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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Edgar Leclercq Lun Jul 31, 2017 10:13 pm


“The opposite of a correct statement is a false statement. But the opposite of a profound truth may well be another profound truth.”
― Niels Bohr


¿Qué pasaría si una fuerza imparable chocara contra un objeto inamovible? Esa es una de las más antiguas paradojas que le han quitado el sueño a estudiosos y filósofos por siglos. Para su fortuna, Edgar no era nada de eso, sólo un borracho venido a menos, sin ganas de cuestionarse los grandes misterios del universo.

Abrió los ojos. Estaba en el suelo de su oficina en el centro. Una en un feo edificio que había visto mejores tiempos. Incluso cuando su padre tuvo esa vinatería de poco éxito en ese mismo lugar, la construcción, recordaba, lucía mejor. Quizá era una metáfora del declive de los Lecrercq. Tampoco es que se detuviera mucho a pensar en eso.

Se puso de pie, recogió una de las botellas de Poitín, ese maldito licor irlandés que ningún hombre en su sano juicio aguantaría, sin embargo, se sabía, él no estaba en su sano juicio. Hace mucho que había perdido la cordura, y el amor propio. Levantó la botella, sólo para decepcionarse al notarla vacía y la dejó caer. Se tambaleó hasta su escritorio, donde tenía un montón de francos.

«Nota para mí con resaca:
Es el adelanto de un caso, idiota. Hazlo, y obtendrás más dinero.
(Más dinero para más licor.)
Atentamente,
El Edgar semi ebrio.»

Y lo recordó. Un hombre había entrado la noche anterior, con dinero, ese dinero que tenía frente a él. Edgar ya había comenzado a tomar, así que estaba un poco borracho, pero todavía pudo mantener una conversación con el cliente. Lo suficiente para que no saliera huyendo, al menos.

Se rebuscó algo en los bolsillos interiores del saco que apestaba a alcohol y sudor. Ahí estaba, anotaciones un poco ilegibles por su estado. Alejó y acercó la hoja un par de veces, se talló los ojos con el dorso de las manos. Eran los detalles, que había anotado porque se conocía. De lo poco que entendió, y que recordó, logró armar un caso más o menos coherente.

Antes de dejar su oficina, fue al baño a mojarse la cara y el cabello. Se olió las axilas, y no fue agradable, pero supuso que tendría que aguantarse. Oh, sí, y se enfundó una pistola de un solo tiro, por si acaso.

De lo que leyó y recordó, el hombre le pedía averiguar si su hija estaba en el burdel. Según él, las encargadas se la habían negado. La chica había desaparecido hace meses, y un conocido la había visto en aquel lugar. Cuando el padre fue a buscarla, sólo recibió excusas. Según el hombre, de una buena posición económica, no quería generar mucho escándalo, por obvias razones. Y Edgar prometió confidencialidad, aún estando un tanto borracho.

Así como no debía levantar sospechas de la alta sociedad parisina, tampoco debía hacerlo de la gente del burdel. Si lo veía preguntar por la chica Tellier, iba a ponerse feo.

Entró y nadie le prestó atención. Era obvio que no era hombre de muchos recursos, ¿qué iba a ofrecerles a las prostitutas? Estuvo un rato caminando por ahí, robándose tragos y anotando mentalmente lo que veía. Era bueno en lo que hacía, todavía y a pesar de la resaca.

Hey, tú. Llevas horas sólo mirando. ¿Vas a querer a una chica o te saco a patadas? —Una de las comadronas, no obstante, se percató de su ociosa presencia.

¿Qué? No, no… pero sí ya elegí a una. A… a… —buscó, buscó—, ¡ella! —Señaló una que le estaba dando la espalda. Parecía no estar con ningún cliente.

Sígueme la corriente —le dijo a la chica al oído—, y te pagaré —odió tener que gastar algo del adelanto en eso, y no en alcohol, pero qué se le iba a hacer.

¿Ve? ¿Ve, mujer? Ahora, si nos permite, iremos a un lugar más privado —le dijo a la mujer, entrada en años, que lo señaló y acusó.

Llévame fuera, por la parte trasera —volvió a decirle muy quedo a la prostituta que había elegido al azar—. Seguro he estado aquí, pero de lo que no estoy seguro, es que haya sido sobrio —continuó, mientras la tomaba del brazo y la hacía avanzar.


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Mensaje por Camille Jouvet Dom Sep 10, 2017 5:06 pm

Hay instintos más profundos que la razón.
Arthur Conan Doyle


Quizá, sólo quizá, si se convertía en una observadora, el sexo comenzaría a asquearla. Fue por eso que aquella noche tomó la decisión de ir al burdel, sitio que detestaba. Jamás había trabajado en uno, le asqueaba compartir sus emociones, estar expuesta como un objeto en el mercado. Le parecía más digno conseguir clientes en algún callejón, allí era su propia dueña, no dependía de nadie más. Se enfundó en un atuendo sencillo, oscuro, pero sensual, con un escote pronunciado y una falda de pocas enaguas. El cabello suelto, salvaje y negro, caía en una cascada de bucles por su espalda. Podría haber pasado por una prostituta, especialmente por el carmín resaltándole los labios; claro, por una más elegante que las mujerzuelas que iban y venía a su alrededor.

Se sentó en la barra a beber un whisky, en un intento vano por vencer la ansiedad. Las manos le temblaban, y movía, de forma frenética, una de sus piernas. Incluso, se llevó las uñas a la boca y comenzó a arrancarse trocitos. Apuró el trago, para pedir otro más. Miró hacia un costado, y sobre uno de los sillones, una pareja copulaba. Los cuerpos desnudos, las pieles perladas de sudor, el gesto doliente y placentero, las caderas unidas y danzantes… Se le secó la boca y la propia excitación se convirtió en sufrimiento. Camille padecía aquel apetito que la obligaba a mantener relaciones sexuales con cualquiera, sin importar la hora o el lugar. Solía escuchar bromas sobre eso, pero para ella lejos estaba de ser una diversión. No había disfrute en su accionar, ni siquiera sentía que fuese real lo que experimentaba, porque inmediatamente después de alcanzar el clímax, volvía a sentirse vacía y frustrada.

En momentos como ese, en el que la desesperación parecía vencerla, buscaba evocar la imagen de sus hijos. Yves y Marion se volvían rostros difusos, y la culpa la envolvía como un vendaval, porque le parecía imposible que sus impulsos le ganasen al amor que sentía por ellos. Ellos eran lo único bueno que le había pasado, y odiaba no poder la cordura por ellos. A Camille le hubiera gustado ser una madre normal para ellos, pero agradecía la presencia de Meredith. Esa mujer parecía conocerla íntegramente, a pesar de que nunca hablaban demasiado. Era una anciana sabia y erudita en lo que a los seres humanos concernía. Era como si hubiera vivido miles de años absorbiendo experiencias propias y ajenas.

Lo que la sacó del transe momentáneo, fue una situación inesperada. De un momento a otro, se vio encaminada por uno de los pasillos del burdel, con un hombre que la superaba en tamaño y fuerza, que le pedía que lo llevara al exterior y le daría dinero. Actuó por inercia y, también, por cierto temor. Pensó en que si se negaba, aquel tipo que parecía no ser demasiado dueño de sí, la mataría. No podía darse el lujo de morir, había dos niños que dependían de ella. Se encontró con una puerta, que traspasó junto al extraño, y el aire fresco le devolvió cierta estabilidad. No se había dado cuenta de que había estado conteniendo la respiración hasta ese momento.

Un poco más tranquila, de un solo tirón se desembarazó del agarre y dio un paso hacia atrás. Miró de un lado a otro, allí no había nadie. Pensó que el sonido de la música, las voces, las risas y los gemidos, taparía cualquier pedido de socorro. Pero, Camille podía ser muchas cosas, menos una mujer sumisa.

Lamentablemente, creo que usted me ha confundido con alguna de las mujerzuelas que trabajan aquí —ella no era más digna que ninguna, pero había un deje de hipocresía en su personalidad, que la hacía sentir mejor el no tener un proxeneta al que rendirle cuenta de sus propios actos. Tuvo una visión completa del hombre y le pareció demasiado atractivo para ser real. No podía ser un ser terrenal… —Si no es molestia para usted, quisiera entrar y continuar con mi entretenimiento —aquella coraza de falsa dignidad, se desintegraría en cuestión de segundos. El instinto de Camille, que se había anulado por unos instantes, comenzaba a transformarla una vez más. Quería irse de ahí, quería irse de sí…


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Mensaje por Edgar Leclercq Lun Oct 02, 2017 10:07 pm


Sólo hasta que lograron salir y el aire fresco casi lo tumba con una náusea, pudo verla bien. Arqueó una ceja, era muy bonita… no, no era simplemente bonita, era sensual, y tuvo que apartar esos pensamientos de su cabeza si quería completar su tarea, o avanzar algo esa noche, aunque fuera. Pensó en el alcohol que iba a poder comprar una vez que le pagaran completo. Edgar tenía muy mal su sistema de prioridades, donde el Poitín irlandés primaba por sobre cobijo y comida, ya ni decir sexo.

Abrió los ojos cuando ella habló y su gesto de sorpresa se volvió una sonrisa, para luego reír. Edgar reía como lo que era, un hombre que ya no tiene nada que perder, y por ello mismo, su risa era libre y contagiosa. Se llevó una mano al estómago y con la otra se tapó los ojos.

Dios mío —dijo aún con el rostro cubierto—, lo siento tanto. No sé si eso signifique halago u ofensa para ti, que te haya confundido con alguna chica del burdel, como sea… —Tranquilizó la risa y se irguió para verla, aún con el rostro relajado, un poco por la carcajada, otro poco por el alcohol—. Engañamos a la vieja, ¿no? O al menos fuimos lo suficientemente rápidos como para que no nos siguiera, gracias por eso —continuó, como si con sus palabras cándidas descartara la ofensa ajena. Al menos, el dinero del adelanto seguía siendo suyo en su totalidad.

Adelante, adelante. —Hizo un ademán con la mano, y del interior de saco sacó una licorera de metal, de donde dio tremendo trago. Se limpió con el puño de la camisa, y luego pareció recordar algo—. ¡No! Espera… —La detuvo y se acercó a ella. Cualquier otro, tras un trago tan largo de alcohol, estaría tambaleándose ya, con ganas de vomitar, o tirado de plano, pero no Edgar.

¿Frecuentas mucho este lugar? No te voy a juzgar. Hay algo muy sexy en pensar en una mujer con otra mujer. —Y no era el alcohol hablando, era él, desvergonzado y directo—. Estoy buscando a alguien, y quizá tú la hayas visto. —Pausó y dio un paso más al frente, acercándose demasiado a la desconocida, con el hedor a alcohol y mugre como única última barrera entre los dos. Aún así, había algo en él que resultaba encantador, que no te hacía querer huir, a pesar de que fue obvio que, por un momento, la mujer reflejó miedo en su mirada. Edgar no la culpaba, y no por su olor rancio, sino porque los hombres eran una porquería, y él era el rey de la Montaña Porquería, con su corona de porquería y un cetro de mentira. Sin embargo, no, no iba a dañarla, y esperaba que ahora que lo veía de frente y al completo, sin la sorpresa de ser sacada de la casa de mala nota, lo entendiera.

¡O ya sé! —Edgar podía ser bastante exasperante cuando comenzaban a ocurrírsele planes, aunque eran eficaces, uno debía aceptarlo, no en vano había sido un detective muy solicitado y aún hoy lo buscaban con más frecuencia de la que merecía—. Si no la conoces, Léa Tellier, por cierto es el nombre de la persona que busco, puedes preguntar tú. ¿Recuerdas esa paga que te prometí? Sigue en pie la oferta. —Le dolió tener que volver a deshacerse de una parte, pero así era la vida, sobre todo la suya, daba y quitaba a diestra y siniestra.

Mira, sé que no he demostrado ser el más coherente. —Y como para reafirmar, volvió a sacar la licorera y volvió a darle un trago. Hizo una mueca, apretando los ojos y gruñendo luego, recordando de algún modo su forma animal—. Pero su familia la está buscando, y yo los estoy ayudando… o… o… ¿no me dirás que eres tú, verdad? —Volvió a reír—. Sería una gran, gran coincidencia y habría hecho mi trabajo en tiempo récord. —Pareció que estaba hablando solo, riendo solo de su propio chiste, que era un soliloquio que él y sólo él entendía.


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Mensaje por Camille Jouvet Dom Ene 28, 2018 8:09 pm

Camille no sabía si sentirse herida su dignidad y tener una pena enorme por aquel hombre. Era joven, apuesto y, a pesar de sus modos torpes, parecía elegante. Y también simpático. Su incoherencia lo volvía risueño. No podía negarse que era una paria, pero en ese punto se sentía identificada. Ella también lo era, y no era una tarea fácil lidiar con eso. Lo observó con el rostro confundido mientras se reía en una carcajada exagerada y se tambaleaba en su sitio, y le resultó impredecible. No sabía si, a continuación la dejaría ir y le propondría ser, igualmente, su prostituta de turno. Terminó halagando la acción precedente, como dos niños que han cometido una travesura y lograron librarse del castigo.

Estás muy borracho… —dijo, con cierta tristeza en la voz. Él no la escuchó, por supuesto, estaba inmerso en su mundo, ese al que se sumergía porque, seguramente, no soportaba la vida real. Camille sabía de qué se trataba eso. Ella también tenía aquel vicio que no la dejaba tener una vida normal, que la despertaba en pleno descanso, desesperada por la necesidad de saciar su instinto, que parecía tener manos, y estas se cerraban en su cuello, la asfixiaban, la ahogaban, y solo había una forma de volver a respirar: complaciendo su instinto. No había disfrute después del coito, como imaginaba que, aquel hombre tampoco encontraba placer una vez que la ebriedad se esfumaba. Y volvía a beber, porque era incapaz de soportarlo. Y Camille hacía lo mismo, tenía sexo con cualquiera porque no toleraba lo que su cuerpo y su mente le pedían, y porque tampoco aguantaba la vida que tenía a cuestas.

Iba a dejarlo allí, para que luego algún guardia lo sacara a rastras. Amanecería golpeado y no recordaría por qué. La prostituta alzó una ceja cuando el beodo le dio aquel trago a la petaca, extenso y poderoso. Se concentró en la nuez de Adán subiendo y bajando al tragar, y ahí se despertó aquella bestia que había logrado mantener dormida. Una puntada en su entrepierna, el sudor frío corriéndola por la nuca y por las manos… No, no tendría sexo con aquel hombre. Seguramente era hasta incapaz de conseguir una erección en ese estado. Debía volver al interior. Pero no quería dejarlo. Se llevó las manos a las sienes un segundo, mientras escuchaba su discurso, un poco aturdida.

No, no frecuento este lugar —mintió, exasperada. —No soy esa mujer y tampoco la conozco —quería irse, tenía la libertad de hacerlo pero, en cambio, allí estaba. Basta. Por favor. Basta. Pensó en Yves y en Marion, en esas caritas hermosas y sonrientes de sus hijos, pero la imagen se difuminó rápidamente. No tenía manera de acallar sus impulsos. —Y no te ayudaré. Deberás buscarte a otra persona —respondió con sequedad. Giró sobre sus talones, hizo unos pasos pero se detuvo. Apretó los puños, encogió los hombros y regresó. Se plantó ante el devenido en detective, se puso en puntas de pie y lo besó con vehemencia.

El sabor a alcohol de la boca del hombre se mezclaba con el de un caramelo que ella había estado comiendo hasta hacía unos momento. Llevó una de sus manos a la nuca del caballero y lo acercó aún más. Le pareció, por un instante, que él tuviera dominio de un órgano tan sensible como la lengua en aquel estado. Sin cortar el contacto, lo alejó unos centímetros de la puerta, se apoyó en la pared y lo atrajo hacia su cuerpo.

Deja de hablar y tómame aquí —fue imperativa. Camille, cuando ya no podía controlarse –algo que, lamentablemente, se volvía cada vez más habitual- se transformaba. Ya no había rastros de la dama que en algún momento fue, ni de sus modos tranquilos ni del buen humor del que gozaba cuando estaba con sus hijos. Todo se diseminaba, se convertía en polvo y se esparcía por el aire, lejos…muy lejos de ella.


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Mensaje por Edgar Leclercq Miér Abr 11, 2018 11:30 pm


Léa Tellier no importó, su ebriedad desapareció, fue transportado al más extraño de los paraísos. No era un borracho que alucinara, pero definitivamente esto debía ser una alucinación, porque no encontraba otra explicación. Apenas fue a quejarse de lo injusta que era por no querer ayudarlo, cuando ya la tenía ahí frente a él, besándolo, y él, cómo no, correspondiendo. Tampoco era borracho que no supiera reconocer a una mujer, o que olvida cosas, como besar.

Bajó las manos lentamente por la esbelta figura hasta dejarlas en la cintura. Mierda, casi olvidaba lo que era estar con una mujer, pero ya quedamos que no era borracho que olvidara cosas; no las importantes al menos. El Poitín irlandés sabía a rayos, pero por un rato su paladar tuvo un gustillo dulce. ¿Acaso era una especie de bruja que podía hacer eso? Comenzó a considerarlo cuando se separaron. La miró sorprendido, aturdido y desorientado, cosas que se multiplicaron por mil al escuchar la petición.

¿Qué? Yo no… —Trató de quejarse—. Estoy trabajando. —Pero lo hizo con tan poca convicción que ni su madre le creería.

Gruñó, sus ojos azules se tornaron brevemente ambarinos, pudo haber sido efecto de la mustia luz, o que la bestia úrsida que era salía a relucir. Debía concentrarse, pero su entrepierna no se lo permitía, y era obvio que Edgar no se trataba de un hombre que escuchara mucho a la razón.

Sin más, volvió a tomarla de la cintura y esta vez fue su turno de llevar a la mujer contra un muro, donde la besó como si quisiera comérsela. Ricitos de Oro que ha atrevido entrar a la casa de los Tres Osos. Deslizó una mano hasta dejarla justo arriba de su trasero y con la otra tomó su cuello, para acercarla más. Empujó el cuerpo al frente y se dijo que definitivamente era bruja que le iba a echar una maldición.

Pero maldito ya estaba, así que no sabía si era como en la Aritmética que negativo más negativo da positivo, y la verdad, podía tomar el riesgo, porque peor a como ya estaba no iba a poder estar. ¡Jajaja! Bruja tonta, no iba a poder hacerle nada. Mordió el labio inferior de la mujer al separarse. En su mirada existía la locura del alcohol y la lujuria, pésima combinación.

Con movimientos rápidos y bruscos comenzó a desabrocharse el cinturón, una vez que lo logró, buscó botones o listones en la ropa ajena. La promesa de sentir a esa desconocida lo hizo coordinar a pesar de su estado. Pudo quitar la parte superior de la ropa ajena, y como antes al besarla, ahora parecía querer devorarla con los ojos.

Volvió a besarla, labios, cuello, pecho, y sus manos ahora batallaban con el broche de su pantalón.

No, no… espera. —Lo detuvo todo de la nada—. ¿Pero qué estás loca? No podemos hacerlo aquí. Acepto que la locura es atractiva en ti… —habló como tratado de retomar lo que habían estado haciendo, para luego sacudir la cabeza—. Pero qué digo, no, esto está mal… —Se quitó de donde estaba y le dio la espalda para comenzar a abrocharse de vuelta. Mentalmente le habló a su erección, le dijo que prometía compensárselo, pero que ya no había comida en casa y de verdad, de verdad, de verdad necesitaban el dinero de ese caso.

Como para vigilar que siguiera ahí, a veces volteaba y la veía por encima de su hombro, mientras toda la destreza con la que antes obró con las manos ahora decidía huir y no podía volver a poner todo en orden.

Maldición, estúpido pantalón —se quejó y manoteó.


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Mensaje por Camille Jouvet Dom Jun 10, 2018 8:03 pm

A Camille no la motivaba un deseo verdadero, tampoco la atracción o un placer nacido de ésta. Lo suyo era pura compulsión. Un instinto bestial que se apoderaba de ella y la obligaba al coito, que lo hacía de forma casi autónoma. No podía controlarlo. No podía parar lo que se desataba cuando aquel demonio se fusionaba con su carne y la arrojaban al volcán en erupción. Necesitaba, con desesperación, saciarse. Se le secaba la garganta y la respiración era inmanejable. Perdía el control total de sí misma y, cuando aquellos ataques pasaban, la arrasaba la culpa, la quemaba. Le era imposible detenerse, ni evocando las miradas de sus hijos, ni recordando que podía ser algo más que una ramera; nada. Sólo consumar el acto sexual la volvía pensante, era el único método. Por lo tanto, se aferraba a aquel hombre con desesperación, porque todos parecían el último, aunque conscientemente supiera que nunca habría un último. Siempre más y más. No estaba orgullosa de lo que era, todo lo contrario. Sentía una vergüenza profunda y espantosa. Ese ciclo se repetía todos los días, en todo momento.

Se había jurado a sí misma que intentaría dominarse, lo había jurado por sus propios hijos. Y, de cierta forma, había conseguido avances. Pero la situación desconcertante con ese hombre, la había desenfocado, y ya no tuvo el poder ni la voluntad. Dejó que él la recorriera, mientras la excitación crecía, naciendo en aquel punto sensible de su intimidad estallando hacia todo su cuerpo. ¿Cómo detenerse? Resultaba imposible. Camille no se reconocía a sí misma en aquella mujer, y al mismo tiempo, sabía que era su parte más importante, lo que la definía. No supo cómo reaccionar cuando el beodo se alejó de ella e hizo añicos el momento conseguido. Se dejó caer y se cubrió el rostro para comenzar a llorar. La frustración era tan grande… Alzó la cabeza y lo miró desde el suelo y, de cierta forma, le agradeció. Pero lo provocado debía seguir su curso. Con pudor, y aprovechando que el caballero estaba de espaldas, metió su mano entre las enaguas, acarició su clítoris y luego se penetró con dos dedos. No fue necesaria demasiada estimulación, el orgasmo la alcanzó rápidamente, y de pura vergüenza, Camille se mordió el puño para no gritar. Estiró las piernas y quedó laxa en aquel lugar.

Debes disculparme —susurró. —Yo…yo tengo un problema —aseguró. No sabía por qué estaba justificándose. Era más fácil ponerse de pie e irse de allí. Nunca más vería a aquel pobre desgraciado. —Puedo parecerte una loca, y en cierta forma lo estoy —se limpió las manos con una de las tantas enaguas, y empezó a prenderse los botones de la parte delantera de su atuendo. —Te pido disculpas, una vez más —tenía la voz notablemente afectada.

Se puso de pie y se sacudió la falda. Se acomodó el cabello e hizo un vano intento por emprolijar su boca, hinchada y roja por los besos compartidos. Sujetó el último botón, que se había desligado de su ojal y descansó la espalda en la pared que, segundos atrás, la había contenido. No sabía si quedarse o irse, y dudó por unos instantes, hasta que tomó la decisión de permanecer.

¿Puedo hacer algo para resarcir ésta deplorable imagen que he dado? Tal vez, sea de ayuda con esa persona que estás buscando. Es más fácil para una mujer hacer hablar a otros. A los borrachos les cuesta más —intentó bromear, pero inmediatamente se retractó. —
No ha sido un comentario muy afortunado. Le mejor será que me vaya.


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Mensaje por Edgar Leclercq Mar Jul 03, 2018 10:03 pm


Al fin pudo con el maldito pantalón. Cuando logró abrocharlo y se giró para verla, se quedó pasmado al observarla y la erección que aún tenía palpitó dentro de su ropa interior. Abrió la boca ligeramente y casi suelta un gemido al solo verla. Era una bruja, definitivamente. Pero más allá de eso, alcanzó a ver algo distinto; se vio a sí mismo reflejado en el deseo compulsivo por algo que sabes que no está bien, pero que si no lo obtienes en ese instante, eres capaz de sacarte los ojos en ese mismo lugar.

No era raro que Edgar se viera en el espejo tras una noche de borrachera, donde hubiera gastado todo su dinero. Reconoció la culpa en los ojos ajenos y eso ablandó su corazón. De todos modos, el hombre podía tener muchos defectos, pero jamás había sido cruel, así que esta empatía no le supo mal, sólo extraña en la boca del estómago.

Reaccionó cuando ella habló e hizo amago de ayudarla a levantarse, pero reaccionó lento, sin embargo, al dar un paso al frente, quedó más cerca de la meretriz. Quiso reír, algo en todo ello le pareció gracioso y absurdo, pero se contuvo, tampoco quería que creyera que se burlaba de ella. Ni siquiera el comentario sobre los borrachos lo echó para atrás, pero, una vez más, estaba demasiado pasmado para reaccionar.

No, no, espera —al fin habló al ver su intento por huir—. Espera. Yo... , mira, esto te va a sonar muy raro, pero te entiendo. Es obvio que mi personalidad también es adictiva, que también encuentro consuelo en un acto compulsivo, por si no te has dado cuenta. Pero… —Carraspeó—. No me malinterpretes, sin embargo, yo no hablo de eso con nadie, y no voy a pretender que hables tú ahora de eso conmigo. Sólo quiero que sepas que no tienes por qué disculparte. —Le sonrió, buscando su mirada—. Fui yo quien se metió a un burdel, qué esperaba, ¿no? —Acentuó la sonrisa en su intento por bromear.

No obstante, sí, sí me gustaría recibir tu ayuda, puedo pagarte lo que cobras en tu trabajo, un poco más, incluso. Léa Tellier —repitió el nombre que era meollo de toda esa situación—, recuerda ese nombre, pregunta, y cuando tengas algo de información, puedes pasar a verme… —Se rebuscó en los bolsillos de su pantalón, que aún estaba algo torcido tras acomodárselo con premura y se notaba fino, pero muy viejo. Al final pareció encontrar lo que buscaba y extendió una tarjeta de presentación.

Espero que sepas leer, sino pregunta por la vieja tienda de vinos de Pierre Leclerq, ahí está mi oficina. —Ahí donde su padre tuvo su última oportunidad, ahí mismo ahora él luchaba por no morir de hambre o de borracho, aunque pareciera que no lo hacía con mucho ahínco.

Puedes ir, no te voy a juzgar, y cada vez que me lleves información, te pagaré. —Una promesa temeraria que no supo si podría cumplir, pero tuvo necesidad de asegurarse que iba a verla nuevamente. Porque en ella habitaba él, y viceversa; como demonios en los cuerpos equivocados. Porque el dañado llama al dañado como las manchas de sangre en colchón que se extienden y se juntan.

Bien, esto ha sido muy extraño, pero espero que no haya sido en vano. Me llamo Edgar, y te voy a estar esperando —le dijo con voz serena, antes de darse media vuelta, dispuesto a irse.


You cannot destroy me. I destroy me.
My heart; a torn thing:
Edgar Leclercq
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