En mi territorio (Mathieu)

Tomaba su café negro mientras le daba la segunda leída del día al periódico. Las cosas se hallaban revueltas en la sociedad y Jacquin no podía quedar ajeno, aunque le gustaría.
Ya le preguntaría al encargado de la fábrica como estaban las cosas por allí entre los empleados, tenía tiempo sin hablar con él pues confiaba ciegamente en sus manejos. Después de todo había sido durante años la mano derecha de su padre, creía que no tenía de qué preocuparse.
Jacquin era un hombre de ciencia, poco le interesaba el negocio familiar pero lo había heredado al morir su padre y tenía el deber moral de cuidarlo, aunque creía que su esposa hacía más por la empresa que él.

Aguardaba a su socio en la mesa junto al ventanal que siempre ocupaba por las tardes pero, como era ya su costumbre, él se retrasaba. Comenzaría a citarlo una hora antes de lo necesario para ver si con esa treta conseguía que él llegase con puntualidad. Tenían mucho de qué hablar sobre la investigación que llevaban a cabo juntos.

Dos horas más tarde él seguía sin aparecer y Jacquin había ya perdido la paciencia. Debía volver a la Académie, seguramente lo encontraría allí. Si no lo conociera bien, como si fuera un hermano, se preocuparía ante tal desplante, incluso se enojaría, pero ya sabía como era su camarada… De seguro había preferido pasar aquellas horas con alguna de sus alumnas. Era un caso sin remedio.
Dejó veinte francos sobre la mesa, junto al periódico, para pagar toda la consumición de aquella tarde y salió a la calle.
La noche se adueñaba poco a poco de París.

Caminaba esquivando a los trabajadores, que volvían ya a sus hogares luego de la jornada, y meditaba en su investigación. No estaba arribando a las conclusiones que esperaba pero sabía que se hallaba un poco más cerca del descubrimiento. Necesitaría a otro voluntario, o no, al que poder analizar… Pero no era nada fácil de conseguir algo así. Con el tema de la iglesia perseguidora, los sobrenaturales –como le gustaba llamarlos- estaban más ocultos que nunca, y eso que siempre habían sido reservados. Todos sabían que no debían exponerse y él, pese a ser un humano común y corriente, tampoco podía hacerlo. Tenía que cuidar de sus hijos.

Llegaba ya a la Académie –de hecho estaba justo en la esquina- cuando una extraña sensación le trepó por el cuerpo. Giró hacia un lado y hacia otro –pues se sentía de pronto observado-, pero no vio a nadie que le resultase particularmente extraño.
Tranquilamente ingresó en el enorme edificio y no se asombró al advertir que el guardia de seguridad no estaba en su puesto. De seguro estaría dando una vuelta, confirmando que el grueso del alumnado se hubiera retirado ya.

Caminó por los pasillos hasta llegar a la oficina del Rector de la Facultad de Ciencias, la suya. Introdujo su llave en la cerradura y la giró. Abrió la puerta pero, antes de que pudiera ingresar, una mano empujó su espalda haciéndolo caer hacia adentro.

-¿Qué…? –la pregunta fue interrumpida cuando el desconocido cerró tras de sí y encendió una de las lámparas de aceite, de la oficina de Jacquin, para iluminar el lugar.

Desde que había llegado a París los obreros ya no tenían tanto miedo. Desde que empezó a alzarse contra las injusticias, cada vez menos morían de hambre, cada vez más podían llevar una vida un poco más digna dentro de la miseria de la clase miserable. Antes de él tampoco aceptaban todo lo que les imponían, pero su presencia resultaba inspiradora, e igualmente efectiva, cuando tocaba presionar a los capataces, o a los jefes, para preservar sus derechos, que ya eran escasos.

El caso de aquella fábrica ni siquiera le tocaba de cerca a Mathieu, pero los trabajadores de la misma acudieron a él buscando un aliado. Escuchó sus quejas, lo que les estaba ocurriendo, y se le ocurrió acudir a presionar directamente al propietario de la fábrica, saltándose los capataces intermedios. Al parecer estaban dejando de pagar a los trabajadores, entre otras barbaridades. El pago de un salario, aunque se trate de una auténtica miseria, era algo que los propietarios solían mantener, porque era una de las poquísimas cosas por las cuales podían denunciarles frente a los tribunales de (in)justicia. El dogma liberal imperante en la revolución industrial era que se intercambiaba trabajo por dinero, y que si cualquier parte sufría algún desperfecto debía ser compensado con más dinero. Por eso siempre recurrían a otras medidas más complicadas de demostrar para presionar o castigar a los trabajadores.

Podían acudir directamente a algún abogado, pero los abogados eran terriblemente caros. En un caso tan claro como aquel podían incluso no necesitarlo y representarse a sí mismos, pero antes Mathieu quería presionar al empresario, para ver qué conseguía sacar en claro. A veces un poco de violencia controlada conseguía más información y daba más resultados que acudir a los largos procesos judiciales. Un proceso judicial que iba a ser asimétrico, ya que seguramente el empresario demandado contaría, gracias a su cartera, con los servicios de los mejores abogados. Y, aunque ganaran, seguramente el tribunal se limitaría a pagar, con retraso y sin sobrecoste, los salarios retenidos.

Al parecer, el dueño trabajaba y daba clases en la Académie. No era lo habitual, los empresarios solían llevar una vida de contemplación y decadenecia aprovechando que las necesidades las tenían más que cubiertas, por el rendimiento que daba explotar a tantos trabajadores. Entraron en la Académie en grupo, y no tenían buenas pintas. Iban vestidos como lo que eran, como trabajadores que acababan de salir de su turno de trabajo. Tras vagar un poco por los pasillos dieron con su despacho, y entonces bajo la dirección de Mathieu se colocaron en diferentes lugares, separándose, para así idear una buena emboscada. Justo en el momento que abriera la puerta de su despacho, asaltarle y meterle dentro, donde podrían hablar con mayor intimidad.

Mathieu dio la orden cuando le vio aparecer. No fue uno de los que le cogieron, simplemente caminaba por detrás. Los hombres le empujaron dentro de su despacho, empujándole con malas maneras. Mathieu entró dentro en último lugar, y si había forma de cerrar la puerta de su despacho por dentro, lo haría. Entonces, mientras el resto de hombres le retenían de manera intimidante, Mathieu se acercaría a mirarle a los ojos de cerca. Muy de cerca. En su mano derecha portaba una porra gruesa y contundente, que empleaba como arma, y la hacía bailar en su mano, agitándola en círculos, moviendo su muñeca. Y se limitó a mirarle a los ojos durante unos instantes, tan cerca que hasta sus narices podían rozarse.

Mientras Mathieu intimidaba al hombre con su mirada, uno de sus compañeros le acercó una silla para que se pudiera sentar también. No dejó de mirarle de aquella manera tan fija, tan directa, pero se separó de él un poco. Lo justo para poder colocar la silla entre los dos, y sentarse en ella. Estaba sentado al revés, con el respaldo contra su pecho, y no contra su espalda, y apoyando los brazos en la parte superior del mismo, cruzándolos. Se rió al escuchar su amenaza... si es que aquello era una amenaza. - Si esto es de la corona, aquí el rey soy yo. Y deja de hablar, porque aquí yo soy el único que hace preguntas.

Más allá de empujarle dentro de su asiento y retenerlo allí sentado, no ejercieron más violencia sobre él. Aunque ya era bastante. No le golpearon, ni en la cara ni en el cuerpo, ni le sujetaron por el cuello o apretaron el pecho. Simplemente le mantenían sentado. - No sabes quiénes somos, ¿verdad? ¿No reconoces a nadie? - Así sería mejor, porque no podría luego denunciarles por sus nombres; aunque sí tenía su descripción, por otro lado. No dejaban que se les viera mucho la cara, pero a Mathieu eso parecía no importarle demasiado. De hecho él no le había tocado, tan sólo mirado. Aunque bien podía acusarle de ser el instigador o cabecilla de aquel acto.

- Verás, seguramente no sepas por qué estamos aquí. Vosotros los dueños creéis que podéis hacer lo que os parezca en todo momento, contra vuestros trabajadores. Y en cierto modo así es. Pero si presionas demasiado, puede que esa presión acabe explotando por algún sitio. Y que esa presión vuelva en el sentido contrario. Por eso estamos aquí. - No había mucho más que comentar, por el momento. Por algún motivo Mathieu estaba convencido que él sabría por qué estaban allí sus trabajadores presionándole en su propio despacho. Mathieu ni siquiera era un trabajador suyo, pero la mayoría de los allí presentes sí.

Aquel hombre no tenía el control de la situación, lo tenían ellos. Cuanto antes fuera consciente de ello sería mucho mejor para todos. Porque cuanto antes terminaran antes podrían irse; y si no se podían ir y él se resistía... bueno, tendrían que optar por otras tácticas más agresivas todavía.

No se había equivocado, estaba frente al líder. No solo podía adivinarlo por como reaccionaban los demás, esperando que él actuase, aguardando a sus gestos, sino por su actitud dominante.
Alguien le alcanzó una silla –esa que siempre usaban los estudiantes que eran citados en aquella rectoría- y el líder la tomó para sentarse de revés. Esa actitud hablaba por sí sola: era seguro de sí, sabía que tenía poder, buscaba intimidar a su oponente y era masculinamente sensual, aunque no tuviera conciencia de ello y no quisiese usarlo como defensa. ¡Para colmo se proclamaba rey! ¡Rey en su propia rectoría! Jacquin no podía creer el descaro de aquel individuo.

Jacquin se sentó frente a él, aun con dos hombres -que buscaban intimidarle- a los lados.
Hizo una recorrida visual rápida y doble sobre los rostros de aquellos irrumpidotes, la mayoría se giró para evitar su mirada y eso le sorprendió. ¿De qué se escondían? ¿Por qué motivo lo hacían? Al parecer el líder era el único que se animaba a mostrar su rostro y a ponerle voz a aquello que habían ido a buscar.

-No –le respondió con voz calma-, no reconozco a ninguno de ustedes. ¿Debería, acaso?

De todo el discurso de él, la única palabra que resonó con potencia en la mente de Jacquin fue dueños y creyó entender de qué iba aquello. Tal vez fueran empleados de la fábrica de su padre, esa que había heredado, pero que estaba en las experimentadas manos del administrador por considerarlo más capacitado e idóneo. Después de todo, ¿qué podía saber él, un científico, de la metalurgia? No tenía idea del armado de carros… Siempre le había parecido lo más sensato dejar aquello a cargo de Maurice, quien había sido la mano derecha de su padre.

Decidió perdonarle la amenaza del final. No era un hombre agresivo y no caería en su juego. Estaba convencido de que la violencia era la forma de comunicarse de quienes carecían de inteligencia y formación. No se rebajaría.

-Creo entender que esto tiene que ver con la fábrica que me pertenece, pero que no administro. Si ha habido algún problema es justo que quieran reclamarme, pero los hubiera atendido sin necesidad de todo este circo que han montado.

El resto de los chicos estaban rodeándole, pero no interferían en la conversación directamente. Habían dejado a Mathieu ese trabajo, el resto simplemente ejercía presión de grupo por el momento. Les miró de reojo un momento antes de volver a mirarle a él. Ellos tenían la fuerza y el factor intimidación, no había necesidad de emplear la violencia gratuitamente.

No sabían quiénes eran, pero terminó deduciendo que eran trabajadores. Sus ropas les delataban, pensaba Mathieu. - Ah, ¿no? ¿No sabes nada de nada? ¿Me tomas por idiota? - Sigue sentado con la silla girada del revés, relajado. No tenía por qué alterarse. - Pero si es eso lo que estamos haciendo, ¿verdad? Estamos teniendo una charla relajadamente. Imaginaba que no tendrías otra cosa que hacer en este momento, y decidimos venir a hablar contigo. Y que nos expliques por qué no pagas a tus trabajadores. - Por fin dijo por qué estaban allí. Ya había bastante de palabrería y falsa modestia, ahora quería respuestas, que era para lo que habían ido allí. Al fin y al cabo, no quería perder mucho tiempo allí. Ni él, ni el resto de sus compañeros. Y seguro que el señor Toussaint tampoco.

Porque dudaba que esa decisión fuera de algún capataz o administrador intermedio. Eso solía ser orden de arriba, de los dueños que ponían el dinero; y se lo llevaban también, claro. Generalmente para dar algún tipo de lección, como reprimenda a los trabajadores, para acallar bocas que protestaban al chantajearles con el hambre. Y, aunque no fuera culpa suya realmente, él sabría qué teclas tocar para que todo volviera a la normalidad.

-¿Que no tengo nada que hacer? –repitió asombrado ante la insolencia del hombre-. ¡Estoy trabajando, a diferencia de ustedes! ¿No deberían estar en sus puestos? Yo aquí estoy en el mío –se señaló.

¡Pero que desfachatez de parte de aquel hombre! ¡Que arrojo! ¡Que valentía! Le encantaba y creía que, si los hombres le respondían tanto como parecía, podría ser un buen capataz.

-No sé nada –le aseguró y tomó pluma y papel, listo para tomar nota de sus reclamos-, pero estoy dispuesto a averiguarlo. Díganme cuánto dicen ustedes que se les debe y lo consultaré con el administrador.

De seguro iban a engañarlo pidiéndole cifras exorbitantes, pero los dejaría hablar con tal de que se fuesen rápido. Ya lo resolvería con el encargado, confiaba en él.

“Por confiado te estafaron la última vez” , se amonestó a sí mismo. No debía soslayar la idea de que, tal vez, hubiera alguien quedándose con parte de la paga de aquellos hombres. Después de todo nadie controlaba que el dinero estuviera llegando a los trabajadores. Él firmaba cada dos semanas los cheques de pago sin siquiera mirarlos y Lusbella había ido un par de veces a la fábrica para ver en qué condiciones se encontraba todo. Conociéndola, de seguro había merodeado preguntando para qué servía cada máquina –molestando e interrumpiendo a los empleados- y se había retirado de allí aburrida al cabo de una hora.
Suspiró, lamentando tener que encargarse de aquello por si mismo. Al parecer estaba rodeado de incompetentes a los que nada podía delegarles, ni siquiera la supervisión esporádica de la empresa que su padre había forjado con tanto empeño.

Volvió a centrarse en el delegado de aquella peculiar comitiva. ¿Quién era ese hombre que, dentro de aquel grupo de salvajes, parecía mantener la cordura y dirigir con mano férrea las voluntades ajenas? ¿De dónde había salido? Le destinó una mirada escrutiñadora: su rostro serio y confiado, la posición que había adoptado en la silla, el fuego de su mirada… Era, cuanto menos, digno de admirar.

-¿Quién eres? –preguntó, creyendo que no tendría el valor de revelarle su nombre verdadero-. Tú no eres como ellos –dijo y señaló con la cabeza al resto de los hombres sin mirarlos-, no trabajas para mí y se nota porque no me respetas tanto como tus compañeros.