con paso tranquilo, pero a salvo.
– ¿Sabes, Gaspard? Acepto tu oferta de algo de alimentos, y si tienes medicinas para quemaduras, también. Deberías tener más cuidado con esto, hay mucha magia negra en este libro para que lo tengáis tan felizmente guardado, sin un poquito más de seguridad. En las manos erróneas puede hacer mucho daño, probablemente debería quedármelo y llevarlo de nuevo a París para guardarlo yo misma en la sede del Santo Oficio. Aún no lo he decidido, debería descansar un poco antes de hacerlo, pero supongo que antes querréis que me dé una vuelta para asegurarme de que no quedan más vampiros y para sellar las entradas de forma que no puedan entrar de nuevo, ¿no?
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