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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Armgard Jue Abr 06, 2017 12:59 am

"The line dividing good and evil cuts through the heart of every human being."
Aleksandr Solzhenitsyn

A pesar de que no llevaba grilletes, podía sentir sus muñecas encadenadas, igual que sus pies. También podía sentir su boca tapada y sus deseos anulados. Armgard estaba enjaulada sin vivir entre barrotes. De hecho, podía caminar de un lado a otro; podía, también, respirar, comer, incluso pensar. Ah…pensar… Era allí donde radicaba su única libertad, era lo único que no habían podido quitarle. Era en su mente donde se sentía en su plenitud, porque era el lugar al que nunca podrían llegar, por más que la torturaran, por más que se esmeraran en doblegarle la voluntad. Su cuerpo había sido esclavizado, la despojaron de su identidad, de su pasado, le enturbiaron el presente, pero no serían capaces de sacarle las ideas. Era una mujer inteligente, y contra eso, no podían luchar.

Lo poco que había conocido de París, le resultaba repulsivo. Demasiadas personas, demasiadas apariencias, y eso le recordaba todo lo que le habían quitado. Esa vida que veía en los demás, había sido suya y de su familia alguna vez. Ella podía ser alguna de esas jóvenes que se paseaban, elegantes, bajo sus sombrillas. Podía ser, también, una de esas preciosas novias que había visto en las pocas caminatas que había realizado al mercado. Todo aquello había sido suyo, y no podía evitar la tristeza que le oprimía el pecho cuando se veía a sí misma en los otros. No había envidia, tampoco odio. Sino una nostalgia capaz de oscurecerle el ánimo, que siempre intentaba mantenerlo en alto, porque era de la única forma que no terminaría muerta.

Mirko, su dueño, pasaba sus días en eventos sociales, y había dejado de molestarla. Armgard lo agradecía. Ya no soportaba sus manos, su aliento… Estaba lavando su cabello cuando él ingresó a su habitación. Se quedó parado bajo el umbral, observándola hasta que ella notó su presencia, y se cubrió rápidamente. Él le sonreía, complacido. Gustaba de tomarla por sorpresa. Ella solía imaginarlo agazapado, esperando el momento exacto para saltar sobre su yugular y asesinarla. Aunque, a decir verdad, no creía que él fuera capaz de matarla. Sí su esposa, de la cual se mantenía alejada, porque no tenía intenciones de abandonar el mundo sin ver a su hermana por última vez.

Ésta noche vendrá a visitarme un amigo. Y quiero que sirvas —su voz grave, casi retumbaba en el pequeño habitáculo.

Sí, señor —le resultaba extraño, pues ella nunca lo hacía, salvo que se tratase de la familia.

Todavía no consigo el personal suficiente. Usa el uniforme de alguna de las criadas. Te verás bien —le sonrió, con aquella lascivia que a la esclava le retorcía las entrañas. —Luego, irás a mi alcoba —y sin darle tiempo a responder, se retiró.

El día estuvo destinado a los preparativos para la noche. Lo único que se sabía, era que Mirko recibiría a un gran amigo y que todo debía estar en las mejores condiciones. Los empleados eran escasos, por lo que los esclavos que habían viajado, que tampoco eran demasiados, se vieron en la obligación de realizar labores que les estaban prohibidas. Armgard, por su parte, luchó durante varias horas con su cabello, para aplastarlo bajo la cofia. Era rebelde, tanto como ella.

Se vistió con el uniforme negro que mejor le quedaba, aunque le resultaba un poco grande en la cintura. Le gustó volver a usar zapatos cómodos, hacía demasiado tiempo que no tenía aquella sensación. Inevitablemente, al caminar con ellos, sonrió. La hubiera gustado tener un espejo para mirarse, pero en ese sector no había ninguno. A las ocho de la noche, todo el personal fue convocado al ingreso, para recibir al invitado. A Armgard la obligaron a colocarse un paso atrás de los demás, que eran libres. Con la vista clavada en el suelo, escuchó el carruaje y la voz de Mirko, que denotaba alegría. Intentaba adivinar cómo sería aquel saludo. A los pocos segundos, pudo divisar que unos elegantes zapatos se posaban frente a ella. Se instó a no alzar la mirada, sería castigada, pero no pudo evitarlo. Sus ojos verdes se elevaron por un minuto, y se cruzaron con los del invitado de su amo. No fue capaz de sostenerle la mirada y pegó el mentón al pecho, al instante. Armgard sintió miedo.
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Mensaje por Michael Kimber Vie Mayo 05, 2017 12:49 am

Deny a man pleasure, the possession of woman’s body
and he will show you his true colors.

—Chirag Tulsiani.


Siendo las ocho menos diez, Michael bajó de su carruaje y se detuvo frente a la entrada principal de la residencia Bagnoli. Era una construcción decente, bien hecha, pero nada impresionante desde su punto de vista indudablemente frívolo. Pensó que era una verdadera pena que la casa de Mirko no lograra despertar un poco de interés en él, habría sido un buen aliciente, ya que la sola idea de pasar una velada en compañía de él y de su esposa, a quien además de poco agraciada consideraba en extremo insulsa, no le provocaba el menor entusiasmo.

El italiano tenía la culpa de que Michael hubiera desarrollado esa apatía hacia él y su familia, porque desde que se habían conocido, no había dejado de atosigarlo con sus desmesuradas atenciones. No eran amigos, eso era un hecho, pero éste insistía en tratarlo como tal; lo tuteaba como si se conocieran de toda la vida y a menudo se les veía juntos, en restaurantes, bares, incluso en burdeles, pero sólo porque Bagnoli se aferraba a él como una insoportable garrapata. Corvinus le seguía el juego y con una serenidad fría lo soportaba, incluso fingía que sus bromas y comentarios tan poco ingeniosos le causaban gracia, pero consideraba extremadamente molesto al adulador. No era idiota, muy en el fondo sabía que si Mirko hacía todo aquello, invitarlo a cenar a su casa, era solamente porque buscaba conseguir un favor.

Algo resignado, pero también determinado a descubrir de una vez por todas lo que Mirko se traía entre manos, avanzó. Llamó a la puerta y ésta se abrió prácticamente al instante. Los sirvientes ya se encontraban allí, formando dos hileras, y en cuanto el invitado pisó la alfombra del recibidor, éstos se pusieron rígidos, manteniendo la espalda firme y el rostro gacho en señal de sumisión y respeto. En completo silencio, Michael dejó su chaqueta y su sombrero, y caminó por el espacio vacío entre las dos hileras de empleados, observándolos, como si se tratara de una inspección. Cuando llegó a la morena de cabello crespo, se detuvo frente a ella. Sus ojos azules la miraron fijamente. Aun sin proponérselo, el porte de Corvinus resultaba intimidante.

Qué extraño era que un hombre de su posición, tan superficial como él, mostrara interés por una insignificante empleada. Negra, además. Pero esta esclava, con su piel de un tono canela oscuro y esos inmensos ojos verdes que lo miraron apenas un segundo, le pareció una belleza. Se quedó allí, absorto, observándola de una manera casi inaceptable. Sólo se acordó de parpadear cuando el pesado de Bagnoli y su esposa aparecieron para darle la bienvenida, deshaciéndose en halagos, como era su costumbre.

¡Ah, Michael, mírate, tan elegante como siempre! —exclamó Mirko y con efusividad se aproximó para darle un abrazo. Como respuesta al indeseado contacto físico del lameculos de Bagnoli, Michael se puso rígido, apretó la mandíbula y finalmente mostró una sonrisa forzada—. Qué placer tenerte en nuestra casa.

El placer es mío —mintió. Luego, se giró para adular a la esposa de Mirko. Le dijo que el vestido que llevaba puesto la hacía lucir muy bien, pero fue un vil sarcasmo; dudaba que existiera en el mundo una prenda que pudiera resultarle favorable a una mujer tan fea.


***


La lambisconería continuó durante la cena. Mirko le habría dado de comer en la boca, si Michael se lo hubiera permitido. Era verdaderamente molesto escucharlo y ver cómo su mujer lo secundaba con su risita estúpida, celebrando todo lo que éste decía, lo que volvía doblemente insoportable la situación. De vez en cuando se distraía mirando a la mulata que servía, lo que llegó a extrañar a los Bagnoli, porque Corvinus no lo hacía con discreción, sino que se perdía, delineándola con indudable lascivia, desnudándola con la mirada. Cuando sintió que ya había tenido suficiente de los Bagnoli por esa noche, decidió dejar de fingir que le interesaba su parloteo e ignorándolos por completo, se giró hacia la esclava.

¿Cómo te llamas? —Preguntó con voz vibrante y arrebatadora. La muchacha lo miró, pero no respondió. Supuso que lo tenía prohibido.

Su nombre es Armgard —intervino Mirko—, pero eh, Michael, no creo que…

Cállate, Bagnoli —lo cortó Michael con brusquedad, lanzándole una mirada de impaciencia—. Se lo pregunté a ella, no a ti. Si realmente te interesa hacer tratos conmigo, lo que indudablemente ha sido la causa de todo este circo, deberás aprender a mantener la boca cerrada cuando la situación lo amerite.

Mirko se mordió la lengua. Altanero y dueño de sí mismo, Michael volvió a dirigir toda su atención a la muchacha.

Te hice una pregunta y quiero que seas tú quien la responda —su petición de pronto se volvió una orden—. Habla.


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Mensaje por Armgard Vie Jun 09, 2017 1:03 am

Odiaba servir, odiaba todo lo que la mantuviera atada a ese horror. A pesar de los años que llevaba como esclava, le era imposible terminar de acostumbrarse. Se caracterizaba por ser una mujer versátil, y a pesar de que había intentado armar un personaje de sí misma para proteger los vestigios de su pasado y aferrarse a ellos con la esperanza de recuperar lo perdido, cada día la esperanza se diluía como agua entre sus dedos. Contemplaba, trágicamente, cómo la vida pasaba ante sus ojos, mientras ella se mantenía estática. Quería correr tras sus sueños, tras la libertad que tanto añoraba, pero estaba atada. Pensaba en su dulce Mahdi, en lo que podía estar pasando por la condición a la que la habían reducido, y sólo rogaba que su suerte fuera menos negra que la propia. Gran parte de la impotencia de Armgard, radicaba en que ya no podía proteger a su hermana, como tampoco había podido proteger a su madre de sus propios fantasmas. A veces, creía que merecía todo lo que le había pasado.

A lo largo de la cena, percibía la mirada del invitado de Mirko. La sentía, atravesándole la ropa y clavándosele en la piel. Era una mujer perceptiva y sensible, la afectaba más de lo que realmente demostraba. De hecho, cualquier otra muchacha en su lugar, habría tirado la mitad de la comida y hubiera arruinado el resto, por puro nerviosismo. La educación que había recibido y la elegancia que había heredado, le impedían dar un espectáculo lamentable. De hecho, se sentía de, cierta forma, contenta por volver a usar zapatos. La había costado al principio, pues solía estar descalza o usando unas sandalias que le provocaban dolor, pero su cuerpo tenía memoria y la dignidad había vuelto a ella, deformada, pero dignidad al fin, y tenía pensado disfrutarla.

La pregunta de Corvinus la tomó desprevenida, especialmente, porque su enorme capacidad de abstracción la habían sacado de esa sala y la habían llevado a un lugar feliz, a esos mismo a los que recurría en los momentos de meditación. No se sobresaltó, pero sí su rostro mostró una sorpresa inicial y, fue por eso, que lo miró. Sabía que no debía hacerlo, pero le fue inevitable. Ella…ella había sido igual a ellos, ¿por qué, de pronto, tenía que sentirse inferior? La rebeldía natural que la caracterizaba, la obligó a erguirse y adoptar aquella postura que había aprendido de su padre. Armgard había sido una dama, había tenido apellido, prestigio e instrucción como cualquier heredero. Se lo había robado materialmente, pero continuaba siendo suyo. Dudó cuando Mirko interrumpió la pregunta pero le lanzó una mirada desafiante antes de responder.

Armgard, señor. Mi nombre es Armgard —y, de pronto, recordó quién era. Como si su identidad se hubiera mantenido dormida y doliente. Su nombre fue punzante, porque le hubiera gustado presentarse de forma completa. <<Armgard Aimée van Vollenhoven-Söhngen>> gritó su alma, en la plenitud de la libertad de pensamiento que no habían logrado arrebatarle, al menos, no por ahora. Ella había visto cómo la voluntad de esclavizados y esclavizadas, que aparentaban fortaleza y orgullo, era doblegada y suprimida por completo. Las torturas y la ignorancia se volvían en contra de los nobles espíritus que albergaban los cuerpos maltrechos. La primera vez que vio a un hombre caer de rodillas, rogando piedad, lastimado y marcado con el carimbo que le quemaba la piel, supo lo que le esperaba. Aún resistía, pero sabía que no era inquebrantable. — ¿Por qué ha querido saber mi nombre? —atrevida, insolente. Detectó cómo la esposa de su dueño hacía el amague de contestar pero, un Mirko sumiso –como nunca lo había imaginado- la detenía con un gesto de su mano. Armgard hizo un paso al frente, a pesar de saber que enfrentaría los latigazos luego de que el invitado se retirara.
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Mensaje por Michael Kimber Jue Oct 05, 2017 7:46 pm

Armgard —repitió Michael, y no solo pronunció su nombre, sino que éste le recorrió la lengua y él lo paladeó, como si se tratara de algo novedoso y absolutamente exquisito.

Se dedicó a mirar Armgard, muy fijamente, ésta vez demorándose en ello todo el tiempo que le vino en gana. Súbitamente sus pensamientos giraron en torno a una fantasía sexual que llegó a él de manera intrusiva y absolutamente intensa. Para Corvinus era una sensación de lo más familiar; no solo un deseo repentino y pasajero, sino una necesidad que generaba en él impulsos que se volvían irrefrenables y que eran imposibles de apaciguar, a menos que se materializara la fantasía. No, no estaba loco, sólo era un adicto al sexo, y como tal era capaz de cualquier cosa con tal de saciar su obsesión. Su caprichosa mente se lo ordenaba y él era demasiado débil para negarse a obedecer.

Su mirada descendió hasta la protuberancia de sus pechos, firmes, redondeados y generosos. Experimentó una sacudida y sintió tantas ganas de tocarlos que su respiración se volvió irregular, aunque supo mantenerla silenciosa. Así transcurrieron algunos minutos, en los que a Michael no pareció importarle nada más; la mirada atónita de sus anfitriones, o si su insistente e inadecuada contemplación hacía sentir incómoda a la muchacha que yacía de pie ante todos ellos.

¿Por qué? ¿Por qué de pronto una insignificante negra adquiría tal protagonismo? Mirko y su esposa parecían preguntárselo en silencio. Pero, como a menudo ocurría, lo cierto era que ni el mismo Corvinus sería capaz de explicar aquella repentina obsesión por la esclava. Todo lo que sabía era que la deseaba y que la habría tomado allí, en ese preciso momento. Tenía un cuerpo maravilloso que no podía dejar de admirar, y esa cara, sencillamente preciosa... No era como esos negros de rasgos toscos que Michael a menudo –y con toda la intención de denigrarlos- comparaba con simios. Con sus labios carnosos y su cuello largo como el de un cisne, Armgard era una auténtica belleza, y él, un bastardo con suerte, pues la había encontrado justo allí. De una cosa estaba seguro: el estúpido de Bagnoli no se la merecía.

¿Es Armgard buena en lo que hace? —Ignorando la pregunta de la muchacha, Michael quebró el silencio y se dirigió a Mirko. Sólo entonces dejó de mirarla. El hombre no pareció entender la inesperada pregunta de su invitado y bastante confundido frunció el ceño. Michael decidió reformular sus palabras—. Que si es una buena esclava. ¿Te satisface su trabajo?

Pero aún cuando Corvinus se corrigió, Mirko no pudo evitar mostrar su desconcierto. Se tomó un minuto para reflexionar. ¿En qué momento la velada se había desvirtuado de aquel modo? Era un rumbo demasiado inesperado el que había tomado, no lo comprendía. La insistencia de Michael, su interrogatorio… todo le parecía absurdo, pero se sintió obligado a responder.

Bueno… sí.

Excelente. La quiero —repuso Michael enseguida, con toda esa determinación que lo caracterizaba. Más confundido que nunca, Mirko crispó el rostro. ¿Había escuchado bien? ¿Qué diantres significaba aquello?    

Michael, discúlpame, pero no sé si entendí bien —fue lo único que atinó a decir. Cogió la servilleta y procedió a limpiarse la comisura de los labios, removiéndose un tanto nervioso sobre la silla.

He dicho que la quiero —reafirmó con autoridad—. Véndemela. Te la compro. Necesito a los mejores trabajadores en mi casa, estoy harto de la gente incompetente. Acabas de decir que Armgard es excelente y yo te creo. Ella es justo lo que estoy buscando.

Mirko se mostró tenso pero no rechistó, aunque pensó en hacerlo. De todos sus esclavos, Armgard era su favorita. Tenía sus motivos para no querer desprenderse de ella y, desde luego, y el aprecio no era uno de ellos.

¿Qué pasa, Mirko? No estoy pidiéndote que me la regales —sin quitarle la vista de encima, Corvinus arqueó las cejas e irguió el cuello—. He dicho que te la compro. Pagaré por ella. Ponle precio.

Era absolutamente despreciable que se dedicaran a hacer tratos como si se tratara de una vaca cuando en realidad era un ser humano, y que ella estuviera presente, escuchándolo todo, lo volvía todavía más aborrecible. A nadie pareció importarle eso.

Mirko y su esposa se miraron, preguntándose si se trataba de una broma o si realmente Michael Corvinus, inmensamente rico, estaba dispuesto a desembolsar la cantidad que ellos dijeran con tal de salirse con la suya. Visto desde una perspectiva claramente oportunista, era una excelente oportunidad. Además, Mirko necesitaba quedar bien con Michael y oponerse a sus deseos era equivalente a cerrarse él mismo las puertas.

Espero una respuesta —insistió, y éste le indicó con un ademán comenzaba a impacientarse—. Es simple: ¿cuánto vale Armgard para ti? No creo que sea tan difícil. Te conozco y sé que debes tener la cifra en la cabeza, sólo tienes que…

Tres mil francos —se precipitó a decir Mirko, antes de que Michael pudiera terminar su frase. Pero eso no sería todo—. Y una sociedad altamente lucrativa en tu negocio —tal y como imaginó desde el inicio, el verdadero interés salió a relucir. Lo miró fijamente y en su boca casi llegó a dibujarse una burlona sonrisa. Mirko permaneció expectante.

Hecho —respondió con una calma que solo un hombre de su posición era capaz de mostrar al acceder pagar semejante suma por una esclava. También estaba el asunto de tener al desagradable lameculos de Bagnoli como socio, pero al final no le importó. Si Mirko hubiera pedido más, probablemente habría accedido, si eso significaba adueñarse de Armgard.

Sin más, Michael se limpió la boca y se levantó de su silla. Cuando comenzó a abotonarse el traje ya no quedó duda alguna de que su intención era retirarse. Sorprendido, Mirko intentó persuadirlo para que se quedara, pero fue inútil.

De esto se trataba todo, ¿no es así? ¿O aún hay algo que quieras, Mirko? ¿Una mansión en la zona más exclusiva de París? ¿Tal vez un carruaje nuevo? —se burló—. Descuida, te haré llegar el cheque y nos reuniremos para discutir lo de la sociedad.

Su sombrero le fue entregado y se dirigió a la salida, pero antes de cruzar la puerta principal se detuvo y se giró.

¿Qué haces? —Le dijo a Armgard, que se había quedado allí, casi sin moverse, en el centro del comedor—. ¿No escuchaste lo acaba de ocurrir? Ahora me perteneces y por tanto vienes conmigo. Nos vamos. Ahora. No lleves nada contigo. Estaré esperando en el carruaje.


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Mensaje por Armgard Dom Oct 22, 2017 10:44 pm

Algo hervía en su interior. Se veía a sí misma siendo tratada como un objeto intercambiable. La habían reducido a eso, ya no le quedaba dignidad, ni entidad, ni voz, solo sus pensamientos. Solo ahí no sentía el peso de sus opresores, de su pasado, ni del dolor de haberlo perdido todo. Y cuando pensaba en ese todo que había perdido, no se refería a lo material, sino a su familia. Todo se había derrumbado en cuestión de minutos, la habían despojado de lo que amaba. La imagen de su madre suicidándose la perseguía, era un fantasma silencioso que la catapultaba hacia un universo oscuro y sin esperanza. Y le costaba salir de allí, y se le rasgaba el alma cada vez que lo intentaba; pero lo conseguía, y la pesadumbre de su pecho se amilanaba, y retomaba la fuerza para continuar, para encontrar a Mahdi y sanar tanto dolor. Era la risa fresca de su hermana lo que le insuflaba ánimo y la instaba a seguir de pie, a soportar el esmero que la sociedad implementaba y pisotearla una y otra vez.

Sorprendida por el careo, los ojos de Armgard se abrían más. ¡No podía creerlo! Aquel completo desconocido, con aquel halo de crueldad y misterio rodeándolo y atravesándolo, presionaba a su dueño para que le pusiera un precio. Era una mujer inteligente y culta, que sabía perfectamente de lo que se estaba hablando, que sabía de números y que tuvo que ahogar una exclamación cuando Mirko dio la cifra. ¡Tres mil francos! Inmediatamente se llevó la mano a la base de la garganta, por lo temerario que resultaba el pedido. Y apretó el otro puño, clavándose las uñas en la palma, cuando manifestó que también quería formar una sociedad. Ella no valía eso. Era una esclava rebelde, inútil y, por sobre todas las cosas, instruida. No había nada peor que un esclavo educado. Era un simple pedazo de carne, sin ningún tipo de derechos, ni afectos, ni sentimientos, que podía ser usado y descartado sin sentir algo de culpa. Sin embargo, cuando aquel extraño caballero aceptó, un escozor le recorrió la espalda. <> reflexionó, y se imaginó que junto a ese hombre, todo podía ser peor.

¿Aún peor que ser violada por Mirko y sus amigos? ¿Aún peor que haber sido la culpable de la muerte de su madre? ¿Aún peor que las decenas de marcas que le habían arruinado la tersa piel de su espalda? Una parte de alma, se negaba a aceptar que podía haber un infierno peor, pero otra, más cruel, le decía que sí, que ese que ahora era su dueño, terminaría por ser su verdugo. No podía moverse, y tampoco respirar. Había estado conteniendo la respiración todo ese tiempo, y sólo exhaló cuando Michael -¿habían dicho su apellido? No lo recordaba- se puso de pie y se dirigió a ella. ¡¿Qué?! ¿Tan rápido? Lo observó perderse tras el umbral, e inmediatamente sintió la mano de Mirko envolviéndole el brazo y apretándolo sin piedad.

Puta bruja asquerosa, ¿qué le hiciste? ¿Con qué lo hechizaste? —más que furia, en su voz había dolor, y en su mirada reproche.

Suélteme. Ya no le pertenezco —se defendió, arrebatada por una oleada de coraje.

Revocaré este trato. Te quedarás conmigo —intensificó el amarre.

¿Por qué harías eso? —se quejó su esposa. —Déjala ir. Esta esclava es la mejor adquisición de tu vida. Mira lo que has conseguido.

Atónito por la intervención de su esposa, Vuković aflojó la presión, y Armgard aprovechó para soltarse. Hizo dos pasos hacia la salida, pero giró sobre sus talones y miró a Mirko a los ojos. Fue un instante, un impulso, pero se relamió los labios y luego, lo escupió. Gozó de ese segundo antes de que él se abalanzara, y salió corriendo hacia el carruaje donde la esperaba su nuevo dueño. Dudó si subirse en la cabina o junto al cochero, pero este le sostenía la puerta, y encontró placer en aquella atención, le recordó a aquellos tiempos felices en los que era una van Vollenhoven-Söhngen. Le sonrió al hombre, que pareció sentirse insultado. ¡Cierto! Continuaba siendo una esclava. Se sentó frente a Michael y dio un respingo cuando la puerta se cerró.

Ha hecho un pésimo negocio —se aventuró a hablarle. Continuaba tentando a su propia suerte. Rebelde. Siempre rebelde. —Soy una esclava inútil, no soy buena en los quehaceres domésticos y su nuevo socio me convirtió en su ramera y la de sus amigos —lanzó aquello como si fuese un vómito, el sabor a bilis le invadió la boca y la garganta. —Y no estoy dispuesta a ser la suya, si eso es lo que pretende de mí. Señor, aún está a tiempo de devolverme o matarme, y si me da a elegir, prefiero la segunda opción —Armgard suspiró, como si ya no tuviera nada para perder.
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