AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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El jardín de invierno (Privado)
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El jardín de invierno (Privado)
Era parte de la agenda cultural de la ciudad, según le habían dicho querían darle a San Petersburgo influencias del resto de los países de Europa. A eso se debía la llegada de una pequeña comitiva italiana a la ciudad, encabezada por una duquesa que Daria, como Baronesa, debía recibir y hospedar por tiempo indeterminado.
Odiaba esa parte de su vida, ella no sabía como ser una buena anfitriona, las clases de protocolo le habían aburrido extremadamente porque poco le importaban. Intentaría guardar las formas, se apegaría a las indicaciones de Aixinia –su asistente personal y dama de compañía- sin cuestionar nada.
Según le habían dicho, el idioma no sería una barrera dado que la duquesa hablaba algo de ruso. Bueno, al menos un alivio.
El invierno estaba acabando ya, aunque eso no significaba que las temperaturas fuesen gratas. Asistida por dos de sus criadas acabó de vestirse y con un tapado grueso de piel negra se envolvió.
Antes de salir a la puerta de su residencia para recibir a la ilustre visita, Daria pasó por la recamara de su esposo enfermo que dormía ajeno a todo el movimiento de su hogar. Se arrodilló junto a él y beso su frente.
-Quisiera que me vieras hoy, que estuvieras a mi lado –le dijo, porque la última vez que habían recibido en su casa visitas así de importantes Vlad había tenido pleno control de todo y ella solo había tomado su lugar como consorte-. Quiero que estés orgulloso de mí –susurró, antes de levantarse y salir de la habitación.
Escoltada por el mayordomo y Aixinia, Daria salió de la casa y el viento frío golpeó su rostro. ¿Hacía cuanto que no salía? Semanas habían pasado desde la última vez que había visto el cielo abierto –ahora gris, presagiando que habría tormenta esa mañana-, ella prefería el encierro.
Tomó su lugar en la escalerilla de entrada, con la cabeza en alto y la vista perdida en el camino que pronto recorrerían los carros que traían a la visitante. Movimientos a su espalda le hicieron perder la concentración, se volvió y encontró que Antón –su hijo- llegaba de la mano de la nana que le indicaba que debía acomodarse junto a Daria. Iba tan abrigado el pobre que a penas podía moverse. Sonrió, mirando su perfecto rostro unos instantes. Luego se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se volvió hacia la mujer que criaba a Antón:
-No, déjalo a tu lado –ordenó, pues creía que esa sola proximidad podía dañar a su hijo. No lo quería cerca de ella porque temía traspasar su energía plomiza al espíritu puro e inocente del pequeño.
Aixinia habló con tono severo sobre el protocolo y los modos y Daria acabó cediendo a las palabras de la mujer. Antón, de dos años, se sujetó de la mano derecha de su madre. Su mano pequeña se perdió dentro de esa palma tibia que le era desconocida, mientras balbuceaba palabras inentendibles.
“Que lleguen pronto, que se acabe esta tortura”, pensaba ella mientras se mantenía rígida con la mirada al frente. Y su deseo fue cumplido, el carruaje no tardó en aparecer, cruzando la verja de la entrada. Tardaron algunos minutos en llegar hasta el pie de la escalera de mármol.
Mientras la duquesa se acercaba a ella, Daria hizo una reverencia y aprovechó para soltar la mano de Antón. Repasó mentalmente lo que debía hacer a continuación: mientras la servidumbre se encargaba de acomodar los baúles de los invitados en las recamaras ya asignadas, la baronesa debía oficiar de anfitriona de la duquesa con una recepción en el jardín de invierno de la casa.
-Sean muy bienvenidos a la Madre Rusia –dijo, pero luego lo repitió en su básico italiano-: Siete benvenuti, alla nostra Madre Russia. Soy Daria Arkadievna Viazomskaia, vuestra anfitriona.
Odiaba esa parte de su vida, ella no sabía como ser una buena anfitriona, las clases de protocolo le habían aburrido extremadamente porque poco le importaban. Intentaría guardar las formas, se apegaría a las indicaciones de Aixinia –su asistente personal y dama de compañía- sin cuestionar nada.
Según le habían dicho, el idioma no sería una barrera dado que la duquesa hablaba algo de ruso. Bueno, al menos un alivio.
El invierno estaba acabando ya, aunque eso no significaba que las temperaturas fuesen gratas. Asistida por dos de sus criadas acabó de vestirse y con un tapado grueso de piel negra se envolvió.
Antes de salir a la puerta de su residencia para recibir a la ilustre visita, Daria pasó por la recamara de su esposo enfermo que dormía ajeno a todo el movimiento de su hogar. Se arrodilló junto a él y beso su frente.
-Quisiera que me vieras hoy, que estuvieras a mi lado –le dijo, porque la última vez que habían recibido en su casa visitas así de importantes Vlad había tenido pleno control de todo y ella solo había tomado su lugar como consorte-. Quiero que estés orgulloso de mí –susurró, antes de levantarse y salir de la habitación.
Escoltada por el mayordomo y Aixinia, Daria salió de la casa y el viento frío golpeó su rostro. ¿Hacía cuanto que no salía? Semanas habían pasado desde la última vez que había visto el cielo abierto –ahora gris, presagiando que habría tormenta esa mañana-, ella prefería el encierro.
Tomó su lugar en la escalerilla de entrada, con la cabeza en alto y la vista perdida en el camino que pronto recorrerían los carros que traían a la visitante. Movimientos a su espalda le hicieron perder la concentración, se volvió y encontró que Antón –su hijo- llegaba de la mano de la nana que le indicaba que debía acomodarse junto a Daria. Iba tan abrigado el pobre que a penas podía moverse. Sonrió, mirando su perfecto rostro unos instantes. Luego se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se volvió hacia la mujer que criaba a Antón:
-No, déjalo a tu lado –ordenó, pues creía que esa sola proximidad podía dañar a su hijo. No lo quería cerca de ella porque temía traspasar su energía plomiza al espíritu puro e inocente del pequeño.
Aixinia habló con tono severo sobre el protocolo y los modos y Daria acabó cediendo a las palabras de la mujer. Antón, de dos años, se sujetó de la mano derecha de su madre. Su mano pequeña se perdió dentro de esa palma tibia que le era desconocida, mientras balbuceaba palabras inentendibles.
“Que lleguen pronto, que se acabe esta tortura”, pensaba ella mientras se mantenía rígida con la mirada al frente. Y su deseo fue cumplido, el carruaje no tardó en aparecer, cruzando la verja de la entrada. Tardaron algunos minutos en llegar hasta el pie de la escalera de mármol.
Mientras la duquesa se acercaba a ella, Daria hizo una reverencia y aprovechó para soltar la mano de Antón. Repasó mentalmente lo que debía hacer a continuación: mientras la servidumbre se encargaba de acomodar los baúles de los invitados en las recamaras ya asignadas, la baronesa debía oficiar de anfitriona de la duquesa con una recepción en el jardín de invierno de la casa.
-Sean muy bienvenidos a la Madre Rusia –dijo, pero luego lo repitió en su básico italiano-: Siete benvenuti, alla nostra Madre Russia. Soy Daria Arkadievna Viazomskaia, vuestra anfitriona.
Daria A. Viazomskaia- Realeza Rusa
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Fecha de inscripción : 28/02/2017
Re: El jardín de invierno (Privado)
Ajuar de Arabella
Su dedo índice se movió sobre el rizo de Emanuelle, no hizo ningún esfuerzo por colocarlo en su lugar como lo haría la nana Zore, al contrario, a ella le gustaba verlo así, salvaje como su personalidad y despeinado con esa hermosa cabellera cdel mismo color rojo que la suya. - Ya sabes qué hacer, ¿verdad?- le preguntó mientras le arreglaba el cuello de su camisa de seda blanca y organizó su abrigo por el clima. Su sobrino asintió, era muy astuto para la edad que tenía y eso a Arabella le gustaba...no, no solo eso, le fascinaba que fuese inteligente y cautivara miradas, no como ella que prefería el perfil bajo por simple tradición, Francesca su hermana fallecida y la madre de su sobrino, siempre había sido la que robaba miradas con cualquier sutil movimiento. - De tal palo tal astilla.-pensó mientras veía como el pequeño se esforzaba por controlar la ansias de salir pronto del carruaje mirando por la ventana.
San Petersburgo era un lugar frío o por lo menos así los había recibido, frío en clima, adusto y tradicional en modales y costumbres, todos allí tenían semblantes serios, incluso los mensajeros, el cochero y los sirvientes. Con juicio repasó los protocolos en su mente suspirando profundo y moviendo sus manos nerviosas bajo su abrigo. Tomar decisiones... siempre le había gustado y jamás había dudado en hacerlo, sin embargo, desde lo ocurrido en aquel bosque camino a Venecia no estaba muy segura de que fuera asertiva en los trazos que su corazón le dictaba y menos si eran los correctos. Y aún así allí estaba, dispuesta a encontrarse con la Baronesa de Rusia para tomar decisiones y repasando el idioma en su mente, las lecciones de su maestro viajaban como un vendaval agitado en su mente, ojalá fuera igual de fácil controlar sus pensamientos como lo era mover sus dedos o solo imaginar que el clima era calmo o que habían rayos y truenos para que así fuese.
Respiro profundo y miró de nuevo a Emanuelle cuando la verja del Palacio de Invierno se abrió de par en par y el carruaje esperó paciente - al contrario de ella- para continuar la marcha, por fin - con timidez para ella- la puerta de su trasporte se abrió y la mano se extendió al interior para que la tomara y así bajar para el encuentro. La tomó pues, asintió con una sencilla sonrisa y descendió con el helado viento golpeando su rostro y cabellos, intentó ayudar como siempre hacía al pequeño a bajar, mientras él como siempre evitó cualquier tipo de ayuda, ya debía quedar claro que era un niño independiente aunque solo tuviese dos años. Paciencia de ella en cada movimiento que para él debía resumirse a descender del mismo Everest, por fin colocó sus dos infantiles pies y giró para verla triunfante. - Lo sé, eres todo un gigante y jamás hay que olvidarlo.- se disculpó y le sonrió ella de vuelta abriendo la mano para que la tomara.
La primera imagen que vio al frente y como bienvenida fue enternecedora y majestuosa, un pequeño como el que llevaba tomado de la mano se hallaba situado al lado de la que ella supuso por su porte era la Baronesa Viazomskaia. Arabella paseó su mirada con calma por ambos, contemplativa y cuando llegó con pasos pausados por Emanuelle a su encuentro hizo una reverencia cortes que fue imitada por él, los dos se levantaron al mismo tiempo como si fuesen sombras hermanas y no podría culpar a quien pensara que eran madre e hijo, como ella suponía de los dos rusos frente a ella.
"Sean muy bienvenidos a la Madre Rusia." Casi sintió que se merecía un premio al entender el saludo en ruso, su maestro estaría orgulloso de ella sin duda y una sonrisa amplia que dejó ver sus dientes blancos se dibujó en sus labios al escuchar su italiano natal en labios de la que sería su anfitriona.
- E il cuore è entusiasta che così sia, Baronessa.- "Y el corazón se emociona de que así sea, Baronesa." Dijo agradecida por sus palabras asintió, sin detenerse a pensar si le entendería o no, demasiado pendiente de otras cuestiones como del deseo de dar una buena impresión y de Emanuelle que ya se soltaba de su mano para acercarse al pequeño rubio con pasos firmes y los balbuceos inentendibles y entusiastas de quien desea conocer a alguien extraño pero similar a los ojos, Arabella le siguió con una sonrisa flotante...amigos, a veces se necesitaban y cada paso de él la Gonzaga se encargaría de seguirlo como si fuese Francesca, como si ella estuviese aún al lado de ambos.
Sus ojos se dirigieron hasta la mujer de porte regio y aire melancólico, se preguntó el porqué de aquel último rasgo, pero quizás no era conversación que se debiera tener en un primer encuentro, así que evitó preguntar y fue al protocolo organizando las palabras en una corta pero agitada pausa en su mente.
- Arabella Gonzaga, Duquesa de Mantua y Venecia - una segunda reverencia luego de que las palabras en ruso fluyeran con cierta torpeza de sus labios,pero aún estaba en proceso de dominarlo del todo - y el hombrecillo que escapa de mi - elevó su mano señalándolo divertida - es Emanuelle Gonzaga, heredero del título en un futuro si algo extraordinario no sucede.- bromeó espontánea con un planteamiento que prefería evitar pensar, un hijo...un hijo implicaría amor, amor...amor implicaba dolor y dolor...de ese había tenido demasiado los últimos años.
Arabella Gonzaga- Condenado/Hechicero/Clase Alta
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Fecha de inscripción : 19/03/2017
Localización : Mantua
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Re: El jardín de invierno (Privado)
Siempre le habían gustado los niños. Hubo una época, en otra vida tal vez, en la que Daria disfrutaba de las risas puras e inocentes de los pequeños, solía ver desde los ventanales de la planta más alta de la casa como corrían por los jardines traseros los hijos de la servidumbre y se fascinaba deseando que le llegase el momento de tener el suyo propio. Pero cuando Antón llegó a la familia todo cambió para ella pues la certeza de que no había nacido para ser madre la embargó, la convenció, la encegueció y enloqueció. ¿Qué podía darle de bueno? ¿Qué le legaría? Solo melancolía y sufrimiento, no tenía nada valioso que enseñarle, Daria no era especial en lo absoluto… Lo único que lograría sería dañar a su hijo, traspasarle su dolor y sus miedos.
Sin demostrar emoción alguna, la baronesa observó al pequeño que había llegado junto a la italiana. Se parecían, ¿sería en verdad su hijo? Recordaba que Aixinia le había referido algo al respecto, pero no estaba segura y temía hablar de aquello y ponerse en una situación incómoda y difícil de manejar. Lo cierto era que no había prestado especial atención a las palabras de su asistente y ahora lo lamentaba.
El niño -heredero según lo que la joven duquesa acababa de referirle- era muy vivaz y fuerte para la edad que aparentaba, comenzó a corretear y Antón se apresuró a seguirlo, pero el rusito de inmediato cayó al suelo producto de un resbalón. A Daria le dolió el cuerpo al verlo caer, pero no se movió -no pudo hacerlo, temía tocarlo como a pocas cosas- y la nana acudió con presteza a socorrer al pequeño.
-Le invito a acompañarme a la recepción que ha sido preparada para su bienvenida –le dijo, deseando que la joven comprendiese el idioma, e hizo un gesto con el brazo derecho para indicar el camino que debían seguir-, en ella podrá comenzar a hablarme acerca de sus planes artísticos para la ciudad que hoy nos acoge.
Atravesaron el ala derecha de la casa por el grueso pasillo hasta llegar al jardín de invierno, un sitio amplio y vidriado donde las plantas crecían en controlada libertad. El clima allí era natural, húmedo y perfumado por los jazmines que no hacían caso de las estaciones y nacían durante todo el año. Los sillones blancos estaban dispuestos alrededor de una mesa cuadrada de grandes dimensiones, en el centro del jardín, donde ya les aguardaban las teteras y los dulces típicos de aquella tierra.
Mientras ellas se acomodaban -y el pequeño séquito de asistentes las rodeaba-, la nana llegó con los dos pequeños herederos, pues también había allí sitio para ellos que debían participar de la formal recepción.
Antón se sentó a la mesa procurando estarse quieto y Daria se estremeció, hacía semanas que no pasaba tiempo tan cerca de su hijo. Reconoció en su redonda cara un gesto muy propio de Vlad y experimentó cierto alivio: al menos daba muestras de comenzar a parecerse al padre. Tal vez no todo estuviera perdido para él.
Sin demostrar emoción alguna, la baronesa observó al pequeño que había llegado junto a la italiana. Se parecían, ¿sería en verdad su hijo? Recordaba que Aixinia le había referido algo al respecto, pero no estaba segura y temía hablar de aquello y ponerse en una situación incómoda y difícil de manejar. Lo cierto era que no había prestado especial atención a las palabras de su asistente y ahora lo lamentaba.
El niño -heredero según lo que la joven duquesa acababa de referirle- era muy vivaz y fuerte para la edad que aparentaba, comenzó a corretear y Antón se apresuró a seguirlo, pero el rusito de inmediato cayó al suelo producto de un resbalón. A Daria le dolió el cuerpo al verlo caer, pero no se movió -no pudo hacerlo, temía tocarlo como a pocas cosas- y la nana acudió con presteza a socorrer al pequeño.
-Le invito a acompañarme a la recepción que ha sido preparada para su bienvenida –le dijo, deseando que la joven comprendiese el idioma, e hizo un gesto con el brazo derecho para indicar el camino que debían seguir-, en ella podrá comenzar a hablarme acerca de sus planes artísticos para la ciudad que hoy nos acoge.
Atravesaron el ala derecha de la casa por el grueso pasillo hasta llegar al jardín de invierno, un sitio amplio y vidriado donde las plantas crecían en controlada libertad. El clima allí era natural, húmedo y perfumado por los jazmines que no hacían caso de las estaciones y nacían durante todo el año. Los sillones blancos estaban dispuestos alrededor de una mesa cuadrada de grandes dimensiones, en el centro del jardín, donde ya les aguardaban las teteras y los dulces típicos de aquella tierra.
Mientras ellas se acomodaban -y el pequeño séquito de asistentes las rodeaba-, la nana llegó con los dos pequeños herederos, pues también había allí sitio para ellos que debían participar de la formal recepción.
Antón se sentó a la mesa procurando estarse quieto y Daria se estremeció, hacía semanas que no pasaba tiempo tan cerca de su hijo. Reconoció en su redonda cara un gesto muy propio de Vlad y experimentó cierto alivio: al menos daba muestras de comenzar a parecerse al padre. Tal vez no todo estuviera perdido para él.
Daria A. Viazomskaia- Realeza Rusa
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Fecha de inscripción : 28/02/2017
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