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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Melchior Jue Feb 16, 2017 11:16 pm



L'intrus
juzga con claridad, todos son la víctima

Apestaba. Absolutamente todo, sin importar el sitio en el que se hallara, hedía. La lluvia era impetuosa y caprichosa, adoraba esparcir su esencia sobre la faz del mundo por el simple hecho de obtener reconocimiento. Ocultaba al sol, infectaba las nubes, opacaba el cielo y empapaba todo. Sus gotas eran como agujas incrustándose en la piel de los hombres, pero para Melchior en su forma animal, se asemejaban a estacas abismales; en cierta ocasión había recibido el impacto de una sobre la cabeza y perdido el sentido de la orientación por una buena cantidad de segundos. No iba a perdonarla con tanta ligereza por aquello.
Nuevamente le había tomado desprevenido cuando merodeaba por la ciudad y había tenido que interrumpir su paseo para resguardarse en el orificio conformado por el derrumbe de material en una añeja edificación. En la vereda opuesta se erigía un ostentoso restaurante, la caligrafía que le daba nombre era tan sinuosa que apenas podía leerse –aunque claro que para el lirón, las letras no acarreaban significado y sólo reconocía en aquella escritura un complejo dibujo–; el interior se exhibía seco y desbordante de tesoros, era una calle la que le distanciaba del paraíso, pero su curso se hallaba custodiado por aquel ejército de aguijones líquidos. ¡Era una tortura!

Aguardó inmóvil en su escondrijo la mitad de un reloj, pero el constante goteo no daba indicios de ceder. Creyó que se demoraría el resto de la eternidad y que el polvo, la pelusa y los cadáveres de insecto que hacían de su hogar aquel orificio se adherirían a su cuerpo y le convertirían en una peluda bola de arcilla que resguardara su sepulcro de la purga ventosa invernal.
De improviso, la puerta del local en la vereda opuesta se abrió para dar paso a un robusto hombrecillo ataviado de gris; el sujeto se aventuró bajo el aguacero y cruzó hacia la orilla que resguardaba a Melchior. Pegó el cuerpo a la pared del edificio y depositó un maletín a su izquierda, sobre el suelo. Parecía presuroso, impaciente, tanto que tardó demasiado en quitarse los guantes y, más aún, en acarrear hasta su yema la sortija de oro que abrazaba su anular izquierdo; también se deshizo de la cadenilla que le custodiaba el cuello y de un reloj de bolsillo que llevaba, ¡vaya sorpresa!, en el bolsillo de su saco. Todo y cuanto se extrajo lo depositó en el interior de su maleta y, antes de cerrarla definitivamente, volvió a palparse el cuerpo para comprobar que no se le olvidara nada.
Podrá imaginar el lector cuán maravillado se encontraba el lirón con tan revelador descubrimiento, aquel depósito de cuero era, ahora, un arca del tesoro, ¡cuántas riquezas escondería en sus entrañas! No se lo pensó una segunda vez antes de abalanzarse en su dirección e introducirse en la ranura que delataba su estómago. Comenzó a hurgar con sus diminutos dedos entre la infinidad de objetos que yacían a su alrededor, pero, presa del arrebato, no reparó en la posibilidad de que aquella fuese una aventura sin retorno.

El chapoteo producido por los cascos de un caballo al zapatear los adoquines se dejó oír desde la calle aledaña y el dueño del maletín se apresuró a cerrarlo para ir en reclamo de un transporte. La luz se hizo ausente y Melchior debió abrir grandes los ojos para distinguir algunos pares de siluetas. ¡Estaba cautivo en aquel cofre de las fortunas! ¿Cómo iría a escaparse de allí saliendo inadvertido?
Aquella reducida habitación apestaba a cuero y hierbas, estaba repleta de frascos de vidrio y creyó encontrar entre tantos trastos un puñado de tela de gaza. Había ungüentos de todos los colores, un estuche dotado con instrumentos punzantes elaborados en metal y descubrió que uno de los sobres protegía del ajetreo a un poco atractivo par de anteojos.
La intensiva búsqueda rindió frutos cuando el roedor dio con la caja vestida en seda que alojaba con recelo los objetos de valor desterrados al anonimato por su cauteloso propietario; rebuscó entre ellos, con esperanza de encontrar aquello que le inspirara deseo y necesidad. Desafortunadamente, de los anillos ya se había hartado, los relojes le exasperaban con su insistente tictac, para cadenas ya podía tomarlas de cualquier sitio y ciertamente le aburrían los capuchones de pluma. Ah, pero la suerte nunca privaba a nuestro pequeño de algún que otro capricho y seguramente se maravillaba con el intenso resplandecer de sus orbes a la hora de dar con una grata recompensa; y allí estaba la suya en tal ocasión, una peineta pequeña, ornamentada con diminutos brillantes que esbozaban el dibujo de unas flores; tenía los dientes perfectamente pulidos y llevaba grabado el nombre de una mujer, aunque Melchior no estuviese enterado de ello.

El exiliado del restaurante recorrió la mitad de la ciudad en el carro, se mordía las uñas con nerviosismo y no dejaba de llevarse las manos a los bolsillos, como temiendo que el dinero fuera a desaparecer si no estaba siempre al pendiente de él; lo necesitaba desesperadamente, después de todo, el placer en la vida solo beneficiaba a quienes podían costearlo.
Los barrios bajos no eran un sitio en el que debiera encontrarse a aquellas horas, así que, al descender del transporte, procuró cubrirse el rostro con las solapas de su abrigo, evitando dirigir palabra al conductor cuando le fue pagada la tarifa. La maleta se mecía con brusquedad, a la par de los pasos emprendidos por su propietario; Melchior no podía estar al tanto de cuanto sucedía al otro lado, pues en aquella prisión escaseaban los orificios para ojear, ¡y cuán oportuno resultaba aquello! Pues se mantuvo cerrada durante dos vueltas de reloj completas, si no es que más, y nadie se hubiese sentido a gusto explicando al niño qué era lo que acontecía afuera –vamos, él estaba muy bien informado, no era tonto, pero los adultos tienen esa extraña manía de iniciar un escándalo a raíz de las más patéticas nimiedades–, el sueño le abstrajo de los problemas por buena cantidad de minutos, induciéndole a ignorar la presencia del felino que le aguardaba al acecho en el exterior.

El sonido de los pasos retumbando debajo de su lecho le puso en alerta y, tan pronto como la luz penetró sus tinieblas, salió disparado hacia el desconocido que le aguardaba más allá de las paredes de cuero. Se halló en una habitación bastante reducida, quizá un tercio del tamaño de la suya; el suelo era un manto de planchas de madera rasguñadas, el catre chirriaba demasiado bajo el colchón y, por mucho que quisiera encaminarse hacia la libertad, las paredes escaseaban de huecos idóneos para que cupiera su cuerpecillo. ¡Para colmo de males! Aquellas cuatro paredes guarecían a dos humanos –aunque no estaba seguro de que realmente lo fueran, sólo podía confirmar que eran bípedos y carecían de pelaje– y, para su desgracia, a un felino interesado en darle caza.
Corrió con todo ímpetu, esquivando los zarpazos del animal, se hacía imposible mantener el balance de su diminuto físico cuando cargaba la peineta en la boca y, aunque resultó dar un extraordinario espectáculo como prófugo inalcanzable, el gato acabó arrinconándolo contra el muro. Restaban dos posibilidades, una de ellas consistía en abandonar su botín y darse a la fuga inmediata, la otra respondía al resignarse a la circunstancias y, con el cuerpo de niño, atestarle una gratificante patada a la mascota protestona.
La primera opción no era compatible con la satisfacción de su capricho y Melchior siempre priorizaba sus intereses a las seguridades, así que no demoró demasiado en cambiar su aspecto, dejar a un lado el pelaje, privarse de la prolongada cola y permitir que el antifaz se esfumara para alojar en su sitio su par de inmensos orbes azulados.
Enterró la planta de su pie en el rostro del gato y resguardó la peineta plateada contra su pecho, encubierta entre sus manos. Gruñó a su perseguidor con furia y, a continuación, perforó con la mirada al hombre que se erigía en medio de la estancia; señor o no, le aplastaría la extremidad que fuera necesaria con objeto de lograr escapar.
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Mensaje por Lyosha Mar Abr 18, 2017 7:15 pm

-Oh, eres tan hermoso, tan hermoso, tan bello, no como Georgina, no ella, Dios ella no deberá saberlo…pero tan hermoso...-

Mi cliente me susurraba al oído como una polilla molesta.  Yo, a horcajadas sobre él,  escondía mi rostro en el hueco de su cuello con tal de ocultar el rechazo ante esa sensacional perorata de fantasmas y miserias.  Las manos cortas de Antón, como me indicó tímidamente al entrar en mi  habitación, recorrían mis nalgas con esmero mientras vomitaba toda clase de delirios culpables. Olía fuertemente a antiséptico y su cara enjuta, cuerpo macizo y pequeño le daban un aspecto de duende subterráneo. Gemía  nerviosamente y me hablaba de, seguramente, su mujer; su mujer la gorda, su mujer la fea, su mujer la frígida ¡Por favor!
-¿Es que no estoy haciéndolo bien como para que me hables de ella todo tiempo?- Me incorporé sin dejar de mecer las caderas sensualmente, apretando y relajando su miembro dentro de mí. Los ojos oscuros de Antón se abrieron de par en par y pareció una foca intentando balbucear algo sin sentido,  como sobrepasado por lo que veía. Lacónicamente entrelacé mis manos con las suyas sin dejar de notar la blanca marca de la sortija de matrimonio y le sonreí como si lo disfrutara– Oh por favor Antón – les encantaba que dijera su nombre entre gemidos falsos- Oh Antón, no hables, solo concéntrate en mí, S'il vous plait? Oui?Pedí en un francés afectado, sobreactuado, como las actrices de los teatrillos vagabundos. Como una buena puta. Mi cliente pareció perder la cordura asintiendo como un niño bobo, perdido completamente en mis movimientos rítimicos, mientras me soltaba las manos y comenzaba a arañar mi vientre
Pero su puritanismo era demasiado como para que deseara tocar lo que con tanto frenesí encajonaba en mi culo y con un suspiro inaudible, eché las manos hacia  adelante  comencé a acunar mi parte baja de manera que el tedio acaba lo antes posible, porque no aguantaría otro “¡Oh, Georgina!” sin levantarme de la cama. Pero cuando sentí que por fin estaba llegando a su fin, un chillido felino, profundo y enojadísimo me arrancó de mi ensimismamiento ¡Carlota, que demonios! Pero con el maullido refunfuñado de mi gata apareció súbitamente una presencia diferente, más corpórea, más familiar. Me giré en el lugar para descubrir...a un niño.

Un niño nos observaba desde la esquina desde mi habitación y estaba tan desnudo como yo o como Antón, que se retorcía cual sanguijuela y buscaba con las palmas abiertas mi boca para acercarla a la suya, algo completamente fuera del acuerdo. De la criatura cubierta de polvo y barrillo fluctuaba un aura muy conocida ¡Era un cambiante! Lo sentí apenas lo vi protegerse contra los zarpazos indolentes de mi gata -¡Carlota!- Grité separándome de mi amante temporal de inmediato, ligero sonido de sopapa de por medio- ¡Déjalo ya!- Me incorporé  abandonando el lecho por el borde de la cama. Tuve que sostenerme segundos después para evitar desplomarme ¡Era tan parecido, tan igual a la imagen que me perseguía hasta en sueños!
Aquella criaturita asustada e inhumanamente salvaje, que le gruñía a mi gata como un igual, me puso la piel de gallina ¿Vadim, porqué vuelves a perseguirme? ¿No te cansas de querer acabar con mi vida siempre que apareces?

-Georgina...- El hombre, habiéndose encontrado de pronto acariciando el aire, estaba ahora arrodillado sobre la cama y me besaba la mano aferrada al tubo de metal. Subía hasta el hombro,  bañándome de besos enfermizos y sus garras se  habían prendido  a mis caderas pujando por volverme a echar entre las sábanas -¿Qué pasa, qué miras?- Sentí su pregunta cerca de mis labios, pero no pude contestarle, hipnotizado por el recuerdo reflejado en los ojos de aquel animalito intruso- ¿Quién es él?- volvió a insistir cuando reparó en su presencia,  sin dejar de manosearme burdamente - ¿Es tu hermano? ¿Se nos va a unir?-
Me volví lentamente a mirarlo a la cara, el rostro turbado en una mueca de asco ¡En serio Antón, a tu mujer le convenía morirse sin saber tus inclinaciones mal…-..dito perverso!- Espeté quitando sus lánguidas extremidades, babosas como pescado podrido, de mi cuerpo aún más  corrupto. ¡Claro, si a las putas no nos pagan por decir la verdad! Lo dejé con los brazos extendidos y me acerqué de cuclillas al pequeño cambiante, que seguí nuestra conversación con recelo. Carlota gruñía desde debajo de la cama, abanicando la cola  intermitentemente.

-Tranquilo- murmuré más animal que hombre, para hacerle saber que no le haría daño ¿Cómo podría lastimar a mi hermano pequeño? Aún seguí encontrando, desperdigados por los callejones de París, los fragmentos de mi memoria congelada, cristalizada en la escarcha de un muy, muy lejano pueblo - ¿Quién eres? -¿Y por qué has venido a mí?
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Mensaje por Melchior Dom Mayo 07, 2017 12:41 am



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si te perdiera y encontrara, ¿seguirías siendo tú quien respondiera a tu nombre?

¡Animal mugroso! Melchior se aseguró de espantar al gato a base de torpes patadas, satisfecho con los resultados tras enviarlo a refugiarse debajo de la cama. Las dos presencias humanas se removieron en el espacio, balbuceando en aquel idioma incomprensible y toqueteándose como perros en celo. Uno de ellos se mostró enfadado y se apartó del otro como si lo hiciera de la peste, aproximándose al muchachito casi de inmediato, con los ojos clavados en su rostro y la mirada extraviada más allá; pronunció palabras que al joven resultaron familiares, ¿acaso todos los hombres inauguraban sus charlas de la misma manera? Sabía qué responder a aquella pregunta, pero también que no debía brindar esa información a cualquiera.
Melchior decidió seguir ignorando la plática y centrar toda su atención en aquel conjunto de simétricas facciones. Incluso él, ignorante de tantas cosas, descubrió en aquel rostro una belleza sinigual, gentileza teñida de angustia, culpabilidad y perseverancia fundidas en la misma piel; halló algo que creía perdido desde hacía mucho y un sentimiento similar a la nostalgia anidó en su menudo pecho. Vio en aquel ávido joven la desdibujada esencia que encontrara en Mor.

De improviso, se descubrió colmado de dicha, engendrando emociones difusas y variadas, poseyendo una magnífica oportunidad para caminar sobre sus huellas. Si aquella hubiese sido su madre realmente, ¿qué habría deseado decirle?, ¿qué querría haber hecho con ella?
Se encontró contemplando al joven con ojos plenos, sumido en un gozoso trance en cuya nebulosa comenzaba a formularse un macabro plan. Melchior esbozó una amplia sonrisa, inocencia ficcional que procuraba camuflar las sombrías intenciones ensambladas detrás.
Se puso de pie con agilidad, ignorando la preocupación del muchacho y desplazándose en dirección del lecho, donde el único estorbo residía sentado, a espera de que alguien le ofreciera su sincera atención. El cambiante posó las manos sobre sus hombros y le empujó sobre el colchón ante su desmesurado asombro, quizá fuese demasiado joven como para comprender las necesidades de los adultos, pero tenía los ojos bien puestos en la cara como para ignorar sus prácticas bestiales.
El individuo balbuceó algo, su voz era engorrosa y detestable, mas pronto carecería de las condiciones para continuar emitiéndola; por voluntad propia arrastró su peludo cuerpo sobre el colchón, aferrando las caderas del niño como si bastara con ello para indicarle qué hacer, desafortunadamente para él, los pensamientos de ambos fluctuaban en diferentes direcciones. Melchior tomó asiento sobre su abdomen, con ambas piernas descansando a los costados de su cuerpo, el sujeto se mostraba exasperado y su órgano viril daba cuenta de ello, sin embargo, el jovencito alojó la peineta de plata entre sus labios y llevó las manos hasta el cuello de su víctima. Sin previo aviso, oprimió la carne con todas sus fuerzas –notoriamente mayores a las de cualquier humano de su edad–, esquivado manotazos y afirmando ambos cuerpos, asfixió al sujeto hasta que perdió el conocimiento.

Cuando la resistencia menguó hasta extinguirse, el muchachito liberó su agarre y recuperó su tesoro con sus manos; elevó la majestuosa hebilla por sobre su cabeza y la contempló como si del trofeo más valioso se tratara. A la luz de las lámparas, el metal destellaba con encantadora sobriedad, desvistiendo el color de las gemas en todo su esplendor.
Melchior desvió la vista del ornamento hacia el otro consciente, exponía su cuerpo tan desnudo como el suyo, tez blanquecina, apenas interrumpida por manchones morados, y aquel rostro sublime que inspiraba en el pequeño emociones encontradas, nostalgia, anhelo, lástima, decepción.
Se puso de pie nuevamente, con lentitud se aproximó al hombre postrado y, con la meticulosidad empleada en los rituales, enterró los dientes de la peineta entre sus cabellos, le peinó con suavidad y dejó que el artefacto anidara en su cabeza, embelleciendo aún más su bochornoso aspecto.
Du är den vackraste. –Pronunció, casi a la perfección, citando la estrofa de una de las canciones que Mor alguna vez cantara al contemplar su reflejo en el espejo, cuando aún residían aislados del mundo, inmersos en un universo que lo era todo y a la vez nada, que era suyo sin existir.
Ah, tan tierno y frágil se erigía aquel joven frente a él, una impresión masculina y entera de aquella que lo había sido su todo alguna vez, y que así como siempre había estado, se esfumó en un abrir y cerrar de ojos. Acarició su mejilla con suma delicadeza y le dedicó una tierna mirada desbordante de compasión.
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Mensaje por Lyosha Lun Jun 12, 2017 10:22 pm

Contemplé  estático como mi pequeño hermano, porque todas sus versiones parisinas poseían una naturaleza malvada que siempre conducía al desastre, se subía a aquel montón de tripas calientes y le ahorcaba hasta desmayarlo. Temblé cuando vi las extremidades de mi cliente cesar de moverse y caí de rodillas al lado de la cama, tapándome la cara con ambas manos. No pude pararlo, ni lo intenté siquiera. De pronto Vadim, aunque supiera que ese niño no era mi sangre sino un infante claramente enfermo, una visión distorsionada de mis culpas; aparecía para rescatarme de la pesadilla cíclica en la que me encontraba sumergido.  Al sentir su tacto delicado y seguro, alcé la vista, atemorizado de que lo pudiera depararme la visión que conformaba la única constante de mi vida.

Allí, donde el barro amargo de los años no conseguía ensuciar el recuerdo de su rostro, me encontré una vez más con la mirada de mi hermano. Sus ojos claros resplandecían vacíos y por un momento me aterró tenerlo tan cerca. Conocía su expresión porque yo mismo la llevaba en la piel. La compasión de un alma desamparada. –No...- No entendí lo que dijo, pero las palabras se quedaron a mitad de mi garganta, incapaces de salir. Sacudí la cabeza, tratando de despejarme del mal sueño, pero en vez de eso cubrí con mi mano la caricia que me dejaba en la mejilla, sintiendo los finos dedos cubiertos de mugre, y le pedí sin hablar que se quedara así unos segundos más. No quería que aquello se desvaneciera en mi realidad. De que al abrir los ojos me encontrara de nuevo en mi habitación, con un hombre inconsciente o muerto sobre el colchón y la probabilidad de que toda esta escena fuera producto de una mente al borde de la esquizofrenia. Mi mente.
Y sin embargo, el sudor de su palma era muy real, como la vibración en el aire que producía al respirar y su característico aroma a cambiante y a naturaleza. Un gruñido proveniente de la masa amorfa sobre mi cama me sacó de mis ensoñaciones. Asustado de que pudiera despertar en cualquier comento, liberé su mano y me levanté.  Como estábamos ahora se veía mucho menos indefenso que hace unos instantes, cuando mostraba su fiereza contra mi gata. Sus movimientos encerraban una convicción y soltura siniestras, pero no quería detenerme a pensar demasiado en ello. En este instante, el eco de un espejo me devolvía a mi hermano por un rato y aunque quisiera, no dejaría que esa ocasión pasara así como así. A propósito, Carlotta se refregaba contra mis pantorrillas emitiendo un leve gruñido de desaprobación. El pequeño intruso pareció tomarlo como una amenaza y antes de que estallara otra pelea de nuevo, decidí tomar la única medida que creí conveniente. Le tomé suavemente la barbilla para llamarle su atención y le sonreí , tratando de mostrarme calmo – No te lastimaré- susurré no muy convencido de que  haya entendido. Ntes de convertirme me quité la peineta que me había regalado. Era hermosa, de aspecto costoso y no tuve que atar muchos cabos para adivinar quién era su dueño original – Gracias- le dije depositando un beso sobre el regalo y dejándolo en el suelo, a mi lado. Apenas me alejé del lecho le permití a mi cuerpo manifestarse.

Donde antes se erguía un joven flacucho, ahora había un lince blanco mirando fijamente hacia el borde de la cama. Movía suavemente la cola y ronroneó cuando el gato gris se acercó a olerle el hocico. Los diamantes ambarinos del felino se posaron en el joven y luego en el hombre acostado atrás, sin darle mucha importancia. Parsimoniosamente, despegó sus patas traseras del suelo gastado y se dirigió a la puerta entreabierta, no sin antes echarle una última mirada al intruso, como invitándolo a pasar a la otra habitación.
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Mensaje por Melchior Vie Feb 09, 2018 8:21 pm




L'intrus
¿truco o trato?, sugiero truco, al final de cuentas, en ambos saldrás perjudicado

Incrustados en un manto de nieve tibia, ligeramente ensombrecidos por el aleteo de sus pestañas, yacían encendidos el par de orbes ambarinos que hacían de aquel desnudo joven un trofeo sinigual. Melchior se debatía entre compararlos con las aguas pululantes de los arroyos en primavera o, acaso, con el tupido follaje de los bosques a la luz del mediodía. En todo caso, eran bellísimos.
Los de Mor no habían sido así, los recordaba más opacos, carentes de esplendor, como si hubiesen perdido el interés en mirar hacía mucho tiempo. Estos le gustaban más. Por sobre todas las cosas, correspondían su interés, se mostraban expectantes a la expresión de su rostro, quizá le encontraran chistoso, puesto que solía llevar las comisuras de los labios y la punta de la nariz cubiertos de tierra.
Las manos de aquel hombre eran el doble de las suyas, mucho más amplias y fuertes, cálidas; pero no en exceso como las de los marinos. Aquellos burdos especímenes de dedos gruesos y callosos, habituados a cargar sacos y cajones, eran monstruosos y malolientes, despilfarradores por excelencia, adictos al alcohol y a las mujeres. Por el contrario, su jovencito de hebras de arena se mostraba frágil a primer vistazo, delicado en el roce de la piel, dulce en la manera de tratarle y profundamente perturbado a juzgar por la inmensidad de su mirada. Aquel último detalle, quizá, era el que más maravillaba al lirón.

La chillona bola de pelos no dejaba de enseñarle los colmillos y Melchior no pudo evitar echarle un siniestro vistazo. La idea de empalar al animal y dejar que se disecara al sol se le antojó apetecible, aquella bestia con bigotes tendría que andar con precauciones, puesto que cuando algo se instalaba en la cabeza del jovencito, era muy improbable que se disipara inconcluso.
El hombre de seda pareció percatarse de sus intenciones —o, al menos, de su disconformidad— y optó por pronunciar una serie de palabras que lejos estuvo el niño de comprender, mas, a juzgar por el tono de voz y la languidez de su porte, debía de tratarse de algún intento por serenarle los ánimos. Melchior acabó cediendo, brindándole el espacio de actuar a gusto.

Cuando su musa se quitó la peineta, el muchachito frunció el ceño, creyendo por un instante que estaba rechazando su obsequio —y eso no lo iba a permitir, claro que no—, sin embargo, el cuidado y los gestos empleados para dejarla a un lado le dieron a entender todo lo contrario, por lo que, satisfecho, se limitó a contemplar.
Melchior no fue capaz de contener el asombro cuando el hombre adoptó la forma de un felino, ¡se parecía tanto a los enormes gatos que merodeaban en su hogar!, este, no obstante, exhibía un pelaje mucho menos colorido, más bien grisáceo, simulando un blanco polvoriento. ¡Oh!, aquellos monstruos habían supuesto un terrible fastidio en su tiempo, había perdido la cuenta de la cantidad de ocasiones en que se había visto obligado a huir despavorido dejando las cosas a medio acabar por culpa de predadores como aquel que, entonces, se lucía con solemnidad y descaro justo frente a sus narices.
¡Pero aquella no era la cuestión!, el pequeño debió atender un factor infinidad de veces más relevante y era que el joven de mejillas sonrosadas y pecho sudoroso se había transformado en el lince que yacía allí, ¡se había transfigurado! Y eso también sabía hacerlo él. Ahora comprendía por qué su aroma, su esencia y calor eran una historia completamente diferente a la del hombre que yacía inconsciente —tal vez muerto, en todo caso, mudo y quieto— sobre la cama, y era que su tesoro sabía vestirse con la piel de un animal.

El pequeño se puso en pie de un brinco y siguió a la hermosa criatura hacia el interior de una habitación aledaña, cerrando la puerta detrás de sí. Podría haberle enseñado que él también podía cambiar, pero la particularidad de su forma animal y la constante proximidad del gato doméstico le empujaron a reconsiderarlo.
El espacio se encontraba en penumbras, apenas ingresaba un atisbo de luz por una ventana que lindaba con el exterior, pero era tan tenue que hasta se insinuaba siniestra. Afortunadamente, Melchior era capaz de ver con mucha claridad en la oscuridad —no en vano se jactaba de sus hábitos nocturnos—, lo suficiente como para distinguir la forma y posición de los objetos distribuidos en derredor. No se encontraba muy seguro, sin embargo, de si se trataba de una cocina o un almacén, el espacio era extremadamente estrecho y únicamente lograba reconocer con nitidez las siluetas de una mesa con su silla apostadas en un lateral.

Chistó, intentando llamar la atención del lince, luego de tomar asiento sobre el suelo con las piernas cruzadas. ¡Aquel Mor era increíble!, mucho más bello y nostálgico, poderoso y enigmático; en sus ojos no había sitio para el recelo al que se había enfrentado durante tantos años y algo le decía que podría influirle a voluntad, ¡oh!, si sólo hubiese sabido cómo expresarle sus anhelos, ¡bah!, eso no iría a detenerle a la hora de hacer lo que quisiera.
Extendió el brazo en dirección de la criatura, con la palma expuesta y los dedos alargados, invitándole a aproximarse, a dejarse acicalar, a volverse condescendiente de su egoísta inocencia.

Melchior
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