AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Demimonde → Privado
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Demimonde → Privado
“Please do not tear her walls down if you do not intend to cross through the wreckage.
—Beyond all the plate steel and barb wires rests a soft heart.”
—Beyond all the plate steel and barb wires rests a soft heart.”
Odiaba todo eso. Lo odiaba con intensidad. Estaba acostumbrado, pero desde el destierro de su familia, en verdad despreciaba la pompa de la aristocracia. Sin embargo, Maximilien era un gran actor, el mejor, su rostro expresaba sólo lo justo, sólo lo que él pretendía. Y su sonrisa, siempre encantadora, ganaba más aliados que la punta de una espada. Estaba ahí para, una vez más, dar un paso y acercarse al regreso de los Grimaldi al trono de Mónaco. La idea amenazaba con devorarlo como un tsunami. Consumirlo como una sombra. No dejar rastro de él, sólo el legado de sus acciones, si corría con suerte, pero a esas alturas, estaba tan aferrado a su idea, que no le importaba. Iba a conseguirlo aunque en ello le fuera la vida, y mil vidas más, si tenía que ser así.
Con cortesía, educación principesca adquirida desde la cuna (aprendida, no heredada, su sangre era roja como la del resto, y no azul), saludó a nobles, miembros del gobierno y mujeres de nariz empolvada. Más de una señora de grandes enaguas, quiso presentarle a su hija. Con una habilidad envidiable, Maximilien se zafaba. No tenía cabeza para el amor. Quizá su destino era el de no contraer nupcias nunca, y no le interesaba. Su hermano ya tenía un heredero y eso bastaba. Por eso se conformaba con amigas que por las noches, y en ese acuerdo mutuo que les servía a los dos, lo recibían en su lecho. Era todo lo que necesitaba, ni más, ni meno.
O eso creía él.
—Su Alteza Serenísima Grimaldi —un miembro de la corte real francesa, un hombre de espesa barba bien cuidada, poblada en canas y cabello largo, igualmente blanco, lo llamó. Maximilien acudió con ese gesto despreocupado que encantaba a todas. Eso era lo que más odiaba, la hipocresía. Se seguían refiriendo a él por su título, aunque esa nación le había arrebatado todo a su familia.
—¿En qué puedo ayudarle, Piaf? —Preguntó con educación. El autocontrol que Maximilien poseía sobre sí mismo era apabullante. A tal grado que nadie lo notaba, ese era verdadero truco. Mantenerse sereno, aunque por dentro su sangre bullera como agua en una fogata.
—Creo que le puede interesar conocer a alguien —continuó Piaf. Estiró el cuello y buscó entre la concurrencia—. Pero creo que no ha llegado —se giró para ver al hombre más joven—, verá, ella es… —fue a decir algo más, cuando pareció haber un súbito suspiro al unísono de todos los asistentes a la reunión.
Como acto reflejo, Maximilien enfocó su atención ahí donde todas las miradas estaban enfocadas. Y no podía creerlo. Maï, pensó como en una especie de estupor. No, no Maï… Bárbara Destutt de Tracy, ni más, ni menos, misma que no le había dado oportunidad alguna de replicar nada la última, y única vez que se vieron. Sintió como si nadie a su alrededor existiera, sólo ella, indomable, y sólo él, exiliado. Escuchó varios cuchicheos, «viuda de Turner» y algo sobre «su abuelo acaba de morir», se quedó en su sitio, sin saber que hacer, olvidando por completo a su interlocutor, cuando éste lo tocó para llamar su atención.
—Ahí está —sonrió—, Bárbara Destutt de Tracy, dueña del Banque de France. ¿Puede creerlo? Tan joven, tan hermosa y ya con tanto poder —el viejo Piaf haló a Miximilien quien, en su sorpresa, era incapaz de actuar por sí solo y sólo se dejó guiar. Aunque ya lo sabía, sabía todo eso, sólo… no esperaba encontrársela ahí.
—¡Bárbara, querida! —Piaf la saludó, haciendo una reverencia y besando su mano—. Te quiero presentar a Maximilien Grimaldi, príncipe de Mónaco —y ahí, toda la farsa que habían vivido los dos, se vino abajo en un santiamén, al menos, ella había dicho la verdad al final, pero él no, aunque en su defensa no había tenido oportunidad. Ella se la había quitado. Parecía una mujer que arrebataba lo que se venía en gana, y tú te quedabas tan tranquilo por haber sido merecedor de su atención. El aludido clavó los ojos azules en los ajenos. «Ya nos conocemos» dijo con la mirada, pero no en palabras. En cambio, se movió para saludar a la mujer, fingiendo que era la primera vez que la veía.
—Un placer.
Última edición por Maximilien Grimaldi el Miér Mar 15, 2017 9:37 pm, editado 1 vez
Maximilien Grimaldi- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 31/01/2016
Localización : París
Re: Demimonde → Privado
<<All secrets are deep. All secrets become dark. That's in the nature of secrets. >>
Cory Doctorow
Cory Doctorow
Había rechazado, sistemáticamente, todas y cada una de las invitaciones que sus vecinos le habían hecho. Excusada en el luto por la trágica muerte de su abuelo, pudo esquivar el vergonzoso roce con el invitado de los Aramburuzabal. El arribo de su abuela, y su posterior instalación en su residencia, la obligaron a recibir en su hogar a algunos conocidos de la familia, que se veían en la necesidad –y la obligación- de prestar sus condolencias a la reciente viuda y la doliente nieta. La anciana, con ese temple de hierro que la caracterizaba, desperdigaba sus encantos de forma limitada. Sin embargo, no podía disimular la liberación que implicaba la desaparición de su esposo. No le interesaba demasiado el escándalo, sólo la vida social de París. Los grandes salones se le habían negado desde la instalación en Marsella, y quería retomar las costumbres de antaño, arrastrando a su nieta con ella.
No tardaron demasiado tiempo en aceptar una primera invitación. Fue a una reunión de té con unas damas frívolas que no tenían más temas de conversación que los nuevos ricos y sus andanzas. Bárbara se sentía completamente fuera de lugar, pensando en todo el trabajo que la esperaba en su hogar, mientras holgazaneaba con esas mujeres, que indagaban con sutileza en su vida personal. Ella, acostumbrada a lidiar con toda clase de temibles seres, esquivaba los dardos que las suspicaces féminas lanzaban. Aquello la convencía, cada vez más, de que prefería negociar con rufianes del bajo mundo que pasar tres valiosas horas de su vida cotilleando con aquel grupo de arpías.
—Debes conseguir un marido, querida —le comentó la anciana, acomodada en el coche que las trasladaba al primer evento nocturno del que participarían. Ella, enfundada en un regio atuendo negro, un tocado discreto y unos pequeños diamantes iluminándole las orejas.
—Sandeces, abuela —se quejó la joven, mientras estiraba los guantes que le cubrían casi la totalidad del brazo. Había decidido, en una afrenta a su familia, abandonar la rigidez del luto negro y volvía a utilizar otro color. Manteniendo la sobriedad, había elegido un vestido azul oscuro de satén, de escote profundo y amplísima falda. Su diminuta cintura, se veía aún más estrecha gracias al corsé. La propietaria del Banque de France, también había optado por los diamantes, en un conjunto de aderezo y pendientes que le iluminaban la piel tersa y perlada. Llevaba el cabello recogido en un rodete, con algunos bucles cayendo a los costados. El rostro, magnífico, quedaba libre para las pestañas ennegrecidas y un carmín muy suave en los labios.
Ya se había acostumbrado al efecto que provocaba su aparición y toda la clase de dichos sobre ella. La viuda de Turner era un total misterio para la sociedad francesa. Saludó a todos y cada uno de los que fueron acercándose a ella, a medida que avanzaba. Parecía más una anfitriona que una simple invitada, pues claro, todos querían obtener el favor de una de las mujeres más poderosas de todo el Viejo Continente. No era un secreto que había expandido sus inversiones en la América Española, en el Imperio del Brasil y en algunas zonas de África, a las que pocos tenían acceso. El nombre de Bárbara Destutt de Tracy daba la vuelta al mundo. Adorada, temida, odiada… Despertaba toda clase de emociones en aquellos que la conocían.
—Querido Piaf —saludó afectuosamente, estirando su mano enguantada. No se percató de la presencia de quien lo acompañaba hasta que el hombre hizo la presentación. ¿Maximilien Grimaldi? ¿Era un chiste de mal gusto? Lo miró fijamente, sólo el tiempo necesario para que no pareciera una indiscreción. Todos aquellos días atormentándose con su actitud vil, para que la realidad se la devolviese de aquella manera. El príncipe de la exiliada monarquía. Había escuchado que la noble familia monegasca estaba en París buscando aliados para recuperar el sitio que, por naturaleza, les pertenecía. Sólo que no imaginó que el extraño de aquella tarde era uno de ellos. Se sintió una completa estúpida, aún más que en el primer encuentro. En ese momento, no era esa jovencita anónima con actos de arrojo e imprudencia.
—El placer es mío, majestad —saboreó aquella palabra, con cierto desprecio, y ensayó una pomposa reverencia, reconociendo la calidad de noble de Maximilien Grimaldi. Todo era un gran acto de ironía. Bárbara Destutt de Tracy, en público, se inclinaba ante los miembros de las realezas, pero en privado, eran ellos quienes le besaban los pies, rogando por un crédito, por una cuenta, por su beneplácito. Aquel poder de destruirlos a todos la volvía, de cierta forma, Dios. Y se sentía bien en ese lugar, y más cuando su abuelo ya no estaba para someterla. —Le presento a mi abuela, Leonor Destutt de Tracy —la anciana se había posicionado junto a su nieta, y también reverenció al caballero, no sin codear a la joven con admirable disimulo.
— ¡Qué bondad del destino haber coincidido con vuestra merced! —exclamó Leonor, con medida efusividad. Al verlas juntas, era innegable de quién había heredado su elegancia la más joven. —Querida, te dejo bien acompañada. Iré a saludar a unos amigos. Con permiso, majestad —Piaf parecía haber acordado tácitamente con la anciana, y se ofreció a acompañarla. Un incómodo silencio reinó cuando el dúo se perdía entre la multitud.
—Maximilien Grimaldi… —susurró la viuda, y le clavó la mirada, ya sin cuidar la discreción.
No tardaron demasiado tiempo en aceptar una primera invitación. Fue a una reunión de té con unas damas frívolas que no tenían más temas de conversación que los nuevos ricos y sus andanzas. Bárbara se sentía completamente fuera de lugar, pensando en todo el trabajo que la esperaba en su hogar, mientras holgazaneaba con esas mujeres, que indagaban con sutileza en su vida personal. Ella, acostumbrada a lidiar con toda clase de temibles seres, esquivaba los dardos que las suspicaces féminas lanzaban. Aquello la convencía, cada vez más, de que prefería negociar con rufianes del bajo mundo que pasar tres valiosas horas de su vida cotilleando con aquel grupo de arpías.
—Debes conseguir un marido, querida —le comentó la anciana, acomodada en el coche que las trasladaba al primer evento nocturno del que participarían. Ella, enfundada en un regio atuendo negro, un tocado discreto y unos pequeños diamantes iluminándole las orejas.
—Sandeces, abuela —se quejó la joven, mientras estiraba los guantes que le cubrían casi la totalidad del brazo. Había decidido, en una afrenta a su familia, abandonar la rigidez del luto negro y volvía a utilizar otro color. Manteniendo la sobriedad, había elegido un vestido azul oscuro de satén, de escote profundo y amplísima falda. Su diminuta cintura, se veía aún más estrecha gracias al corsé. La propietaria del Banque de France, también había optado por los diamantes, en un conjunto de aderezo y pendientes que le iluminaban la piel tersa y perlada. Llevaba el cabello recogido en un rodete, con algunos bucles cayendo a los costados. El rostro, magnífico, quedaba libre para las pestañas ennegrecidas y un carmín muy suave en los labios.
Ya se había acostumbrado al efecto que provocaba su aparición y toda la clase de dichos sobre ella. La viuda de Turner era un total misterio para la sociedad francesa. Saludó a todos y cada uno de los que fueron acercándose a ella, a medida que avanzaba. Parecía más una anfitriona que una simple invitada, pues claro, todos querían obtener el favor de una de las mujeres más poderosas de todo el Viejo Continente. No era un secreto que había expandido sus inversiones en la América Española, en el Imperio del Brasil y en algunas zonas de África, a las que pocos tenían acceso. El nombre de Bárbara Destutt de Tracy daba la vuelta al mundo. Adorada, temida, odiada… Despertaba toda clase de emociones en aquellos que la conocían.
—Querido Piaf —saludó afectuosamente, estirando su mano enguantada. No se percató de la presencia de quien lo acompañaba hasta que el hombre hizo la presentación. ¿Maximilien Grimaldi? ¿Era un chiste de mal gusto? Lo miró fijamente, sólo el tiempo necesario para que no pareciera una indiscreción. Todos aquellos días atormentándose con su actitud vil, para que la realidad se la devolviese de aquella manera. El príncipe de la exiliada monarquía. Había escuchado que la noble familia monegasca estaba en París buscando aliados para recuperar el sitio que, por naturaleza, les pertenecía. Sólo que no imaginó que el extraño de aquella tarde era uno de ellos. Se sintió una completa estúpida, aún más que en el primer encuentro. En ese momento, no era esa jovencita anónima con actos de arrojo e imprudencia.
—El placer es mío, majestad —saboreó aquella palabra, con cierto desprecio, y ensayó una pomposa reverencia, reconociendo la calidad de noble de Maximilien Grimaldi. Todo era un gran acto de ironía. Bárbara Destutt de Tracy, en público, se inclinaba ante los miembros de las realezas, pero en privado, eran ellos quienes le besaban los pies, rogando por un crédito, por una cuenta, por su beneplácito. Aquel poder de destruirlos a todos la volvía, de cierta forma, Dios. Y se sentía bien en ese lugar, y más cuando su abuelo ya no estaba para someterla. —Le presento a mi abuela, Leonor Destutt de Tracy —la anciana se había posicionado junto a su nieta, y también reverenció al caballero, no sin codear a la joven con admirable disimulo.
— ¡Qué bondad del destino haber coincidido con vuestra merced! —exclamó Leonor, con medida efusividad. Al verlas juntas, era innegable de quién había heredado su elegancia la más joven. —Querida, te dejo bien acompañada. Iré a saludar a unos amigos. Con permiso, majestad —Piaf parecía haber acordado tácitamente con la anciana, y se ofreció a acompañarla. Un incómodo silencio reinó cuando el dúo se perdía entre la multitud.
—Maximilien Grimaldi… —susurró la viuda, y le clavó la mirada, ya sin cuidar la discreción.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: Demimonde → Privado
“Power was my weakness and my temptation.”
― J.K. Rowling, Harry Potter and the Deathly Hallows
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«Majestad», jamás había apreciado el título, pero de boca de Bárbara Destutt de Tracy sonaba lo mismo a salvación que condena. Se mantuvo impasible todo ese tiempo. Saludó con toda la educación que la ocasión ameritaba a las dos mujeres. Y aunque parecía simplemente complacido con todo —porque esa era su actuación— uno podía apreciar en esos ojos afilados como hojas de cuchillos, que Maximilien estaba midiendo absolutamente todo, y a todos.
El intercambio de saludos y halagos fue irrelevante en el preciso momento que los dejaron solos. Maximilien volvió el rostro hacia las espaldas de Piaf y Leonor Destutt de Tracy, ambos alejándose de ellos e intuyó las intenciones detrás de eso. Sin embargo, poco sabían los viejos de la breve, pero agitada historia que él y Bárbara ya compartían. Sólo fue hasta que lo llamó por su nombre, que regresó su atención a ella.
Alzó ligeramente el rostro, levantando el mentón y, aún, no demostrando emoción alguna. Luego entornó los ojos azules y sonrió ligeramente de lado.
—Ese es mi nombre —respondió al fin, sin dejar la dignidad de lado a pesar de la mentira y la sorpresa inicial—. Aquella vez se fue tan rápido que, no creí prudente seguirla para aclararle quién era realmente. De todos modos, la mayor parte del tiempo que pasamos juntos aquel día, usted también usó otro nombre. Además… creo que alguien de su posición entiende los motivos para ocultar una identidad, y la importancia de la misma, ¿o me equivoco? —Habló con esa seguridad que utilizaba para con los posible aliados de su familia. Como si vendiera una ideología, como si les ofreciera a cambio justicia, un lugar en los anales del mundo, un sitio en el lado correcto de la historia.
Para su desgracia, en ese momento al menos, Destutt de Tracy era clave para su lance. Simplemente se trataba de la mujer más poderosa de Europa; poderosa en el verdadero sitio que importaba, el dinero. Porque hombres y mujeres vestían coronas vacías, postrados en sus tronos de oropel, pero sin el capital para mover los hilos, tenían la misma influencia que el mendigo en la escalinata de Notre Dame. Por ello, sabía lo mucho que necesitaba de gente con el poder económico de la mujer frente a él. Sin embargo, y sorprendentemente para un hombre que siempre va un paso delante, no fue hasta después de su encuentro que investigó y supo quién era. Quién era verdaderamente más allá de Maï, de Bárbara, de la vecina de su padrino, viuda de Turner.
—Estoy seguro que todo eso ya lo sabe, y le aburre —continuó. Le habló con una formalidad que, hacia el final de su primer encuentro, ya había perdido. Tampoco es que en aquella ocasión le hubiera faltado al respecto, pero después de las peripecias, ya no hacía falta tanta etiqueta, misma que en ese instante retomó.
—Y estoy seguro, también, que moviéndose en los estratos en los que se mueve, sabe por qué estoy en París, más allá del exilio de mi familia —mensajes encriptados lanzados en botellas para que ella, con esas hermosas manos, los recibiera y descifrara. «Busco aliados» quería decirle. Sin embargo, había demasiada gente a su alrededor, y de ningún modo, se atrevería a pensar que ella era incapaz de interpretar el verdadero significado en sus palabras.
Un mesero con una charola de plata pasó a su lado y tomó dos copas de champán. Ofreció una a la mujer y se quedó con la otra. Hizo connato de brindis.
—No quiero que me tome por un cínico —aunque lo era—, no obstante, quisiera brindar porque finalmente ambos sabemos quiénes somos. Quiénes verdaderamente somos. Los nombres y títulos tienen un poder maravilloso, pero las acciones son las que nos definen —alzó la copa y dio un trago al líquido áureo. La observó muy detenidamente, quería ver cada reacción en ella. Le parecía una mujer sumamente fascinante, más allá de los beneficios que tenerla de su lado significaban.
Maximilien Grimaldi- Humano Clase Alta
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Re: Demimonde → Privado
"No man really knows about other human beings. The best he can do is to suppose that they are like himself."
John Steinbeck
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No podía negar que Grimaldi tenía razón. Personas en su posición, no podían estar develando sus identidades a cualquier extraño que se cruzase en su camino. Especialmente él, debido a los rumores de todo tipo que corrían en torno a su familia. Era un secreto a voces que estaban en busca de recursos económicos y apoyos políticos para recuperar la corona que les había sido arrebatada. Y, también, era de conocimiento quién orquestaba el plan para que los Grimaldi retornasen al trono: el hombre ante sus ojos. Era famoso por su inteligencia, y a Bárbara no le fue demasiado difícil detecta el por qué de las afirmaciones en cuanto a su persona. Era un caballero sobrio, gallardo, que tenía la mirada de un lince, y le agradó encontrar alguien que la tratara como un igual. Suavizó la expresión, porque tuvo el presentimiento de que Maximilien podía ser de utilidad. Él la necesitaba, y Bárbara vería la forma de cobrar con creces la decepción y, además, la ayuda que estaba dispuesta a brindar, sin que su nombre quedara asociado a las intrigas de las cortes, que en nada le interesaban.
Otra cosa que fue del agrado de la viuda, fue el hecho de la elegancia con la que se dirigía. No había tosquedad en sus formas, ni siquiera en su modo de sugerirle que estaba intentando extraerle sus recursos. No la subestimaba. Y eso, para Bárbara, era más que suficiente para darle la oportunidad de resarcir el ridículo que le había hecho pasar, pero del que, por supuesto, jamás se enteraría. Podría haber cuestionado por qué no se había hecho presente en su residencia para aclarar la situación, pero entendió que seguir dándole vueltas a ese asunto ya no tenía sentido, pues la relación de ambos iba a ser netamente comercial. ¿Acaso había pensado en un vínculo más íntimo? Optó por no hacerse esa pregunta, o al menos, reprimir la respuesta que luchaba por emerger.
—El pasado ya no nos pertenece. Dejemos nuestro poco fortuito primer encuentro, y nos centremos en el presente —dio por zanjada la cuestión, porque verdaderamente se había sentido humillada, regodeándose en su vergüenza durante varios días. Le había costado conciliar el sueño, pensando en su patética actitud. Pero la tranquilizaba el percatarse de que ese traspié, quedaría en secreto. Maximilien y ella compartían un momento de gracia y libertad que, seguramente, ahora que estaban frente a frente mostrándose quiénes eran en realidad, ya no podrían tener. Ahora ella era dueña del Banque de France, y él el príncipe sin reino. Ella era su salvoconducto, la necesitaba, y a Bárbara le gustaba sentir el poder.
—Brindemos por ello, entonces —tras aceptar la copa, la alzó y le dirigió una mirada cómplice. No hubo ninguna sonrisa en el rostro de la viuda, a pesar de todo, aún no conseguía que sus labios se curvaran en un gesto de tamaña sinceridad. Eso no quitaba que la sonrisa de Maximilien fuese la más hermosa que ella, y cualquier mujer en ese salón, hubiera visto. Sus dientes resaltaban bajo su piel, que no tenía la tonalidad pálida y aburrida que Bárbara. La piel de Grimaldi hablaba de su fortaleza, de su templanza, de su imperio. Era, quizá, uno de los hombres más interesantes que se habían cruzado en su camino.
—Comprendo su situación —habló, luego de mojarse los labios con el champagne. —E, imagino que usted entiende que éste no es, justamente, el sitio indicado para hablar de ello —demasiados ojos a su alrededor. Bárbara nunca conversaba demasiado tiempo con alguien, pues no quería ser vinculada con ninguna personalidad, ni con ninguna causa. —Podría arreglar una cita en el Banco, tendremos privacidad y sería el lugar preciso —dejó la bebida, casi sin tocar, en la bandeja del mesero que pasaba en ese instante. —Espero que disfrute de la velada —le hizo una leve reverencia, ya sin la pompa del irónico saludo de minutos atrás. —Ahora, si me disculpa, debo retirarme a saludar a otros conocidos. Forma, también, parte de mi trabajo —algo le impedía irse, pero haciendo caso omiso a su instinto, que le gritaba que se quedara, giró sobre sus talones. Estaba escabulléndose, por supuesto. Maximilien Grimaldi era distinto, y ella podía ver eso. Y ese era su principal defecto. Bárbara debía huir de él, sin importar lo mucho que deseara continuar en ese lugar. ¿Dónde estaba Leonor cuando la necesitaba?
Otra cosa que fue del agrado de la viuda, fue el hecho de la elegancia con la que se dirigía. No había tosquedad en sus formas, ni siquiera en su modo de sugerirle que estaba intentando extraerle sus recursos. No la subestimaba. Y eso, para Bárbara, era más que suficiente para darle la oportunidad de resarcir el ridículo que le había hecho pasar, pero del que, por supuesto, jamás se enteraría. Podría haber cuestionado por qué no se había hecho presente en su residencia para aclarar la situación, pero entendió que seguir dándole vueltas a ese asunto ya no tenía sentido, pues la relación de ambos iba a ser netamente comercial. ¿Acaso había pensado en un vínculo más íntimo? Optó por no hacerse esa pregunta, o al menos, reprimir la respuesta que luchaba por emerger.
—El pasado ya no nos pertenece. Dejemos nuestro poco fortuito primer encuentro, y nos centremos en el presente —dio por zanjada la cuestión, porque verdaderamente se había sentido humillada, regodeándose en su vergüenza durante varios días. Le había costado conciliar el sueño, pensando en su patética actitud. Pero la tranquilizaba el percatarse de que ese traspié, quedaría en secreto. Maximilien y ella compartían un momento de gracia y libertad que, seguramente, ahora que estaban frente a frente mostrándose quiénes eran en realidad, ya no podrían tener. Ahora ella era dueña del Banque de France, y él el príncipe sin reino. Ella era su salvoconducto, la necesitaba, y a Bárbara le gustaba sentir el poder.
—Brindemos por ello, entonces —tras aceptar la copa, la alzó y le dirigió una mirada cómplice. No hubo ninguna sonrisa en el rostro de la viuda, a pesar de todo, aún no conseguía que sus labios se curvaran en un gesto de tamaña sinceridad. Eso no quitaba que la sonrisa de Maximilien fuese la más hermosa que ella, y cualquier mujer en ese salón, hubiera visto. Sus dientes resaltaban bajo su piel, que no tenía la tonalidad pálida y aburrida que Bárbara. La piel de Grimaldi hablaba de su fortaleza, de su templanza, de su imperio. Era, quizá, uno de los hombres más interesantes que se habían cruzado en su camino.
—Comprendo su situación —habló, luego de mojarse los labios con el champagne. —E, imagino que usted entiende que éste no es, justamente, el sitio indicado para hablar de ello —demasiados ojos a su alrededor. Bárbara nunca conversaba demasiado tiempo con alguien, pues no quería ser vinculada con ninguna personalidad, ni con ninguna causa. —Podría arreglar una cita en el Banco, tendremos privacidad y sería el lugar preciso —dejó la bebida, casi sin tocar, en la bandeja del mesero que pasaba en ese instante. —Espero que disfrute de la velada —le hizo una leve reverencia, ya sin la pompa del irónico saludo de minutos atrás. —Ahora, si me disculpa, debo retirarme a saludar a otros conocidos. Forma, también, parte de mi trabajo —algo le impedía irse, pero haciendo caso omiso a su instinto, que le gritaba que se quedara, giró sobre sus talones. Estaba escabulléndose, por supuesto. Maximilien Grimaldi era distinto, y ella podía ver eso. Y ese era su principal defecto. Bárbara debía huir de él, sin importar lo mucho que deseara continuar en ese lugar. ¿Dónde estaba Leonor cuando la necesitaba?
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: Demimonde → Privado
«El pasado ya no nos pertenece» ella dijo y quizá Maximilien debería aprenderse esas palabras. Aunque era el arquitecto del futuro de los Grimaldi, en realidad el príncipe no heredero vivía demasiado aferrado al pretérito: las voces que detrás cuchicheaban sobre su origen incierto, el destierro y la búsqueda. Debía entender que, aunque era parte de su camino, esos hechos no lo definían. A veces, o siempre mejor dicho, parecía que no tenía cabeza para otra cosa que no fuera la misión que se había autoimpuesto. Estaba sacrificándolo todo; absolutamente todo. Era su forma de retribución, la familia real de Mónaco le dio un techo, cuando lo más seguro es que, de no ser por Aramburuzabala y ellos, habría muerto de frío, con apenas unas horas de nacido. Ahí estaba la prueba de que su destino sería otro, que así había estado escrito en las estrellas esa noche de tormenta.
Hasta ahora, frente a Bárbara Destutt de Tracy podía verlo con claridad casi cegadora. Eso, su gran lance, y el sacrificio que estaba haciendo. Hasta ese momento, jamás se lo había cuestionado de manera consciente. Y ahora, incluso, lo ponía en tela de juicio, sin embargo, pragmático como era, la filosofía le parecía interesante, pero no le iba, por lo que decidió no darle más vueltas al asunto. A la significación mayor de la presencia de esa mujer en su vida: repentina, accidentada, reiterativa y definitoria.
Brindó y no despegó los ojos de ella. Aún cuando la mujer dejó la copa en una charola, él conservó la suya en la mano.
—Oh, por supuesto. Es simplemente que no esperaba encontrarla aquí. Pero estaba por contactarla, usted me entiende… acelerar los procesos, aunque entiendo que hay situaciones que deben cocinarse a fuego lento —respondió y abrió la boca para agregar algo más, cuando ella se despidió así como si nada, dejándolo atónito.
Bebió lo que restaba de su copa y la dejó por ahí para, uno o dos segundos más tarde, ir tras ella. No supo qué fuerza extraña lo impulsó a aquella acción, sin embargo, allá iba, sin detenerse, disculpándose aquí y allá cada vez que tenía que mover a alguien del camino. La siguió, aún cuando la había perdido de vista, como persiguiendo el rastro de su perfume.
Cuando llegó al otro lado del salón, donde un muro le impidió seguir caminando, se dio cuenta que era caso perdido. Se llevó una mano al cabello y se lo peinó hacia atrás. Se tranquilizó, pensando en que pronto la contactaría de nuevo, aunque no sabía si eso le brindaba tranquilidad porque ayudaba a su empresa, o por otra razón. Diablos, necesitaba aire fresco. Se escabulló por una escalera de mármol que ascendía a una especie de jubé. Ahí encontró una ventana doble que daba a un balcón, y al jardín. La abrió y sintió la brisa golpearle el rostro, sin embargo, eso no lo tranquilizó como esperaba y al girarse para cerrar, la vio ahí, tan perdida como él.
—Es nuestro destino encontrarnos, al parecer —habló con ese talante seguro y algo fiero que lo caracterizaba, casi como si hace un momento no hubiera estado buscando con desesperación un sitio para estar solo. Maximilien había aprendido que mostrarse vulnerable, siendo de una familia real, y en su posición de exiliado, era una tontería. Algo suicida.
Última edición por Maximilien Grimaldi el Dom Jul 02, 2017 11:35 pm, editado 2 veces
Maximilien Grimaldi- Humano Clase Alta
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Re: Demimonde → Privado
«¿Qué mundos tengo dentro del alma que ha tiempo vengo pidiendo medios para volar?»
Alfonsina Storni
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Era verdaderamente agotador. Bárbara no soportaba esos grandes eventos, donde todos buscaban su favor, donde debía calcar en su rostro un gesto amable, carente de su rictus serio y opaco, ese que tanto la caracterizaba. Leonor la influenciaba. “Querida, sonríe un poco más”, “Bárbara, por favor, acepta la invitación de ese muchacho”, “Ese caballero está emparentado con la realeza británica, es un excelente partido”; la voz de la anciana se le antojaba insoportable. No entendía que su nieta era una dama de prestigio y renombre, que no la necesitaba de casamentera y que, el matrimonio, ni siquiera figuraba en sus planes. Se vio a sí misma en un papel ridículo, como si fuese una niña. Recordó quién era y cuál era su lugar en esa marea de personas. Era Bárbara Destutt de Tracy, rica, poderosa y autosuficiente.
—Abuela, por favor. Déjame tranquila —se soltó de su brazo en el único instante que tuvieron en soledad y se alejó, dejando a la mujer con la boca entreabierta del asombro. Si bien en su voz no había habido ni un gramo de enfado, la firmeza le llamó la atención. Bárbara, generalmente, ante ella se volvía mansa y asustadiza. Todas las vivencias del pasado, sus exigencias, habían calado hondo en el espíritu de la viuda, y la presencia de quien la había criado, se volvía un obstáculo para ser ella misma. Leonor disfrutaba del poder que ejercía sobre ella, pues parecía ser la única que le afectaba. Le gustaba la lucha de poder, y más en ese tiempo que se sentía tan vulnerable tras la muerte de su marido. No fue tras ella, no harían escándalos.
Bárbara se encontró con uno de los socios de su esposo, de los pocos que le agradaban. Tuvieron una escueta conversación sobre las inversiones en la América Española y de la importancia que había adquirido el puerto de Buenos Aires. No era de buena educación un tema así entre una dama y un caballero en un sitio público, y dieron por cerrada la cuestión cuando dos parejas se unieron a ellos. La charla se desvió hacia el casamiento de un Duque, un tema demasiado banal para una Bárbara que no veía la hora de poder irse a su hogar. Con la elegancia que la caracterizaba, se disculpó y saltó de grupo en grupo, compartiendo saludos amables, permaneciendo el tiempo suficiente que las buenas costumbres exigían.
Le ofrecieron una copa de champagne que aceptó gustosa. Logró escapar de la multitud, de las voces que la acuciaban. Desapareció por un pasillo y subió unas escaleras que parecían ser del servicio. Como si fuera un milagro, se encontró ante un ventanal que daba a uno de los tantos jardines del palacio real. Humedeció los labios con la bebida espirituosa y depositó la copa en el borde del balcón. La brisa era suave y le relajó el rostro, que se mantenía elevado. La Luna, enorme, llena, platinada, delineaba con su luz las curvas de los libustrines prolijamente podados. A sus oídos llegó alguna que otra risa, pero parecía haberse aislado de todos. Cuánto ansiaba esa paz… Dio un respingo cuando alguien ingresó, y su gesto de espanto no cambió cuando descubrió de quién se trataba.
Maximilien Grimaldi, el príncipe exiliado, el que jamás heredaría el trono pero que comandaría Mónaco tras bambalinas. Había evitado los comentarios sobre él, incluso, lo había bloqueado de su mente. Le afectaba más de lo que estaba dispuesta a aceptar y, a pesar de que hubiera preferido salir corriendo de allí –como había hecho en las dos oportunidades que se habían encontrado- algo le dijo “quédate”. Una sonrisa casi imperceptible en la oscuridad imperante, le curvó los labios generosos.
—Si fuera otra clase de mujer, pensaría que está siguiéndome —bromeó. Se apoyó de espaldas al balcón. Lo observó con cierto descaro y descubrió los espléndidos ojos azules refulgiendo gracias a la Luna. Ella, que nunca se fijaba en esos detalles en el sexo opuesto, se sintió completamente atrapada. ¿Qué ocurría con Bárbara Destutt de Tracy?
—Abuela, por favor. Déjame tranquila —se soltó de su brazo en el único instante que tuvieron en soledad y se alejó, dejando a la mujer con la boca entreabierta del asombro. Si bien en su voz no había habido ni un gramo de enfado, la firmeza le llamó la atención. Bárbara, generalmente, ante ella se volvía mansa y asustadiza. Todas las vivencias del pasado, sus exigencias, habían calado hondo en el espíritu de la viuda, y la presencia de quien la había criado, se volvía un obstáculo para ser ella misma. Leonor disfrutaba del poder que ejercía sobre ella, pues parecía ser la única que le afectaba. Le gustaba la lucha de poder, y más en ese tiempo que se sentía tan vulnerable tras la muerte de su marido. No fue tras ella, no harían escándalos.
Bárbara se encontró con uno de los socios de su esposo, de los pocos que le agradaban. Tuvieron una escueta conversación sobre las inversiones en la América Española y de la importancia que había adquirido el puerto de Buenos Aires. No era de buena educación un tema así entre una dama y un caballero en un sitio público, y dieron por cerrada la cuestión cuando dos parejas se unieron a ellos. La charla se desvió hacia el casamiento de un Duque, un tema demasiado banal para una Bárbara que no veía la hora de poder irse a su hogar. Con la elegancia que la caracterizaba, se disculpó y saltó de grupo en grupo, compartiendo saludos amables, permaneciendo el tiempo suficiente que las buenas costumbres exigían.
Le ofrecieron una copa de champagne que aceptó gustosa. Logró escapar de la multitud, de las voces que la acuciaban. Desapareció por un pasillo y subió unas escaleras que parecían ser del servicio. Como si fuera un milagro, se encontró ante un ventanal que daba a uno de los tantos jardines del palacio real. Humedeció los labios con la bebida espirituosa y depositó la copa en el borde del balcón. La brisa era suave y le relajó el rostro, que se mantenía elevado. La Luna, enorme, llena, platinada, delineaba con su luz las curvas de los libustrines prolijamente podados. A sus oídos llegó alguna que otra risa, pero parecía haberse aislado de todos. Cuánto ansiaba esa paz… Dio un respingo cuando alguien ingresó, y su gesto de espanto no cambió cuando descubrió de quién se trataba.
Maximilien Grimaldi, el príncipe exiliado, el que jamás heredaría el trono pero que comandaría Mónaco tras bambalinas. Había evitado los comentarios sobre él, incluso, lo había bloqueado de su mente. Le afectaba más de lo que estaba dispuesta a aceptar y, a pesar de que hubiera preferido salir corriendo de allí –como había hecho en las dos oportunidades que se habían encontrado- algo le dijo “quédate”. Una sonrisa casi imperceptible en la oscuridad imperante, le curvó los labios generosos.
—Si fuera otra clase de mujer, pensaría que está siguiéndome —bromeó. Se apoyó de espaldas al balcón. Lo observó con cierto descaro y descubrió los espléndidos ojos azules refulgiendo gracias a la Luna. Ella, que nunca se fijaba en esos detalles en el sexo opuesto, se sintió completamente atrapada. ¿Qué ocurría con Bárbara Destutt de Tracy?
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: Demimonde → Privado
La fiesta parecía un recuerdo. Un recuerdo lejano, de otra vida incluso. Un eco que regresa cada vez más débil. El presente, en cambio, le pareció más calmo, un sosiego que no esperaba encontrar pronto, mucho menos con esta mujer en especial como única acompañante en el ansiado remanso que hacía mucho había buscado sin encontrar; esta mujer que lograba despertar muchas emociones en alguien tan controlado como él (y por ende, era peligrosa), tantas y ninguna de ellas era tranquilidad precisamente. Supuso que era el contexto, alejados de la fiesta, de los ojos, de la presión, y aunque había notado antes lo realmente hermosa que era, fue hasta ese momento que pudo contemplarla y dimensionar la magnitud de su presencia, más allá de un físico envidiable, que volvería loco a cualquier hombre. Sonrió de lado y terminó la tarea que había interrumpido al encontrársela sin proponérselo, que era cerrar la puerta doble de cristal; lo hizo con el pestillo. Cuando hubo terminado, las risas y la algarada de la tertulia quedaron todavía más amortiguadas, más enterradas en el cementerio de lo que no importa.
—Créame, si la estuviera siguiendo, ni siquiera notaría mi presencia —avanzó como un felino. Movimientos marcados, pies ligeros, elegancia inherente—. Ha sido una coincidencia… —y guardó silencio un segundo, como si estuviera pensando detenidamente algo. Se plantó al lado de la mujer, aunque mirando al lado contrario, hacia el jardín y la noche. Recargó los codos en la baranda de piedra y soslayó a su acompañante. Sabía lo mal que sería visto que estuvieran ahí solos, considerando la posición de ambos, y no le importó. No le importó ni siquiera que su hombro estaba tocando el ajeno.
—¿Cómo se supone que debo llamarla? ¿Viuda de Turner? ¿Señora Destutt de Tracy? ¿Bárbara? ¿Maï? —Clavó los ojos azules, como zafiros sin pulir, con ese mismo encanto salvaje. Podía ser un Grimaldi de nombre, y poseer el porte y la altivez de ese linaje, sin embargo, no dejaba de ser un huérfano abandonado en una tormenta de nieve. Era un sobreviviente—. Perdón por el atrevimiento, pero me niego a utilizar los dos primeros, es usted muy joven —continuó con aquella seguridad que desbordaba, como una copa de fino vino que ha sido llenada a tope y más.
—Si no es la clase de mujer que pensaría que la estoy siguiendo, ¿entonces qué clase de mujer es? —Arqueó una ceja. Su voz fue un bajo barítono seductor, aunque la intención no era esa. No sabía a bien a qué demonios estaba jugando, pero lo estaba haciendo con pericia, como era siempre. Era un estratega hasta en esas situaciones banales. Aunque, si se detenía a pensarlo, el encuentro no era tan superficial. Bárbara Destutt de Tracy, viuda de Turner tenía algo que le interesaba mucho: dinero. Parné para su causa, porque regresar al trono no iba a ser barato. Y eso que Maximilien proyectaba poco derramamiento de sangre, si todo salía como lo tenía planeado.
—Ha sido una noche difícil, creo. Lo ha sido para mí. No ayudó enterarme que una mujer tan bella fuera capaz de mentirme así —le echó una última mirada y volvió a dirigir la vista al frente. Guardó silencio. Aquella frase fe dicha con un dejo más liviano, algo parecido a una broma, si se quería. Como si hubiera una creciente confidencia entre ambos. Un secreto compartido.
Sí, lo estaba haciendo para ganársela y hasta cierto punto era de manera consciente y totalmente adrede, aunque eso sí, no la subestimaba. Sabía, por lo poco que la conocía, que no era como las otras mujeres que se había encontrado en París, a las que convencía con un halago y una sonrisa. No obstante, más allá de la superficie, había otra intención, una de la que hasta ahora Miximilien no estaba enterado, como si en verdad buscara conectar con ella. Era arriesgado continuar así, el problema radicaba en que hasta ahora, no veía lo que estaba haciendo de manera subconsciente, y es que siempre tenía dominio tan absoluto de todo, que esto era nuevo y desconocido, por lo tanto no tenía armas para enfrentarlo.
Maximilien Grimaldi- Humano Clase Alta
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Re: Demimonde → Privado
El sonido de los pestillos siempre le había parecido infame. La llevaban a aquel lugar oscuro y tenebroso, donde se veía a sí misma parada en el medio de la sala de lectura de su abuelo y lo escuchaba a él a sus espaldas, trabando la puerta. Era la nota que anticipaba el desastre, el comienzo de su tortura. Luego viajaba a la rugosidad de sus manos, a su aliento tibio sobre su piel y, finalmente, comenzaba a respirar con desesperación, a sabiendas de que no podría liberarse. Pero en ese preciso momento, nada de eso ocurrió. Bárbara no se agitó, su abuelo –muerto- no la aprisionó y tampoco fue presa del miedo. No podría traducirlo en demasiadas palabras, pero se sintió segura. Y no sabía si atribuirle tal sensación a Maximilien Grimaldi o a la mujer que estaba empezando a construir, una que ya no le tenía miedo a todo. Era un proceso lento, pero que avanzaba a paso firme, también cauteloso, pero firme al fin. Bárbara ya no se sentía extraña lejos de su zona de confort, y estaba adquiriendo la capacidad de aceptarse a sí misma, con sus errores y aciertos, con sus fortalezas y debilidades…
Esta nueva estructura que había comenzado a erigir, no podía levantarse sin despojarse de la anterior, de esa que la anclaba y no le permitía avanzar. Si bien no tenía una veta espiritual, la viuda de Tracy debía admitir, que había dado inicio a un viaje a su propio interior, que la desestabilizaba y la hacía sentir vulnerable. En otro momento, no se hubiera perdonado tal sensación, pero la madurez estaba floreciendo y, por primera vez, Bárbara se veía como una mujer. Como una mujer de verdad, una que podía sonreírle coquetamente a un caballero –como lo estaba haciendo con el príncipe que nunca llegaría a rey- sin perder un ápice de la distancia que, con gran naturalidad, interponía con el resto de los mortales. Antes era un témpano impenetrable, ahora no sabía bien cómo definirse, pero había una tibieza que la hacía sentir no tan infeliz.
—Puede llamarse Bárbara, pero sólo en los encuentros informales —concedió. ¿Quién la llamaba Bárbara? Sólo su abuela y su mejor amigo. —Sin embargo, en público, viuda de Turner estará bien —allí se sentía en confianza. Ser viuda de un hombre tan importante, le daba un bastión del que aún no estaba lista para desprenderse. Ella ya había forjado su propio nombre, no necesitaba de su difunto esposo para ser respetada, pero sentía injusto liberarse tan pronto de él. —Comprenderá que soy una mujer respetable, no puedo permitirme darle más motivos a mis congéneres para hablar sobre mi persona. Ya bastantes historias sobrevuelan mi mansión —a gusto. Volvía a sentirse a gusto junto a él. Intentaba no pensar en ello, hasta que sus hombros se rozaron.
Pudo disimularlo, pero se le cortó la respiración un instante. Uno pequeño, imperceptible. Esperó el ardor, el fuego, pero no llegó. Observó, con cierta sorpresa, la unión. Era más su ropa que su cuerpo, pero antes no lo hubiera soportado. Que un hombre la tocase, así fuera mera casualidad, significaba una tormenta. No hubo tempestad. Bárbara no tuvo miedo, y logró distenderse. Con un movimiento leve, colocó ambas manos a la altura de la boca de su estómago, y siguió sin molestarle el contacto. Giró el rostro para encontrarse con los ojos de zafiro de Grimaldi, con sus pestañas negras, gruesas, que le delineaban los párpados. Los propios, que podían variar en la tonalidad de los celestes y turquesas, según el clima o el humor, se mantuvieron firmes en el rostro del monegasco, aún cuando éste los desvió. Tenía unas facciones increíblemente masculinas y, a pesar de que intentó asociar su imagen a la de su padre o a la de su abuelo, no lo consiguió. Maximilien Grimaldi era demasiado único, demasiado imponente. Pero, lo que más le agradaba de él, era que, a pesar de saberse dueño de sí, no la opacaba y no la hacía sentir inferior. Todo lo contrario. Bárbara podía sentir la caricia del Sol cuando estaba junto a él.
—Subestima la belleza femenina —deslizó ese comentario con cierta picardía. Y a pesar de saberse bella, Bárbara siempre había considerado la hermosura como una maldición. Eso había llevado a su abuelo a convertirse en un monstruo… —Como todos los hombres que conozco. Me ven y creen que podrán pisotearme, conseguir de mí lo que quieran —y si bien repetía aquellas palabras con serenidad, había bronca bajo ellas y no hizo demasiado para disimularlo. — ¿Usted qué quiere de mí? —preguntó directamente. —Estamos solos, podemos andarnos sin rodeos. Sé que me necesita, estoy al tanto del rol que juega en su familia, entonces dejemos las mentiras y las formas, y sea directo conmigo. El tiempo es oro, mientras más tiempo pase, más oro perderá —y ella ganaría. Siempre la desesperación del otro, era su amiga.
Esta nueva estructura que había comenzado a erigir, no podía levantarse sin despojarse de la anterior, de esa que la anclaba y no le permitía avanzar. Si bien no tenía una veta espiritual, la viuda de Tracy debía admitir, que había dado inicio a un viaje a su propio interior, que la desestabilizaba y la hacía sentir vulnerable. En otro momento, no se hubiera perdonado tal sensación, pero la madurez estaba floreciendo y, por primera vez, Bárbara se veía como una mujer. Como una mujer de verdad, una que podía sonreírle coquetamente a un caballero –como lo estaba haciendo con el príncipe que nunca llegaría a rey- sin perder un ápice de la distancia que, con gran naturalidad, interponía con el resto de los mortales. Antes era un témpano impenetrable, ahora no sabía bien cómo definirse, pero había una tibieza que la hacía sentir no tan infeliz.
—Puede llamarse Bárbara, pero sólo en los encuentros informales —concedió. ¿Quién la llamaba Bárbara? Sólo su abuela y su mejor amigo. —Sin embargo, en público, viuda de Turner estará bien —allí se sentía en confianza. Ser viuda de un hombre tan importante, le daba un bastión del que aún no estaba lista para desprenderse. Ella ya había forjado su propio nombre, no necesitaba de su difunto esposo para ser respetada, pero sentía injusto liberarse tan pronto de él. —Comprenderá que soy una mujer respetable, no puedo permitirme darle más motivos a mis congéneres para hablar sobre mi persona. Ya bastantes historias sobrevuelan mi mansión —a gusto. Volvía a sentirse a gusto junto a él. Intentaba no pensar en ello, hasta que sus hombros se rozaron.
Pudo disimularlo, pero se le cortó la respiración un instante. Uno pequeño, imperceptible. Esperó el ardor, el fuego, pero no llegó. Observó, con cierta sorpresa, la unión. Era más su ropa que su cuerpo, pero antes no lo hubiera soportado. Que un hombre la tocase, así fuera mera casualidad, significaba una tormenta. No hubo tempestad. Bárbara no tuvo miedo, y logró distenderse. Con un movimiento leve, colocó ambas manos a la altura de la boca de su estómago, y siguió sin molestarle el contacto. Giró el rostro para encontrarse con los ojos de zafiro de Grimaldi, con sus pestañas negras, gruesas, que le delineaban los párpados. Los propios, que podían variar en la tonalidad de los celestes y turquesas, según el clima o el humor, se mantuvieron firmes en el rostro del monegasco, aún cuando éste los desvió. Tenía unas facciones increíblemente masculinas y, a pesar de que intentó asociar su imagen a la de su padre o a la de su abuelo, no lo consiguió. Maximilien Grimaldi era demasiado único, demasiado imponente. Pero, lo que más le agradaba de él, era que, a pesar de saberse dueño de sí, no la opacaba y no la hacía sentir inferior. Todo lo contrario. Bárbara podía sentir la caricia del Sol cuando estaba junto a él.
—Subestima la belleza femenina —deslizó ese comentario con cierta picardía. Y a pesar de saberse bella, Bárbara siempre había considerado la hermosura como una maldición. Eso había llevado a su abuelo a convertirse en un monstruo… —Como todos los hombres que conozco. Me ven y creen que podrán pisotearme, conseguir de mí lo que quieran —y si bien repetía aquellas palabras con serenidad, había bronca bajo ellas y no hizo demasiado para disimularlo. — ¿Usted qué quiere de mí? —preguntó directamente. —Estamos solos, podemos andarnos sin rodeos. Sé que me necesita, estoy al tanto del rol que juega en su familia, entonces dejemos las mentiras y las formas, y sea directo conmigo. El tiempo es oro, mientras más tiempo pase, más oro perderá —y ella ganaría. Siempre la desesperación del otro, era su amiga.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: Demimonde → Privado
Por un momento, Maximilien pudo olvidarse de la carga que tenía a cuestas, como Atlas que carga el mundo entero. Por un momento, ahí, en ese lugar, con ella, se sintió en calma. Era como si Bárbara pudiera borrar todo lo que ocupaba su mente, que no era poco, y colocarse al centro ella misma, sin ninguna otra distracción. El príncipe lo atribuyó a la arrasadora belleza y equiparable personalidad que tenía ella. Cualquiera reaccionaría así, se dijo; el problema radicaba en que él no era cualquiera y debía concentrarse en su misión. Y aunque tribulado, su rostro se mantuvo sereno, a veces mirándola, a veces viendo al frente. Sólo asintió con entendimiento cuando ella le dijo cómo llamarla.
—Lo comprendo perfectamente, Bárbara —enfatizó en el nombre—. Los dos adolecemos de lo mismo, y lo puedo decir aún sin conocerla. Estar bajo la mirada de la sociedad es una condena, ¿no es así? A veces me dan ganas de tomar unas cuantas pertenencias y largarme a un lugar donde nadie me conozca, ¿nunca has tenido esa sensación? No lo llamaría huir, más bien, buscar libertad. —Fue una confesión quizá demasiado personal. Maximilien no era de los que vendían sus batallas a la menor provocación, pero encontró prudente hacerlo esta vez. Necesitaba ganarse la confianza de esta mujer, y no habían comenzado de la mejor manera. También dejó de lado un poco la formalidad, y le habló con un tono más casual.
Se acomodó en su lugar, girándose ahora en dirección a la puerta, y a la fiesta detrás de esta. El roce de sus hombros otra vez se hizo presente, pero él ni siquiera lo notó, pues se trataba de su ropa nada más. Suspiró y rio un poco.
—No subestimo, Bárbara, ese es un error que no me puedo permitir —respondió y la soslayó con una ceja arqueada—. Me gusta que vayas directo al grano, y la verdad creo que no vamos a tener un momento así en mucho tiempo. A solas, quiero decir. —Volvió a reír—. Odio tener que arruinar el momento hablando de negocios, pero lo has dicho bien, el tiempo es dinero, o en mi caso, significa acercarme al trono de mi familia. En fin… —Se envaró y caminó un poco, para quedar mejor en el campo de visión de Bárbara. Sabía cómo era negociar y lo que tenía que hacer para disminuir el margen de error. No obstante, la mujer había demostrado no ser como los otros hombres poderosos que ya había tenido que disuadir para que lo ayudaran en su causa.
—Eres una mujer. Y lo digo como un halago —comenzó—, una mujer que ha sobrevivido un mundo de hombres. No pretendo comprender lo que es ser como tú, sólo quiero mostrarte mi admiración, que es sincera. Aclaro porque lo que viene a continuación es meramente mercantil y no quiero que pienses que lo digo sólo para convencerte. Es algo que creo en verdad, no soy de los que adulan sólo por hacerlo. Siendo sinceros, creo que contigo a mi lado, el proceso de regresarle el trono de Mónaco a los Grimaldi puede ser mucho más rápido —dijo, y sin darse cuenta, se acercó mucho a ella. Desbordó seguridad, fue certero; si bien pareció que se fue por las ramas un rato, la realidad era que todo eso iba para un solo lugar, uno muy concreto.
—¿Qué necesito? Dinero, un préstamo nada pequeño. Una vez que sacaron a mi familia de Mónaco, nos quedamos sin ejército, no es como si el principado hubiera tenido un muy grande. No planeo una guerra con Francia, sé eso lo tengo perdido, más como una incursión, algo casi sutil. Soy capaz de hacerlo, sólo necesito los medios. Sólo necesito que confíes en mí. —La miró directo a los ojos. No hubo duda en sus palabras, sólo verdad, sólo poder, y sólo deseo: el de triunfar en su gran cruzada. Le estaba pidiendo demasiado, lo supo, pero tampoco era algo imposible.
Maximilien Grimaldi- Humano Clase Alta
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Re: Demimonde → Privado
Buscar libertad. La expresión quedó dando vueltas en la mente de Bárbara, especialmente porque sí que había huido de su cárcel y había encontrado la libertad. La mujer que había construido y que, día a día, se transformaba, era la mayor expresión del vuelo que había emprendido cuando le crecieron aquellas alas repentinas. El acotado matrimonio y precoz viudez, se convirtieron en la salida perfecta para su calvario. Claro, explicarle que ella tenía lo que él ansiaba, era ahondar en detalles demasiado escabrosos, y que no compartiría con nadie, ni aún bajo tortura. No volvería nunca a mostrarle a nadie esa Bárbara débil y frágil, sometida por un ser vil que ya había recibido su merecido. Se limitó a asentir, en un gesto comprensivo que rozaba lo complaciente. Podía entender la sensación de Grimaldi, pero ya la había dejado atrás. Deseó que él también lo lograra, especialmente porque tenía las herramientas más fáciles para conseguirlo: era hombre, inteligente y en extremo atractivo. Con esos tres estandartes, tenía la posibilidad de poner el mundo a sus pies, pero la viuda se dijo que no era tan fácil deshacerse de las ataduras, incluso para alguien como él.
El roce otra vez. Y el corazón de Bárbara dio un brinco. No quemaba, no quemaba, no quemaba. No recordaba lo que era sentir aquella tranquilidad, de estar cerca de un hombre y no sentirse insegura. Reprimió cualquier emoción, se enfundó en el traje de la dueña del Banque de France, porque no podía permitirse sentir. Ella no había nacido para escuchar a su corazón, y una vez más, la razón le ganó al órgano vital. Se irguió levemente, como si estuviera colocando un escudo espartano para protegerse del enemigo. Pero no tenía a nadie a su lado con quién complementarse, como los otrora guerreros del Peloponeso. Incluso ellos, preparados para la guerra, tenían y confiaban en su compañero de batalla, otra de las cosas que la joven se había esmerado en resignar.
Lo observó caminar, y tuvo que contener la respiración, pues exudaba convicción. Todo su lenguaje corporal hablaba de la pasión que había en su causa, aunque no sabía si se debía a una cuestión de ambición personal –por los obvios beneficios que habría para él en caso de que los Grimaldi retornasen al trono- o por el amor a su familia. Un poco de los dos, concluyó. Era conocida la cercana relación que había entre los hermanos, que uno era la imagen y el otro la cabeza, y entendió que se complementaban. No imaginaba a Maximilien como monarca, más si como el que orquesta todo tras bambalinas, y ese papel le quedaba bien. Había una pronunciada oscuridad en él, y pensó en que las sombras le sentaban como anillo al dedo. Qué hombre tan interesante, qué envolvente era su voz… Bárbara estaba turbada, y a pesar de que se había colocado en la piel de la empresaria, le costaba mantenerse en ella, como si de pronto el disfraz ya no fuese tan cómodo, como si su propio ser empujase para salir y arrancárselo. Se instó a volver, a pensar una respuesta…
—Maximilien —alzó la vista para mirarlo directo a los ojos, y degustó su nombre, como si se tratase de un vino añejo. —Celebro que no planee una guerra —ella no caería en el tuteo, pero no le molestó que él la tratase con tanta confianza. —Es una pérdida de tiempo y una locura que sería incapaz de financiar —continuó, haciendo acopio de toda su dignidad para tolerar la cercanía. Hubiera querido pedirle que se alejase, mas no lo consiguió. —Yo no tengo bandos, Maximilien, solo necesito las garantías de que usted devolverá hasta el último franco. Y no me sirve la palabra. No hago acuerdos que no lleven la firma de las partes intervinientes —hizo una pausa, una ínfima, especialmente porque le pesaba su escrutinio.
—No nos conocemos. No puedo confiar en usted, como usted tampoco debería confiar en mí —se relamió, sentía la boca seca y, a pesar de los nervios, no deseaba irse de allí. —Pero puede contar con mi discreción. Eso es lo que puedo ofrecerle. Tendrá el crédito, pero debe probar que podrá devolverlo. Lamentablemente, para estos casos, los intereses son muy altos. Supongo que, de salir victorioso, no tendrá problemas en saldar su deuda… —hubo cierta malicia en su voz, pero más que nada porque se daba cuenta que quien estaba al frente, se encontraba a la altura de las circunstancias.
El roce otra vez. Y el corazón de Bárbara dio un brinco. No quemaba, no quemaba, no quemaba. No recordaba lo que era sentir aquella tranquilidad, de estar cerca de un hombre y no sentirse insegura. Reprimió cualquier emoción, se enfundó en el traje de la dueña del Banque de France, porque no podía permitirse sentir. Ella no había nacido para escuchar a su corazón, y una vez más, la razón le ganó al órgano vital. Se irguió levemente, como si estuviera colocando un escudo espartano para protegerse del enemigo. Pero no tenía a nadie a su lado con quién complementarse, como los otrora guerreros del Peloponeso. Incluso ellos, preparados para la guerra, tenían y confiaban en su compañero de batalla, otra de las cosas que la joven se había esmerado en resignar.
Lo observó caminar, y tuvo que contener la respiración, pues exudaba convicción. Todo su lenguaje corporal hablaba de la pasión que había en su causa, aunque no sabía si se debía a una cuestión de ambición personal –por los obvios beneficios que habría para él en caso de que los Grimaldi retornasen al trono- o por el amor a su familia. Un poco de los dos, concluyó. Era conocida la cercana relación que había entre los hermanos, que uno era la imagen y el otro la cabeza, y entendió que se complementaban. No imaginaba a Maximilien como monarca, más si como el que orquesta todo tras bambalinas, y ese papel le quedaba bien. Había una pronunciada oscuridad en él, y pensó en que las sombras le sentaban como anillo al dedo. Qué hombre tan interesante, qué envolvente era su voz… Bárbara estaba turbada, y a pesar de que se había colocado en la piel de la empresaria, le costaba mantenerse en ella, como si de pronto el disfraz ya no fuese tan cómodo, como si su propio ser empujase para salir y arrancárselo. Se instó a volver, a pensar una respuesta…
—Maximilien —alzó la vista para mirarlo directo a los ojos, y degustó su nombre, como si se tratase de un vino añejo. —Celebro que no planee una guerra —ella no caería en el tuteo, pero no le molestó que él la tratase con tanta confianza. —Es una pérdida de tiempo y una locura que sería incapaz de financiar —continuó, haciendo acopio de toda su dignidad para tolerar la cercanía. Hubiera querido pedirle que se alejase, mas no lo consiguió. —Yo no tengo bandos, Maximilien, solo necesito las garantías de que usted devolverá hasta el último franco. Y no me sirve la palabra. No hago acuerdos que no lleven la firma de las partes intervinientes —hizo una pausa, una ínfima, especialmente porque le pesaba su escrutinio.
—No nos conocemos. No puedo confiar en usted, como usted tampoco debería confiar en mí —se relamió, sentía la boca seca y, a pesar de los nervios, no deseaba irse de allí. —Pero puede contar con mi discreción. Eso es lo que puedo ofrecerle. Tendrá el crédito, pero debe probar que podrá devolverlo. Lamentablemente, para estos casos, los intereses son muy altos. Supongo que, de salir victorioso, no tendrá problemas en saldar su deuda… —hubo cierta malicia en su voz, pero más que nada porque se daba cuenta que quien estaba al frente, se encontraba a la altura de las circunstancias.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: Demimonde → Privado
Desde luego, Maximilien no era ingenuo, no podía darse el lujo de serlo, y en ese caso, tampoco podía ser descuidado, ni impulsivo. Y no lo era, todo lo contrario, mientras su hermano se dedicó a hacer berrinches porque no quería el peso de la corona, el menor de los Grimaldi se dedicó a pulir las artes políticas e incluso de la guerra; quizá por mera curiosidad y ambición, pero con el tiempo y al ver que Sébastien tenía tan poca madera de líder, supo que iba a necesitarlo a su lado. Por ello mismo, supo que sus palabras no iban a tener resultado inmediato, como muchas cosas antes, era algo que debía trabajarse y él sabía bien de paciencia para conseguir sus objetivos. Veía en cada movimiento que hacía, en cada fiesta a la que asistía, en cada nueva alianza que forjaba, un peldaño más hacia la reconquista de su país, que si bien, probablemente él no había nacido ahí, no conocía otro, como no conocía otra familia que no fueran los Grimaldi.
Por toda respuesta, sonrió de medio lado y se alejó un poco. La cercanía de esa mujer era peligrosa, concluyó, porque se enfrentaba a algo nuevo, y si bien le gustaban los retos, ahora mismo no estaba para andar jugando a resolver acertijos, aunque Bárbara se presentara como el más hermoso de todos.
—Lo comprendo perfectamente. Aunque permíteme diferir, claro que tiene un bando, el que más garantías te de, ¿no? Quisiera poder moverme por la lealtad de algo que traiciona, como es el dinero, sin embargo, aquí estoy, con mi sangre monegasca ardiendo. No clamo venganza, eso, como una guerra, sería inútil, sólo busco lo que le corresponde a mi familia, esa es la definición más sencilla y más clara de justicia —declaró, pero ahí detuvo su pequeño discurso, podía dar y dar vueltas respecto al amor por su patria, sin embargo eso sería perder una oportunidad única con Destutt de Tracy.
—Por supuesto, es lógico que pedirá garantías, y yo gustoso pienso dárselas, sin embargo… —dijo y alzó el dedo índice derecho—, tenemos un problema. Verás, Bárbara, las posesiones de valor real de los Grimaldi siguen estando en Mónaco —continuó. Era una forma sutil de decir que en realidad, a pesar de estatus y de la ayuda de Aramburuzabala, la familia real exiliada no tenía gran cosa en territorio francés. Suspiró.
—Los intereses no importan en realidad. Estoy seguro que conseguiré mi cometido. —La miró directo a los ojos, no hubo titubeo alguno en su voz. Era algo que tenía metido en la cabeza de tal modo que no existía otra opción para él, ese era el único desenlace posible—. No quiero perder la oportunidad de hacer negocios contigo, una vez que mi hermano gobierne en Mónaco, tu banco será el único en territorio monegasco, una nación pequeña, pero de las más ricas de Europa —ofreció—, independientemente de todas las garantías que me pidas, ese ofrecimiento es muy real. —Supo que había lanzado un ofrecimiento muy jugoso.
—¿Sabes? —Se envaró y miró hacia la puerta, esa que los dividía de la tertulia—. No creí que mi encuentro contigo se fuera a dar así, al paseo en caballo, quiero decir, parecías alterada ese día, no…, no alterada, como si algo importante te hubiera sucedido. Me gustaría saber, lo confieso, pero no estoy en posición de preguntar. Sin embargo, desde que empecé a idear mi plan para regresar a Mónaco, tenía contemplado hacerte una visita, eres la mujer más poderosa de Europa, por supuesto que necesitaba, y aún necesito, de ti. —Giró el rostro para verla. El propio muy sereno, con los ojos garzos cansados de tanto batallar—. Siempre que me hablaron de la viuda de Turner, imaginé a una mujer mayor, y que dejaba todos los asuntos de su banco en manos de hombres y se dedicaba sólo a gozar de los beneficios de haber enviudado así. —Quiso reír—. Ahora te veo aquí, joven, muy hermosa, inteligente y que toma las riendas de su negocios, y no puedo evitar sentirme fascinado, aunque algo temeroso también, ¿por qué? Porque en mi mente era más fácil convencer a esos hombres de ayudarme —confesó, su voz se fue haciendo más baja, aunque de nueva cuenta, hubo aplomo en ella.
—Me gustaría poder convencerte, mostrarte mis garantías, cerrar este trato, pero no creo que este sea el lugar indicado —soltó circunspecto—. ¿Qué dices? ¿Podríamos vernos luego, en un ambiente más propicio? —En parte en verdad creía que la fiesta no era sitio para eso, y otro poco era que quería dar un paso hacia atrás y reevaluar su estrategia. Deberle tanto dinero a alguien como Bárbara Destutt de Tracy era una transacción peligrosa, que debía ser abordada con especial cautela.
Maximilien Grimaldi- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 31/01/2016
Localización : París
Re: Demimonde → Privado
Precavido. Paciente. No se dejaba guiar por sus impulsos, tampoco rogaba directamente. Le vendía castillos en el aire con convicción. Si Bárbara no hubiera tenido tanta experiencia –adquirida más a los golpes que con el tiempo-, seguramente cerraba el trato en ese momento. Le gustaba el poder que tenía Maximilien Grimaldi para envolver a los demás. La viuda aguzó la mente, pues saboreaba la estrategia del exiliado. Era un hombre digno, y no conocía demasiados así. Le ofrecía un trato muy interesante, pero sin garantías. A Bárbara no le gustaba pisar sobre terreno que no era seguro, y menos cuando se trataba de los intereses del Banque de France que, al fin de cuentas, eran los propios. Pero no iba a negar que, de salir victoriosos los Grimaldi, asentarse en una nación pequeña pero rica sería muy beneficioso para ambas partes. Actualmente, no tenía casi injerencia en ese territorio, y explotarlo se tornaba una empresa de lo más atractiva. Podría actuar tras bambalinas…
Sin darse cuenta, agradeció que Maximilien se alejase de ella. No había sido consciente de lo cerca que estaba, hasta que ese se retrajo. Detestaba esa sensación de familiaridad que experimentaba con él. No porque le resultase particularmente repulsivo, sino porque era algo que jamás nadie había despertado en ella, ni siquiera su mejor amigo. La presencia del monegasco la enfrentaba con sensaciones contra las cuales no estaba lista para batallar.
—Velo por mis propios intereses, Maximilien. Si tengo un bando, es el mío, es unipersonal y privado. Usted y la Corona francesa pueden matarse ante mis ojos, yo veré qué es lo más beneficioso para mí —y era real. No le gustaba hablarle con aquella frialdad tras tan apasionado discurso, pero Bárbara no era una romántica, y jamás lo sería.
—Es difícil que los encuentros se den como planeamos. Es una lección que debí aprender cuando llegué aquí, sin tener conocimientos de cómo se manejaba un libro contable. Usted tiene mucho que aprender, al igual que yo. Lo primero es no sacar conclusiones apresuradas. Imaginó una anciana despilfarrando dinero y se encontró con esto —se señaló con ambas manos. No agradecería sus elogios, aunque íntimamente se sentía satisfecha con ellos. Bárbara, con su ego tan destruido recubierto de capas y capas de falso orgullo, sabía reconocer cuándo algo era sincero, y no había duda de la sinceridad de las palabras de Maximilien.
Se preguntó cuán conveniente era reunirse con él una vez más, en un lugar propicio. ¿Cuál sería ideal? ¿Debían estar algunas autoridades del Banco con ella? No. Había prometido discreción, y cumpliría con eso. Además, mientras más personas supieran de su participación financiando aquella locura –porque no dejaba de ser una locura, por más precauciones que se tomaran-, perdería credibilidad si los Grimaldi no salían victoriosos. ¿Cómo le devolverían el dinero si no lograban su cometido? ¿Cuántos bienes embargables tendrían? Muy pocos. Vivían del favor de un familiar renombrado, aparentando una posición que no poseían. Debía tomarse unos días para analizar la situación, no podía dar una respuesta inmediata, ni siquiera sabía si podía darla en el siguiente encuentro. Rápidamente pensó en la posibilidad de investigar cuán solvente era la exiliada familiar real de Mónaco. Por más que se sintiera tentada por colaborar con Maximilien –sí, era más por él que por otra cosa-, no podía dejarse llevar por sus emociones. Debía concentrarse, racionalizar todo.
—Le doy la razón. Este no es el lugar… —caminó hacia la puerta y la abrió. Giró, con lentitud, con aquella elegancia natural que poseía, herencia más de los Destutt de Tracy que de su familia materna. —Lo espero el viernes a las siete de la tarde en mi despacho del Banco. Le ruego sea puntual, ni usted ni yo estamos en condiciones de perder tiempo. Lleve todo lo necesario para una evaluación integral —hizo una leve reverencia a modo de despedida. —Nos veremos pronto, Maximilien. Disfrute de la velada.
Sin esperar una despedida, Bárbara volteó y se retiró del balcón. También del salón, llevándose con ella a su abuela, que se quejaba porque aún era temprano. La viuda tenía demasiado en lo que pensar. Viajó en silencio, mientras Leonor le daba un sermón sobre lo poco cordial de la retirada que habían tenido.
Sin darse cuenta, agradeció que Maximilien se alejase de ella. No había sido consciente de lo cerca que estaba, hasta que ese se retrajo. Detestaba esa sensación de familiaridad que experimentaba con él. No porque le resultase particularmente repulsivo, sino porque era algo que jamás nadie había despertado en ella, ni siquiera su mejor amigo. La presencia del monegasco la enfrentaba con sensaciones contra las cuales no estaba lista para batallar.
—Velo por mis propios intereses, Maximilien. Si tengo un bando, es el mío, es unipersonal y privado. Usted y la Corona francesa pueden matarse ante mis ojos, yo veré qué es lo más beneficioso para mí —y era real. No le gustaba hablarle con aquella frialdad tras tan apasionado discurso, pero Bárbara no era una romántica, y jamás lo sería.
—Es difícil que los encuentros se den como planeamos. Es una lección que debí aprender cuando llegué aquí, sin tener conocimientos de cómo se manejaba un libro contable. Usted tiene mucho que aprender, al igual que yo. Lo primero es no sacar conclusiones apresuradas. Imaginó una anciana despilfarrando dinero y se encontró con esto —se señaló con ambas manos. No agradecería sus elogios, aunque íntimamente se sentía satisfecha con ellos. Bárbara, con su ego tan destruido recubierto de capas y capas de falso orgullo, sabía reconocer cuándo algo era sincero, y no había duda de la sinceridad de las palabras de Maximilien.
Se preguntó cuán conveniente era reunirse con él una vez más, en un lugar propicio. ¿Cuál sería ideal? ¿Debían estar algunas autoridades del Banco con ella? No. Había prometido discreción, y cumpliría con eso. Además, mientras más personas supieran de su participación financiando aquella locura –porque no dejaba de ser una locura, por más precauciones que se tomaran-, perdería credibilidad si los Grimaldi no salían victoriosos. ¿Cómo le devolverían el dinero si no lograban su cometido? ¿Cuántos bienes embargables tendrían? Muy pocos. Vivían del favor de un familiar renombrado, aparentando una posición que no poseían. Debía tomarse unos días para analizar la situación, no podía dar una respuesta inmediata, ni siquiera sabía si podía darla en el siguiente encuentro. Rápidamente pensó en la posibilidad de investigar cuán solvente era la exiliada familiar real de Mónaco. Por más que se sintiera tentada por colaborar con Maximilien –sí, era más por él que por otra cosa-, no podía dejarse llevar por sus emociones. Debía concentrarse, racionalizar todo.
—Le doy la razón. Este no es el lugar… —caminó hacia la puerta y la abrió. Giró, con lentitud, con aquella elegancia natural que poseía, herencia más de los Destutt de Tracy que de su familia materna. —Lo espero el viernes a las siete de la tarde en mi despacho del Banco. Le ruego sea puntual, ni usted ni yo estamos en condiciones de perder tiempo. Lleve todo lo necesario para una evaluación integral —hizo una leve reverencia a modo de despedida. —Nos veremos pronto, Maximilien. Disfrute de la velada.
Sin esperar una despedida, Bárbara volteó y se retiró del balcón. También del salón, llevándose con ella a su abuela, que se quejaba porque aún era temprano. La viuda tenía demasiado en lo que pensar. Viajó en silencio, mientras Leonor le daba un sermón sobre lo poco cordial de la retirada que habían tenido.
TEMA FINALIZADO
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Localización : París
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