AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Who Taught You How To Hate — Privado
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Who Taught You How To Hate — Privado
"Esa amenaza suya se mantiene: la naturaleza puede aniquilarme
—reducirme a lo que ella es, anular el juego al que yo
juego por encima de ella— que exige mi locura, mi alegría,
mi vigilia infinitas."
—Georges Bataille.
—reducirme a lo que ella es, anular el juego al que yo
juego por encima de ella— que exige mi locura, mi alegría,
mi vigilia infinitas."
—Georges Bataille.
Se apartó de manera abrupta, ¿qué diablos había hecho? No debía cuestionarse mucho sobre el asunto, lo hecho, hecho estaba. Además, las preguntas sobraban, él, obviamente, si era consciente de lo ocurrido. Es más, él era el autor de los hechos, ¿por qué seguir dándole tantas vueltas a la escena que contemplaban sus ojos? Bien, tenía que reconocerlo, no tenía muchas opciones, aquello era parte de la rutina de su trabajo; ese mismo que había elegido por voluntad propia, ¿no era así?
Zéphyr dejó escapar un pesado suspiro, agradeciendo que las bodegas se hallaran completamente solas. Quizás, los únicos seres vivos que se paseaban por el lugar, serían las ratas, y desde luego, sus compañeros de faena. Guillaume había decidido acompañarlo, sin embargo, decidió quedarse a vigilar antes de entrar en la escena, así que a Zéphyr no le quedó más alternativa que obrar a su modo, en una soledad sepulcral, condenando su mente al más puro remordimiento. Aun así, lo consolaba la idea de que el tipo, al que había asesinado hacía poquísimo tiempo, no era una persona sacra, en lo más mínimo. Era un mezquino al que sus enemigos querían muerto y por eso contrataron a un sicario, naturalmente.
Pero bien, ya estando el trabajo hecho, debía hallar un sitio para deshacerse del cadáver. Tampoco iba a dejarlo tirado en las bodegas, pudriéndose entre los barriles; no solía hacer las cosas de ese modo. Zéphyr, a pesar de su constante desasosiego por cumplir tan nefastas tareas, era bastante profesional; quizá el mismo negocio le había proporcionado una agilidad tremenda, y eso le asqueaba, aunque prefería guardarlo en lo más profundo de sus pensamientos. Ya su alma estaba condenada, ¿qué más daba? Su pesimismo lo llevaba a creer que no existía ningún tipo de salvación, mejor dicho, a no creer en ninguna deidad omnipotente; su fe la había perdido hacía mucho, cuando su madre terminó muriendo de una forma indignante. Y sin ella, precisamente, torció el camino, convirtiéndose en lo que era hoy en día.
Cabizbajo, impregnado con el olor a muerte, se encargó de limpiar la escena del crimen, considerando, pues, que nadie, absolutamente nadie, se había percatado de ello. Al menos sus sentidos no le anunciaron nada molesto, apenas el ruido de los roedores paseándose con disimulo por las penumbras. Esperaba que su compañero estuviera bien, y por el amor a su propia existencia, que no se hubiera distraído con cualquier tontería. Guillaume solía ser un poco desatento cuando no debía. Bufó por pensar en esa posibilidad; no lo creía tan estúpido. Sin embargo, olvidándose rápidamente de esa ligera molestia, colocó al cadáver dentro de un barril, rociando el mismo con alguna pócima (dada por el mismo de Beaune), para disfrazar el olor a muerte tan característico de un desfallecido, pero cuando iba a echar a rodar el recipiente, un aroma, tan diferente al del sitio, lo distrajo.
El corazón le dio un salto en el pecho, la posibilidad de que alguien estuviera husmeando le hizo salir de su concentración de inmediato. Así que, con paso decidido, se dirigió hacia dónde provenía aquella fragancia ajena a las bodegas. ¡Y cuán grande fue su sorpresa!
—¿Qué de...? ¿Tú quién eres? —habló, después de haberle rodeado el cuello con un brazo, mientras con el otro le inmovilizaba los brazos—. No se ofenda, señorita. Pero me temo que los fisgones no son muy de agrado.
Zéphyr dejó escapar un pesado suspiro, agradeciendo que las bodegas se hallaran completamente solas. Quizás, los únicos seres vivos que se paseaban por el lugar, serían las ratas, y desde luego, sus compañeros de faena. Guillaume había decidido acompañarlo, sin embargo, decidió quedarse a vigilar antes de entrar en la escena, así que a Zéphyr no le quedó más alternativa que obrar a su modo, en una soledad sepulcral, condenando su mente al más puro remordimiento. Aun así, lo consolaba la idea de que el tipo, al que había asesinado hacía poquísimo tiempo, no era una persona sacra, en lo más mínimo. Era un mezquino al que sus enemigos querían muerto y por eso contrataron a un sicario, naturalmente.
Pero bien, ya estando el trabajo hecho, debía hallar un sitio para deshacerse del cadáver. Tampoco iba a dejarlo tirado en las bodegas, pudriéndose entre los barriles; no solía hacer las cosas de ese modo. Zéphyr, a pesar de su constante desasosiego por cumplir tan nefastas tareas, era bastante profesional; quizá el mismo negocio le había proporcionado una agilidad tremenda, y eso le asqueaba, aunque prefería guardarlo en lo más profundo de sus pensamientos. Ya su alma estaba condenada, ¿qué más daba? Su pesimismo lo llevaba a creer que no existía ningún tipo de salvación, mejor dicho, a no creer en ninguna deidad omnipotente; su fe la había perdido hacía mucho, cuando su madre terminó muriendo de una forma indignante. Y sin ella, precisamente, torció el camino, convirtiéndose en lo que era hoy en día.
Cabizbajo, impregnado con el olor a muerte, se encargó de limpiar la escena del crimen, considerando, pues, que nadie, absolutamente nadie, se había percatado de ello. Al menos sus sentidos no le anunciaron nada molesto, apenas el ruido de los roedores paseándose con disimulo por las penumbras. Esperaba que su compañero estuviera bien, y por el amor a su propia existencia, que no se hubiera distraído con cualquier tontería. Guillaume solía ser un poco desatento cuando no debía. Bufó por pensar en esa posibilidad; no lo creía tan estúpido. Sin embargo, olvidándose rápidamente de esa ligera molestia, colocó al cadáver dentro de un barril, rociando el mismo con alguna pócima (dada por el mismo de Beaune), para disfrazar el olor a muerte tan característico de un desfallecido, pero cuando iba a echar a rodar el recipiente, un aroma, tan diferente al del sitio, lo distrajo.
El corazón le dio un salto en el pecho, la posibilidad de que alguien estuviera husmeando le hizo salir de su concentración de inmediato. Así que, con paso decidido, se dirigió hacia dónde provenía aquella fragancia ajena a las bodegas. ¡Y cuán grande fue su sorpresa!
—¿Qué de...? ¿Tú quién eres? —habló, después de haberle rodeado el cuello con un brazo, mientras con el otro le inmovilizaba los brazos—. No se ofenda, señorita. Pero me temo que los fisgones no son muy de agrado.
Zéphyr C. Bonnet- Licántropo Clase Media
- Mensajes : 48
Fecha de inscripción : 12/03/2015
Localización : París
Re: Who Taught You How To Hate — Privado
La consumación de la viuda era un hecho, en eso estamos de acuerdo. Su espíritu era entonces caprichoso, tendía a desobedecer lo que en un pasado hubiera considerado dos veces. Esto no tenía nada que ver con el tipo de crianza que había recibido, o la inteligencia con la que se manejaba (o eso era lo que se quería creer). Atreverse a decir que la mujer no había superado su pasado era todavía prudente. Quizá era lo más exacto que se podía estar de una respuesta a su repentino desvarío de conducta. Aún cuando se la consideraba portadora de un amplio abanico de expresiones faciales, una peculiar apatía se vislumbraba constante. Era el lamento perenne, sin duda repulsivo, de las viudas. Claro que nadie quería ser testigo de algo así, ya que el consuelo extraña vez había surtido efecto en ellas.
Se había convertido en todo aquello que odiaba; una mujer aristócrata con aire de dependencia de la fortuna de quien fuera alguna vez su compañero. Porque para alguien así las nupcias sólo podían significar el lujo de vida que jamás en su vida como pordiosera —qué digo, ¡como prostituta!— se habría podido dar. Ah, ¡bendita sea la muerte del buen Víctor! Otro espécimen rechazado por la sociedad.
Pero ella, expresamente ella, tampoco contaba con las herramientas para salir de aquel estigma. En efecto, no contaba con estudios académicos que pudieran constatar sus habilidades en casi cualquier ámbito laboral. Apenas si guardaba consigo toda la educación que el hombre le habría brindado, con quien estaría eternamente agradecida. Y algún día, todos sus ahorros se acabarían. Tal vez, cuando el momento llegara, se daría la oportunidad de hallar otro aquellarre, de indios o de brujos, eso poco importaba.
Y de momento, ¿qué estaba haciendo? ¿Acaso espiar las andanzas de un joven brujo como el “señor de Beaune” no era lo suficientemente patético? Desde luego que sí. Pero a su incoherente consideración, creía oportuno seguir los pasos de quien aparentaba llevarse bien con los lupinos. ¡Qué barbarie! ¿Por qué iba un brujo a traicionar a su gente? Era evidente que no estaba al tanto de los lazos indiscriminados entre las especies. Y al fin no era algo que le incumbara, ¿cierto?
En esta ocasión, iba acompañada de otro hombre, pero de contextura mucho más esbelta. Al notar su aura, los habría seguido hasta la zona de las bodegas principales de París. No esperaba tampoco tener que ser testigo de un asesinato a manos de un sicario, mientras que el imbécil de Guillaume permanecía afuera, una vez más, monitoreando la entrada.
— ¿Por qué no me sorprende? No basta con ser un hijo de la luna —se dijo en voz alta, un tanto agitada, en lo que buscaba removerse de su agarre—. ¿Y el otro? Y el otro... Ah, ¡claro que sí!
Luego de unos instantes luchando inútilmente con los brazos, terminó valiéndose de sus piernas, alcanzando a dar un puntapié firme en la zona baja del hombre. Habría bastado para librarse, incluso para darle tiempo a que tomara el cortapluma que llevaba consigo, apuntándolo en su dirección.
— Maldito wendigo... —Y negó hacia un costado con evidente molestia, recordando el cambio de vocabulario—. O como demonios se llamen. Pertenecen a la misma calaña.
»Vamos, ¿tú también? Prometo ser mejor adversaria.
Raven Sablick- Cambiante Clase Alta
- Mensajes : 11
Fecha de inscripción : 12/08/2016
Edad : 58
Localización : París
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