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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Eitana Heifetz Mar Abr 25, 2017 10:59 pm

Sumida en la desesperación, con la ropa desprolija, el cabello enmarañado, el cuerpo lastimado y el rostro empapado en llanto y en alguna que otra gota de su propia sangre, había huido de su hogar cuando logró escapar de las manos de su madre, que amenazaban con acabarla. Había corrido con una desesperación de la que no se creía capaz, como tampoco había creído capaz a esa mujer, de golpearla de aquella manera. Aturdida, mareada, atónita, no había tenido rumbo fijo, y no supo exactamente cuánto tiempo había pasado desde que logró escapar de los guardias de la mansión y ese punto exacto, en el que miraba hacia todos lados y no sabía dónde estaba. Estaba rodeada de gente espeluznante o, al menos, eso le parecía a ella, que no conocía nada del mundo que la rodeaba. Olían mal, insultaban, escupían al hablar y los harapos que vestían, estaban raídos. Algunos, ni siquiera llevaban calzado, tal como ella en ese momento. Sin embargo, a leguas se notaba la calidad de su vestido negro. En el trayecto se había quitado las enaguas que le quitaban comodidad.

Todo había comenzado esa mañana, cuando Sara había entrado intempestivamente a su habitación, campante, con una gran caja sostenida por dos doncellas. Eitana había estado leyendo poesía, de esa que su familia censuraba, y había logrado esconder el libro bajo la almohada, antes de que la mujer se diera cuenta. Desconcertada, la muchacha, había observado cómo desplegaban su vestido de novia. Sin ser dueña de sí misma, le había permitido a las empleadas que la desvistieran ante los ojos de su madre y le colocaran la prenda. Cuando estuvo lista, Sara fue hasta la puerta y llamó a Stella. Eitana, primero se preguntó quién era, y luego recordó que era la modista. La cuarentona tomó algunas medidas de su busto y las mangas, pero con una amplia sonrisa dijo que ya estaba casi listo para el gran día.

No quiero casarme —susurró, bajito, creyendo que nadie la había escuchado. Menuda inocencia. Sara estaba justo a su lado y la miró a través del espejo, con los ojos inyectados de odio. Eitana comprendió que la había oído y empalideció de pánico. Su madre siempre le daba miedo. Ésta hizo salir a las mujeres, acusando una conversación con su querida hija.

¿Qué dijiste, estúpida? —se envalentonó en cuanto la puerta se cerró. Le dio una bofetada, luego otra, y otra más. La barbarie se desató. La mujer no se detuvo, ni cuando su hija se encontraba en el piso, retorcida del dolor. Le daba puntapiés en el estómago y la arrastró de los cabellos de un lugar a otro. Los gritos de Eitana alertaron a las doncellas, que abrieron la puerta. Fue ese instante de distracción que la joven aprovechó para escabullirse. Luego, todo fue oscuridad.

Los hombres y las mujeres, de todas las edades, se detenían a mirarla. Era una visión trágica. Una muchacha vestida de novia, con el cuerpo lastimado y la elegante tela ropa y sucia de tierra y sangre, en medio de aquella mugre. Estaba aterrada. ¿Dónde estaba? ¿Cómo volvería a su casa? No se atrevía a hablar con nadie. Haciendo acopio de cierto grado de valentía, se tomó la falda y caminó hacia unas escalinatas, que conducían a un edificio que, a simple vista, parecía inhabitado. Cuando estuvo a punto de sentarse, no se dio cuenta del vidrio roto sobre el suelo, y los pequeños trozos se le clavaron en las plantas de los pies, que ya estaban maltrechas. Cayó sobre los escalones al tiempo que emitía un quejido. No se atrevió a mirar las heridas, y se limitó a llorar observándose las manos.

Sin embargo, alzó la vista cuando dos individuos se acomodaron, uno a cada lado de ella. Apestaban a alcohol y le sonrieron. Su boca contenía todos dientes putrefactos. Eitana quiso ponerse de pie, pero se lo impidieron. El miedo la paralizaba, y sólo pudo abrir ampliamente sus ojos cuando el que se encontraba a su derecha descubrió uno de sus senos. La muchacha comenzó a temblar.
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Mensaje por Aurélien Varèse Mar Mayo 30, 2017 10:43 pm


Ir a esa parte de la ciudad no era nuevo para él. Aún cuando su falso padre, el señor Varèse todavía vivía y él no era parte de la inquisición. Era algo que había aprendido de los Sorrentino, porque Carlo y Sandro fueron más unos padres para él, que sus propios padres. Eso sí, desde que se hacía pasar por Aurélien y había convencido al mundo entero de que era él, cuando iba, lo hacía de manera anónima, escondido. Se vestía con un abrigo con capucha, tejido y muy desgastado; era perfecto. Le tapaba el rostro de los curiosos, sin entorpecerle la vista.

Así, pasaba por uno más de los locos y mendigos que estaban ahí, pidiendo limosna. Les llevaba comida y ropa, nunca dinero; si lo hacía, lo usarían para comprar más alcohol u opio, o para contratar prostitutas. No que Aurélien condenara los vicios (el tenía los propios), pero lo que necesitaba esta gente era comida y abrigo.

A pie, recorrió las calles hasta adentrarse a ese sitio que ningún hombre, mucho menos uno en su posición, se atrevería a caminar solo. Estaba demasiado seguro de sus propias habilidades como para temer. Algunos, los más viejos, los que más lunas habían pasado en esas calles pestilentes, lo reconocieron y se acercaron. Aurélien comenzó a repartir lo que llevaba en un saco. Rodeado de gente, vio pasar a una mujer vestida de novia. Su vestido parecía demasiado limpio para ser una loca que hace mucho huyó de su casamiento y ahora vagaba por esos mismos laberintos de miseria. Fue a no prestarle más atención cuando notó que dos hombres que no se habían acercado y que bebían copiosamente, se dirigieron hacia ella.

Ten, ten —le dio el saco con la comida y la ropa a un chiquillo—, termina de repartir —no esperó por una respuesta, fue tras los hombres, y por ende, tras la mujer.

Se detuvo a unos metros para ver la escena. La mujer parecía asustada, y sangraba de los pies, además, tenía sangre seca de golpes que había recibido hacía más tiempo, algunas horas, quizá. Los borrachos se estaba divirtiendo con ella. Cuando intentaron desnudarla, fue como si encendieran algo en su interior. Caminó con paso firme y apresurado, aún encapuchado. La mitad del rostro tapado por la tela, y la otra mitad por la barba, misma que se había dejado apenas recientemente.

Tocó el hombro del tipo más cercano a ella, que por reflejo, se giró para verlo. Si palabras, Aurélien le soltó tremendo golpe en la quijada. No estaba especialmente entrenado para pelear cuerpo a cuerpo, sin embargo sabía lo básico, y dos hombres en aquel estado no representaban gran amenaza. Se rehusó a usar sus poderes, era algo que podía solucionar de manera más sencilla.

Se giró para ver al otro, que ya iba a por él, tambaleándose. Aurélien se agachó con facilidad para esquivar el golpe y lo tomó de la cintura para hacerlo caer. Lo tenía a su merced, una patada bien acomodada y lo hubiera matado si hubiera querido. Aurélien no era de los que mataban sin sentido.

Largo —ordenó con voz como trueno. Zeus castigando a los mortales—. ¡Largo les digo! Antes de que me arrepienta y los mate —elevó más la voz, la amenaza era real, aunque casi imposible que se cumpliera... por ahora al menos; y con ello, ayudados por las manos para no caer, los apestosos ebrios se marcharon.

No voy a preguntar si se encuentra bien. Es obvio que no —se giró, continuó hablando con ese tono algo imponente y lejano. Se quitó la capucha, dejando su rostro al descubierto; no es como si con ella inspirara confianza. Sus rasgos duros y sus ojos azules como el cielo del Infierno sólo indicaban peligro.

Tampoco voy a preguntar de dónde viene. Cúbrase y venga… no trate de levantarse, las plantas de sus pies están muy lastimadas —sin más, acomodó un brazo su espalda y otro en la flexión de sus rodillas y la levantó con mucha facilidad—. Dígame a dónde debo llevarla, y la llevaré —continuó como si se tratara de un soldado cumpliendo su deber. Ni siquiera la miró de nuevo, su pecho descubierto, su rostro demacrado, sus ojos enrojecidos e hinchados. Simplemente no podía dejarla ahí, así, tan vulnerable.
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Mensaje por Eitana Heifetz Dom Sep 10, 2017 5:01 pm

Aquella secuencia parecía formar parte de la vida de otra persona. No le pertenecía a ella. ¿Cómo había llegado a tal estado de abandono y vulnerabilidad? De ese mundo la habían estado protegiendo durante veintidós años; ese no era el “afuera” que ella había imaginado. En la soledad de su reclusión, había trazado sobre los lienzos de la calle un Universo sin aquella perversión. No cabía en su cabeza que alguien pudiera aprovecharse de otro, como le estaba ocurriendo en ese preciso instante. Sola, temerosa y lejos de todo lo conocido. Su madre siempre tuvo razón, ¿para qué quería cruzar el umbral todos los días? ¡Estaba tan arrepentida de haber huido! La vacua sensación de libertad que había anidado en sus esperanzas hacía tan sólo unas horas, se había desvanecido por completo, como si nunca hubiera estado allí. A cambio, se le había instalado un temor profundo y tenebroso, que la cubría de bruma y no le permitía reaccionar.

Como si hubiera salido de su cuerpo, observó el momento en que los acosadores eran espantados por una figura robusta. La voz grave de su salvador, la hizo regresar en sí, pero los temblores de pánico no cesaron hasta que escuchó las órdenes que le daba. No sabía demasiado de la vida militar, pero le parecía estar escuchando a un general mandando a un simple soldado raso. Ella, por supuesto, ocupaba ese segundo lugar. Lo miró con ojos llorosos, sorbiendo por la nariz el molesto y poco elegante líquido que emanaba producto del llanto y el frío, y se mordió el labio inferior para no hacer un puchero, como si se tratara de una niña pequeña, aunque así se sentía. Como una nena a la que nadie quería y todos habían abandonado. Pero entre toda aquella mierda, había emergido una flor. Una con un rostro muy bello y ojos gélidos. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando clavó sus fanales en los ajenos, porque vio tempestad allí donde había pupilas. Pero, a pesar de todo, se sintió a salvo.

Le dejó hacer y se refugió en su pecho, mientras intentaba cubrirse sin dignidad, la intimidad de sus senos, aquellos que ni siquiera ella misma se había atrevido a mirar y que, ahora, parecían formar parte de un bizarro espectáculo. Eitana quería continuar llorando, pero se instó a no hacerlo. La calidez del cuerpo del hombre, inmediatamente, ayudó a mejorar su estado, y recordó cuando era pequeña y su padre la acunaba luego de que su madre le diera una tunda sin motivos que justificasen el maltrato.

Gracias, Monsieur —susurró, con timidez desmedida. Era una adulta que no sabía dónde vivía, jamás le habían explicado cómo volver a casa, ni siquiera sabía cuál era el nombre de la calle en la que estaba ubicada su residencia. Tampoco un punto de referencia. Siempre la habían llevado en su carruaje, acompañada. Comenzaba a darse cuenta de lo acotado, simple e imperfecto que era ese mundo de cristal que habían construido sólo para ella, de lo inútil que verdaderamente era, de lo ridículo de su situación. El caballero era tan seguro de sí mismo que la abrumaba, pero Eitana no sabía mentir, no era capaz de inventar un relato que la hiciera quedar mejor.

Yo…estoy perdida. No sé cómo regresar a mi hogar, ni siquiera sé dónde estoy, ni cómo llegué aquí —agradeció que, al menos, la voz ya no le temblara como instantes atrás. De pronto, de su cuerpo se apoderó un gran cansancio, como si toda su vida hubiera caído sobre ella. No pudo seguir el hilo de la conversación. Los ojos se le cerraron y se sumergió en un sueño hondo y turbulento.
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Mensaje por Aurélien Varèse Jue Nov 02, 2017 11:12 pm


Continuó caminando con paso firme, espalda y hombros rectos y el mentón en alto, el peso que llevaba en los brazos era poco y no representaba un gran obstáculo. Sólo agachó la mirada para verla cuando habló, y asintió, sin contestar. Estaba perdida, y aturdida, creyó, cuando se calmara, tal vez sería más fácil llevarla a casa. Pensó en conducirla a la residencia Varèse, pero ésta estaba lejos y prefirió apresurarse. Tenía el lugar adecuado para estas situaciones: en uno de los callejones menos horribles de aquella zona, conservaba una casita de apenas una habitación, un baño y una cocina diminuta, lo suficiente para sobrevivir; la conservaba ahí porque visitaba tanto la Corte de los Milagros que resultaba conveniente, aunque rara vez la había usado, no obstante, la situación que tenía enfrente le demostraba lo buena idea que era que existiera ese lugar. Aurélien era hombre precavido, por muchas, muchas razones.

Fue mejor que se durmiera, como hizo, eso le hizo más fácil el trayecto, porque a pesar de todo, de sus obras caritativas, de su posición en la Inquisición, él no era de los disfrutaran mucho una charla. Prefería la compañía de las flores y las enredaderas sobre puertas de metal.

A los pocos minutos, estuvieron ahí, en ese refugio cerca del lugar de los hechos. Se pegó mucho a la puerta y señaló la perilla con un dedo, para abrirla con un conjuro que susurró, ese lugar, como todas sus propiedades, estaba resguardado por sortilegios muy complejos que sólo él conocía. La puerta cedió, y se abrió para darles paso. Sólo había una cama junto a la única ventana y una mesilla con unas flores de intenso rojo, mismas que se mantenían con vida gracias a otro de su trucos. Cerró la puerta con el pie y se acercó a la cama, donde con mucho cuidado, para no despertarla, la dejó descansar. Se quitó la capa y con ella cubrió su pecho desnudo. Se irguió para verla.

¿De dónde saliste? —susurró mientras la contemplaba. Hermosa y frágil, con una tragedia a cuestas que se notaba en su gesto cansado. Como una niña lejos de casa. Negó con la cabeza y fue hacia la cocina.

Ahí tenía unos pocos trastos y algunas infusiones que él mismo plantaba y cosechaba: manzanilla, hojas de té chino, canela y tilo, que fue finalmente lo que tomó. Puso a hervir el agua y fue al baño, donde removió algunos frascos que tenía ahí, medicinas muy sencillas por si algún loco o vagabundo de la corte se lastimaba. Dio con un tarro de cristal oscuro, lo destapó y olió; era lo que estaba buscando. También tomó vendas nuevas.

Al salir, ella seguía dormida, lo cual le pareció mejor y se hincó al extremo de la cama, donde con suavidad tomó sus pies. Ella se removió y la soltó, no quería despertarla. Una vez que se aseguró que no abriría los ojos, empezó a untar el contenido del frasco en las heridas. Era una pomada para que no se infectara, olía a menta pero no debía de dolerle, al contrario, debía traerle algo de alivio. Hacer todo eso no le molestó, estaba acostumbrado a ayudar a los demás, aunque su apariencia fría no lo diera a entender así. Una vez que terminó, comenzó a vendar los pies, era hábil y terminó rápido. Al volver a ponerse de pie, se percató que un par de ojos tristes lo observaban. Todo su esmero para no despertarla fue en vano.

¿Cómo se siente? —preguntó con voz desapasionada—. Lamento haberla despertado —continuó—, me llamo Aurélien, no tenga miedo, no voy a hacerle daño. Buscaremos cómo solucionar esto —declaró, y fue un misterio a qué se refería.

La tetera en la lumbre anunció que el agua estaba lista, y sin decir nada, regresó a la cocina, donde tardó unos minutos y luego regresó con una taza de peltre con el té endulzado con miel humeante en ella.

Beba —le dijo mientras le entregaba el trasto—, le hará bien. —Se quedó de pie a un lado, observándola. Creyó que era una criatura peculiar, interesante incluso, y Dios sabía que para llamar la atención de alguien como él se requería bastante.
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Mensaje por Eitana Heifetz Mar Dic 05, 2017 10:32 pm

Corría por su casa. Estaba vacía, oscura, llena de polvo y telas de arañas. Solo escuchaba el sonido de sus pasos y de su respiración agitada, pero alguien la perseguía. ¿Quién? Eitana miraba hacia atrás pero no veía ninguna figura. Sabía que debía huir. La sensación de terror no la abandonada. Subía y bajaba escaleras, se chocaba muebles y tropezaba. Llegó al altillo y se asomó por la ventana. Era mucho más alto de lo que recordaba. Las piernas le temblaron, pero alguien se acercaba. Debía lanzarse, debía escapar. Cualquier cosa era mejor que ser atrapada. La puerta a sus espaldas se abrió de par en par, golpeando contra la pared. El ruido la sobresaltó, pero no se atrevió a girar la cabeza para descubrir de quién estaba huyendo. Se lanzó al vacío… Un perfume suave la hizo flotar, y lejos de caer sobre el barro que había visto, sus rodillas se asentaron en un colchón de hojas secas. El crujir de estas la arrancó una sonrisa. Ya no tenía miedo. Estaba segura y confiada. Ya no había caos a su alrededor. Ya no le dolían los pies. Se levantó y comenzó a caminar por el camino que se mostraba ante ella. Árboles enormes, frondosos y florecidos la hacían girar y reír, extasiada… Llegó al final, había un lago cristalino. Se asomó para observar su reflejo. Era una niña. Esa Eitana niña que adoctrinaron. Se alejó de pronto, triste, muy sola, tan desprotegida…

Cuando abrió los ojos, el cuerpo le pesaba, pero una sensación suave y cálida le acariciaba las plantas de sus pies. Observó al hombre que la había salvado minutos antes. Se sumió en un mutismo insoldable, pero no temió. Aurélien… Le hubiera gustado repetir su nombre porque le supo a dulces, como si se derritiera en su boca. Pero no podía hablar. De pronto, recordó todo lo que le había sucedido aquella jornada, y se percató que se había hecho muy tarde. ¿La estarían buscando? Sí, seguro que sí. Su padre, probablemente, tendría el ceño fruncido en un gesto que oscilaba entre la preocupación y el enojo, pero predominaría lo primero. A pesar de su ortodoxia, era un hombre sencillo y de buen corazón. En cambio, su madre, estaría despotricando a los cuatro vientos, deseando que apareciese muerta para no tener que matarla con sus propias manos. Los pensamientos la atormentaron, le quitaron la poca paz que había conseguido, y se agitó. Estuvo a punto de ponerse de pie, cuando Aurélien –le encantaba su nombre- regresó con una taza entre sus manos.

Gracias… —susurró, cuando se sentó en la cama, con las piernas fuera de esta. Tomó el pocillo entre sus manos, pequeñas y algo sucias –lo cual notó y la avergonzó-, y olisqueó. La invadió una paz repentina, que le calmó el atribulado corazón. Cerró los ojos un instante y se mojó los labios con la infusión. ¡Era tan dulce! Y así imaginó que era el sabor del nombre de su salvador.

Mi nombre es Eitana…Heifetz —y se preguntó si estaba bien presentarse con su apellido. Jamás le habían enseñado demasiadas reglas de cortesía, pues se suponía que no debía estar con desconocidos siendo una mujer soltera. Cuando estuviera casada tampoco, y era su esposo quien debía presentarla, en caso de ser necesario. Sorbió un poco más. ¡Qué delicia! —Le agradezco todo lo que está haciendo por mí, y me disculpo por causarle tanta molestia —Aurélien, agregó para su interior. Le hubiera gustado llamarlo de esa forma, pero le pareció demasiado personal e íntimo. No tuvo el valor. —Me iré pronto, se lo prometo. Su té está exquisito —cambió rotundamente de tema, ansiosa. De pronto, estaba incómoda. Se había percatado de la belleza de Aurélien y el aire se le había enviciado. Jamás, en toda su vida, había visto a un hombre más guapo. Y buscó una palabra para definirlo y cuando lo miró un instante a los ojos, la encontró: mágico.


Última edición por Eitana Heifetz el Mar Abr 10, 2018 9:29 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Aurélien Varèse Mar Feb 20, 2018 11:08 pm


Un par de enormes y claros ojos lo miraron, asustados como la presa ante el imparable cazador. Aurélien sabía bien que podía imponer mucho, era gran parte de su poder, una arma más para usar en su labor como inquisidor, en su empresa de derrotar al último de los Sorrentino, en su calvario con Elia, en cada aspecto de una vida prestada pero que sentía más suya que su propia vida.

Volvió el rostro un momento para localizar una desvencijada silla. La levantó con facilidad con una sola mano y la acercó para sentarse en ella. Alzó ambas cejas al escuchar el nombre. Era curioso que se presentara con tal franqueza, no sólo por su lugar como mujer en esa sociedad, sino porque delataba un origen que podía causarle problemas por los muchos prejuicios que existían. Él era un devoto de Dios, un cristiano tan correcto que podía parecer que se trataba de uno más de esos que juzgan a otros por su fe, pero Aurélien pasaba de esas cosas.

Hija de Abraham —musitó, como para confirmar la sospecha, aunque no era una pregunta, solamente un comentario. Sonrió en cambio, una sonrisa de lado, discreta, lo más cercano a la calma que podía conseguir un hombre como él.

No tienes nada que agradecer —dijo y negó con la cabeza—. No te preocupes, no voy a preguntar de dónde vienes, y tampoco te voy a exigir que te vayas. Huías, no trates de ocultarlo, ¿necesitas un sitio dónde esconderte? Aquí no es un palacio pero podría servirte —continuó. Primero le habló como si se tratara de una niña, pero poco a poco su discurso se fue tornando más serio, más como era él usualmente, a pesar de la oferta que le estaba haciendo. Eso sí, no cabía duda que era con total sinceridad.

Aurélien podía ver el aura de Eitana, sabía que era inofensiva, que sólo era un alma herida. Lo que no podía saber eran los detalles, ¿qué la tenía así? Y cumpliría su promesa, no iba a preguntar. Era un hombre curioso, pero no quería que fuera más vergonzoso para ella de lo que, suponía, ya era.

Me alegra escuchar que te gusta mi té, yo mismo planto las hierbas. —Fue afable y con el mentón señaló una regadera de metal rota, que estaba fungiendo como maceta, colocada en el marco de la única ventana—. Necesitarás un doctor, por lo de tus pies. ¿Cómo pudiste correr descalza de ese modo? Pero no ahora, si aún no estás lista… o si lo deseas, podría traerlo aquí. —Se puso de pie y no la miró, pareció estar buscando algo.

El hechicero sabía lo que era querer esconderse del mundo, ¿no había tomado un nombre que no era el suyo sólo para eso? Algo en la situación de la mujer le habló muy profundo, aunque no lo demostrara, y de ahí nacía tanto anhelo por ayudarla. De ahí, y del hecho de que siempre ayudaba a todos en un afán de resarcir sus muchas faltas. Aurélien llevaba la culpa que la religión católica inculcaba desde temprana edad a niveles que parecían absurdos, que lo iban a llevar a su perdición.

Por fin pareció dar con lo que estaba buscando, detrás de la maceta improvisada de latón estaba una caja de cerillas. Se estiró para alcanzarla, acercándose a su inesperada acompañante y pudo oler su perfume más allá de la mugre y la sangre, más allá de los aromas con los que había sido ungida para su boda. Aspiró profundo y fugar para volver a envararse y comenzar a encender un par de velas aquí y allá. La poca cera acumulada debajo de ellas indicaba lo poco realmente que Aurélien visitaba ese sitio, pero como predijo al acondicionarlo, algún día iba a ser de utilidad.

Regresó a su lugar en la vieja silla y recargó los codos en las rodillas, entrelazando los dedos.

¿Tienes hambre? —preguntó de la nada.
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Mensaje por Eitana Heifetz Mar Abr 10, 2018 9:27 pm

No estaba acostumbrada a ser el centro de atención. En su casa nadie la cuidaba, nadie tenía para con ella una cortesía de aquel tipo. Recibía, esporádicamente, un gesto de afecto de su padre, pero nada más. Ni siquiera era como a esas jóvenes a las que las criadas adoraban y mimaban. Eitana era un ser que pasaba desapercibido dentro de su propio hogar, o de esa cárcel en la que había crecido, añorando un mundo que jamás conocería. Y, de pronto, se encontraba siendo atendida por alguien, por un hombre que la había rescatado de una maldad que la había paralizado. Sentía el calor de sus propias mejillas, no solo por el descubrimiento del atractivo de su salvador, sino por la forma en que le hablaba, la miraba, como si realmente ella fuese importante en el enorme Universo que habitaban. Ella, que a lo largo de su vida se había sentido el ser más insignificante, de pronto pensó en que, para alguien, podía ser valiosa, mas no fuese por mera lástima.

Asintió, con la taza entre sus manos y el rostro escondido detrás de ella, cuando dijo “hija de Abraham”. Sí que lo era. Podía recitar, de memoria, la historia de este. En pocas líneas, resumiría una existencia fascinante. Su padre se había encargado de inculcarle el hábito de la lectura, y desde pequeña había devorado la literatura judía, que se había vuelto de cabecera. Educada en la religión, no podía esperarse menos de ella. Su madre nunca había estado de acuerdo con fomentar la educación, pero debió resignarse para no contrariar a su esposo. Así, Eitana sabía que había una galaxia amplísima detrás de los muros que rodeaban su morada, aquellos que se había atrevido a cruzar, rompiendo tradiciones y enfrentando a todos, dando por tierra aquello para lo que la habían preparado.

No quisiera irrumpir su tranquilidad, Monsieur. Ha sido tan amable… —se sincero, con la voz emocionada. La muchacha era incapaz de ocultar lo que le pasaba, era espontánea e ingenua. —Pero creo que aceptaré su oferta, si no es demasiada molestia. Mis padres…mis padres me matarán cuando me encuentren —se lamentó. Apoyó la taza de té en sus piernas, rodeada por sus manos. El calor que emanaba del recipiente le reconfortaba la piel. Eitana hablaba mientras lo observaba hurgar aquí y allá, estirando el cuello, pues le daba mucha curiosidad lo que estaba haciendo. ¿Qué buscaba?

No se preocupe por el Doctor. Esto sanará pronto, si tiene agua tibia y jabón, yo misma me quitaré los vidrios y me lavaré —se sentía demasiado bien como para sentir dolor, aunque lo cierto era que no se había detenido a pensar en las heridas. No podía hacer más que contemplar a quien la había rescatado, y su respiración se detuvo un instante cuando él se acercó a encender velas. Parpadeó varias veces cuando él regresó a su sitio, y por un instante, abrió la boca de sorpresa, pues la luz tenue le acentuaba las facciones, volviéndolo un misterioso caballero, de esos que leía en las historias medievales.

Mentiría si le dijera que no estoy hambrienta —admitió, con algo de vergüenza. Y a su afirmación le siguió un leve gruñido emanado de su vientre, que le enrojeció la cara y la garganta, y la obligó a girar el rostro y pegar el mentón al pecho. —Oh… Disculpe. Esto ha sido tan inoportuno y fuera de lugar. Sepa usted comprender que no ingiero alimento desde el día de ayer, mi madre me lo prohibió porque dijo que no me entraría el vestido —sonrió con tristeza. —Si viera este desastre… Meses organizando mi boda y lo arruiné todo —sin embargo, no había rastro de lamento en su voz. Volvió a alzar la cabeza y a dirigirse al anfitrión —En fin. Ya que estoy hambrienta, espero usted también lo esté, no es muy agradable comer sin compañía —y le regaló otra sonrisa, pero ya despojada de cualquier angustia.
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Mensaje por Aurélien Varèse Jue Jul 12, 2018 10:08 pm


Por largo rato, Aurélien se quedó callado, observando y escuchando a la mujer, un poco fascinado y otro poco triste, casi empatizando con el dolor ajeno, y eso era raro, aunque era un buen samaritano, eso de ponerse en el lugar del otro no se le daba bien. Hacía sus obras de caridad por motivos muy egoístas, y lo sabía; por su propia redención, por el peso de su propia culpa, no para hacer de este mundo un lugar mejor, sino para sentirse menos abyecto a la hora de rezar el rosario. Incluso esta extraña intervención con Eitana era parte de ese gran plan suyo por buscar la salvación y la vida eterna al lado del Padre.

Has tenido días muy duros —apuntó y se puso de pie de nuevo—, me encantaría acompañarte a comer, pero creo que antes deberemos solucionar lo de tus pies —continuó y pareció con intención de decir algo más, alzó el dedo índice diestro y lo sacudió levemente, para luego girar sobre sus talones y marcharse.

Esta vez tardó un poco más en regresar, cuando lo hizo, iba sólo en camisa, sin el abrigo que había estado usando debajo de la capucha, y con las mangas recogidas hasta los codos. Llevaba unos paños limpios sobre el hombro, una tina pequeña de madera con agua tibia, pomada de alcanfor y una caja misteriosa de color granate con un listón dorado.

Sin más, dejó todo en el suelo, a un costado de la cama, excepto la caja roja, esa la colocó sobre la mesa.

Ven, siéntate y mete los pies, te voy a ayudar con esto. —Como hiciera Jesús el Jueves Santo—. Aquí hay unos bizcochos que me regalaron, come un poco en lo que terminamos con esto, y te prometo una comida más completa al terminar. Son deliciosos, una mujer que vive por aquí los prepara —dijo sin mirarla, con tono casi casual, agachado acomodando las cosas. Entonces alzó el rostro, a pesar del acto de humildad que estaba a punto de cometer, sus facciones seguían siendo duras y serias, como si no conociera lo que era una sonrisa.

Con suavidad, la ayudó a sentarse en la cama y a meter los pies en el agua. Tomó uno de sus pies colocando una mano en el tobillo y la otra en la pantorrilla. Esperaba no parecer muy atrevido con aquel contacto. El agua comenzó a enturbiarse con la sangre y los trozos de cristal y basura. Con los dedos removió los pedazos más grandes de vidrio y fue dejándolos a un lado, uno a uno, con una paciencia inaudita.

Luego tomó el otro pie e hizo lo mismo, en completo silencio y con una delicadeza que fácilmente podía ser confundida con cariño.

Una vez que ambos pies estuvieron limpios, dio un breve masaje y quitó la tina, haciéndola a un lado, para secar con esa misma calma a la mujer. Envolvió los pies en uno de los paños y tocó levemente, no queriendo lastimarla. El trozo de tela se manchó de sangre, pero ésta ya era menos, sólo líneas carmesí que no alcanzaron a atravesar toda la fibra.

Finalmente, tomó la pomada que ayudaría con el dolor y a que no se infectara. Era una mixtura que él mismo había hecho. Tomó una buena porción con los dedos índice y medio y la calentó con su aliento, para luego untar en las plantas lastimadas, suave y uniformemente. Una vez que terminó, se limpió las manos con uno de los paños y se puso de pie, contemplando su obra. Al fin, una sonrisa se le escapó.

Ahora, a comer —concluyó y sin aguardar una respuesta, tomó a Eitana como la recién casada que no alcanzó a ser—. Sosténte —le pidió, para que lo tomara del cuello. Con ella en brazos, se dirigió hasta una mesa de madera con dos sillas. La sentó en una—. No pongas los pies en el suelo —le advirtió, y volvió a desaparecer, pues se dirigió a la cocina.
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Mensaje por Eitana Heifetz Dom Sep 09, 2018 10:27 am

No fue capaz de vislumbrar la intimidad del acto que se llevaría a cabo a continuación. Tomó un bizcocho con una mano y lo mordisqueó, en tanto colocaba los pies en el agua tibia, lo que la relajó inexorablemente. Sintió cómo todo su cuerpo era preso de la calma, cómo todos y cada uno de sus músculos iban aflojando la tensión que habían tenido a lo largo de toda la vida. Cayó sobre sus hombros el peso de los rigores de una vida de represión y mandatos, y se sintió muy cansada. Muy muy cansada. Masticaba una lentitud; con una sonrisa tranquila, casi invisible, curvándole los generosos labios. Había bajado los párpados, entregada al repentino placer que le recorría la anatomía. Se dio cuenta que nunca había experimentado aquella calma, la de la soledad, la del silencio, la de sus pies –aunque doloridos- flotando en aquel recipiente que parecía contener una poción mágica.

Abrió los ojos ante el primer contacto de las manos de su salvador con su piel, que se erizó inmediatamente. Clavó los orbes en aquel maravilloso rostro, dejó de masticar, y contuvo la respiración durante unos segundos. Nunca había sido tocada de aquella manera, y por más que se esmeró, no pudo disimular la sorpresa. Empezó a seguir el movimiento de aquellos dedos largos y pulcros, que la trataban con cuidado y delicadeza, como si se tratase de un frágil cristal que hay que preservar de cualquier golpe. A pesar del dolor que había representado que quitara los trozos más grandes de vidrio, Eitana no lo sintió, demasiado concentrada en el caballero sin armadura. Poco a poco, pasada la conmoción inicial, fue experimentando una paz difícil de asociar con su alma, siempre atribulada de preocupaciones y temores.

Cualquier comentario que hubiera sido capaz de hacer, murió en su garganta. Sólo quería observar el espectáculo que se desarrollaba y del cual ella era protagonista. Entendió que nunca había tenido el papel principal de su propia vida, siempre manejada por su madre, por su familia y, en ocasiones, por su padre, que le daba algunas concesiones pero para mantener su curiosidad mínimamente saciada. Una vez finalizado el ritual, llenó sus fosas nasales del aroma de aquella pomada con la que le cubrió las heridas, y la juzgó una delicia. ¿Qué clase de ángel protector era aquel hombre? No estaba bien considerarlo un ángel, no esa criatura semi humana con alas que había creado el catolicismo, sino una entidad nacida para salvar, para salvarla. Lo consideró un mensajero de Dios, y se sintió bendecida por eso, por ser aquella criatura tan insignificante y que el Padre la hubiese mirado y hubiese decidido darle una oportunidad.

Eitana se abrazó al cuello del desconocido, y se atrevió a apoyar la mejilla sobre su pecho. Fue un instante, uno muy pequeño, pero le gustó sentir el latido de su corazón. La depositó con delicadeza en una silla y ella susurró un gracias, aún entre extasiada y confundida ante lo que le había tocado vivir. Comió otro bizcocho, echando vistazos furtivos a la puerta por la que el dueño de aquel recinto había desaparecido. La muchacha había caído en un letargo absoluto y no se dio cuenta en qué momento apoyó un brazo en la mesa, luego la cabeza sobre éste y fue presa del sueño más profundo que había tenido en sus jóvenes veintidós años.
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Mensaje por Aurélien Varèse Vie Feb 08, 2019 1:25 am


Cuando regresó, con un guiso sencillo de pollo y arvejas servido en dos platos sencillos, la vio dormida y sopesó sus opciones: despertarla para que comiera o dejarla descansar, que buena falta le hacía. Dejó la comida sobre la mesa y se acercó a ella, agachándose un poco para poder observarla de cerca, en paz por fin desde que la había rescatado. Con suavidad, acarició su mejilla con los nudillos y le llevó un mechón de cabello detrás de la oreja y decidió que lo mejor era dejarla descansar.

Pero ahora tenía un problema. No podía quedarse ahí, tenía muchos asuntos que atender como el falso heredero Varèse, y tampoco podía dejarla sola, no tenía ropa y sus pies estaba lastimados. Suspiró, dándose cuenta que no tenía más remedio que llavarla consigo. Era peligroso, lo sabía, pues en la residencia donde habitaba estaban también los secretos de su mentira. No obstante, la mujer parecía tener sus propios problemas y consideró que no era peligrosa.

Salió a la calle un instante y le pagó a un niño una generosa cantidad de monedas para que corriera a su casa y le diera un recado a su cochero, porque no podría llevar a Eitana cargando hasta allá. Mientras aguardaba, se apresuró a preparar todo y cuando estuvo listo, el carruaje ya lo estaba esperando fuera. Envolvió de nuevo a la chica, esta vez con una manta, la cargó y salió de ese modo. Hace tiempo que la servidumbre había aprendido a no hacer muchas preguntas.

Shhh, estarás bien —le dijo una vez que estuvieron ambos en la diligencia y ella se removió. La abrazó para que el vaivén del viaje no la despertara.

En pocos minutos estuvieron en su destino. Una mucama los vio llegar y tras dar un respingo, salió corriendo para preparar una habitación («lejos de la mía», le advirtió Aurélien). Para cuando ingresó a la residencia, el lugar para dejarla descansar ya estaba listo.

Aurélien la llevó hasta allá y con ayuda de la misma sirvienta, la acomodó en la cama. La observó otra vez, era hermosa y eso era poco conveniente, significaba una distracción, pero ya hablarían cuando el hambre fuera más fuerte que el cansancio y despertara al fin, por ahora la dejaría descansar en sábanas de algodón egipcio.


TEMA FINALIZADO.
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