Arrodillado -/privado

Una noche completamente inusual, fuera de lugar. Una noche en la que te preguntas el por qué de las cosas. Cuando cuestionas todo, inclusive tu existencia. ¿Por qué Dios en su infinita misericordia seguía manteniéndome con vida? Había cometido actos atroces, impunes, llenos de maldad, bañados en sangre. Si bien los realizaba en nombre de y para Dios, no dejaban de marcarme, de atormentarme. Porque, ahí estaba yo, con el rosario de mi madre entre mis manos, rezando, solicitando una vez más el perdón ante el Cristo crucificado. El rosario de madera, se mecía de arriba hacia abajo, pues todo mi cuerpo temblaba. Estaba siendo invadido por mis propios recuerdos, produciendo un estado de sopor que nunca antes había sentido. Tenía frío, aunque dentro de la iglesia no corriese ninguna clase de ráfaga. Era mi misma conciencia, mi mismo temor el que me hacía castañear los dientes.

Postrado en el reclinatorio, con los ojos cerrados y pidiendo clemencia, sentía que en cualquier momento me derrumbaría. porque no podía contener tanta vergüenza y arrepentimiento. ¡Jamás había sentido yo algo como aquello! Siempre me había mostrado seguro de mí mismo en cualquier aspecto de mi vida, pero, siempre había una primera vez. El haberme manchado las manos con la sangre de aquellos tres niños había trastocado mi modo de ver las cosas. El recordar sus rostros sucios cubiertos de hollín, pidiendo clemencia para sus padres antes que para ellos mismos, me hicieron recordar el rostro del pequeño Yuri. Ese maldito mocoso que sin quererlo, comenzaba a cambiar mi vida y la manera de ver las cosas. Tenía muchos - demasiados - sentimientos encontrados respecto a él. Odiarlo, si, ¡lo odiaba con todas mis fuerzas! Aunque... ¡Maldita sea su estampa! ¡Y maldito yo por mostrar debilidad ante un niño de escasos 1.33 cms de estatura.

Apreté nuevamente el rosario, y estuve muy cerca de arrojarlo lejos, cuando escuché una voz muy conocida por mí. Abrí los ojos tratando de serenarme y tratar de reencontrarme con ése Antonio frío y calculador, odiado por todos. Disimuladamente traté de limpiar mi rostro con la mano que tenía menos sangre, y guardé mi valioso objeto en la bolsa interna de mi chaquetilla negra. Me persigné, y me levanté deseando no parecer demasiado "obvio" ante sus ojos. Pero ¿qué más daba? Las salpicaduras del precioso líquido malva de esos inocentes, estaba por todo mi cuerpo. No había rincón libre de culpa en mí. Así era la vida del inquisidor, así era la vida de Antonio. Ella debía saberlo perfectamente porque ambos estábamos marcados por la misma señal. Marcados de por vida, caminando por un camino del cuál parecía no haber retorno.

-Esta visita no tiene nada que ver contigo- Dije escuetamente. -Hoy simplemente quise ver directamente la cara de nuestro creador. Verlo directamente a los ojos. -Más no interrumpes, estaba ya por retirarme-. En parte era cierto, me sentía incómodo ante ella. Estaba sucio tanto por dentro como por fuera. -¿Tú como estás? - Traté de que centrara su atención en otra cosa, que no fuera en mi vestimenta. Rogaba también que nadie más entrase a la catedral y me viese tan desecho. El orgullo ante todo y esa maldita mano que no dejaba de temblar.