AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Subversivos [Privado]
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Subversivos [Privado]
Noche a noche, casi al filo de la madrugada, los insurrectos de Louvencourt se reunían en la taberna de Madame Fouché. Le pagaba una generosa suma de francos por albergar las clandestinas reuniones de la Orden, pero, aun así, creía Fernand que era poco. No existía una cantidad de dinero suficiente para burlar a los soplones, a los conspiradores o a los asesinos. Por esta razón podía decirse, sin exagerar, que el negocio estaba basado más en la confianza y el cariño que en una transacción económica.
Así eran todos los que se reunían allí, con el local cerrado por fuera, pero de movimiento incesante por dentro: apasionados y convencidos, muy lejos de las banalidades que representaba el dinero. Querían libertad y no concebían un precio demasiado caro para obtenerla. Sin embargo, como ocurre en toda agrupación, había discrepancias en los modos. Matar inquisidores no era el fin que buscaban, pero a veces algunos miembros lo consideraban necesarios.
— Era preferible derramar un poco de sangre antes de que se convirtiera en un torrente. — decía uno, golpeando la mesa.
— Pero hay hombres a los que ni las sangre educa. — replicaba otro, más intelectual.
— Y hay otros que no se ordenan sin ella. — agregó Fernand, escuchando atentamente a lo que decían sus compañeros. A pesar de ser el fundador, era consciente de que no era superior a ninguno de ellos — Desde que se ordenaron los condenados que cualquier individuo que porta un arma cree que puede liderar. Imagínense a cada inquisidor librando su propia guerra a costa de los demás. Estaríamos muertos, desangrados en una masacre interminable.
Los presentes, en general, no estaban a gusto con la terrible verdad. Estaban haciendo lo correcto, ser ellos, no rendir cuentas de algo que era más grande que cualquiera. De la fuerza vertida sobre sus dones o maldiciones, lo que fueran, pero eran propias. Nadie debía reservarse la facultad de manipular sus competencias. Eso era de ellos mismos, pero ¿por qué tenían que verter vidas para aclararlo?
Fernand leyó sus rostros resignados, viéndose a sí mismo en su juventud.
— No es justo, lo sé. Nadie debería morir para ejercer lo que es nuestro por derecho propio. Mi hermano era un hombre justo. Sé que varios lo conocieron. — y con eso, un parpadeo le tomó más tiempo de lo normal. Era la nostalgia — No le sirvió de nada. Pero no debemos desanimarnos. Vamos por el camino correcto, soy un convencido. Es el sabor que deja el trago amargo, pero les juro que cuando pase, seremos invencibles.
De pronto, Madame Fouché irrumpió con noticias. Alguien llamaba a la puerta. Señal de alerta, pues nadie pretendería entrar a un recinto supuestamente cerrado, a menos que supiese de antemano que lo adentro se estaba librando.
— ¿Quién es, Madame Fouché?
— No lo sé, Fernand, pero insiste en entrar. Parece desesperado.
— Déjenlo pasar. La desesperación inspira confianza; es honesta, espontánea. Mucho más frecuente como fruto de la reflexión es la traición antes que la paz.
Así eran todos los que se reunían allí, con el local cerrado por fuera, pero de movimiento incesante por dentro: apasionados y convencidos, muy lejos de las banalidades que representaba el dinero. Querían libertad y no concebían un precio demasiado caro para obtenerla. Sin embargo, como ocurre en toda agrupación, había discrepancias en los modos. Matar inquisidores no era el fin que buscaban, pero a veces algunos miembros lo consideraban necesarios.
— Era preferible derramar un poco de sangre antes de que se convirtiera en un torrente. — decía uno, golpeando la mesa.
— Pero hay hombres a los que ni las sangre educa. — replicaba otro, más intelectual.
— Y hay otros que no se ordenan sin ella. — agregó Fernand, escuchando atentamente a lo que decían sus compañeros. A pesar de ser el fundador, era consciente de que no era superior a ninguno de ellos — Desde que se ordenaron los condenados que cualquier individuo que porta un arma cree que puede liderar. Imagínense a cada inquisidor librando su propia guerra a costa de los demás. Estaríamos muertos, desangrados en una masacre interminable.
Los presentes, en general, no estaban a gusto con la terrible verdad. Estaban haciendo lo correcto, ser ellos, no rendir cuentas de algo que era más grande que cualquiera. De la fuerza vertida sobre sus dones o maldiciones, lo que fueran, pero eran propias. Nadie debía reservarse la facultad de manipular sus competencias. Eso era de ellos mismos, pero ¿por qué tenían que verter vidas para aclararlo?
Fernand leyó sus rostros resignados, viéndose a sí mismo en su juventud.
— No es justo, lo sé. Nadie debería morir para ejercer lo que es nuestro por derecho propio. Mi hermano era un hombre justo. Sé que varios lo conocieron. — y con eso, un parpadeo le tomó más tiempo de lo normal. Era la nostalgia — No le sirvió de nada. Pero no debemos desanimarnos. Vamos por el camino correcto, soy un convencido. Es el sabor que deja el trago amargo, pero les juro que cuando pase, seremos invencibles.
De pronto, Madame Fouché irrumpió con noticias. Alguien llamaba a la puerta. Señal de alerta, pues nadie pretendería entrar a un recinto supuestamente cerrado, a menos que supiese de antemano que lo adentro se estaba librando.
— ¿Quién es, Madame Fouché?
— No lo sé, Fernand, pero insiste en entrar. Parece desesperado.
— Déjenlo pasar. La desesperación inspira confianza; es honesta, espontánea. Mucho más frecuente como fruto de la reflexión es la traición antes que la paz.
Fernand de Louvencourt- Licántropo Clase Alta
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Fecha de inscripción : 17/03/2017
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Re: Subversivos [Privado]
Detenido frente a la gastada puerta de la taberna, pienso durante un par de minutos sobre la decisión que estoy a punto de tomar. Mi mano, cuya palidez marmórea ocultan un par de guantes de cuero negro, permanece suspendida a pocos centímetros del picaporte. Aguarda a que mis pensamientos se aclaren, un cúmulo de ideales en conflicto desde que escuché por primera vez -si es que escuchar es la palabra- información sobre Fernand de Louvencourt. Datos fragmentados, recabados mediante la telepatía desde diferentes mentes sobrenaturales; simpatizantes, reuniones, proclamas. Algunos coincidían entre sí, ayudando a construir la imagen preconcebida que he estado formando del revolucionario. Otros, parecían fruto de la imaginación colectiva de los que veían en él, por primera vez en mucho tiempo, un foco de esperanza; una figura que no predica el odio, sino el respeto a la vida como un fin en sí misma. En cualquiera de ambos casos, serían suficientes para decidir a cualquier otro en mi posición; alguien con una visión a largo plazo que le permita perseverar por sus objetivos, y una moral acorde a su ética como respaldo en las dificultades. Sin embargo, ni siquiera soy capaz de golpear en el orden correcto los listones de madera, porque sé que, en cuanto lo haga, no habrá vuelta atrás.
Habré sellado mi libertad a cambio de un castillo en el aire.
Un suspiro de irritación escapa de entre mis labios, al pensar en que la culpa es, en realidad, del idiota de mi hermano. Varek podría haberse marchado a Nueva Orleans en cualquier otro momento, pero no; tenía que hacerlo justo después de nuestro reencuentro. Fue todo tan extraño, que aún ahora parece parte de un sueño. Una pesadilla agridulce en la que el cazador intentaba matarme, disparándome una bala de plata directa al corazón. En el fondo, creo que él sabía que seguía siendo su hermano. Más duradero, pálido y fuerte, pero aun así, el mismo Jean con el que miraba las estrellas en Luisiana. Y por eso falló, no sin antes enseñarme de la manera más dura cómo iba a ser mi no vida a partir de entonces. Clandestina y oscura, pero no porque quisiera; si no por el odio de quienes optan por el exterminio cuando se ven amenazados por algo. Si Varek no se hubiera marchado, habría podido hablar de la organización con él. Exponerle mis dudas, y desahogar mis más profundas inquietudes desde que pasó lo de Lana en el Sena. Sin embargo, me dejó sólo, en los momentos más difíciles para cualquier neófito.
Y ahora debo tomar una decisión que me hace dudar entre lo que considero correcto, y lo que es más cómodo para ambos.
El sonido de un corazón aleteando con rapidez interrumpe mis más profundas cavilaciones. Se escucha al otro lado de la puerta, acompañado por la respiración agitada y cavernosa de un mortal de mediana edad. El aroma es claramente femenino, de modo que no puede tratarse del mismo maese De Louvencourt; aun así, y sea quien sea, se ha percatado de mi presencia en el umbral de la taberna. Bajando el brazo con el que me disponía a golpear la puerta, aguardo pacientemente a que una discreta mirilla se abra entre tablones. Tras ella, y amortiguada por la ligera luz de los candelabros que ilumina el salón, aparecen dos pares de ojos del color del chocolate. Pequeñas arrugas surcan los laterales de sus párpados, añadiendo calidez a una mirada que ahora mismo refleja únicamente cautela. Porque sabe lo que está en juego para Fernand y los suyos, y en el fondo de su corazón, cree que su causa no está del todo perdida. Y no está dispuesta a que los descubran mientras esté en su mano evitar que suceda.
- ¿Quién es usted? - Dice Madame Fouché, escudriñando mi apariencia a través de la diminuta rendija. Con tan poca luz, dudo que pueda adivinar más que un atisbo de mis rasgos ocultos bajo la capucha. Una prenda marrón anodina, que visto cuando quiero perderme en la soledad de los bajos fondos. Y que llama menos la atención que cualquiera de las caras prendas de caballero que ocupan la mayor parte de mi armario.
- Déjeme pasar, por favor. No tengo intención alguna de hacerle daño, ni a usted ni a ninguno de los reunidos. No intente negarlo; veo en sus pensamientos que la charla ya ha empezado. - La mujer abre y cierra la boca varias veces como un pez fuera del agua, pero se repone admirablemente rápido de la sorpresa inicial de mis palabras. Un brillo de dureza se añade a la determinación de su mirada, señal de que están a punto de complicarse las cosas. - Podría forzarla a abrir la puerta, madame Fouché, pero prefiero que sea usted quien me franquee el paso. Me parece un comienzo mucho más pacífico para lo que podría ser una larga relación comercial. Ya sabe, liberté, égalité, fraternité- Esbozo una sonrisa que es casi una mueca, dejando entrever los afilados colmillos que relucen bajo la luna. - Abra, señora.
La mirilla se cierra con brusquedad, la madera deslizándose por el mecanismo. Va acompañada de unos pasos alejándose apresuradamente de la puerta, y unas voces demasiado lejanas y susurrantes para que pueda captar su significado. Instantes después, los pasos se acercan de nuevo hasta la entrada, esta vez, para desbloquear los numerosos cerrojos que velaban por la seguridad del local.
Una sucesión de chasquidos y sonidos metalizados preceden al crujir de las bisagras. La posadera masculla entre dientes en un rápido francés algo sobre engrasarlas, y sin dedicarme más que un cabeceo rápido para que entre, cierra tras de mi la entrada de nuevo.
- Gracias - Le digo, pero mis palabras sólo sirven para granjearme una mirada de reproche por su parte. Parece que no le he caído demasiado bien; me pregunto por qué será. Sonriendo para mis adentros, camino hasta el lugar en el que se está celebrando la reunión de los insurrectos de Louvencourt. Una vez allí, y para el asombro de los asistentes, ocupo sin más una de las sillas vacías de la taberna. - Continuad, por favor. Como si no os hubiera interrumpido.
Habré sellado mi libertad a cambio de un castillo en el aire.
Un suspiro de irritación escapa de entre mis labios, al pensar en que la culpa es, en realidad, del idiota de mi hermano. Varek podría haberse marchado a Nueva Orleans en cualquier otro momento, pero no; tenía que hacerlo justo después de nuestro reencuentro. Fue todo tan extraño, que aún ahora parece parte de un sueño. Una pesadilla agridulce en la que el cazador intentaba matarme, disparándome una bala de plata directa al corazón. En el fondo, creo que él sabía que seguía siendo su hermano. Más duradero, pálido y fuerte, pero aun así, el mismo Jean con el que miraba las estrellas en Luisiana. Y por eso falló, no sin antes enseñarme de la manera más dura cómo iba a ser mi no vida a partir de entonces. Clandestina y oscura, pero no porque quisiera; si no por el odio de quienes optan por el exterminio cuando se ven amenazados por algo. Si Varek no se hubiera marchado, habría podido hablar de la organización con él. Exponerle mis dudas, y desahogar mis más profundas inquietudes desde que pasó lo de Lana en el Sena. Sin embargo, me dejó sólo, en los momentos más difíciles para cualquier neófito.
Y ahora debo tomar una decisión que me hace dudar entre lo que considero correcto, y lo que es más cómodo para ambos.
El sonido de un corazón aleteando con rapidez interrumpe mis más profundas cavilaciones. Se escucha al otro lado de la puerta, acompañado por la respiración agitada y cavernosa de un mortal de mediana edad. El aroma es claramente femenino, de modo que no puede tratarse del mismo maese De Louvencourt; aun así, y sea quien sea, se ha percatado de mi presencia en el umbral de la taberna. Bajando el brazo con el que me disponía a golpear la puerta, aguardo pacientemente a que una discreta mirilla se abra entre tablones. Tras ella, y amortiguada por la ligera luz de los candelabros que ilumina el salón, aparecen dos pares de ojos del color del chocolate. Pequeñas arrugas surcan los laterales de sus párpados, añadiendo calidez a una mirada que ahora mismo refleja únicamente cautela. Porque sabe lo que está en juego para Fernand y los suyos, y en el fondo de su corazón, cree que su causa no está del todo perdida. Y no está dispuesta a que los descubran mientras esté en su mano evitar que suceda.
- ¿Quién es usted? - Dice Madame Fouché, escudriñando mi apariencia a través de la diminuta rendija. Con tan poca luz, dudo que pueda adivinar más que un atisbo de mis rasgos ocultos bajo la capucha. Una prenda marrón anodina, que visto cuando quiero perderme en la soledad de los bajos fondos. Y que llama menos la atención que cualquiera de las caras prendas de caballero que ocupan la mayor parte de mi armario.
- Déjeme pasar, por favor. No tengo intención alguna de hacerle daño, ni a usted ni a ninguno de los reunidos. No intente negarlo; veo en sus pensamientos que la charla ya ha empezado. - La mujer abre y cierra la boca varias veces como un pez fuera del agua, pero se repone admirablemente rápido de la sorpresa inicial de mis palabras. Un brillo de dureza se añade a la determinación de su mirada, señal de que están a punto de complicarse las cosas. - Podría forzarla a abrir la puerta, madame Fouché, pero prefiero que sea usted quien me franquee el paso. Me parece un comienzo mucho más pacífico para lo que podría ser una larga relación comercial. Ya sabe, liberté, égalité, fraternité- Esbozo una sonrisa que es casi una mueca, dejando entrever los afilados colmillos que relucen bajo la luna. - Abra, señora.
La mirilla se cierra con brusquedad, la madera deslizándose por el mecanismo. Va acompañada de unos pasos alejándose apresuradamente de la puerta, y unas voces demasiado lejanas y susurrantes para que pueda captar su significado. Instantes después, los pasos se acercan de nuevo hasta la entrada, esta vez, para desbloquear los numerosos cerrojos que velaban por la seguridad del local.
Una sucesión de chasquidos y sonidos metalizados preceden al crujir de las bisagras. La posadera masculla entre dientes en un rápido francés algo sobre engrasarlas, y sin dedicarme más que un cabeceo rápido para que entre, cierra tras de mi la entrada de nuevo.
- Gracias - Le digo, pero mis palabras sólo sirven para granjearme una mirada de reproche por su parte. Parece que no le he caído demasiado bien; me pregunto por qué será. Sonriendo para mis adentros, camino hasta el lugar en el que se está celebrando la reunión de los insurrectos de Louvencourt. Una vez allí, y para el asombro de los asistentes, ocupo sin más una de las sillas vacías de la taberna. - Continuad, por favor. Como si no os hubiera interrumpido.
Jean D. Lachance- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 20/10/2016
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Re: Subversivos [Privado]
Tenía agallas. Un vampiro solo ingresaba por su propia voluntad a la taberna en donde un montón de desconocidos se reunía a escondidas. Tan insólito que, por un momento, Fernand no lo pudo creer, pero entonces recordó que, si hablaba de chiflados, debía empezar por él mismo. Madame Fouché, lejos de exagerar, había entregado la mitad de la información.
Por esa y más razones, Fernand recibió al intempestivo asistente con una gran sonrisa de asombro. Fue como volver a ver a varios de los presentes, durante sus primeros años como rebeldes: inciertos, inestables, pero poderosos. Así que en dos zancadas se ubicó el licántropo junto a su rival natural más fuerte, reprimiendo el impulso de arrugar la nariz. Si bien existía una espontánea apatía entre las distintas especies, no podía dejar que el instinto ganara. No eran cavernarios.
— ¡Au contraire! — elevó los brazos el caudillo, como si lo fuese a abrazar — Haces mérito para ganarte una medalla de valor, buen amigo. Me pregunto cuántos de los que te ven con distancia se hubieran atrevido a entrar, sin saber a ciencia cierta qué espera dentro de la guarida del conejo. Aquí dentro podría haber cualquier loco con ganas de matar espías.
— Yo soy uno — admitió uno de los presentes, acompañado por las risas de sus compañeros.
El arte de liderar consistía en mantener el equilibrio justo entre la firmeza y la amistad. Fernand ya sospechaba que la vida del inesperado visitante dependería de ello, además de la cooperación que mostrasen entre ellos. El licántropo intuía que no se trataba de un mal sujeto, pero debía convencer de ello a los miembros de la Orden también.
— Pero te preocupes, que estos hombres y mujeres tienen altura de miras. Han entregado años de sus vidas a la causa y perdido amistades, luego de haberlas fortalecido incansablemente entre batallas. Rostros e historias tienen para llenar una catacumba. Es por eso que saben cómo se ven los rebeldes cuando inicialmente se atreven a salir de su campo seguro. — dijo eso como recordatorio de cómo se suponía que los integrantes de la Orden debían ser — Por sensible que nos sea ver naufragadas nuestras esperanzas en consideración a la magnitud del enemigo, entendemos que formando una sola entidad encontramos en nosotros la docilidad de nuestras sediciosas almas. Es parte de lo que somos, la indomabilidad. Reprimirlo nos hace infelices; ¿a que no lo intentaron? El acatamiento no es más que la panacea de los cobardes. Nada más lejos de quienes somos, de quién tú eres. ¿Tu nombre, amigo?
Por esa y más razones, Fernand recibió al intempestivo asistente con una gran sonrisa de asombro. Fue como volver a ver a varios de los presentes, durante sus primeros años como rebeldes: inciertos, inestables, pero poderosos. Así que en dos zancadas se ubicó el licántropo junto a su rival natural más fuerte, reprimiendo el impulso de arrugar la nariz. Si bien existía una espontánea apatía entre las distintas especies, no podía dejar que el instinto ganara. No eran cavernarios.
— ¡Au contraire! — elevó los brazos el caudillo, como si lo fuese a abrazar — Haces mérito para ganarte una medalla de valor, buen amigo. Me pregunto cuántos de los que te ven con distancia se hubieran atrevido a entrar, sin saber a ciencia cierta qué espera dentro de la guarida del conejo. Aquí dentro podría haber cualquier loco con ganas de matar espías.
— Yo soy uno — admitió uno de los presentes, acompañado por las risas de sus compañeros.
El arte de liderar consistía en mantener el equilibrio justo entre la firmeza y la amistad. Fernand ya sospechaba que la vida del inesperado visitante dependería de ello, además de la cooperación que mostrasen entre ellos. El licántropo intuía que no se trataba de un mal sujeto, pero debía convencer de ello a los miembros de la Orden también.
— Pero te preocupes, que estos hombres y mujeres tienen altura de miras. Han entregado años de sus vidas a la causa y perdido amistades, luego de haberlas fortalecido incansablemente entre batallas. Rostros e historias tienen para llenar una catacumba. Es por eso que saben cómo se ven los rebeldes cuando inicialmente se atreven a salir de su campo seguro. — dijo eso como recordatorio de cómo se suponía que los integrantes de la Orden debían ser — Por sensible que nos sea ver naufragadas nuestras esperanzas en consideración a la magnitud del enemigo, entendemos que formando una sola entidad encontramos en nosotros la docilidad de nuestras sediciosas almas. Es parte de lo que somos, la indomabilidad. Reprimirlo nos hace infelices; ¿a que no lo intentaron? El acatamiento no es más que la panacea de los cobardes. Nada más lejos de quienes somos, de quién tú eres. ¿Tu nombre, amigo?
Fernand de Louvencourt- Licántropo Clase Alta
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Re: Subversivos [Privado]
- Jean Lachance. Imagino que tengo el placer de dirigirme a monsieur De Louvencourt. Le he estado buscando, aunque no me ha sido sencillo dar con su lugar de reunión. - Le digo al licántropo, esbozando media sonrisa que pretende ser tranquilizadora. A mi alrededor, el murmullo de voces aumenta de volumen, posiblemente porque la fama de mi hermano como cazador precede cualquier mención de nuestro apellido.
Durante años, Varek ha sido un azote para la población sobrenatural de París. Asesinaba, perseguía y mutilaba, poseído por un odio frío hacia cualquier especie que no fuera humana. Y yo, como el estúpido que era, permanecí ajeno a todo aquello. Viviendo una vida que creía completa, y en realidad no era más que una mentira orquestada para protegerme. Hasta que tuve la mala suerte de toparme con Alessia, ni siquiera sabía de la existencia de aquellos seres que vivían entre las sombras. Vampiros, licántropos, hechiceros; no eran más que cuentos de niños, y así lo habría respondido si me lo hubieran preguntado. Supongo que, precisamente por eso, no puedo reprocharles el hecho de que la mayoría piense que podría ser un espía de la Orden. Desconocen mis circunstancias personales, de modo que se inclinan hacia la opción más probable: que sea afín a los ideales de mi hermano, y por lo tanto, les esté tendiendo alguna clase de trampa.
- Antes de morir, yo era abogado. Un defensor de las causas perdidas, que disfrutaba con los retos casi tanto como lo hacía buscando mi propia versión de la justicia. - Empiezo, evitando en todo momento palabras o movimientos que puedan dar impresión de amenaza.- Creía que sabía la diferencia entre el bien y el mal, y que eso era algo que cualquiera podía discernir por sí mismo. Matar estaba mal. Ayudar al prójimo, bien. Eran cosas sencillas, que hasta que me convertí en lo que ahora soy, jamás había discutido en su esencia. - Hago una pausa, buscando rápidamente en los pensamientos ajenos cualquier indicio de peligro. Nada; todos sienten demasiada curiosidad por ver qué sucederá a continuación, e incluso los más reticentes de ellos no se atreven a desobedecer a Fernand y atacarme sin pruebas. - Está en mi naturaleza matar, igual que lo está en la de los licántropos durante las noches de luna llena. Algunos intentan controlarse; otros, se rinden a sus instintos. Y algunos disfrutan arrebatando vidas de la misma manera en la que lo hacen algunos de los más cruentos humanos. El problema es que, para cazadores e inquisidores, no parece haber distinción. Han hecho de nuestra muerte una máxima universal, olvidando que, en esencia, somos igual de racionales que ellos. ¿Qué es lo que les legitima pues para acabar con nosotros, por el mero hecho de ser diferentes? ¿Su Dios? ¿Una moralidad superior? ¿Una medida que les permite comparar dos vidas, y decidir que una humana vale más que una que no lo es? - Miro fijamente a todos y cada uno de los allí reunidos, todavía sentado en mi discreto asiento a un lado de la taberna.- Lo peor es que la mayoría de nosotros lo acepta. Yo mismo, hasta que escuché hablar de vosotros, creía que era inevitable. Enemistados por estupideces, nos destruimos entre nosotros, y preferimos ver a los demás caer sin pensar en que lo único que estamos haciendo con ello es firmar nuestra propia sentencia de muerte. Estaba equivocado. No hay nada inevitable, sólo conformistas que prefieren ser esclavos de lo preestablecido en lugar de luchar por algo mejor. Y no quiero ser uno de ellos.
Un silencioso murmullo acompaña mis últimas palabras, tras las cuales varios de los asistentes se miran dubitativamente entre sí. Algunos parecen sentirse identificados con ellas, o como mínimo, de acuerdo con su esencia. Las aceptan como garantía suficiente de que estoy de su parte, predicando con el ejemplo al superar los prejuicios. Otros no acaban de fiarse de mi; el rostro de Varek aparece repetidamente en sus pensamientos, un lastre que tendré que vencer si quiero que me acepten. Y tengo una idea bastante aproximada sobre cómo podría hacerlo.
- Sé que muchos conocéis a mi hermano, y dudáis de la sinceridad de mis palabras por ello. Os diré pues que una de las mayores ventajas que adquirí con la inmortalidad fue la capacidad de transmitir recuerdos e imágenes a terceras personas. Si monsieur de Louvencourt está de acuerdo, puedo mostrarle cómo os he encontrado, para que juzgue por sí mismo si soy una amenaza. Y si así lo consideráis... Bueno, os diría que podéis hacer conmigo lo que queráis, pero estaría mintiendo. Ya no está en mi naturaleza rendirme.
Durante años, Varek ha sido un azote para la población sobrenatural de París. Asesinaba, perseguía y mutilaba, poseído por un odio frío hacia cualquier especie que no fuera humana. Y yo, como el estúpido que era, permanecí ajeno a todo aquello. Viviendo una vida que creía completa, y en realidad no era más que una mentira orquestada para protegerme. Hasta que tuve la mala suerte de toparme con Alessia, ni siquiera sabía de la existencia de aquellos seres que vivían entre las sombras. Vampiros, licántropos, hechiceros; no eran más que cuentos de niños, y así lo habría respondido si me lo hubieran preguntado. Supongo que, precisamente por eso, no puedo reprocharles el hecho de que la mayoría piense que podría ser un espía de la Orden. Desconocen mis circunstancias personales, de modo que se inclinan hacia la opción más probable: que sea afín a los ideales de mi hermano, y por lo tanto, les esté tendiendo alguna clase de trampa.
- Antes de morir, yo era abogado. Un defensor de las causas perdidas, que disfrutaba con los retos casi tanto como lo hacía buscando mi propia versión de la justicia. - Empiezo, evitando en todo momento palabras o movimientos que puedan dar impresión de amenaza.- Creía que sabía la diferencia entre el bien y el mal, y que eso era algo que cualquiera podía discernir por sí mismo. Matar estaba mal. Ayudar al prójimo, bien. Eran cosas sencillas, que hasta que me convertí en lo que ahora soy, jamás había discutido en su esencia. - Hago una pausa, buscando rápidamente en los pensamientos ajenos cualquier indicio de peligro. Nada; todos sienten demasiada curiosidad por ver qué sucederá a continuación, e incluso los más reticentes de ellos no se atreven a desobedecer a Fernand y atacarme sin pruebas. - Está en mi naturaleza matar, igual que lo está en la de los licántropos durante las noches de luna llena. Algunos intentan controlarse; otros, se rinden a sus instintos. Y algunos disfrutan arrebatando vidas de la misma manera en la que lo hacen algunos de los más cruentos humanos. El problema es que, para cazadores e inquisidores, no parece haber distinción. Han hecho de nuestra muerte una máxima universal, olvidando que, en esencia, somos igual de racionales que ellos. ¿Qué es lo que les legitima pues para acabar con nosotros, por el mero hecho de ser diferentes? ¿Su Dios? ¿Una moralidad superior? ¿Una medida que les permite comparar dos vidas, y decidir que una humana vale más que una que no lo es? - Miro fijamente a todos y cada uno de los allí reunidos, todavía sentado en mi discreto asiento a un lado de la taberna.- Lo peor es que la mayoría de nosotros lo acepta. Yo mismo, hasta que escuché hablar de vosotros, creía que era inevitable. Enemistados por estupideces, nos destruimos entre nosotros, y preferimos ver a los demás caer sin pensar en que lo único que estamos haciendo con ello es firmar nuestra propia sentencia de muerte. Estaba equivocado. No hay nada inevitable, sólo conformistas que prefieren ser esclavos de lo preestablecido en lugar de luchar por algo mejor. Y no quiero ser uno de ellos.
Un silencioso murmullo acompaña mis últimas palabras, tras las cuales varios de los asistentes se miran dubitativamente entre sí. Algunos parecen sentirse identificados con ellas, o como mínimo, de acuerdo con su esencia. Las aceptan como garantía suficiente de que estoy de su parte, predicando con el ejemplo al superar los prejuicios. Otros no acaban de fiarse de mi; el rostro de Varek aparece repetidamente en sus pensamientos, un lastre que tendré que vencer si quiero que me acepten. Y tengo una idea bastante aproximada sobre cómo podría hacerlo.
- Sé que muchos conocéis a mi hermano, y dudáis de la sinceridad de mis palabras por ello. Os diré pues que una de las mayores ventajas que adquirí con la inmortalidad fue la capacidad de transmitir recuerdos e imágenes a terceras personas. Si monsieur de Louvencourt está de acuerdo, puedo mostrarle cómo os he encontrado, para que juzgue por sí mismo si soy una amenaza. Y si así lo consideráis... Bueno, os diría que podéis hacer conmigo lo que queráis, pero estaría mintiendo. Ya no está en mi naturaleza rendirme.
Jean D. Lachance- Vampiro Clase Alta
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Re: Subversivos [Privado]
Atentamente el licántropo escuchó a Jean Lachance como si lo hubiese estado esperando. No fue sin mucha complacencia de su espíritu que encontró la más favorable disposición del vampiro, de servir de un poderoso contrapeso a la ambición de los que pretendían volverlos a su yugo.
Pero no todos estaban contentos. Sólo algunos lo manifestaron al caudillo.
— ¿Cazadores, Fernand? — susurró uno de ellos a su espalda. Fernand supo qué responder.
— Nosotros desertamos de la Inquisición. Pon a ambos en una balanza y luego me dices quién es mejor o peor.
Con eso dicho, se adelantó hasta quedar frente a Jean, con una mirada meticulosa y firme, pero cálida. Así era él. Los accidentes del camino no tenían el poder necesario para transfigurarlo a tal nivel. Se podía hasta decir que la revolución lo había vuelto más querendón de su gente, y al mismo tiempo un diablo con los enemigos. Amaba a quienes amaban la libertad. El resto no interesaba, el resto era mierda.
— ¡Nunca serás uno de ellos! Bienaventurada tu osadía, que prevalece por sobre los lazos de tu sangre y que te ha traído hasta aquí. Esto que ven, señoras y señores, lo compartimos todos nosotros, sin importar de dónde venimos ni cómo nos apellidamos. La obligación de instar por la recuperación de nuestras libertades nos estrecha a dignar atención en la necesidad y felicidad de esta obra. ¿Es así o no? ¡Alcen la voz los que no han decepcionado a nadie con el camino emprendido!
Silencio, y luego risas. Recuerdos que afloraban, como amantes despechadas, comprometidas abandonadas, padres desilusionados y hasta abuelos avergonzados, en el caso de los más longevos.
Fernand empatizaba con Jean en cuanto sus controvertidos orígenes, pero no todos eran como ellos. Qué soberbia pretenderlo. Eso podía arruinar la amistad. Así que le hizo una pregunta abiertamente, para que todos lo oyeran. Que cada uno juzgara si era una rata o no.
— ¿A qué estás dispuesto, Jean? Si vas a ganarte un espacio y a estos hombres no puedes dar menos que tu permanencia en este mundo. ¿Ves a estas personas? Todas y cada una de ellas está dispuesta a fallecer por nuestra obra, con todo lo que implica, incluso morir por alguien que odias. Borramos las historias pasadas a cambio de renunciar a las futuras. Nuestras individualidades no son nada. No nos quedamos sentados. Luchamos por un propósito, no para esperar a que las cosas cambien. Hemos esperado demasiado, y tú también. Incluso si la victoria se nos presenta imposible, la habremos auxiliado, habremos excitado la deserción del enemigo y, en fin, el pueblo no quedará en disposición de cooperar de un modo ofensivo con la Inquisición.
Pero no todos estaban contentos. Sólo algunos lo manifestaron al caudillo.
— ¿Cazadores, Fernand? — susurró uno de ellos a su espalda. Fernand supo qué responder.
— Nosotros desertamos de la Inquisición. Pon a ambos en una balanza y luego me dices quién es mejor o peor.
Con eso dicho, se adelantó hasta quedar frente a Jean, con una mirada meticulosa y firme, pero cálida. Así era él. Los accidentes del camino no tenían el poder necesario para transfigurarlo a tal nivel. Se podía hasta decir que la revolución lo había vuelto más querendón de su gente, y al mismo tiempo un diablo con los enemigos. Amaba a quienes amaban la libertad. El resto no interesaba, el resto era mierda.
— ¡Nunca serás uno de ellos! Bienaventurada tu osadía, que prevalece por sobre los lazos de tu sangre y que te ha traído hasta aquí. Esto que ven, señoras y señores, lo compartimos todos nosotros, sin importar de dónde venimos ni cómo nos apellidamos. La obligación de instar por la recuperación de nuestras libertades nos estrecha a dignar atención en la necesidad y felicidad de esta obra. ¿Es así o no? ¡Alcen la voz los que no han decepcionado a nadie con el camino emprendido!
Silencio, y luego risas. Recuerdos que afloraban, como amantes despechadas, comprometidas abandonadas, padres desilusionados y hasta abuelos avergonzados, en el caso de los más longevos.
Fernand empatizaba con Jean en cuanto sus controvertidos orígenes, pero no todos eran como ellos. Qué soberbia pretenderlo. Eso podía arruinar la amistad. Así que le hizo una pregunta abiertamente, para que todos lo oyeran. Que cada uno juzgara si era una rata o no.
— ¿A qué estás dispuesto, Jean? Si vas a ganarte un espacio y a estos hombres no puedes dar menos que tu permanencia en este mundo. ¿Ves a estas personas? Todas y cada una de ellas está dispuesta a fallecer por nuestra obra, con todo lo que implica, incluso morir por alguien que odias. Borramos las historias pasadas a cambio de renunciar a las futuras. Nuestras individualidades no son nada. No nos quedamos sentados. Luchamos por un propósito, no para esperar a que las cosas cambien. Hemos esperado demasiado, y tú también. Incluso si la victoria se nos presenta imposible, la habremos auxiliado, habremos excitado la deserción del enemigo y, en fin, el pueblo no quedará en disposición de cooperar de un modo ofensivo con la Inquisición.
Fernand de Louvencourt- Licántropo Clase Alta
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Re: Subversivos [Privado]
Nunca he podido evitar hablar demasiado. Jack siempre decía que era mi peor defecto, y a la vez mi mayor virtud. En la Facultad de Derecho, decía, el poder de persuasión era la base de una trayectoria exitosa. Y también, una manera rápida de ganarse enemigos, que odiasen mi ímpetu y persistencia a la hora de intentar convencerles de mi versión de la realidad. Las diatribas de Fernand me recuerdan mucho a las del muchacho; tienen la misma esencia revolucionaria que las de mi compañero, con el que debatía durante horas en los cerrados cubículos de la Facultad. El moreno era un acérrimo defensor de la abolición de la esclavitud; un tema tabú en Luisiana por el mero hecho de ser el principal sustento de la economía. Era algo incómodo para mi, hijo de unos amos de plantación, cuyo bienestar dependía de que el sistema continuase como hasta entonces. Y eso sólo hace que tornar más graciosa la situación actual. ¿Quién me iba a decir a mi que algún día, me encontraría con un problema análogo al de los negreros? ¿Una situación en la que, por primera vez en mi vida, iba a hallarme en el lado equivocado de la discusión? La parte débil, cuya dignidad está sometida al bienestar de la fuerte. Y necesita abrirle los ojos a quienes están demasiado ciegos para verlo.
- Creo que vuestra causa es algo por lo que merece la pena luchar, y precisamente por ello estoy dispuesto a colaborar con vosotros hasta las últimas consecuencias. - Le digo a Fernand, mirándole fijamente a sus brillantes ojos azules. Sus pensamientos, caóticos pero extrañamente nítidos, destacan por encima de los ajenos debido a la intensidad de la que están revestidos. Pasión, convencimiento, empatía; y un toque muy controlado de nerviosismo, por todo lo que podría salir mal sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. - Mataré por ella, aunque preferiría no hacerlo, y entregaré mi vida, mejor dicho, mi inmortalidad, si fuera necesario. Sólo hay una cosa que no estaría dispuesto a hacer, y que tampoco permitiría que nadie hiciera. Pero no tiene relación alguna con los objetivos de los Insurrectos, de modo que sería ilógico e inexigible por parte de cualquiera.
- Creo que vuestra causa es algo por lo que merece la pena luchar, y precisamente por ello estoy dispuesto a colaborar con vosotros hasta las últimas consecuencias. - Le digo a Fernand, mirándole fijamente a sus brillantes ojos azules. Sus pensamientos, caóticos pero extrañamente nítidos, destacan por encima de los ajenos debido a la intensidad de la que están revestidos. Pasión, convencimiento, empatía; y un toque muy controlado de nerviosismo, por todo lo que podría salir mal sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. - Mataré por ella, aunque preferiría no hacerlo, y entregaré mi vida, mejor dicho, mi inmortalidad, si fuera necesario. Sólo hay una cosa que no estaría dispuesto a hacer, y que tampoco permitiría que nadie hiciera. Pero no tiene relación alguna con los objetivos de los Insurrectos, de modo que sería ilógico e inexigible por parte de cualquiera.
Jean D. Lachance- Vampiro Clase Alta
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Re: Subversivos [Privado]
Los colores de la revolución cambiaban con cada integrante que moría y que luego otro restituía. “Horrible”, diría un cristiano. “Cierto”, diría un realista. “Romántico” defendían los insurrectos. De eso se trataba, de un romance arrollador que no conocía de matices. Se moría o se vivía por una sola amante: la revolución. Y Fernand era de los que se había casado con ella, atornillado en una pasión que no le importaba compartir.
Por eso era de los más dichosos en que Jean se les uniera y tuviera cojones para dirigirse a la audiencia que, lejos de ser sesgada como las organizaciones promedio, presumía de variopinta y por eso era tan difícil de complacer. ¿Si tenía miedo a los espías? No. Normalmente se pisaban la cola ellos mismos antes de que otros los descubrieran. Más recelo sentía respecto de sus amigos más íntimos. Ellos sí tenían el poder de lastimarlo, pero Jean… ¿Qué sabía de él, además de la información banal que no importa una puta mierda?
— Bien, Jean. Domina los nervios; si puedes, mátalos. Si ellos te ven titubeando, estás perdido. Si no confías en ti, no hay razón para que lo hagan ellos. Y no digo que tengas autoestima decente, no. Quiero que te sientas el puto amo del universo, un coloso que cena a gusto con sus semejantes: todos nosotros. — susurró a las espaldas del vampiro intentando no mover los labios. Inmediatamente después, exclamó a los demás — ¡Sean todos testigos! Lachance ha empeñado su palabra y puesto su inmortalidad a los pies de la insurrección. Que su honra nunca desfallezca o que perezca ante la Inquisición. ¡Madame Fouché, una ronda para todos!
Nada más común y corriente que una taberna enaltecida. Pareció, por un instante, que la multitud iba a perder el rumbo, pero tanto los insurrectos como la tabernera estaban conscientes de los límites. Sólo un trago por noche, era la regla, al menos mientras estuvieran reunidos. ¿La razón? La Inquisición podía llegar en cualquier momento con ganas de cortar cabezas, torturar a hombres y mujeres, y colgar a los altos mandos en la plaza pública. Debían estar lúcidos y despiertos. Sin privilegios. A lo más, uno que otro gusto, pero moderado.
Condujo Fernand a Jean hasta una de las mesas para hablar con mayor privacidad, pero no por eso con menos calma.
— Es una lástima, pero no disponemos de tu bebida favorita. — se disculpó Fernand — Tratamos de dejar las diferencias afuera, así que los vampiros se alimentan en privado. Lo mismo yo, con mis transformaciones. Informo cuándo estaré indispuesto y ese día me ocupo de ese asunto con otros de mi especie o en solitario. Medidas que acordamos entre todos para mantener el compañerismo. Y hablando de ello, ¿cómo fue que llegaste a nosotros?
Por eso era de los más dichosos en que Jean se les uniera y tuviera cojones para dirigirse a la audiencia que, lejos de ser sesgada como las organizaciones promedio, presumía de variopinta y por eso era tan difícil de complacer. ¿Si tenía miedo a los espías? No. Normalmente se pisaban la cola ellos mismos antes de que otros los descubrieran. Más recelo sentía respecto de sus amigos más íntimos. Ellos sí tenían el poder de lastimarlo, pero Jean… ¿Qué sabía de él, además de la información banal que no importa una puta mierda?
— Bien, Jean. Domina los nervios; si puedes, mátalos. Si ellos te ven titubeando, estás perdido. Si no confías en ti, no hay razón para que lo hagan ellos. Y no digo que tengas autoestima decente, no. Quiero que te sientas el puto amo del universo, un coloso que cena a gusto con sus semejantes: todos nosotros. — susurró a las espaldas del vampiro intentando no mover los labios. Inmediatamente después, exclamó a los demás — ¡Sean todos testigos! Lachance ha empeñado su palabra y puesto su inmortalidad a los pies de la insurrección. Que su honra nunca desfallezca o que perezca ante la Inquisición. ¡Madame Fouché, una ronda para todos!
Nada más común y corriente que una taberna enaltecida. Pareció, por un instante, que la multitud iba a perder el rumbo, pero tanto los insurrectos como la tabernera estaban conscientes de los límites. Sólo un trago por noche, era la regla, al menos mientras estuvieran reunidos. ¿La razón? La Inquisición podía llegar en cualquier momento con ganas de cortar cabezas, torturar a hombres y mujeres, y colgar a los altos mandos en la plaza pública. Debían estar lúcidos y despiertos. Sin privilegios. A lo más, uno que otro gusto, pero moderado.
Condujo Fernand a Jean hasta una de las mesas para hablar con mayor privacidad, pero no por eso con menos calma.
— Es una lástima, pero no disponemos de tu bebida favorita. — se disculpó Fernand — Tratamos de dejar las diferencias afuera, así que los vampiros se alimentan en privado. Lo mismo yo, con mis transformaciones. Informo cuándo estaré indispuesto y ese día me ocupo de ese asunto con otros de mi especie o en solitario. Medidas que acordamos entre todos para mantener el compañerismo. Y hablando de ello, ¿cómo fue que llegaste a nosotros?
Fernand de Louvencourt- Licántropo Clase Alta
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Re: Subversivos [Privado]
Mis palabras son aceptadas por Fernand, que conmina a sus compañeros a beber una ronda de alcohol para celebrar mi ingreso en los insurrectos. Su propuesta es recibida por sus compañeros con una salva de aplausos, acallados rápidamente por el tintineo de las botellas al entrechocar en la bandeja de Fouché. Los prejuicios contra los de mi especie son ligeramente apartados en las mentes de los más reaccios, centrados por el momento en el trago que la tabernera les ofrece. Algo que el licántropo aprovecha para dedicarme unas palabras en privado, mientras los demás consumen sus bebidas con la moderación que requiere el momento.
- Nadie os traicionó, si es eso lo que te preocupa. - Empiezo, mirando fijamente a los ojos De Lovencourt al responder a su pregunta. Entiendo que quiera saber cómo he descubierto dónde se reúnen; y es que si yo he logrado llegar hasta aquí con tanta facilidad, ¿quién dice que la Inquisición o la Orden no serían capaces de hacerlo a su vez? - Cuando escuché hablar de vosotros por primera vez, los rumores no os situaban en ningún punto en concreto; algunos decían que os reuníais a plena luz del día, desafiando al orden impuesto a irrumpir y mostrar su estrechez de miras. Otros, que lo hacíais en las cloacas, rodeados de los últimos reductos de Nosferatus que quedan en la ciudad. Llegué incluso a escuchar que contabais con el beneplácito del rey, que quería plantar cara a la Iglesia y lo hacía mediante vuestras acciones. Lavándose las manos mientras fingía perseguir al muy buscado líder de los insurrectos- Miro hacia atrás durante unos instantes, para asegurarme de que no hay nadie escuchando nuestra conversación antes de continuar hablando. - Me costó dar con alguien que realmente hubiera estado en contacto con vosotros, y cuando lo hice, no me ofreció la información de una manera del todo consciente. La leí en sus recuerdos, y a través de los mismos pude llegar también a otros de vuestros colaboradores para contrastar los datos. Fecha, hora y lugar de reunión; una vez encontrado el filón, fue sencillo tirar del hilo. - Esbozo una media sonrisa misteriosa, bajando la voz antes de añadir - Preferiría que mis habilidades quedasen en secreto. Imagino que habrá otros inmortales en vuestro grupo, pero debido a la desconfianza inicial que ha generado mi presencia, no me parece buena idea ofrecer un exceso de información a los demás antes de que pueda ganarme su amistad. O como mínimo, antes de que comprueben que mi utilidad entre vosotros inclinará más la balanza que el disgusto de tenerme por aquí.
- Nadie os traicionó, si es eso lo que te preocupa. - Empiezo, mirando fijamente a los ojos De Lovencourt al responder a su pregunta. Entiendo que quiera saber cómo he descubierto dónde se reúnen; y es que si yo he logrado llegar hasta aquí con tanta facilidad, ¿quién dice que la Inquisición o la Orden no serían capaces de hacerlo a su vez? - Cuando escuché hablar de vosotros por primera vez, los rumores no os situaban en ningún punto en concreto; algunos decían que os reuníais a plena luz del día, desafiando al orden impuesto a irrumpir y mostrar su estrechez de miras. Otros, que lo hacíais en las cloacas, rodeados de los últimos reductos de Nosferatus que quedan en la ciudad. Llegué incluso a escuchar que contabais con el beneplácito del rey, que quería plantar cara a la Iglesia y lo hacía mediante vuestras acciones. Lavándose las manos mientras fingía perseguir al muy buscado líder de los insurrectos- Miro hacia atrás durante unos instantes, para asegurarme de que no hay nadie escuchando nuestra conversación antes de continuar hablando. - Me costó dar con alguien que realmente hubiera estado en contacto con vosotros, y cuando lo hice, no me ofreció la información de una manera del todo consciente. La leí en sus recuerdos, y a través de los mismos pude llegar también a otros de vuestros colaboradores para contrastar los datos. Fecha, hora y lugar de reunión; una vez encontrado el filón, fue sencillo tirar del hilo. - Esbozo una media sonrisa misteriosa, bajando la voz antes de añadir - Preferiría que mis habilidades quedasen en secreto. Imagino que habrá otros inmortales en vuestro grupo, pero debido a la desconfianza inicial que ha generado mi presencia, no me parece buena idea ofrecer un exceso de información a los demás antes de que pueda ganarme su amistad. O como mínimo, antes de que comprueben que mi utilidad entre vosotros inclinará más la balanza que el disgusto de tenerme por aquí.
Jean D. Lachance- Vampiro Clase Alta
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Re: Subversivos [Privado]
Ojalá a él se le hubiera ocurrido inventar tantas historias. Ya veía por qué Lachance, a pesar de haber sentido hacía tiempo el llamado de un medio transgresor de aquella opresión que lo asfixiaba, había tardado en hallarlos. Lo que Fernand no sabía era que ese período en que los buscó no era para nada largo; la mayoría se rendía a mitad de camino. Así que era toda una proeza que el vampiro hubiera llegado solo, sin invitación de miembros activos ni convenientes azares.
El abogado había dado con una de las claves de los insurrectos, sin darse cuenta. Fernand se lo haría notar.
— ¿Me ves angustiado por los rumores que corren? — dijo velozmente, sin intención de obtener respuesta, sino de hacer énfasis en lo que vendría después — No, ¿ya ves? Aunque no lo creas, una de nuestras mejores armas no es la discreción, sino todo lo contrario. La gente cotillea tan alto y frecuentemente que cada ciudadano saca su propia versión de lo que somos. Una secta, un grupo de niños haciendo maldades, malandrines, traficantes de opio, fantasmas y hasta putos proxenetas. ¿Qué genera eso? Un mito, rumores de calle, leyendas populares. Una sola historia es la real, ¿pero cuál? Anda tú y descártalas una por una. Fastidia a cualquiera, hasta a las mariposas de la inquisición. Puedes apostar a que no falta el pelotudo que va y maniáticamente se encierra a descifrar la verdad, pero no tiene apoyo de los demás. Esos son más asesinos; prefieren eliminar individuos hasta dar con el indicado, como si podaran esos jardines de mierda que parecen laberintos.
Y hablando de laberintos, Jean parecía que continuaba en uno. Estaba recorriendo los pasadizos más secretos de su yo interno. Fernand vio mucho de su juventud en él. Queriendo hacer el bien, caminar con rectitud, pero fortaleza. Que sus pasos resonaran al andar, a pesar de estar hundido en un pozo oscuro y lleno de trampas. El licántropo suspiró, queriendo poner paños fríos a las inquietudes del vampiro.
— Jean, no te preocupes. Nadie dirá una palabra. Lo sabrán de la misma manera que yo: sintiendo. Dependerá de cuánto indaguen ellos y de cuánto dejes entrever lo que hay en tu interior. Es lo bueno y lo malo de una manada. La naturaleza nos recuerda que no estamos hechos para jugar a las escondidillas. No te digo que te pares ahora mismo sobre un taburete a lo idiota y vociferes a los cuatro vientos de qué estás hecho, pero si es tu decisión guardarte un poco, hazlo si puedes. Es cuestión de días o incluso menos para que se entere todo el puto gentío, pero eso ya lo sabes, ¿no? Sólo estás haciendo tiempo, para ver si te conviene confiarte a esta tropa de desconocidos. Sí, creo que te entiendo. O mejor dicho, mi yo más joven te entiende. A este patán que te habla ahora, este de barba a medio afeitar de puro descuido, le importa un carajo.
El abogado había dado con una de las claves de los insurrectos, sin darse cuenta. Fernand se lo haría notar.
— ¿Me ves angustiado por los rumores que corren? — dijo velozmente, sin intención de obtener respuesta, sino de hacer énfasis en lo que vendría después — No, ¿ya ves? Aunque no lo creas, una de nuestras mejores armas no es la discreción, sino todo lo contrario. La gente cotillea tan alto y frecuentemente que cada ciudadano saca su propia versión de lo que somos. Una secta, un grupo de niños haciendo maldades, malandrines, traficantes de opio, fantasmas y hasta putos proxenetas. ¿Qué genera eso? Un mito, rumores de calle, leyendas populares. Una sola historia es la real, ¿pero cuál? Anda tú y descártalas una por una. Fastidia a cualquiera, hasta a las mariposas de la inquisición. Puedes apostar a que no falta el pelotudo que va y maniáticamente se encierra a descifrar la verdad, pero no tiene apoyo de los demás. Esos son más asesinos; prefieren eliminar individuos hasta dar con el indicado, como si podaran esos jardines de mierda que parecen laberintos.
Y hablando de laberintos, Jean parecía que continuaba en uno. Estaba recorriendo los pasadizos más secretos de su yo interno. Fernand vio mucho de su juventud en él. Queriendo hacer el bien, caminar con rectitud, pero fortaleza. Que sus pasos resonaran al andar, a pesar de estar hundido en un pozo oscuro y lleno de trampas. El licántropo suspiró, queriendo poner paños fríos a las inquietudes del vampiro.
— Jean, no te preocupes. Nadie dirá una palabra. Lo sabrán de la misma manera que yo: sintiendo. Dependerá de cuánto indaguen ellos y de cuánto dejes entrever lo que hay en tu interior. Es lo bueno y lo malo de una manada. La naturaleza nos recuerda que no estamos hechos para jugar a las escondidillas. No te digo que te pares ahora mismo sobre un taburete a lo idiota y vociferes a los cuatro vientos de qué estás hecho, pero si es tu decisión guardarte un poco, hazlo si puedes. Es cuestión de días o incluso menos para que se entere todo el puto gentío, pero eso ya lo sabes, ¿no? Sólo estás haciendo tiempo, para ver si te conviene confiarte a esta tropa de desconocidos. Sí, creo que te entiendo. O mejor dicho, mi yo más joven te entiende. A este patán que te habla ahora, este de barba a medio afeitar de puro descuido, le importa un carajo.
Fernand de Louvencourt- Licántropo Clase Alta
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Re: Subversivos [Privado]
Las últimas palabras de Fernand arrancan una sonrisa de mis labios. Pese a que mis instintos me advierten de que es alguien peligroso, el licántropo me cae bien; tiene un espíritu libre y vivo, que acompañado por su temperamento lo hacen ser una persona poco habitual. Empiezo a entender porqué la Inquisición ha sido incapaz de destruir hasta ahora a los Insurrectos: porqué siempre resurgen de sus cenizas, no importa a cuantos de sus integrantes maten. Porque el alma de la organización, lo que realmente hace que no desesperen al ver frustradas sus esperanzas, permanecerá intacta mientras De Louvencourt continúe insuflándoles vida. Alimentándoles con sus esperanzas e ideales utópicos, que yo mismo deseo ver cumplidos como jamás había ansiado nada hasta el momento.
- ¿Y cuál será el siguiente paso de los Insurrectos, Fernand? Si voy a formar parte de la Orden, quisiera saber nuestro curso de actuación. Y mi papel en él, si es que se me otorga alguno. - Le pregunto, desviando la mirada hacia el resto de los que ahora serán mis compañeros. La mayoría ya ha terminado de consumir su bebida, y charlan animadamente entre sí, a la espera de que la reunión continúe. O a que su jefe la de por terminada. - Puede que mi pregunta te resulte inadecuada, pero desconozco completamente cómo decidiis aquí las cosas.
- ¿Y cuál será el siguiente paso de los Insurrectos, Fernand? Si voy a formar parte de la Orden, quisiera saber nuestro curso de actuación. Y mi papel en él, si es que se me otorga alguno. - Le pregunto, desviando la mirada hacia el resto de los que ahora serán mis compañeros. La mayoría ya ha terminado de consumir su bebida, y charlan animadamente entre sí, a la espera de que la reunión continúe. O a que su jefe la de por terminada. - Puede que mi pregunta te resulte inadecuada, pero desconozco completamente cómo decidiis aquí las cosas.
Jean D. Lachance- Vampiro Clase Alta
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Re: Subversivos [Privado]
Reclinándose hacia atrás muy cómodamente, Fernand terminó de asimilar el semblante de Jean. El vampiro tenía lo que la mayoría de los ciudadanos no: amor propio, traducido en la delicada decencia de los libres. El insurgente militar sabía distinguir a un novillo entusiasmado con la idea de la rebeldía de un auténtico revolucionario, pero entre elegir reclutar uno nuevo y proteger lo ya conseguido, no había por dónde perderse.
— ¿Imaginas lo fácil que sería desmantelar la organización si desparramara lo que sé a todos y cada uno de los aspirantes que llegan a nosotros? Esta misma noche, en vez de brindar juntos, estaríamos siendo colgados o decapitados en la plaza pública. Por mí, te pasaría cien veces mi pellejo; total, lo he descuerado como se me ha antojado por tantos años que está acostumbrado a verse en aprietos, pero no estoy solo. ¿Ves a estos hombres y mujeres? Yo con ellos repetiría esta noche por el resto de mi vida, pero para eso debemos cooperar no siendo bocones, yo en primer lugar. — dijo en tono amable, dando un par de palmadas a la espalda de Lachance.
Amigable, pero tajante. Entendía las aprehensiones de Jean y su afán por mantenerse a salvo, pero si quería estar completamente seguro en su proceder, entonces se había equivocado de sitio y de personas. ¿Qué podía hacer Fernand? Repetir lo que la Inquisición ya sabía, pero que no era de conocimiento público. A ver si en algo ayudaba a que se aclararan las sombras de Jean.
— Lo que sí puedo hacer es explicarte cómo funcionan las cosas. Aquí, como nos ves, sólo como individuos esparciéndose, sin jefes. La única regla, igual para todos, es la cautela. Cuando actuamos como organización es que se levanta el líder y los comandantes. Tanto ellos como yo fuimos elegidos por los integrantes de la Orden democráticamente. Nadie queda excluido de este procedimiento. Como fundador, soy el miembro más antiguo de este conjunto y el primero en ser electo por los que en ese entonces se encontraban activos, pero en cualquier minuto la mayoría de la Orden podría convocar a nuevas elecciones y nombrar a otro líder. Misma regla para mis comandantes. Mi función principal aquí, más que ser una retrógrada figura de autoridad, es ser un fiero luchador, digno de la confianza de los miembros de la orden. La de mis comandantes es encomendarle una tarea a cada uno de los hombres que se les asignó. Ellos y yo actuamos en armonía. Nunca tenemos la misma labor; la vamos designando de acuerdo a la ocasión. Los problemas van mutando y nos adaptamos a ellos. Puede que a ratos nos falte plomo y acero, pero no la intrepidez. — y terminó de explicar, suspirando. La Orden de los Insurrectos no tenía una manera convencional de organizarse, pero nunca habían sido ortodoxos. — Sería valioso tenerte entre nosotros, Jean, pero aquí nadie está a la fuerza. Libremente extendemos las manos, los pies y la cabeza.
— ¿Imaginas lo fácil que sería desmantelar la organización si desparramara lo que sé a todos y cada uno de los aspirantes que llegan a nosotros? Esta misma noche, en vez de brindar juntos, estaríamos siendo colgados o decapitados en la plaza pública. Por mí, te pasaría cien veces mi pellejo; total, lo he descuerado como se me ha antojado por tantos años que está acostumbrado a verse en aprietos, pero no estoy solo. ¿Ves a estos hombres y mujeres? Yo con ellos repetiría esta noche por el resto de mi vida, pero para eso debemos cooperar no siendo bocones, yo en primer lugar. — dijo en tono amable, dando un par de palmadas a la espalda de Lachance.
Amigable, pero tajante. Entendía las aprehensiones de Jean y su afán por mantenerse a salvo, pero si quería estar completamente seguro en su proceder, entonces se había equivocado de sitio y de personas. ¿Qué podía hacer Fernand? Repetir lo que la Inquisición ya sabía, pero que no era de conocimiento público. A ver si en algo ayudaba a que se aclararan las sombras de Jean.
— Lo que sí puedo hacer es explicarte cómo funcionan las cosas. Aquí, como nos ves, sólo como individuos esparciéndose, sin jefes. La única regla, igual para todos, es la cautela. Cuando actuamos como organización es que se levanta el líder y los comandantes. Tanto ellos como yo fuimos elegidos por los integrantes de la Orden democráticamente. Nadie queda excluido de este procedimiento. Como fundador, soy el miembro más antiguo de este conjunto y el primero en ser electo por los que en ese entonces se encontraban activos, pero en cualquier minuto la mayoría de la Orden podría convocar a nuevas elecciones y nombrar a otro líder. Misma regla para mis comandantes. Mi función principal aquí, más que ser una retrógrada figura de autoridad, es ser un fiero luchador, digno de la confianza de los miembros de la orden. La de mis comandantes es encomendarle una tarea a cada uno de los hombres que se les asignó. Ellos y yo actuamos en armonía. Nunca tenemos la misma labor; la vamos designando de acuerdo a la ocasión. Los problemas van mutando y nos adaptamos a ellos. Puede que a ratos nos falte plomo y acero, pero no la intrepidez. — y terminó de explicar, suspirando. La Orden de los Insurrectos no tenía una manera convencional de organizarse, pero nunca habían sido ortodoxos. — Sería valioso tenerte entre nosotros, Jean, pero aquí nadie está a la fuerza. Libremente extendemos las manos, los pies y la cabeza.
Fernand de Louvencourt- Licántropo Clase Alta
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