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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Armand Duchamp Lun Oct 02, 2017 3:06 am

"Tiempos mejores hubieron sin duda, la cuestión era... ¿Que sentido era gobernar infieles, si no se disfrutaba de los pecados que ellos traían?"

- Fragmento del diario personal de Armand Duchamp -

La gloriosa ópera, tiempo había pasado desde que me marche de París para arreglar unos asuntos personales - de los cuales no mencionaré por el momento, pero sin duda lo haría algún día - me tentaba la idea de volver y recobrar los placeres mundanos y sencillamente sublimes de esta sociedad en decadencia. ¿Era un pecado entonces, disfrutar de tales privilegios como hombre de Dios? al parecer no, la socialité francesa acostumbraba a gozar de estos placeres con bastante concurrencia, pero sin duda no admiraban como su servidor el placer de la música, de la misma manera que gozaba de la tortura de infieles y asquerosos negros que traían a los centros de reclusión, que curiosamente no había uno muy lejos de acá, la sinfonía majestuosa en oír a un negro gritar mientras se les retorcía los dedos con un torniquete era muy similar al de un cerdo a punto de ser degollado, conjuguen eso con el delicioso sentir de una soprano expulsando de su interior las voces divinas y sin duda aceptaran que, era un placer digno de apreciar, pero que no tenia cualquiera.

El dueño de la ópera ya sabia quien era, nunca fue necesario dejar reserva, algo tan vulgar como aquello solo era para aquellos pobres imbéciles que debían pagar por gozar de estos placeres, mi presencia divina era suficiente para entrar y que incluso, se me entregara de rodillas una copa del mejor vino de la ciudad, era tarde pero también viejo, me gustaba beber vino como me gustaba escuchar a una mujer cantar, tanto en un escenario, como en mi alcoba, de rodillas.


- Su excelencia, no se le veía hace tiempo, por favor entre...  te-te-tenemos como si-siempre su espacio listo y como le gusta -

- No me hagas perder tiempo, ni que hayas visto al diablo, imbécil. -

- Lo-lo siento su excelencia, Margareth trae una botella de vino para nuestra eminencia -

- ¡Desde cuando tienen negros asquerosos trabajando en este lugar! -

- Su-su eminencia, llevan tiempo trabajando aquí, piedad -

- ¿Con que piedad? Dios tendrá piedad contigo, después que me respondas porque traen a estos asquerosos negros a trabajar a esta opera, malnacido, sáquenlo de mi vista -

- No... por favor, no... ¡No! -


Asqueroso... una cosa que me disgustaba más que los pobres eran los negros, asquerosos animales sin alma que osaban ser tratados como humanos, siempre pensé fueron un error de Dios, pero quien era yo para cuestionar su creación, simplemente un humilde servidor de su palabra, pero ese maldito tendría que pagar por su osadía... lo juro.

Las cosas habían cambiado mucho en un año, las luces tenían cierta opacidad que me molestaba, quizás el viaje me había vuelto algo más gruñón o simplemente Dios me ponía a prueba, como siempre, el vino me sabia más amargo y la soledad me quejaba mis dolencias de la vejez, necesitaba un poco de compañía, algo que pudiese saciar mis mundanas necesidades mientras observaba esta obra... ¿Porque hacer esperar a su eminencia? ¡Quiero lo que necesito ahora!

Pero antes... rezaría un Ave María por la posibilidad de estar acá, quizás junto a un niño, o una virgen muy sola...

Ave María Purísima... sin pecado concedido.


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Mensaje por Lylah Rosenkreuz Mar Oct 03, 2017 7:15 am

Cruzando puertas

La oscuridad como mi enemiga

La oscuridad como mi amiga.

Una puerta más que se abría.
Una puerta más sin ser la esperada.
Una puerta más que seguía.
Una puerta más que aumentaba la curiosidad latente en su frágil cuerpo.
Una curiosidad latente que crecía y nunca para nada, porque en cada nuevo intento y en cada nuevo desacierto encontraba tesoros, así fuera solo silencio y aire lo que llenara el balcón de turno. Lylah no aborrecía al vacío, no como la naturaleza lo hacía y tampoco temía a aquel, no de la forma en que muchos humanos lo hacían.

Volvió a cerrar la puerta, al saber que ese tampoco era el palco privado que le había apartado para ella y sus hermanos, quien era su protector desde que casi toda su familia había sido asesinada, también padrino, amigo de su abuelo desde siempre y quien hasta hace unos meses había sido su albacea. Lylah trabajaba un turno comercial en la perfumería hasta las horas de la noche o hasta cuando deseaba - aunque claro...siempre abría tarde - , y cuando no, era seguro encontrarla en casa permitiendo que sus días pasaran entre su vivero, sus conjuros y sus estudios de magia, más los de la Orden.

Por eso aquel regalo y llámese regalo a deber salir de la seguridad de su santuario a la selva de cemento que era París, para distraerse en algún otro lugar, cualquiera que no estuviera entre los limites de lo que llamaba hogar y eso debía hacerlo sola... Una bella invitación a la opera, a un palco privado que no conocía, a ver una obra que solo había leído en papel y tinta - y que adoraba-. Buscaba al abrir cada umbral un papel sobre un asiento o mesa con su nombre y no se cansaba de hacerlo, Lylah tenía paciencia de hierro.

Una puerta más, cerrada como todas.
Al alargar su mano al pomo, el pasillo se lleno de una voz airada, pero temerosa.
La bruja no era amante de levantar la voz, de los sonidos fuertes, de las maneras bruscas o violentas, de lo que deseaba enturbiar el espíritu...deseos, porque la Rosenkreuz sabía que la paz no dependía de los deseos de ajenos, ni de las circunstancias.
La pregunta es...¿tenía paz en el corazón? No del todo, no siempre, no para siempre, no nunca, pero no era violencia lo que reemplazaba las ausencias de calma, o sus momentos escabrosos, sin negarse a mentir y siendo sincera, era melancolía pura.

Un hombre de baja estatura y traje de gamuza, daba un regaño a un joven de piel negra y dientes de perla, un esclavo. Lylah observó su color de piel maravillada, cómo brillaba y los rizos que adornaban su cabeza, negros como el azabache y los hijos que el helecho macho daba en  noche de San Juan.

Se perdió la rosacruz en los hombres que pasaron de largo, olvidando abrir la puerta que seguía, olvidando que tenía una nueva opción ante sus ojos. Si no lo hubiera hecho, hubiera visto el papel blanco, fino pero rugoso con su nombre en perfecta caligrafía sepia, hubiera entrado a su palco, hubiera visto las bellas rosas blancas y rojas que lo adornaban y perfumaban como un regalo de su tío, hubiera visto el telón abrirse, sentada en una cómoda poltrona y una copa de vino en su mano, que seguramente hubiese bebido lento.

Pero no había nada más inexistente que un hubiera...

A falta de eso, Lylah pasó a la siguiente y la abrió olvidando dar el suave toque que las pasadas había tenido. Una abrumante y extraña oscuridad fue lo primero que la recibió.
En el interior un Ave María se escuchaba de labios de un hombre, lo supo al correr las palabras, al saberla de memoria desde pequeña. La pelirroja que hoy llevaba sus cabellos rosa muy claros en un semirecogido que rozaba sus hombros, dio otro paso al frente.
Disfrutaba de esa oración, no por ser palabra de hombre, era por a quien iba dirigido...una madre, una virgen con una gran misión...con un gran dolor.

Con sus manos enguantadas de blanco pegadas a su cuerpo, queriendo en ese momento traspasar la tela de su vestido con alquimia de fe, la doncella alemana disfrutó de la plegaria en silencio y con respeto absoluto, al terminar se atrevió a anunciar su presencia. - Es una oración hermosa. - dijo con su fino hilillo de voz,  queriendo conocer al hombre de fe entre sombras.
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Mensaje por Armand Duchamp Miér Oct 04, 2017 4:31 am

"Porque te confiaste en tu maldad, diciendo: Nadie me ve. Tu sabiduría y tu misma ciencia te engañaron, y dijiste en tu corazón: Yo, y no más"

- Isaías 47:10 -

¿Que presencia temblaría a su excelencia en un espacio de tanta tranquilidad? La noche parisiense, una un tanto aburrida y mediterránea, no parecía cobijar lo que las palabras y el glamour solían decir, llevaba décadas acá, nací en estos parajes de podredumbre y la tónica siempre fue la misma, aburridos telones de seda tras gordas y desagradables mujeres detrás de voces melodiosas, la "dicha romana" o la misericordia del cuerpo, significaba que la belleza residía en la abundancia, casi como una metáfora asiática donde el alma era lo que importaba. Nunca fui demasiado quisquilloso con las mujeres, no debía, sin duda no era mi misión como hombre de Dios, benevolente y grandioso, el hablar sobre los placeres de la carne, menos aun señalar como debía ser una mujer, pero sin duda un sacerdote podía saber mucho de aquellos placeres, debía saberlo puesto que era necesario saber que hablaban los pecaminosos cuando iban a confesarse a las iglesias, aunque lógicamente tenia un fin practico... pedagógico si se quería.

Pareciera extraño, hace un buen rato no sentía a los guardias. ¡Malditos vagos! ¡Sabían debían protegerme de quien pudiese venir! Ni mis plegarias más fervientes podían apaciguar el malestar que provocaba el incumplimiento de deberes, les pagaba por ello... ¡Rabian que trataban con su eminencia en París! Esos negros... apestosos y salvajes negros podían vengarse de mi cuando quisieran, estaba viejo para defenderme de esos animales, pagaba una buena guardia y aun no llegaba mi compañía, sin duda durante la semana visitaría a unas cuantas personas que no cumplían con sus tareas. ¡Que desgracia, que desfachatez contra mi persona!

Pero esperen... que dicha encontrar a una jovencita vagando por estos lugares tan oscuros y aburridos, parecía delicada sin duda, perfecta de mi gusto, pero no pude sentirla, quizás hubiese escuchado a su eminencia parlotear incesantes plegarias y un burdo análisis de la sociedad parisiense, no parecía un mal comienzo para esta desagradable noche de juerga eclesiástica, su benevolencia, mi persona, por muy divino que fuese necesitaba divertirse y Dios, nuestro señor, nos brindaba a los elegidos las oportunidades de gozar estos momentos, debía apresurarme e invitar a mi salón a esta bella niña a conocer de la música y sobre otros temas...

- Vaya vaya, no pareces lo que solicite... ¿no te dijeron niña que es de mala educación escuchar a otros en su privacidad? -

Parecía algo tímida, me gustaba eso en las mujeres, la divina sumisión, un regalo de nuestro Dios, dichoso fuese Adán quien subyugaba a Eva a su placer y dominio. Así tenia que ser, no podía manifestarse de otra manera... ¿Se imaginaba nuestro querido lector mujeres sublevándose ante el dominio del hombre? ¡Ni imaginarlo!

- Ven... no seas tímida, debes conocerme, no preciso presentarme, besa mi anillo y siéntate a mi lado, no cualquiera puede gozar de mi compañía, el gran obispo Armand Duchamp -

El anillo... anillo de Pedro, artilugio codiciado por muchos, temido por otros, era una locura visitar la Santa Sede y observar estatuas de sus eminencias papales cubiertas de fino oro de las Indias, siempre pensé que algún día tendría mi estatua en esos aposentos con mi gran figura mirando hacia el horizonte, ya le quedaba poco a ese Papa, no cabía duda de aquello.


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Mensaje por Lylah Rosenkreuz Lun Oct 09, 2017 10:33 pm

Hábitos y Alhajas. Mentiras y éter

“Conóceme cual soy ¡Soy la verdad! Agua, tierra, llama, aire, éter, vida, mente, individualidad, esos ocho forman mi espectro actual y están suspendidos de mí, como cuelgan las perlas de su hilo.” Mahabharata "Porque soy Dios en acción."

La puerta...aquella puerta, vaya que puerta...
Lylah no pudo creer lo que sus ojos veían entre las sombras elegantes de un palco exclusivo en la Ópera de París, un lugar que recogía las ansias de ver el espectáculo comenzar, al abrirse el inmenso telón rojo aterciopelado y dorado.

El hombre tenía una sonrisa pícara, a Lylah le pareció insólito como primera impresión, pero agradable. Se veía elegante en ese hábito, lo que ella ya sabía era solo eso, pero no veía nada de malo en encontrar y conversar con un hombre de fe. Al contrario, le entusiasmaba. Dio un paso al frente y detalló aún más en su rostro, ¿cuántos años llevaría en la iglesia católica?¿Cuántos años tendría en total? ¿a cuántos como ella o como otros habría ordenado asesinar?¿sabría dónde estaba su hermano mellizo?
No fue hasta que dijo sobre ella no ser quién él esperaba y lo de su notoria mala educación causada por la curiosidad de una oración tan hermosa, que se sonrojó, no quería abusar de su confianza, menos pasar por maleducada.

Y no fue hasta escuchar lo siguiente que su anterior interés mutó y su sonrojo desapareció. Fue una milésima de segundo tan larga para ella repasando la frase, desglosándola en su cabeza.
"...debes conocerme, no preciso presentarme, besa mi anillo y siéntate a mi lado, no cualquiera puede gozar de mi compañía, el gran obispo Armand Duchamp."
Jamás había escuchado una presentación así...una invitación.

El Obispo Armand Duchamp...y ella la descendiente de uno de los hombres más perseguidos y alcanzados por la Inquisición en Europa y a parte de eso, bruja.
Toda su familia asesinada, ella y su -sus- hermano-s-, los últimos descendientes de los Germelshausen.
¿Podrían los caminos de la vida ser más indescifrables? Sí, sabía que podría ser peor, mucho peor.
Pero la alemana notaria la humildad ausente en la palabra de Armand. O quizás solo era uno de esos sacerdotes bromistas y bonachones que se solían encontrar en la vida...quizás...siempre se podía dejar carta abierta a las imposibilidades.
No era tímida, era precavida, tenía secretos y mantenía mentiras como su cabello, como su apellido, como todo el velo que cubría su vida, incluso a sus perfumes.

Cuando el deber colisiona con el querer, con las tradiciones y convicciones más férreas, cuando se debe para sobrevivir… así se sintió Lylah cuando se le pidió besar aquel anillo, que también no era más que eso para ella, una alhaja.
Mojó sus labios. Asintió con el mismo semblante solemne en su rostro y se inclinó tomando la mano, colocándola sobre su frente. Si tenía que fingir para sobrevivir lo haría en base a sus principios, hoy aprendería sobre el conocimiento de una creencia y pensando que podría sacar lo útil de esa situación, cómo era el objetivo de la Orden, por medio de la mente encontrar a Dios, se dijo... ¿quién mejor que de la piel de un hombre de tan grande fe?
Pero no besó nada, ni se sintió mal por no hacerlo.

Además algo más que corazón latió en su pecho.
Una intuición, debía ser prudente, mucho más.
-Disculpe, Obispo.- dijo cortés. -Creo que me he equivocado de palco.- le dio la razón de estar allí y no ser la persona que buscaba. - Espero no ser una completa decepción como entrometida y mucho menos como compañía.- se atrevió a bromear, al avanzar sin estar ya tan segura como antes, tenía miedo pero como la mayoría de veces, sabía cómo ser dócil sin salir mancillada ante sombras.
Y es que también le ganaba el querer saber qué era lo que le en estos últimos segundos se había salido de lugar en la escena, aquel detalle que había notado no era armonioso.

- Soy Lylah - Rosenkreuz - Saint Germain. Gracias por la invitación. - tomó asiento en una de las poltronas como el éter que era siempre. Los aplausos comenzaban a escucharse más fuertes que los susurros en el gran espacio, mientras ella miraba los demás palcos frente a ella, al público allí y abajo, esperando que el obispo tomará asiento a su lado. Con el semblante neutro pensaba en lo que se sentía no poder decir su apellido en voz alta y al mundo, pero ya era costumbre, al fin y al cabo era solo un sustantivo.
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