AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Lurk [Privado]
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Lurk [Privado]
Muchas eran las inquietudes que rondaban la cabeza de Bastien. Destetaba la banalidad de su trabajo en el Banque de France. Enfocar sus energías en tan monótona tarea comenzaba a tornarse asfixiante y agotador, al punto de dejarle con un ánimo más sensible de lo usual. Por aquellos días no toleraba nada, ni siquiera se aguantaba a sí mismo y el tener disfrazarse en su temple más austero para sobrellevar la versión de su vida en la respuesta a los contratiempos no se hallaba en el filo de su espada, se sentía como un verdadero calvario.
La formalidad de la nobleza nunca fue su fuerte, pero con el tiempo Bastien aprendió a soportarla mediante la caza, cruzadas nocturnas en las que desahogaba sus penas arrebatando la vida de las criaturas por las que más desprecio resguardaba. La fachada de hombre de alta alcurnia era su mayor desafío, pero la muerte de sus enemigos forjó equilibro entre sus instintos y su deber; no obstante, algo había cambiado.
En vez de ser un alivio, su cruzada se sentía más como un problema que se tornaba más frustrante con el correr de los días. Fracaso tras fracaso, buscó incansable justicia en la sangre, sin embargo, después de trece años cargando con peso de la cruz digna de un genocida, el cazador finalmente había dado con un indicio tangible de la identidad del perpetrador. El sujeto señalado como culpable se había paseado frente a sus narices un millón de veces, había burlado la muerte y ahora también tenía la osadía de labrar lazos con su hija, lo suficientemente fuertes para que ella optara por mentir en su nombre y a su favor.
Rugió molesto. Su despacho era un desastre, las sillas se encontraban tiradas sobre el suelo, el escritorio caído con las patas hacia arriba y un montón de papeles se esparcían irregulares por la alfombra de la habitación. Una de las ventanas estaba quebrada y las paredes se tinturaban del carmesí de su sangre; en un frenesí de cólera, el cazador golpeó todo cuanto encontró en su camino, logrando que la piel de sus nudillos se rasgara hasta que el vital líquido encontró su camino al exterior.
Todo se había salido de su control. Su venganza, su presa e incluso Amara, pero aquello estaba a punto de cambiar. No pudo contenerse más. Se armó con un revolver, enfundó su espada en el tahalí y se colocó la cazadora, procediendo a atravesar el umbral de su mansión con aire implacable e imponente. Iba a por la cabeza de D’Lizoni y de cualquier otro ser que osara atravesarse en el camino que conducía a su recompensa. Sangre llamaba sangre y era aquella su única verdad. Había aguardado años impaciente, no podía esperar más. Era su momento, su muerte y estaba decidido a reclamar lo que le por derecho le pertenecía.
Anduvo a paso firme por adoquinadas calles de parís con un destino fijo en su mente: la mansión del italiano. Su miraba fulminaba entre las penumbras, ardiendo más intensa que el fuego de los faroles que iluminaban retazos del camino por el que avanzaba.
La vista se le dificultaba en semejante opacidad, sin embargo, a lo lejos, acercándose a paso cadencioso, el cazador puso apreciar una silueta que pronto tomó la forma de una mujer, una lo suficientemente llamativa como para redirigir su atención. Sus miradas colisionaron y permanecieron ancladas mientras ambos avanzaban en direcciones opuestas, ella sin modificar su paso y él reduciendo la velocidad, dándose un minuto para apreciar la exótica belleza de la mujer.
Usualmente no prestaba mucha atención a las mujeres, no porque no gustara de ellas o porque no tuviera necesidades, sino que, considerando su estado civil, su título nobiliario, su empleo y su fortuna, no tenía que ser un genio para entender que la mayoría de las féminas que lo buscaban con sutiles propuestas indecentes, buscaban robarle algo más que el corazón; peligrosa apuesta considerando que corazón era de lo único que carecía.
La mujer era una diosa, un deleite a la vista. Su piel era trigueña, sus ojos avellana y su castaña cabellera larga y espesa. Sus vestiduras indicaban que era una gitana, pero bien podría esconder algo más allá de su apariencia, de por sí su miraba auguraba un mayor misterio, que, a gritos silenciosos, pedía ser descubierto.
Cuando la distancia fue suficiente para desconectar sus miradas, Bastien se detuvo en seco. Contempló las posibilidades. A simple vista la dama no aparentaba una edad mayor a la de su propia hija. El cazador cuidaba a capa y espada de su reputación y si bien podría ser mal visto que un hombre de su edad anduviera por las calles de París persiguiendo jovencitas, pero, claramente aquella fue una invitación abierta y, al final de la noche, nadie tendría por qué enterarse. Entonces se dio media vuelta y continuó su camino en la dirección que avanzaba la menuda figurilla de la mujer
Seguir adelante con el plan original implicaría encontrar más líos que soluciones. Aquella noche el alivio lo anhelaba en la caza, sin embargo, sería esta diferente a las demás.
Su presa viró la esquina e ingresó en un local, un cabaret, para ser más exacto, el antro de atrevidas presentaciones. Bastien ladeó la sonrisa e ingresó un par de segundos después que ella; no obstante, a pesar del corto lapso que separaba sus caminos, en el interior del garito, el hombre perdió de vista a la dama.
Sensuales mozas se paseaban por el establecimiento en sugestivas prendas ofreciendo bebidas a los clientes, pero en ninguna de ellas el cazador encontró lo que buscaba. Meditó por un momento. Entonces apostó por sentarse en un cómodo sillón que le permitía una vista panorámica del local y, por supuesto, la tarima que preparaban para el siguiente show, esperando su mente no lo hubiese traicionado y la visión de semejante hembra no fuera mero producto de su imaginación.
Alzó la mano y le hizo un gesto a una de las camareras para que se acercara. La mujer de contoneó hasta su mesa y se inclinó regalándole una vista que poco dejaba a la imaginación cuando los pechos de esta, apretados por el corsé se le ceñía al torso, se pasearon cerca de su rostro.
Bastien asfixió una carcajada en un resuello, observándola de arriba abajo con poco interés.
— Whisky — Se limitó a decir mientras volvía la vista al local
Notablemente ofendida la mujer se alzó, presuntuosa, acomodándose el escote y echándose el pelo hacia atrás en un triste intento por recuperar el orgullo perdido. El cazador rodó los ojos. La luz al fondo del local fue menguando paulatinamente y las farolas que estaban dispuestas sobre el escenario resplandecieron candorosas por el fuego, iluminándolo en un tono anaranjado .
El espectáculo estaba a punto de comenzar.
La formalidad de la nobleza nunca fue su fuerte, pero con el tiempo Bastien aprendió a soportarla mediante la caza, cruzadas nocturnas en las que desahogaba sus penas arrebatando la vida de las criaturas por las que más desprecio resguardaba. La fachada de hombre de alta alcurnia era su mayor desafío, pero la muerte de sus enemigos forjó equilibro entre sus instintos y su deber; no obstante, algo había cambiado.
En vez de ser un alivio, su cruzada se sentía más como un problema que se tornaba más frustrante con el correr de los días. Fracaso tras fracaso, buscó incansable justicia en la sangre, sin embargo, después de trece años cargando con peso de la cruz digna de un genocida, el cazador finalmente había dado con un indicio tangible de la identidad del perpetrador. El sujeto señalado como culpable se había paseado frente a sus narices un millón de veces, había burlado la muerte y ahora también tenía la osadía de labrar lazos con su hija, lo suficientemente fuertes para que ella optara por mentir en su nombre y a su favor.
Rugió molesto. Su despacho era un desastre, las sillas se encontraban tiradas sobre el suelo, el escritorio caído con las patas hacia arriba y un montón de papeles se esparcían irregulares por la alfombra de la habitación. Una de las ventanas estaba quebrada y las paredes se tinturaban del carmesí de su sangre; en un frenesí de cólera, el cazador golpeó todo cuanto encontró en su camino, logrando que la piel de sus nudillos se rasgara hasta que el vital líquido encontró su camino al exterior.
Todo se había salido de su control. Su venganza, su presa e incluso Amara, pero aquello estaba a punto de cambiar. No pudo contenerse más. Se armó con un revolver, enfundó su espada en el tahalí y se colocó la cazadora, procediendo a atravesar el umbral de su mansión con aire implacable e imponente. Iba a por la cabeza de D’Lizoni y de cualquier otro ser que osara atravesarse en el camino que conducía a su recompensa. Sangre llamaba sangre y era aquella su única verdad. Había aguardado años impaciente, no podía esperar más. Era su momento, su muerte y estaba decidido a reclamar lo que le por derecho le pertenecía.
Anduvo a paso firme por adoquinadas calles de parís con un destino fijo en su mente: la mansión del italiano. Su miraba fulminaba entre las penumbras, ardiendo más intensa que el fuego de los faroles que iluminaban retazos del camino por el que avanzaba.
La vista se le dificultaba en semejante opacidad, sin embargo, a lo lejos, acercándose a paso cadencioso, el cazador puso apreciar una silueta que pronto tomó la forma de una mujer, una lo suficientemente llamativa como para redirigir su atención. Sus miradas colisionaron y permanecieron ancladas mientras ambos avanzaban en direcciones opuestas, ella sin modificar su paso y él reduciendo la velocidad, dándose un minuto para apreciar la exótica belleza de la mujer.
Usualmente no prestaba mucha atención a las mujeres, no porque no gustara de ellas o porque no tuviera necesidades, sino que, considerando su estado civil, su título nobiliario, su empleo y su fortuna, no tenía que ser un genio para entender que la mayoría de las féminas que lo buscaban con sutiles propuestas indecentes, buscaban robarle algo más que el corazón; peligrosa apuesta considerando que corazón era de lo único que carecía.
La mujer era una diosa, un deleite a la vista. Su piel era trigueña, sus ojos avellana y su castaña cabellera larga y espesa. Sus vestiduras indicaban que era una gitana, pero bien podría esconder algo más allá de su apariencia, de por sí su miraba auguraba un mayor misterio, que, a gritos silenciosos, pedía ser descubierto.
Cuando la distancia fue suficiente para desconectar sus miradas, Bastien se detuvo en seco. Contempló las posibilidades. A simple vista la dama no aparentaba una edad mayor a la de su propia hija. El cazador cuidaba a capa y espada de su reputación y si bien podría ser mal visto que un hombre de su edad anduviera por las calles de París persiguiendo jovencitas, pero, claramente aquella fue una invitación abierta y, al final de la noche, nadie tendría por qué enterarse. Entonces se dio media vuelta y continuó su camino en la dirección que avanzaba la menuda figurilla de la mujer
Seguir adelante con el plan original implicaría encontrar más líos que soluciones. Aquella noche el alivio lo anhelaba en la caza, sin embargo, sería esta diferente a las demás.
Su presa viró la esquina e ingresó en un local, un cabaret, para ser más exacto, el antro de atrevidas presentaciones. Bastien ladeó la sonrisa e ingresó un par de segundos después que ella; no obstante, a pesar del corto lapso que separaba sus caminos, en el interior del garito, el hombre perdió de vista a la dama.
Sensuales mozas se paseaban por el establecimiento en sugestivas prendas ofreciendo bebidas a los clientes, pero en ninguna de ellas el cazador encontró lo que buscaba. Meditó por un momento. Entonces apostó por sentarse en un cómodo sillón que le permitía una vista panorámica del local y, por supuesto, la tarima que preparaban para el siguiente show, esperando su mente no lo hubiese traicionado y la visión de semejante hembra no fuera mero producto de su imaginación.
Alzó la mano y le hizo un gesto a una de las camareras para que se acercara. La mujer de contoneó hasta su mesa y se inclinó regalándole una vista que poco dejaba a la imaginación cuando los pechos de esta, apretados por el corsé se le ceñía al torso, se pasearon cerca de su rostro.
Bastien asfixió una carcajada en un resuello, observándola de arriba abajo con poco interés.
— Whisky — Se limitó a decir mientras volvía la vista al local
Notablemente ofendida la mujer se alzó, presuntuosa, acomodándose el escote y echándose el pelo hacia atrás en un triste intento por recuperar el orgullo perdido. El cazador rodó los ojos. La luz al fondo del local fue menguando paulatinamente y las farolas que estaban dispuestas sobre el escenario resplandecieron candorosas por el fuego, iluminándolo en un tono anaranjado .
El espectáculo estaba a punto de comenzar.
Bastien Argent- Cazador/Realeza
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Fecha de inscripción : 27/07/2016
Re: Lurk [Privado]
La gitana había pasado los últimos días con un ánimo infernal: sus demonios revoloteaban junto con Lume y el conjunto que armaban la incitaban lanzarse de un acantilado. Por mala suerte, algún maleficio de una bruja alcahueta contra su persona o simplemente el gusto de encolerizarle el día, le era imposible armonizar su atosigada existencia. La candidez de su palabra había desaparecido aquel atardecer y su amigo flotante solo provocaba el aumento de su vocabulario grosero y agresivo, inventándose una que otra injuria incoherente y repitiendo las peores frases que había escuchado de algunos mendigos ebrios. Su paciencia, finita y diminuta, se extravió en algún lugar entre la calle “Bon voyage” y la esquina “Santé mentale”. Lume, tan racional e infinito, no pertenecía a todo ese desastre. Lo empeoraba y por primera vez en la vida de Kaleeh, la gitana deseó que desapareciera. Lo deseó al mediodía y segundos antes del atardecer, lo deseó cuando transitó por las afueras de la ciudad y diez minutos antes de encontrar el bazar de una nigromante muy peligrosa. Lo deseó cuando entró por aquel diminuto y maloliente lugar, cuando sus náuseas se intensificaron y su mano se alargó con una bolsita llena de francos, la mitad de sus ahorros. Batalló contra los consejos y advertencias que Lume le brindaba al entrar a aquel lugar oscuro y solitario, incluso al salir con un frasco pequeño donde una sustancia viscosa y amarillenta formaba burbujas con la palabra “Tais-toi”.
La hechicera no conseguía distinguir por qué fue que el pánico estrujaba sus entrañas o la duda se fundía con sus huesos: el presentimiento de que era una auténtica pésima idea o el maldito ruido que Lume profería cerca de sus oídos. Ruido y no palabras. Ya no las distinguía. Esperó a regresar a la caravana para observar su nueva adquisición, sentada entre los miles de colores que comprendían sus cojines. Sus propios pensamientos bloqueaban todo el alboroto del orbe flotante. Recordó la voz rasgada y apagada de la bruja: “Acallará las sombras de tus preocupaciones hasta el siguiente amanecer. Sin culpabilidad podrás actuar”. Su comprensión de la magia negra era nula por voluntad, sabía que no debía entrometerse en esas cuestiones, lo reconocía y lo aceptaba. No obstante, la desesperación y la intensidad de Lume la desgastaban. Su intención era acallarlo; la explicación que le dio a la bruja fue tan conveniente como para ilustrarla en su malestar, acostumbrada al hecho de que desconocía la forma de nombrar a Lume o describirlo.
—Es inofensiva, Lume—lo único que le dijo en el día con voz suave, pero profundamente irritada. Liberó el tapón del frasco— Solo serán unas horas. Necesito dejar de... —su frase inconclusa se desvaneció al instante. El líquido era desagradable, al pasar por su lengua y su garganta las sintió arder.
El silencio se escuchaba más que cualquier reflexión en aquel momento. Sin duda alguna, había posibilidad que ni siquiera existiera algún pensamiento coherente rondando por su cabeza. La gitana sintió un mareo y luego un sentimiento completamente desconocido la invadió. Sentía una energía distinta latiendo por sus venas, ofuscando de a ratos su memoria, fragmentando su visión. En un momento estaba apreciando su figura embotellada en un explícito y muy llamativo vestido y al otro, escuchaba sus propios tacones retumbar delicadamente por acera parisina. A la gitana se le apetecía desesperadamente bailar y hacer cantar a sus brazaletes, que tintineaban con ella traviesos. En sus pensamientos apareció fugaz un lugar específico y sus pies obedecieron al rumbo que trazó inmediatamente. Un cabaret. Y no de los más finos exactamente. Una sonrisa de excitación total se dibujó en su rostro.
Kaleeh recorrió brevemente las calles y a una cuadra del establecimiento—una casona grande con ventanas de madera desgastadas y una puerta roja brillando a la distancia—discernió la figura de un exquisitamente modelado mortal caminando en dirección contraria a la de ella. Era gallardo, de compás elegante, huracanado, avanzaba con fiereza, sus ojos anclados en la figura de la gitana. Sonrió con picardía y entrelazó sus orbes miel provocativos con aquellos astronómicos y celestiales contrarios. La entretuvo por los breves segundos que pudo disfrutarlo, pero debía seguir ese deseo que su cuerpo le reclamaba.
Ingresó en el cabaret con una convicción y confianza sorprendentes para alguien como Kaleeh, la gitana despistada. Un sentimiento aproximado al que poseyó a la hechicera se asemejaba a aquel que experimentas cuando tienes un séquito devoto y fascinado, una corona de oro puro en la cabeza y la personalidad más egocéntrica del universo. La reina de la caravana de gitanas, a lo mucho. La idea le hizo soltar una carcajada que provocó una docena de miradas curiosas tratando de atravesar su ceñido atuendo. Por primera vez, la castaña disfrutaba de ese tipo de atención. Desvergonzadamente, le guiñó sonriente a un muchacho que sostenía una gran pinta de cerveza y apreciaba atento los detalles de su peculiar vestimenta, mientras desfilaba su efigie voluptuosa.
Las caderas de la gitana se ladeaban en un delicioso ángulo y su cabellera se ondulaba con cada pisada. Se encontró caminando por una pasillo lleno de puertas que no impedían que unos cuantos gritos femeninos y risas estruendosas se escaparan de los camerino. Se movilizó hasta casi el final del pasillo, frente a un cartel que decía "Principal". Una estrella, que en algún momento había sido de un dorado brillante, se desvanecía ya con el roble de la puerta, con una que otra punta despintada. Giró la perilla del camerino y lo primero que se coló en sus pupilas fue una pelirroja con rizos exorbitantes retocándose los labios, con un escarlata igual de brillante que su cabellera falsa.
— Querida, aunque te empolves con los mejores cachivaches de Francia no te verás mejor—se burló sin decencia la hechicera, mientras se recostaba sobre el umbral de la puerta, en una curva muy pronunciada. La muchacha volteó a verla, en los primeros segundos, confundida; en los tres restantes consciente, furiosa. Le lanzó una injuria digna de bailarina de cabaret y estrella de callejón. La gitana soltó una risilla burlona. La vedette, acalorada, se alzó de su tocador en actitud desafiante, con las campanitas de su vestido transparente sonando furiosas. Antes de que su dedos alcanzaran un rizo castaño suyo, murmuró: " Somnus lapsum", la bailarina se desplomó al instante, haciendo resonar las tablas bajo ella. Kaleeh aplaudió como chiquilla ante lo ocurrido. Cerró la puerta cuidadosamente y se quedó unos segundos mirando a su alrededor— . Hoy tendrán a una estrella alumbrando su espectáculo, impúdicos franceses—comentó para sí misma, mientras saltaba al otro lado del camerín. Sus manos recorrieron los extravagantes trajes, que era muy occidentales para su gusto. Sin pudor ni decoro, cogió un vestido escotado. Tenía encajes en el bordillo, una abertura en el muslo derecho y un gran corte con forma de flor en la espalda. Sacó un frasquito con una sustancia multicolor y lo vació por completo en el traje. Se tiñó con colores gitanos, llamativos y variados, dándole un aire diferente por completo—No comprendo por qué todos son negros o escarlatas—dijo apenada, mirando el armario improvisado de la bailarina.
—¡Cinco minutos, Emilliene! —unos toquecitos en la puerta la exaltaron por un momento. "Oui", respondió segura con un acento postizo tal y como la cabellera escarlata de la verdadera Emilliene. En unos segundos ya estaba luciendo el traje modificado y escandalosamente provocativo, con las aberturas más llamativas—e increíblemente—no tan indecorosas. Se acercó al espejo y tomó un pincel con una espesa tinta negra y delineó dramáticamente sus ojos, resaltando aún más su color miel avellanado. El reflejo le devolvió una cautivadora e irreconocible imagen de sí misma. Giró lentamente para observar el camerín abarrotado de vestimentas y calzado para toda ocasión. La pelirroja yacía totalmente dormitada en el suelo, en una posición que su espalda luego lamentaría. Pobre Emilliene.
—¡¡Treinta segundos!!—avisó desesperado el presentador, que en su camino al escenario daba el conteo regresivo para la función. Llevaba un traje de segunda que debió pertenecer a un conde olvidado, porque a pesar de los parches níveos en los hombros y la remienda del pantalón, seguía dando la apariencia de elegancia que tanto faltaba en el lugar. El hombre era alto, de cabellera rubia con un atisbo de grisáceo, alborotada; sus guantes blancos revestían sus dedos largos y escuálidos que sostenían nerviosos un bastoncillo negro. Justo a la entrada de los bastidores se hallaban las bambalinas del escenario, más grande de lo que Kaleeh había previsto, casi del tamaño de tres carruajes apilados. Messie Rodolphe Salis se situó al medio de la tarima y se inclinó levemente hacia adelante, apoyándose con ambas manos sobre su largo bastón. El telonero, que como rutina ya era, empezó a correr las cortinas rojas al momento en que el presentador bajó la cabeza, mirando fijamente a las tablas. Los aplausos empezaron a escucharse gradualmente y voces masculinas clamaban ver carne de una vez por todas. Cuando el escenario se desveló por completo, una hilera de lámparas bien dispuestas iluminaban perfectamente ese espacio, y al centro, una luz más intensa resaltaba las facciones poco prolijas de Rodolphe, haciéndolo ver más desaliñado.
—“¡Esta noche ‘Bonbons de nuit’ le complace presentar el más asombroso ensamblaje entre la cultura occidental y..." —se aclaró la garganta, regalando un momento de silencio breve, el cual la clientela aprovechó profiriendo reclamos indecentes y ansiosos. El presentador soltó una risilla nervioso—¡Caballeros, esta noche nunca la olvidarán! ¡Desde las lejanías de…de…—Rodolphe alzó una mano, haciéndose levemente a un lado. Debía venderles el espectáculo, no importaba la mentira, además Emilliene le había dicho que descendía de una familia persa poderosa, aunque él conocía bien que la rareza de aquella belleza no se debía a que fuera de... ¿otro continente? ¡Daba igual!— ¡de Oriente! ¡La magnífica, la gloriosa, la voluptuosa…!—dibujó una curvas pronunciadas en el aire, guiñándoles un ojo y recibiendo a cambio unas risas cómplices de los caballeros allí sentados—¡ Juzguen con sus propios ojos mortales a semejante exquisitez oriental! —la excitación en messie Salis era palpable y su verborrea daba frutos, porque la audiencia aplaudía desquiciada, aullaba y silbaba. Empezaron a aparecer a cada lado del escenario un grupo de cinco mujeres engalanadas en trajes mortíferos, procurando que el centro esté completamente libre y preparado para la artista principal Todas se acomodaron en una misma posición—las manos colocadas en boca de jarro, inclinando los pechos y abriendo levemente las piernas—; sus vestidos escarlatas que ligeramente cubrían sus muslos, eran todos absolutamente idénticos. Las bailarinas de cancán eran todas muy agradables a la vista y suficientes para sacudir el panorama varonil, excitando sus pasiones y acalorando el lugar. Rodolphe fue retrocediendo, rumbo a las bambalinas contrarias, orgulloso de semejante introducción y cansado de tanta saliva desgastada. “Fueron cinco palabras de más”, pensó disgustado, y antes de desaparecer completamente, rugió con fiereza: — “¡Admiren a la espectacular Madame Emilliene!” . Los clientes golpeteaban sus pintas desbordantes de alcohol contra las mesas, aclamando al sueño de mujer que les vendían.
Los tambores comienzan con un ritmo constante, unos golpes que suben paulatinamente su velocidad. La hechicera traía consigo unos polvos mágicos, que estallaron contra las tablas desgastadas ni bien puso un pie en el escenario, llenándolo de una humareda de colores que confundió un segundo la vista. Aprovechando esta ceguera, la risueña Kaleeh se posicionó de espaldas a su público, otorgándoles una seductora vista de su espalda descubierta, adornada al mínimo de encaje aguamarina a los costados. Disipada ya la humareda multicolor, la figura de Kaleeh era lo único llamativo en la tarima. Los músicos habían cambiado por completo las trompetas, violines y el pianoforte por tambores, crótalos y un laúd. La melodía era suave, aperturada por la percusión. Los brazos de la castaña se extendieron justo al escuchar el rasgueo lento del laúd. Sus caderas se bamboleaban al son de los tambores, cada vez más y más rápidos, alborotando sus brazaletes. Las chicas allí dispuestas intentaron seguir el ritmo de los músicos, pero lo suyo era levantar faldas y mostrar traseros al moverse; difícil inventarse otra forma de ganarse atención de su público sin aquellos infalibles pasos. La gitana siguió la música hasta que llegó a su clímax: el total silencio. Kaleeh dio media vuelta y sus rizos volaron hechizantes por un segundo. Luego se reanudó el ritmo, aún más pausado. Sus brazos cambiaban de posición, creando figuras en el aire, mientras su cadera seguía ladeándose. Su sonrisa hipnotizaba a los presentes y su baile era como ver a una llama arder. Serpenteó hasta llegar al proscenio y deambuló su mirada por el cabaret. Nada interesante, nada…
Su mirada se clavó en aquel semental sentado cómodamente en un sillón, en un lugar donde fácilmente podía apreciar del espectáculo y cualquier otro acontecimiento que pasara en el establecimiento. Kaleeh, si alguien la viera en ese instante, no la reconocerían en lo absoluto. Sus movimientos lindaban lo lujurioso y su mirada cautivaba, estimulaba y exacerbada a la multitud. No obstante, la castaña ya no bailaba para ellos. Incluso desde su lugar, aquellos orbes azulados la encantaban como imanes y el magnetismo en ellos era irresistible. Sus manos viajaron hacia sus muslos, recorriéndolos lentamente, levantando la falda y alterando las hormonas masculinas. Llegaron a sus caderas, acariciaron su cintura y finalmente desembocaron pechos. Sus ojos ardían como volcanes en erupción y sus caricias propias sólo era una mera provocación. Ardía por completo, incendiaba el lugar y hasta el propio infierno. Las llamas se enredaban por su columna, viajaban por su cuello y aterrizaban fulgurosas en su mirada. “Ven”, susurraban.
—¡Es ella!—una voz chillona irrumpió el ambiente. La verdadera Emilliene, aún aturdida, se movía lentamente tras bambalinas, enredándose con las cortinas.
—¡Cierren el telón!—la voz de Rodolphe se escuchó desde el otro lado— ¡Impostora! ¡Atrápenla!—nadie reaccionaba, estaban completamente hipnotizados por su baile, que aún continuaba acompañado de los instrumentos—¡CIERREN YA EL TELÓN, INÚTILES!
Kaleeh se detuvo y fue en ese momento en que el alboroto comenzó. Las bailarinas empezaron a gritar como desquiciadas, la música cesó y el telón comenzaba a cerrarse. La hechicera, aún con el éxtasis y la sangre agitada en sus venas, tuvo un último segundo admirando a semejante dios, y en ese breve segundo tuvo el presentimiento que esa noche iba a ser desastrosa. Sonrió de lado.
El telón se cerró.
La hechicera no conseguía distinguir por qué fue que el pánico estrujaba sus entrañas o la duda se fundía con sus huesos: el presentimiento de que era una auténtica pésima idea o el maldito ruido que Lume profería cerca de sus oídos. Ruido y no palabras. Ya no las distinguía. Esperó a regresar a la caravana para observar su nueva adquisición, sentada entre los miles de colores que comprendían sus cojines. Sus propios pensamientos bloqueaban todo el alboroto del orbe flotante. Recordó la voz rasgada y apagada de la bruja: “Acallará las sombras de tus preocupaciones hasta el siguiente amanecer. Sin culpabilidad podrás actuar”. Su comprensión de la magia negra era nula por voluntad, sabía que no debía entrometerse en esas cuestiones, lo reconocía y lo aceptaba. No obstante, la desesperación y la intensidad de Lume la desgastaban. Su intención era acallarlo; la explicación que le dio a la bruja fue tan conveniente como para ilustrarla en su malestar, acostumbrada al hecho de que desconocía la forma de nombrar a Lume o describirlo.
—Es inofensiva, Lume—lo único que le dijo en el día con voz suave, pero profundamente irritada. Liberó el tapón del frasco— Solo serán unas horas. Necesito dejar de... —su frase inconclusa se desvaneció al instante. El líquido era desagradable, al pasar por su lengua y su garganta las sintió arder.
El silencio se escuchaba más que cualquier reflexión en aquel momento. Sin duda alguna, había posibilidad que ni siquiera existiera algún pensamiento coherente rondando por su cabeza. La gitana sintió un mareo y luego un sentimiento completamente desconocido la invadió. Sentía una energía distinta latiendo por sus venas, ofuscando de a ratos su memoria, fragmentando su visión. En un momento estaba apreciando su figura embotellada en un explícito y muy llamativo vestido y al otro, escuchaba sus propios tacones retumbar delicadamente por acera parisina. A la gitana se le apetecía desesperadamente bailar y hacer cantar a sus brazaletes, que tintineaban con ella traviesos. En sus pensamientos apareció fugaz un lugar específico y sus pies obedecieron al rumbo que trazó inmediatamente. Un cabaret. Y no de los más finos exactamente. Una sonrisa de excitación total se dibujó en su rostro.
Kaleeh recorrió brevemente las calles y a una cuadra del establecimiento—una casona grande con ventanas de madera desgastadas y una puerta roja brillando a la distancia—discernió la figura de un exquisitamente modelado mortal caminando en dirección contraria a la de ella. Era gallardo, de compás elegante, huracanado, avanzaba con fiereza, sus ojos anclados en la figura de la gitana. Sonrió con picardía y entrelazó sus orbes miel provocativos con aquellos astronómicos y celestiales contrarios. La entretuvo por los breves segundos que pudo disfrutarlo, pero debía seguir ese deseo que su cuerpo le reclamaba.
Ingresó en el cabaret con una convicción y confianza sorprendentes para alguien como Kaleeh, la gitana despistada. Un sentimiento aproximado al que poseyó a la hechicera se asemejaba a aquel que experimentas cuando tienes un séquito devoto y fascinado, una corona de oro puro en la cabeza y la personalidad más egocéntrica del universo. La reina de la caravana de gitanas, a lo mucho. La idea le hizo soltar una carcajada que provocó una docena de miradas curiosas tratando de atravesar su ceñido atuendo. Por primera vez, la castaña disfrutaba de ese tipo de atención. Desvergonzadamente, le guiñó sonriente a un muchacho que sostenía una gran pinta de cerveza y apreciaba atento los detalles de su peculiar vestimenta, mientras desfilaba su efigie voluptuosa.
Las caderas de la gitana se ladeaban en un delicioso ángulo y su cabellera se ondulaba con cada pisada. Se encontró caminando por una pasillo lleno de puertas que no impedían que unos cuantos gritos femeninos y risas estruendosas se escaparan de los camerino. Se movilizó hasta casi el final del pasillo, frente a un cartel que decía "Principal". Una estrella, que en algún momento había sido de un dorado brillante, se desvanecía ya con el roble de la puerta, con una que otra punta despintada. Giró la perilla del camerino y lo primero que se coló en sus pupilas fue una pelirroja con rizos exorbitantes retocándose los labios, con un escarlata igual de brillante que su cabellera falsa.
— Querida, aunque te empolves con los mejores cachivaches de Francia no te verás mejor—se burló sin decencia la hechicera, mientras se recostaba sobre el umbral de la puerta, en una curva muy pronunciada. La muchacha volteó a verla, en los primeros segundos, confundida; en los tres restantes consciente, furiosa. Le lanzó una injuria digna de bailarina de cabaret y estrella de callejón. La gitana soltó una risilla burlona. La vedette, acalorada, se alzó de su tocador en actitud desafiante, con las campanitas de su vestido transparente sonando furiosas. Antes de que su dedos alcanzaran un rizo castaño suyo, murmuró: " Somnus lapsum", la bailarina se desplomó al instante, haciendo resonar las tablas bajo ella. Kaleeh aplaudió como chiquilla ante lo ocurrido. Cerró la puerta cuidadosamente y se quedó unos segundos mirando a su alrededor— . Hoy tendrán a una estrella alumbrando su espectáculo, impúdicos franceses—comentó para sí misma, mientras saltaba al otro lado del camerín. Sus manos recorrieron los extravagantes trajes, que era muy occidentales para su gusto. Sin pudor ni decoro, cogió un vestido escotado. Tenía encajes en el bordillo, una abertura en el muslo derecho y un gran corte con forma de flor en la espalda. Sacó un frasquito con una sustancia multicolor y lo vació por completo en el traje. Se tiñó con colores gitanos, llamativos y variados, dándole un aire diferente por completo—No comprendo por qué todos son negros o escarlatas—dijo apenada, mirando el armario improvisado de la bailarina.
—¡Cinco minutos, Emilliene! —unos toquecitos en la puerta la exaltaron por un momento. "Oui", respondió segura con un acento postizo tal y como la cabellera escarlata de la verdadera Emilliene. En unos segundos ya estaba luciendo el traje modificado y escandalosamente provocativo, con las aberturas más llamativas—e increíblemente—no tan indecorosas. Se acercó al espejo y tomó un pincel con una espesa tinta negra y delineó dramáticamente sus ojos, resaltando aún más su color miel avellanado. El reflejo le devolvió una cautivadora e irreconocible imagen de sí misma. Giró lentamente para observar el camerín abarrotado de vestimentas y calzado para toda ocasión. La pelirroja yacía totalmente dormitada en el suelo, en una posición que su espalda luego lamentaría. Pobre Emilliene.
—¡¡Treinta segundos!!—avisó desesperado el presentador, que en su camino al escenario daba el conteo regresivo para la función. Llevaba un traje de segunda que debió pertenecer a un conde olvidado, porque a pesar de los parches níveos en los hombros y la remienda del pantalón, seguía dando la apariencia de elegancia que tanto faltaba en el lugar. El hombre era alto, de cabellera rubia con un atisbo de grisáceo, alborotada; sus guantes blancos revestían sus dedos largos y escuálidos que sostenían nerviosos un bastoncillo negro. Justo a la entrada de los bastidores se hallaban las bambalinas del escenario, más grande de lo que Kaleeh había previsto, casi del tamaño de tres carruajes apilados. Messie Rodolphe Salis se situó al medio de la tarima y se inclinó levemente hacia adelante, apoyándose con ambas manos sobre su largo bastón. El telonero, que como rutina ya era, empezó a correr las cortinas rojas al momento en que el presentador bajó la cabeza, mirando fijamente a las tablas. Los aplausos empezaron a escucharse gradualmente y voces masculinas clamaban ver carne de una vez por todas. Cuando el escenario se desveló por completo, una hilera de lámparas bien dispuestas iluminaban perfectamente ese espacio, y al centro, una luz más intensa resaltaba las facciones poco prolijas de Rodolphe, haciéndolo ver más desaliñado.
—“¡Esta noche ‘Bonbons de nuit’ le complace presentar el más asombroso ensamblaje entre la cultura occidental y..." —se aclaró la garganta, regalando un momento de silencio breve, el cual la clientela aprovechó profiriendo reclamos indecentes y ansiosos. El presentador soltó una risilla nervioso—¡Caballeros, esta noche nunca la olvidarán! ¡Desde las lejanías de…de…—Rodolphe alzó una mano, haciéndose levemente a un lado. Debía venderles el espectáculo, no importaba la mentira, además Emilliene le había dicho que descendía de una familia persa poderosa, aunque él conocía bien que la rareza de aquella belleza no se debía a que fuera de... ¿otro continente? ¡Daba igual!— ¡de Oriente! ¡La magnífica, la gloriosa, la voluptuosa…!—dibujó una curvas pronunciadas en el aire, guiñándoles un ojo y recibiendo a cambio unas risas cómplices de los caballeros allí sentados—¡ Juzguen con sus propios ojos mortales a semejante exquisitez oriental! —la excitación en messie Salis era palpable y su verborrea daba frutos, porque la audiencia aplaudía desquiciada, aullaba y silbaba. Empezaron a aparecer a cada lado del escenario un grupo de cinco mujeres engalanadas en trajes mortíferos, procurando que el centro esté completamente libre y preparado para la artista principal Todas se acomodaron en una misma posición—las manos colocadas en boca de jarro, inclinando los pechos y abriendo levemente las piernas—; sus vestidos escarlatas que ligeramente cubrían sus muslos, eran todos absolutamente idénticos. Las bailarinas de cancán eran todas muy agradables a la vista y suficientes para sacudir el panorama varonil, excitando sus pasiones y acalorando el lugar. Rodolphe fue retrocediendo, rumbo a las bambalinas contrarias, orgulloso de semejante introducción y cansado de tanta saliva desgastada. “Fueron cinco palabras de más”, pensó disgustado, y antes de desaparecer completamente, rugió con fiereza: — “¡Admiren a la espectacular Madame Emilliene!” . Los clientes golpeteaban sus pintas desbordantes de alcohol contra las mesas, aclamando al sueño de mujer que les vendían.
Los tambores comienzan con un ritmo constante, unos golpes que suben paulatinamente su velocidad. La hechicera traía consigo unos polvos mágicos, que estallaron contra las tablas desgastadas ni bien puso un pie en el escenario, llenándolo de una humareda de colores que confundió un segundo la vista. Aprovechando esta ceguera, la risueña Kaleeh se posicionó de espaldas a su público, otorgándoles una seductora vista de su espalda descubierta, adornada al mínimo de encaje aguamarina a los costados. Disipada ya la humareda multicolor, la figura de Kaleeh era lo único llamativo en la tarima. Los músicos habían cambiado por completo las trompetas, violines y el pianoforte por tambores, crótalos y un laúd. La melodía era suave, aperturada por la percusión. Los brazos de la castaña se extendieron justo al escuchar el rasgueo lento del laúd. Sus caderas se bamboleaban al son de los tambores, cada vez más y más rápidos, alborotando sus brazaletes. Las chicas allí dispuestas intentaron seguir el ritmo de los músicos, pero lo suyo era levantar faldas y mostrar traseros al moverse; difícil inventarse otra forma de ganarse atención de su público sin aquellos infalibles pasos. La gitana siguió la música hasta que llegó a su clímax: el total silencio. Kaleeh dio media vuelta y sus rizos volaron hechizantes por un segundo. Luego se reanudó el ritmo, aún más pausado. Sus brazos cambiaban de posición, creando figuras en el aire, mientras su cadera seguía ladeándose. Su sonrisa hipnotizaba a los presentes y su baile era como ver a una llama arder. Serpenteó hasta llegar al proscenio y deambuló su mirada por el cabaret. Nada interesante, nada…
Su mirada se clavó en aquel semental sentado cómodamente en un sillón, en un lugar donde fácilmente podía apreciar del espectáculo y cualquier otro acontecimiento que pasara en el establecimiento. Kaleeh, si alguien la viera en ese instante, no la reconocerían en lo absoluto. Sus movimientos lindaban lo lujurioso y su mirada cautivaba, estimulaba y exacerbada a la multitud. No obstante, la castaña ya no bailaba para ellos. Incluso desde su lugar, aquellos orbes azulados la encantaban como imanes y el magnetismo en ellos era irresistible. Sus manos viajaron hacia sus muslos, recorriéndolos lentamente, levantando la falda y alterando las hormonas masculinas. Llegaron a sus caderas, acariciaron su cintura y finalmente desembocaron pechos. Sus ojos ardían como volcanes en erupción y sus caricias propias sólo era una mera provocación. Ardía por completo, incendiaba el lugar y hasta el propio infierno. Las llamas se enredaban por su columna, viajaban por su cuello y aterrizaban fulgurosas en su mirada. “Ven”, susurraban.
—¡Es ella!—una voz chillona irrumpió el ambiente. La verdadera Emilliene, aún aturdida, se movía lentamente tras bambalinas, enredándose con las cortinas.
—¡Cierren el telón!—la voz de Rodolphe se escuchó desde el otro lado— ¡Impostora! ¡Atrápenla!—nadie reaccionaba, estaban completamente hipnotizados por su baile, que aún continuaba acompañado de los instrumentos—¡CIERREN YA EL TELÓN, INÚTILES!
Kaleeh se detuvo y fue en ese momento en que el alboroto comenzó. Las bailarinas empezaron a gritar como desquiciadas, la música cesó y el telón comenzaba a cerrarse. La hechicera, aún con el éxtasis y la sangre agitada en sus venas, tuvo un último segundo admirando a semejante dios, y en ese breve segundo tuvo el presentimiento que esa noche iba a ser desastrosa. Sonrió de lado.
El telón se cerró.
Kaleeh- Hechicero Clase Media
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Fecha de inscripción : 23/03/2017
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Re: Lurk [Privado]
Los telones se abrieron despacio. Para entonces las bailarinas de apoyo ya se habían acomodado en las posiciones designadas y el presentador reculaba hacia las bambalinas para dar paso a la estrella del show. Los hombres del público, como las hormonales bestias que eran, rugían y aullaban, exigiendo a gritos porque se diera inicio a la presentación. Un instante de quietud. La percusión comenzó lenta y con ella el golpeteo, a penas coordinado, de los tacones contra la tarima. Bastien se cruzó de brazos. Su expresión se mantuvo pétrea, parcialmente indiferente al estímulo visual y, con temple despreocupado, dejó caer el peso de su torso sobre el espaldar del sofá. No estaba ciego, las féminas que sacudían las faldas eran atractivas, pero su belleza era básica, para nada especial, no como la de la misteriosa dama que había cautivado su esquivo interés.
Tras la explosión de una polvareda de colores, el contraluz de la lumbre aprisionada entre los candiles dibujó la esbelta y deliciosa silueta de la diosa de piel trigueña que había seguido hasta allí. Los glaciales orbes del cazador, desorbitados, deshelados por la incandescencia de la imagen de que presenciaban —una mujer que bien podría ser un delirio— se desbordaron por ese cuerpo en el que felizmente se sumiría hasta convertirse en pecador; sus mares fluyeron etéreos por el perfecto arco de aquella preciosa espalda, se desbocaron sobre aquellas pronunciadas curvas y cayeron en declive por el par de largas y torneadas piernas que cualquier hombre desearía poseer.
La dama meneó sus caderas de un lado a otro acompasando el ritmo de la melodía que, en relación proporcional a sus movimientos, armonizaba en crescendo. Bastien se reacomodó sobre su asiento y, tensando la mandíbula, se inclinó levemente hacia delante. Las bailarinas de apoyo a penas y podían seguir el ritmo de la estrella, quien, con esas coloridas vestimentas que resaltaban el tono de su tez, los destellos dorados de las alhajas que se sacudían y tintineaban a su paso y el vaivén provocativo de su danza, hipnotizaba todas las miradas.
La moza que atendió al cazador retornó con el pedido: una botella de whisky y un vaso de vidrio en el que vertió el licor a medida, dando, de vez en vez, fugaces miradas de rencor al cazador, quien embelesado por la magia de la mujer que literalmente se había robado el espectáculo, no le prestó a la otra la más remota pizca de cuidado. Sin apartar la mirada de la que ahora se había convertido en su presa, él tiró un par de francos sobre la mesa. La doncella, mucho más ofendida que la primera vez, agarró con rabia el dinero y antes de partir, presuntuosa, ondeó su cabello al aire, procediendo a contonearse de un lado a otro en busca de esa atención que codiciaba y que, desafortunadamente, no consiguió allí.
Las esferas azuladas del conde cesaron de contemplar el sinuoso contorno de la gitana para anclarse en sus orbes avellanadas, esas que intensas lo observaban de vuelta. La mujer era una diosa y los hombres, que hormonales y excitados clamaban por ella, deseando sentir su tacto y anhelantes de recibir su bendición, se habían convertido en sus siervos; sin embargo, Bastien Argent no había nacido para convertirse en el súbdito de nadie y la mujer lo sabía también, si había alguien allí que realmente pusiese poseerla, era él y únicamente él.
Sus miradas se enfrentaron en un duelo furtivo, pero ninguno llegó a ceder. Firmes ambos sostuvieron su postura, exigiendo más y más del otro; la invitación era bastante clara “ven a mí”, pero la respuesta continuaba siendo una réplica “ven tú”. Fue entonces cuando la música cesó súbitamente, siendo reemplazada por un chillido infernal. La densa conexión, ese embrujo del que ambos fueron reos se resquebrajó de inmediato.
“¡Es ella!” “¡impostora!” “¡cierren el telón!”
El cazador arrastró la mirada de un lado a otro intentando, en vano, otorgarle sentido a la situación, gruñendo por lo bajo cuando, tras el telón, desapareció la mirada juguetona de su preciosa mujer. Frunció el entrecejo y tras levantarse de su asiento, marchó hacia la tarima furibundo, abriéndose paso a agresivos empujones entre los hombres que protestaban, abucheando en respuesta la súbita interrupción que, como un baldado de agua fría, enfrió sus acaloradas y exaltadas pasiones.
De un salto, Bastien se subió sobre el escenario y se precipitó hacia las bambalinas, donde el caos era mayor. Las bailarinas discutían las unas con las otras, vociferando improperios indignos de cualquier señorita respetable con sus agudas voces de cotorra. Rodolphe se agarraba de los cabellos sin saber cómo retomar el control, la velada más prometedora de la semana se había convertido en un completo desastre y tan pronto como su jefe se enterase lo colgaría de los huevos. Emilliane, por su parte, se había aferrado como una liendra a la melena alborotada de su diosa, zarandeándola furiosa.
Lo suficientemente irritado como para perder la paciencia, Bastien sacó su revolver del cinto y disparó al techo. Los gritos de las mujeres se perdieron tras el alarido afeminado que Rodolphe soltó al escuchar la detonación; de ser otra la ocasión quizá le hubiese causado bastante gracia, pero no en ese preciso momento. Las miradas espantadas de los presentes se posaron sobre él, pero el cazador, como si no se le diera nada, enfundó el arma y con una mirada penetrante y un gesto severo se volvió hacia las bailarinas.
— Señoritas, debo pedirles se retiren de vuelta a los vestidores de forma ordenada —Ladeó una sonrisa incisiva desplazando sus arrasadores orbes hacia Rodolphe, quien parecía estar a punto que mojar el calzón— El show debe continuar ¿no es así, caballero?
El conde dio un par de palmadas en la espalda del presentador que abrió los ojos como platos, casi como se le hubieran desencajado los huesos, tragando saliva y asintiendo en silencio. Las féminas, temerosas, obedecieron sin chistar, apresurándose a sus respectivos camerinos. Acto seguido Argent deslizó la mano hasta el hombro de Rodolphe y lo estrujó con fuerza, haciendo que este apretara los labios para no chillar de dolor.
— Escúchame muy bien porque esto es lo que vas a hacer, compañero. Saldrás a calmar el alboroto de allá afuera y permitirás que la señorita termine su presentación. — Susurró en el oído del sujeto, que temblaba como una hoja bajo su tacto.
Emilliene, que tras el estruendo del disparo había cesado sus fieros ataques en contra de la gitana, prestaba minucioso cuidado a las palabras que el cazador formulaba y, como si tuviese oído sobrenatural, un berrido mefistofélico se escapó de sus labios cuando este terminó la dicción. La mujer, endiablada, profirió mil y una protestas, mas todas tuvo que tragárselas cuando Bastien, fastidiado, le apuntó con el revolver para que se callara.
— ¿Por qué demonios haría yo es… —Inquirió arrogante el presentador, armándose de valor para interpretar el papel del héroe que salva a damisela en apuros, no obstante, sus palabras quedaron inconclusas cuando el conde sacó de su bolsillo un par de billetes de considerable valor.
Un destello de avaricia refulgió en los ojos de Rodolphe, lo que el cazador le ofrecía era más de lo que ganaría en medio año de “arduo” trabajo.
— Prepararé el público — Indicó con una amplia sonrisa y tras arrebatar el dinero de la mano de Bastien, olvidándose por completo de la su estelar, se dio media vuelta y se apresuró fuera del telón.
Emelline, evidentemente frustrada bufó, rugió y chillo. ¡Nadie podía robarle su show! Desafortunadamente, ya era demasiado tarde.
— ¡No es justo! ¡Es mi espectácu-
Ya al borde de perder los estribos a causa de las constantes quejas de aquella molesta muchacha, Argent la tomó del cuello, estrangulando sus palabras y obligándola a ponerse de puntitas para no quedar volando sobre el suelo. La exótica morena sonreía divertida.
— Si escupes otra palabra que no sea una disculpa para la señorita, me aseguraré de que no te reciban ni en el peor antro de toda Francia —Advirtió él, aumentando la presión sobre el delicado cuello de la vedette justo antes de soltarla.
Emilliene, con el rostro enrojecido y sus tempestades cristalizadas, tosió y respiró agitada en busca de aliento, haciendo un esfuerzo por formular una lastimera disculpa antes de salir despavorida, llorando cual magdalena. Tan pronto como el cazador se encontró a solas con su diosa, cadencioso se aproximó a ella y después de retirar los mechones rebeldes que le cubrieron el rostro, como resultado del forcejeo con la otra mujer, extrajo de uno de sus bolsillos un pañuelo de seda blanca y se lo ofreció. Un hilillo de sangre se escurría por la comisura de los tentadores labios de la gitana.
— El suyo si que ha sido todo un espectáculo, milady.
Tras la explosión de una polvareda de colores, el contraluz de la lumbre aprisionada entre los candiles dibujó la esbelta y deliciosa silueta de la diosa de piel trigueña que había seguido hasta allí. Los glaciales orbes del cazador, desorbitados, deshelados por la incandescencia de la imagen de que presenciaban —una mujer que bien podría ser un delirio— se desbordaron por ese cuerpo en el que felizmente se sumiría hasta convertirse en pecador; sus mares fluyeron etéreos por el perfecto arco de aquella preciosa espalda, se desbocaron sobre aquellas pronunciadas curvas y cayeron en declive por el par de largas y torneadas piernas que cualquier hombre desearía poseer.
La dama meneó sus caderas de un lado a otro acompasando el ritmo de la melodía que, en relación proporcional a sus movimientos, armonizaba en crescendo. Bastien se reacomodó sobre su asiento y, tensando la mandíbula, se inclinó levemente hacia delante. Las bailarinas de apoyo a penas y podían seguir el ritmo de la estrella, quien, con esas coloridas vestimentas que resaltaban el tono de su tez, los destellos dorados de las alhajas que se sacudían y tintineaban a su paso y el vaivén provocativo de su danza, hipnotizaba todas las miradas.
La moza que atendió al cazador retornó con el pedido: una botella de whisky y un vaso de vidrio en el que vertió el licor a medida, dando, de vez en vez, fugaces miradas de rencor al cazador, quien embelesado por la magia de la mujer que literalmente se había robado el espectáculo, no le prestó a la otra la más remota pizca de cuidado. Sin apartar la mirada de la que ahora se había convertido en su presa, él tiró un par de francos sobre la mesa. La doncella, mucho más ofendida que la primera vez, agarró con rabia el dinero y antes de partir, presuntuosa, ondeó su cabello al aire, procediendo a contonearse de un lado a otro en busca de esa atención que codiciaba y que, desafortunadamente, no consiguió allí.
Las esferas azuladas del conde cesaron de contemplar el sinuoso contorno de la gitana para anclarse en sus orbes avellanadas, esas que intensas lo observaban de vuelta. La mujer era una diosa y los hombres, que hormonales y excitados clamaban por ella, deseando sentir su tacto y anhelantes de recibir su bendición, se habían convertido en sus siervos; sin embargo, Bastien Argent no había nacido para convertirse en el súbdito de nadie y la mujer lo sabía también, si había alguien allí que realmente pusiese poseerla, era él y únicamente él.
Sus miradas se enfrentaron en un duelo furtivo, pero ninguno llegó a ceder. Firmes ambos sostuvieron su postura, exigiendo más y más del otro; la invitación era bastante clara “ven a mí”, pero la respuesta continuaba siendo una réplica “ven tú”. Fue entonces cuando la música cesó súbitamente, siendo reemplazada por un chillido infernal. La densa conexión, ese embrujo del que ambos fueron reos se resquebrajó de inmediato.
“¡Es ella!” “¡impostora!” “¡cierren el telón!”
El cazador arrastró la mirada de un lado a otro intentando, en vano, otorgarle sentido a la situación, gruñendo por lo bajo cuando, tras el telón, desapareció la mirada juguetona de su preciosa mujer. Frunció el entrecejo y tras levantarse de su asiento, marchó hacia la tarima furibundo, abriéndose paso a agresivos empujones entre los hombres que protestaban, abucheando en respuesta la súbita interrupción que, como un baldado de agua fría, enfrió sus acaloradas y exaltadas pasiones.
De un salto, Bastien se subió sobre el escenario y se precipitó hacia las bambalinas, donde el caos era mayor. Las bailarinas discutían las unas con las otras, vociferando improperios indignos de cualquier señorita respetable con sus agudas voces de cotorra. Rodolphe se agarraba de los cabellos sin saber cómo retomar el control, la velada más prometedora de la semana se había convertido en un completo desastre y tan pronto como su jefe se enterase lo colgaría de los huevos. Emilliane, por su parte, se había aferrado como una liendra a la melena alborotada de su diosa, zarandeándola furiosa.
Lo suficientemente irritado como para perder la paciencia, Bastien sacó su revolver del cinto y disparó al techo. Los gritos de las mujeres se perdieron tras el alarido afeminado que Rodolphe soltó al escuchar la detonación; de ser otra la ocasión quizá le hubiese causado bastante gracia, pero no en ese preciso momento. Las miradas espantadas de los presentes se posaron sobre él, pero el cazador, como si no se le diera nada, enfundó el arma y con una mirada penetrante y un gesto severo se volvió hacia las bailarinas.
— Señoritas, debo pedirles se retiren de vuelta a los vestidores de forma ordenada —Ladeó una sonrisa incisiva desplazando sus arrasadores orbes hacia Rodolphe, quien parecía estar a punto que mojar el calzón— El show debe continuar ¿no es así, caballero?
El conde dio un par de palmadas en la espalda del presentador que abrió los ojos como platos, casi como se le hubieran desencajado los huesos, tragando saliva y asintiendo en silencio. Las féminas, temerosas, obedecieron sin chistar, apresurándose a sus respectivos camerinos. Acto seguido Argent deslizó la mano hasta el hombro de Rodolphe y lo estrujó con fuerza, haciendo que este apretara los labios para no chillar de dolor.
— Escúchame muy bien porque esto es lo que vas a hacer, compañero. Saldrás a calmar el alboroto de allá afuera y permitirás que la señorita termine su presentación. — Susurró en el oído del sujeto, que temblaba como una hoja bajo su tacto.
Emilliene, que tras el estruendo del disparo había cesado sus fieros ataques en contra de la gitana, prestaba minucioso cuidado a las palabras que el cazador formulaba y, como si tuviese oído sobrenatural, un berrido mefistofélico se escapó de sus labios cuando este terminó la dicción. La mujer, endiablada, profirió mil y una protestas, mas todas tuvo que tragárselas cuando Bastien, fastidiado, le apuntó con el revolver para que se callara.
— ¿Por qué demonios haría yo es… —Inquirió arrogante el presentador, armándose de valor para interpretar el papel del héroe que salva a damisela en apuros, no obstante, sus palabras quedaron inconclusas cuando el conde sacó de su bolsillo un par de billetes de considerable valor.
Un destello de avaricia refulgió en los ojos de Rodolphe, lo que el cazador le ofrecía era más de lo que ganaría en medio año de “arduo” trabajo.
— Prepararé el público — Indicó con una amplia sonrisa y tras arrebatar el dinero de la mano de Bastien, olvidándose por completo de la su estelar, se dio media vuelta y se apresuró fuera del telón.
Emelline, evidentemente frustrada bufó, rugió y chillo. ¡Nadie podía robarle su show! Desafortunadamente, ya era demasiado tarde.
— ¡No es justo! ¡Es mi espectácu-
Ya al borde de perder los estribos a causa de las constantes quejas de aquella molesta muchacha, Argent la tomó del cuello, estrangulando sus palabras y obligándola a ponerse de puntitas para no quedar volando sobre el suelo. La exótica morena sonreía divertida.
— Si escupes otra palabra que no sea una disculpa para la señorita, me aseguraré de que no te reciban ni en el peor antro de toda Francia —Advirtió él, aumentando la presión sobre el delicado cuello de la vedette justo antes de soltarla.
Emilliene, con el rostro enrojecido y sus tempestades cristalizadas, tosió y respiró agitada en busca de aliento, haciendo un esfuerzo por formular una lastimera disculpa antes de salir despavorida, llorando cual magdalena. Tan pronto como el cazador se encontró a solas con su diosa, cadencioso se aproximó a ella y después de retirar los mechones rebeldes que le cubrieron el rostro, como resultado del forcejeo con la otra mujer, extrajo de uno de sus bolsillos un pañuelo de seda blanca y se lo ofreció. Un hilillo de sangre se escurría por la comisura de los tentadores labios de la gitana.
— El suyo si que ha sido todo un espectáculo, milady.
Bastien Argent- Cazador/Realeza
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Re: Lurk [Privado]
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Bastien Argent- Cazador/Realeza
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