AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Après tout, je ne suis qu'un homme {Amélie Zwaan}
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Après tout, je ne suis qu'un homme {Amélie Zwaan}
Por primera vez desde que había llegado a París, el vagabundeo de Herman por las calles de la ciudad no se debía al ocio y la diversión de encontrar un antro en el que meterse a ahogar sus penas a costa del dinero de otro. Esta vez, su caminar tenía un propósito fijo: encontrar un techo bajo el que poder pasar la noche. No hacía falta ser un erudito para darse cuenta de que el hombre no tenía ni para comer. Había conseguido algo de ropa, robándola, eso sí, de algún tendedero descuidado que había encontrado en los barrios más marginales. ¡Quién le había visto, y quién le veía ahora! Él, que siempre había sido todo lo elegante que su estatus de barón exigía (despilfarrador sí, pero con clase), ahora se veía obligado a vestir ropajes ajenos que ni siquiera eran de su talla. Nunca se imaginó a sí mismo en ese estado, ni siquiera en uno semejante, pero esa era ahora su cruda realidad: si no actuaba, moriría sin que nadie se diera cuenta, y eso no lo pensaba permitir. Todavía no.
Como ya hemos dicho, Herman se encontraba buscando un nuevo techo que ocupar. ¿Qué le había pasado al anterior? Que no estaba tan vacío como él había pensado en un principio, y el legítimo (o no) dueño irrumpió en mitad de su sueño matutino y le propinó dos patadas en la espalda, gritando, entre otras cosas, que el colchón donde estaba tumbado era suyo, y de nadie más. Al pájarito no le quedó más remedio que salir de allí corriendo si no quería terminar peor de como había llegado, hacía ya varios días, a la ciudad.
Llegó a una pequeña plaza pasada la media tarde, cuando la luz comenzaba a bajar la intensidad, pero aún no se podía considerar que había empezado a anochecer. Se sentía agotado, puesto que no había ingerido gran cosa desde primera hora de la mañana, cuando había conseguido que una vieja mujer se apiadara de él. Al menos, parecía que su don de gentes seguía funcionando cuando lo necesitaba.
Se sentó sobre un murete que delimitaba el jardín privado de una casa y miró hacia los tejados que había a su alrededor. A su derecha vio la torre de una pequeña iglesia donde en un tiempo lejano estuvo el campanario; ahora las ventanas estaban tapiadas con maderas, salvo por pequeños agujeros por donde un pájaro entrarían sin problemas. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Si bien todavía no podía alzarse en vuelo a grandes alturas, esa torre, concretamente, no estaba tan lejos del suelo, y era imposible que hubiera inquilinos indeseables que le patearan por las mañanas. ¡Nadie en su sano juicio subiría allí! Nadie salvo él, que, teniendo en cuenta su nivel de desesperación, no se podía decir que estuviera muy cuerdo.
Tras asegurarse de que la calle estaba vacía, se quitó la ropa y la sujetó con los dientes. Dio un salto hacia delante y, mientras estaba en el aire, se transformó en el halcón y echó a volar en dirección al campanario, con el hatillo en el pico. Su cuerpo respondió bien, o, al menos, todo lo bien que podía en las condiciones en las que se encontraba. Sea como fuere, Herman estaba satisfecho, y más cuando se adentró entre los tablones: el lugar no olía especialmente bien, pero se notaba que estaba protegido de las corrientes de aire y, sobre todo, de la miseria que había varios metros más abajo. Se tumbó sobre un montón de paja que había en una esquina y cerró los ojos, pero los terminó abriendo casi al instante. Los culpables fueron un ruido de pasos apresurados que se acercaban por una de las calles y unos gritos que los seguían a lo lejos. Después sintió la respiración entrecortada de una mujer, parada justo a los pies de la torre donde él se encontraba, probablemente recuperando el aliento. No debió asomarse, pero lo hizo, y se dio cuenta de que su oído no lo había traicionado: había una jovencita justo en la esquina, escondida, por el momento, de dos hombres que se acercaban hacia ella por la calle, buscándola.
Herman observaba la escena sin atreverse a intervenir, porque ¿qué podía hacer, estando como estaba? Pero su incertidumbre duró sólo hasta que los dos tipos acorralaron a la muchacha, que, aunque se defendió con fiereza, de poco le sirvió. Ellos eran bastante más grandes que ella y, para colmo, eran dos. Poco le importó lo que hubiera hecho para que esos dos anduvieran siguiéndola; el halcón se lanzó en caída libre y aterrizó silenciosamente sobre sus dos piernas humanas tras los hombres.
—¡Eh! —llamó.
Ellos se giraron confundidos, y Herman aprovechó el momento para agarrar las cabezas de ambos por la nuca y chocarlas entre sí con fuerza. Cayeron redondos con una marca ahí donde habían recibido el golpe, completamente inconscientes. Lo que el cambiante no tenía claro era cuánto tiempo aguantarían así.
—¿Estás bien, criatura? —Se acercó a la muchacha—. Será mejor que nos vayamos, no sé si aguantarán mucho tiempo inconscientes.
Percibió un atisbo de duda en su rostro, y se dio cuenta de que los ojos asustados de la muchacha no estaban mirando a los suyos, sino ligeramente más abajo. Él hizo lo propio y se dio cuenta de que había dejado toda su ropa en el campanario. Lo cierto es que a él no le importaba caminar desnudo por la calle, pero entendía que a los demás sí les preocupaba que lo hiciera, así que le quitó la ropa a uno de los maleantes y se la puso deprisa, antes de que la jovencita tuviera opción de gritar de espanto.
Estando ya un poco más adecentado (pero no mucho) hizo un gesto con la mano señalando en una dirección de la calle, esperando que ella comenzara a andar para salir de allí. No quería insistir demasiado porque ya había visto su aura y sabía lo que era. Eso, sumado a lo confundida que parecía estar y al miserable aspecto del propio Herman, hicieron que quisiera tranquilizarla lo máximo posible. Miró hacia arriba un momento y se despidió en silencio de lo que había sido su hogar durante esos escasos minutos de tranquilidad. Otra vez tendría que ser...
Como ya hemos dicho, Herman se encontraba buscando un nuevo techo que ocupar. ¿Qué le había pasado al anterior? Que no estaba tan vacío como él había pensado en un principio, y el legítimo (o no) dueño irrumpió en mitad de su sueño matutino y le propinó dos patadas en la espalda, gritando, entre otras cosas, que el colchón donde estaba tumbado era suyo, y de nadie más. Al pájarito no le quedó más remedio que salir de allí corriendo si no quería terminar peor de como había llegado, hacía ya varios días, a la ciudad.
Llegó a una pequeña plaza pasada la media tarde, cuando la luz comenzaba a bajar la intensidad, pero aún no se podía considerar que había empezado a anochecer. Se sentía agotado, puesto que no había ingerido gran cosa desde primera hora de la mañana, cuando había conseguido que una vieja mujer se apiadara de él. Al menos, parecía que su don de gentes seguía funcionando cuando lo necesitaba.
Se sentó sobre un murete que delimitaba el jardín privado de una casa y miró hacia los tejados que había a su alrededor. A su derecha vio la torre de una pequeña iglesia donde en un tiempo lejano estuvo el campanario; ahora las ventanas estaban tapiadas con maderas, salvo por pequeños agujeros por donde un pájaro entrarían sin problemas. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Si bien todavía no podía alzarse en vuelo a grandes alturas, esa torre, concretamente, no estaba tan lejos del suelo, y era imposible que hubiera inquilinos indeseables que le patearan por las mañanas. ¡Nadie en su sano juicio subiría allí! Nadie salvo él, que, teniendo en cuenta su nivel de desesperación, no se podía decir que estuviera muy cuerdo.
Tras asegurarse de que la calle estaba vacía, se quitó la ropa y la sujetó con los dientes. Dio un salto hacia delante y, mientras estaba en el aire, se transformó en el halcón y echó a volar en dirección al campanario, con el hatillo en el pico. Su cuerpo respondió bien, o, al menos, todo lo bien que podía en las condiciones en las que se encontraba. Sea como fuere, Herman estaba satisfecho, y más cuando se adentró entre los tablones: el lugar no olía especialmente bien, pero se notaba que estaba protegido de las corrientes de aire y, sobre todo, de la miseria que había varios metros más abajo. Se tumbó sobre un montón de paja que había en una esquina y cerró los ojos, pero los terminó abriendo casi al instante. Los culpables fueron un ruido de pasos apresurados que se acercaban por una de las calles y unos gritos que los seguían a lo lejos. Después sintió la respiración entrecortada de una mujer, parada justo a los pies de la torre donde él se encontraba, probablemente recuperando el aliento. No debió asomarse, pero lo hizo, y se dio cuenta de que su oído no lo había traicionado: había una jovencita justo en la esquina, escondida, por el momento, de dos hombres que se acercaban hacia ella por la calle, buscándola.
Herman observaba la escena sin atreverse a intervenir, porque ¿qué podía hacer, estando como estaba? Pero su incertidumbre duró sólo hasta que los dos tipos acorralaron a la muchacha, que, aunque se defendió con fiereza, de poco le sirvió. Ellos eran bastante más grandes que ella y, para colmo, eran dos. Poco le importó lo que hubiera hecho para que esos dos anduvieran siguiéndola; el halcón se lanzó en caída libre y aterrizó silenciosamente sobre sus dos piernas humanas tras los hombres.
—¡Eh! —llamó.
Ellos se giraron confundidos, y Herman aprovechó el momento para agarrar las cabezas de ambos por la nuca y chocarlas entre sí con fuerza. Cayeron redondos con una marca ahí donde habían recibido el golpe, completamente inconscientes. Lo que el cambiante no tenía claro era cuánto tiempo aguantarían así.
—¿Estás bien, criatura? —Se acercó a la muchacha—. Será mejor que nos vayamos, no sé si aguantarán mucho tiempo inconscientes.
Percibió un atisbo de duda en su rostro, y se dio cuenta de que los ojos asustados de la muchacha no estaban mirando a los suyos, sino ligeramente más abajo. Él hizo lo propio y se dio cuenta de que había dejado toda su ropa en el campanario. Lo cierto es que a él no le importaba caminar desnudo por la calle, pero entendía que a los demás sí les preocupaba que lo hiciera, así que le quitó la ropa a uno de los maleantes y se la puso deprisa, antes de que la jovencita tuviera opción de gritar de espanto.
Estando ya un poco más adecentado (pero no mucho) hizo un gesto con la mano señalando en una dirección de la calle, esperando que ella comenzara a andar para salir de allí. No quería insistir demasiado porque ya había visto su aura y sabía lo que era. Eso, sumado a lo confundida que parecía estar y al miserable aspecto del propio Herman, hicieron que quisiera tranquilizarla lo máximo posible. Miró hacia arriba un momento y se despidió en silencio de lo que había sido su hogar durante esos escasos minutos de tranquilidad. Otra vez tendría que ser...
Herman van Haacht- Cambiante Clase Baja
- Mensajes : 47
Fecha de inscripción : 17/07/2017
DATOS DEL PERSONAJE
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Re: Après tout, je ne suis qu'un homme {Amélie Zwaan}
La vida de Amélie Zwaan había cambiado de un modo radical hacía muy poco. Mala fortuna, tal vez. Una seguidilla de malas decisiones, quizás. Lejos de ser la niña asustada de los primeros días, con el correr de los meses Amélie comenzó a sentirse fuerte –no sólo físicamente- y poderosa con su nueva condición de muchacha sobrenatural. Ya no temía, iba por la vida esperando ser desafiada para poder probarse, no se quedaba en su hogar –con su recién encontrado hermano mayor-, sino que salía en busca de aventuras.
A Amélie le gustaban mucho los hombres. Podría parecer algo normal y corriente, pero para ella era un reciente descubrimiento. Toda su vida había sido entre señoritas, en el internado de Le Havre, su ciudad natal, sin más hombres que los viejos profesores y el director, la persona más gruñona que había conocido. El único hombre que le atraía era un empleado de su padre que la visitaba esporádicamente con noticias sobre el señor Zwaan. Él, Mik, había sido su único amor durante años, pero ahora tenía tiempo sin verle y, pese a que lo extrañaba, Amélie acababa de descubrir que París estaba llena de hombres más guapos y algunos eran lo suficientemente ordinarios como para animarse a lanzarle un piropo, o una promesa cargada de vulgaridad. Y ahí estaba otro de sus hallazgos, ¡amaba despertar en los hombres su costado más vulgar! Le encantaba sentirse deseada y eso iba a la par del descubrimiento del propio cuerpo… A veces se sentía tan confundida que no sabía si enojarse o agradecerle al destino por aquella noche en la que había sido mordida. Sabía que cargaba con una maldición, pero también sus sentidos se hallaban hiper sensibilizados y Amélie –quien siempre había sido una niña algo ingenua y romántica- se daba cuenta de cuanto placer era capaz de brindarle su cuerpo.
Su hermano era increíble. Confiaba en ella y a Amélie le bastaba con adornar sus frases con palabras bonitas para que él le permitiese hacer cualquier cosa que ella quisiese. ¿Dar un paseo sola, sin dama de compañía? Sí. ¿Al atardecer y a pie? Sí. ¿Y llegaría para la cena? Tal vez. A Quentin nada le parecía una mala idea y su hermana menor se sentía una reina con poder de decisión, jamás había sido tan libre. Además, necesitaba el paseo. La bestia que la habitaba no soportaba demasiado tiempo presa dentro de paredes, necesitaba sentir el viento en el rostro, el pasto hundirse bajo sus pies y los sonidos de la naturaleza a su alrededor
No caminó mucho, pues vio que sus vecinos tenían a dos trabajadores picando piedras para arreglar el caminito que cruzaba el jardín delantero de la casa hasta la puerta de entrada. Dos muchachos jóvenes que, concentrados como estaban en sus tareas, no repararon en ella cuando pasó por delante. Amélie no entendía por qué, pero aún así un enojo incontrolable le trepó por el pecho al sentirse ignorada. Podría haber pasado de ellos, seguir caminando y olvidar que los había visto, pero se sentía atraída… tal vez las voces en tonos graves que le llegaban gracias al viento, quizás el sudor tan masculino que parecía envolverlos, seguramente el destrato que sentía de parte de ellos al no haberla visto.
Amélie se alejó unos metros, respiró profundo y volvió a caminarles cerca como si no hubiera pasado ya por allí, pero ellos –concentrados como estaban golpeando con fuerza las piedras con los picos- no la miraron. Fue entonces que la adolescente tuvo la peor idea de todas: necesitada de atención, Amélie tomó una piedra gruesa y se las arrojó, los muchachos voltearon de inmediato y llegaron a esquivar la segunda y la tercera, pero uno no pudo con la cuarta y cayó al suelo tras el impacto de la roca en su pecho.
-¡Maldita loca! ¿Qué haces? –le gritó el otro y ayudó a su compañero, a ella nada le importaba y siguió apedreándolos mientras reía-. ¡Ey! ¡Ya basta!
¿Por qué lo hacía? ¿Qué era lo que la impulsaba? El dolor. A Amélie Zwaan le dolía sentirse corriente, necesitaba ser imprescindible. En el internado en el que había crecido, ella era solo una niña más, una estudiante más, una compañera más. Para su padre era una molestia más, estaba segura. Le dolía eso, mucho más ahora que –salvo por esos dos- parecía importarle a los hombres, porque entendía que al hombre más importante de su vida ella le había interesado bien poco, y ya no habría reparo posible pues su padre estaba muerto.
Pese a haber sido valiente para arrojarles las piedras, Amélie se asustó cuando los vio correr hacia ella con insultos en los labios. Corrió, pero en la dirección opuesta a la casa de su hermano, que ahora también era suya. Sabía que tenía fuerza y velocidad, todo gracias a su nueva condición, pero ¿bastaría esa fuerza para hacer frente a dos hombres? No lo sabía, ella nunca había peleado con nadie, y por eso no quería arriesgarse.
Llegó rápidamente, y sin agitarse, a la parte más antigua de aquella zona residencial. Contaba con algunos minutos para pensar una estrategia, para esconderse, pero no encontró dónde. La vieja iglesia estaba tapiada, no tenía como entrar, pero encontró una rama larga y gruesa que había caído de uno de los árboles cercanos. Bueno, los esperaría esgrimiendo su arma… tal vez había llegado el momento de saber si era capaz de luchar ella sola contra dos hombres.
Estaban cerca, los oía acercarse, Amélie cerró con fuerza y furia sus puños alrededor de la rama, tanto que no tardó en distinguir el olor de su propia sangre… pero no le hizo falta luchar. Del aire, tal vez con el viento, llegó un hombre que redujo a despojos a sus perseguidores. Había dado aquel paseo en busca de aventuras y sí que se había topado con una, una muy grande de hecho… ¿por qué iba desnudo? ¿de dónde había salido? Quería preguntar, pero no podía sacar sus ojos del cuerpo de él.
-Estoy bien –le dijo, cuando pudo hablar-. Yo no les he hecho nada, me perseguían y no sé qué querían de mí. –Amélie se defendió incluso antes de ser acusada.
Lo observó vestirse. ¡Era tan hermoso! Disfrutó de cada movimiento de su cuerpo en lugar de apartar la vista, cosa que hubiera hecho cualquier buena señorita en su lugar… Claro que ninguna buena señorita estaría jamás en una situación así, ellas eran aburridas y Amélie ya no quería volver a esa vida.
Sabía que debía preguntarle de dónde había salido y qué era ese color tan especial de su aura… la hechicera que la había cuidado le había hablado sobre las auras, pero ella se las confundía aún.
-¡Gracias, usted me ha salvado! Mi nombre es Amélie, Amélie Zwaan. Vivo aquí cerca. Oh, estoy tan asustada todavía, ¿sería tan amable de acompañarme a casa? –le preguntó con descaro y falsa angustia, en verdad lo que quería era prolongar el encuentro para poder decirle que ella era parecida a él.
Cuando Amélie pasó junto a los cuerpos inconscientes de los muchachos que la habían seguido, se alegró de que no le hubiesen dado sus halagos, de que no la hubiesen mirado con deseo, pues gracias a eso se había topado con ese extraño. Además, la adolescente se juró que la próxima vez no huiría, que se enfrentaría ella sola a dos, o a tres, hombres y les ganaría. No quería depender de la fuerza de otros, porque ahora ella también era fuerte.
A Amélie le gustaban mucho los hombres. Podría parecer algo normal y corriente, pero para ella era un reciente descubrimiento. Toda su vida había sido entre señoritas, en el internado de Le Havre, su ciudad natal, sin más hombres que los viejos profesores y el director, la persona más gruñona que había conocido. El único hombre que le atraía era un empleado de su padre que la visitaba esporádicamente con noticias sobre el señor Zwaan. Él, Mik, había sido su único amor durante años, pero ahora tenía tiempo sin verle y, pese a que lo extrañaba, Amélie acababa de descubrir que París estaba llena de hombres más guapos y algunos eran lo suficientemente ordinarios como para animarse a lanzarle un piropo, o una promesa cargada de vulgaridad. Y ahí estaba otro de sus hallazgos, ¡amaba despertar en los hombres su costado más vulgar! Le encantaba sentirse deseada y eso iba a la par del descubrimiento del propio cuerpo… A veces se sentía tan confundida que no sabía si enojarse o agradecerle al destino por aquella noche en la que había sido mordida. Sabía que cargaba con una maldición, pero también sus sentidos se hallaban hiper sensibilizados y Amélie –quien siempre había sido una niña algo ingenua y romántica- se daba cuenta de cuanto placer era capaz de brindarle su cuerpo.
Su hermano era increíble. Confiaba en ella y a Amélie le bastaba con adornar sus frases con palabras bonitas para que él le permitiese hacer cualquier cosa que ella quisiese. ¿Dar un paseo sola, sin dama de compañía? Sí. ¿Al atardecer y a pie? Sí. ¿Y llegaría para la cena? Tal vez. A Quentin nada le parecía una mala idea y su hermana menor se sentía una reina con poder de decisión, jamás había sido tan libre. Además, necesitaba el paseo. La bestia que la habitaba no soportaba demasiado tiempo presa dentro de paredes, necesitaba sentir el viento en el rostro, el pasto hundirse bajo sus pies y los sonidos de la naturaleza a su alrededor
No caminó mucho, pues vio que sus vecinos tenían a dos trabajadores picando piedras para arreglar el caminito que cruzaba el jardín delantero de la casa hasta la puerta de entrada. Dos muchachos jóvenes que, concentrados como estaban en sus tareas, no repararon en ella cuando pasó por delante. Amélie no entendía por qué, pero aún así un enojo incontrolable le trepó por el pecho al sentirse ignorada. Podría haber pasado de ellos, seguir caminando y olvidar que los había visto, pero se sentía atraída… tal vez las voces en tonos graves que le llegaban gracias al viento, quizás el sudor tan masculino que parecía envolverlos, seguramente el destrato que sentía de parte de ellos al no haberla visto.
Amélie se alejó unos metros, respiró profundo y volvió a caminarles cerca como si no hubiera pasado ya por allí, pero ellos –concentrados como estaban golpeando con fuerza las piedras con los picos- no la miraron. Fue entonces que la adolescente tuvo la peor idea de todas: necesitada de atención, Amélie tomó una piedra gruesa y se las arrojó, los muchachos voltearon de inmediato y llegaron a esquivar la segunda y la tercera, pero uno no pudo con la cuarta y cayó al suelo tras el impacto de la roca en su pecho.
-¡Maldita loca! ¿Qué haces? –le gritó el otro y ayudó a su compañero, a ella nada le importaba y siguió apedreándolos mientras reía-. ¡Ey! ¡Ya basta!
¿Por qué lo hacía? ¿Qué era lo que la impulsaba? El dolor. A Amélie Zwaan le dolía sentirse corriente, necesitaba ser imprescindible. En el internado en el que había crecido, ella era solo una niña más, una estudiante más, una compañera más. Para su padre era una molestia más, estaba segura. Le dolía eso, mucho más ahora que –salvo por esos dos- parecía importarle a los hombres, porque entendía que al hombre más importante de su vida ella le había interesado bien poco, y ya no habría reparo posible pues su padre estaba muerto.
Pese a haber sido valiente para arrojarles las piedras, Amélie se asustó cuando los vio correr hacia ella con insultos en los labios. Corrió, pero en la dirección opuesta a la casa de su hermano, que ahora también era suya. Sabía que tenía fuerza y velocidad, todo gracias a su nueva condición, pero ¿bastaría esa fuerza para hacer frente a dos hombres? No lo sabía, ella nunca había peleado con nadie, y por eso no quería arriesgarse.
Llegó rápidamente, y sin agitarse, a la parte más antigua de aquella zona residencial. Contaba con algunos minutos para pensar una estrategia, para esconderse, pero no encontró dónde. La vieja iglesia estaba tapiada, no tenía como entrar, pero encontró una rama larga y gruesa que había caído de uno de los árboles cercanos. Bueno, los esperaría esgrimiendo su arma… tal vez había llegado el momento de saber si era capaz de luchar ella sola contra dos hombres.
Estaban cerca, los oía acercarse, Amélie cerró con fuerza y furia sus puños alrededor de la rama, tanto que no tardó en distinguir el olor de su propia sangre… pero no le hizo falta luchar. Del aire, tal vez con el viento, llegó un hombre que redujo a despojos a sus perseguidores. Había dado aquel paseo en busca de aventuras y sí que se había topado con una, una muy grande de hecho… ¿por qué iba desnudo? ¿de dónde había salido? Quería preguntar, pero no podía sacar sus ojos del cuerpo de él.
-Estoy bien –le dijo, cuando pudo hablar-. Yo no les he hecho nada, me perseguían y no sé qué querían de mí. –Amélie se defendió incluso antes de ser acusada.
Lo observó vestirse. ¡Era tan hermoso! Disfrutó de cada movimiento de su cuerpo en lugar de apartar la vista, cosa que hubiera hecho cualquier buena señorita en su lugar… Claro que ninguna buena señorita estaría jamás en una situación así, ellas eran aburridas y Amélie ya no quería volver a esa vida.
Sabía que debía preguntarle de dónde había salido y qué era ese color tan especial de su aura… la hechicera que la había cuidado le había hablado sobre las auras, pero ella se las confundía aún.
-¡Gracias, usted me ha salvado! Mi nombre es Amélie, Amélie Zwaan. Vivo aquí cerca. Oh, estoy tan asustada todavía, ¿sería tan amable de acompañarme a casa? –le preguntó con descaro y falsa angustia, en verdad lo que quería era prolongar el encuentro para poder decirle que ella era parecida a él.
Cuando Amélie pasó junto a los cuerpos inconscientes de los muchachos que la habían seguido, se alegró de que no le hubiesen dado sus halagos, de que no la hubiesen mirado con deseo, pues gracias a eso se había topado con ese extraño. Además, la adolescente se juró que la próxima vez no huiría, que se enfrentaría ella sola a dos, o a tres, hombres y les ganaría. No quería depender de la fuerza de otros, porque ahora ella también era fuerte.
Amélie Zwaan- Licántropo Clase Alta
- Mensajes : 48
Fecha de inscripción : 20/04/2017
Re: Après tout, je ne suis qu'un homme {Amélie Zwaan}
No quiso mirarla fijamente mientras se vestía para no incomodarla, pero vio, por el rabillo del ojo, que era ella la que no le quitaba los ojos de encima. ¡Y eso que estaba desnudo! Herman estaba acostumbrado a recibir miradas como aquella, de mujeres jóvenes y no tan jóvenes, incluso de algunos hombres, pero ¿de chiquillas como la que tenía delante y estando él en paños menores? Nunca. Todas las jóvenes inexpertas con las que había pasado una noche se habían sonrojado nada más ver cómo se desabrochaba la camisa, y habían vuelto el rostro cuando le llegaba el turno a los pantalones. Esa niña, sin embargo, ni siquiera había desviado la mirada por mera educación, algo que terminó cohibiendo al propio Herman (¡a él, que pocas cosas en el mundo le gustaban más que el vicio y el placer!). Se vistió tan rápido como pudo y, entonces sí, con sus vergüenzas fuera de la vista, se dirigió a la chiquilla.
—¡Por supuesto que no! —exclamó—. ¿Qué les iba a hacer una señorita como tú?
Lo rápido que había dado la excusa le dijo mucho a Herman sobre la inocencia de la niña, pero ¿qué importaba? No quería hacerla enfadar insinuando que mentía, porque, bueno, ella era una mujer de bien (su aspecto la delataba) y él un pobre muerto de hambre que ya se había enemistado con suficiente gente, como para, además, añadirla a ella y a su familia.
—Tienes un nombre muy dulce, Amélie. —Colocó una mano entre los omóplatos de la joven, apenas rozando su espalda, para asegurarse de que no se distanciaba mucho—. Encantado de conocerte. Yo me llamo Herman, Herman van Haacht.
No pasó por alto el apellido de la muchacha, el mismo que tenía un viejo amigo de su padre, del que hacía mucho tiempo que no oía nada. Pensó que haberse encontrado con ella habías sido mera casualidad, porque ni siquiera imaginó que sería un familiar muy lejano. Herman tenía una memoria exquisita y no recordaba que el viejo señor Zwaan tuviera hijas, ni sobrinas. De hecho, apenas recordaba que tuviera descendencia, en general, pero las últimas noticias que había tenido de él apuntaban a un varón. También era cierto que Amélie era demasiado joven como para que él la hubiera conocido, aunque sólo fuera de oídas, pero, antes de creer que se trataba de la hija del hombre que tanto él como su padre conocieron antaño, prefirió pensar que era una curiosa coincidencia.
—Claro, te acompañaré. No podría dejar sola y asustada a una señorita en plena calle —dijo, mirando hacia atrás para echar un último vistazo a los dos cuerpos—. Esta ciudad está llena de maleantes, y todos buscan exactamente lo mismo: aprovecharse de los que creen que son inferiores a ellos, aunque me temo que contigo se han equivocado. Te he visto muy resuelta con esa vara en las manos. —La miró y le dedicó la más galante de las sonrisas, tan típicas de él que, a poco que se le conociera, se volvía del todo predecible—. No obstante, me resulta tremendamente extraño que una jovencita como tú camine sola, a estas horas y por estas calles. Es una zona un tanto peligrosa, Amélie. —Frunció el ceño—. Estoy seguro de que eres una chica muy valiente, pero dime, ¿qué habría pasado si, en vez de dos, hubieran sido cinco los hombres que iban tras de ti? No creo que esa rama que tenías te hubiera valido para librarte de todos a la vez.
Desvió los ojos de ella para mirar al frente y retiró la mano de su espalda, pero sin moverse de su lado. No quiso mencionar nada sobre las intenciones de aquellos hombres, principalmente, porque no tenía ni la remota idea de por qué la perseguían. Dudaba mucho de que ella no hubiera hecho absolutamente nada, tal y como había expresado, pero tampoco era capaz de imaginar qué había podido hacer para haberlos enfurecido de aquella manera. Si sus sospechas eran ciertas (aunque no las tenía todas consigo de que así fuera), y esos hombres se dedicaban a perseguir seres sobrenaturales, ambos debían salir de allí tan pronto como pudieran.
Llegaron al final de la calle, donde un cruce la unía con otra más ancha pero igual de vacía. Herman miró a un lado, después al otro y terminó fijando los ojos en ella. Se la veía francamente bonita a la escasa luz de la tarde, y un blanco perfecto para cualquiera que quisiera aprovecharse de su más que clara inocencia.
—Está bien, tú dirás por dónde queda tu casa —dijo—. Yo te sigo.
—¡Por supuesto que no! —exclamó—. ¿Qué les iba a hacer una señorita como tú?
Lo rápido que había dado la excusa le dijo mucho a Herman sobre la inocencia de la niña, pero ¿qué importaba? No quería hacerla enfadar insinuando que mentía, porque, bueno, ella era una mujer de bien (su aspecto la delataba) y él un pobre muerto de hambre que ya se había enemistado con suficiente gente, como para, además, añadirla a ella y a su familia.
—Tienes un nombre muy dulce, Amélie. —Colocó una mano entre los omóplatos de la joven, apenas rozando su espalda, para asegurarse de que no se distanciaba mucho—. Encantado de conocerte. Yo me llamo Herman, Herman van Haacht.
No pasó por alto el apellido de la muchacha, el mismo que tenía un viejo amigo de su padre, del que hacía mucho tiempo que no oía nada. Pensó que haberse encontrado con ella habías sido mera casualidad, porque ni siquiera imaginó que sería un familiar muy lejano. Herman tenía una memoria exquisita y no recordaba que el viejo señor Zwaan tuviera hijas, ni sobrinas. De hecho, apenas recordaba que tuviera descendencia, en general, pero las últimas noticias que había tenido de él apuntaban a un varón. También era cierto que Amélie era demasiado joven como para que él la hubiera conocido, aunque sólo fuera de oídas, pero, antes de creer que se trataba de la hija del hombre que tanto él como su padre conocieron antaño, prefirió pensar que era una curiosa coincidencia.
—Claro, te acompañaré. No podría dejar sola y asustada a una señorita en plena calle —dijo, mirando hacia atrás para echar un último vistazo a los dos cuerpos—. Esta ciudad está llena de maleantes, y todos buscan exactamente lo mismo: aprovecharse de los que creen que son inferiores a ellos, aunque me temo que contigo se han equivocado. Te he visto muy resuelta con esa vara en las manos. —La miró y le dedicó la más galante de las sonrisas, tan típicas de él que, a poco que se le conociera, se volvía del todo predecible—. No obstante, me resulta tremendamente extraño que una jovencita como tú camine sola, a estas horas y por estas calles. Es una zona un tanto peligrosa, Amélie. —Frunció el ceño—. Estoy seguro de que eres una chica muy valiente, pero dime, ¿qué habría pasado si, en vez de dos, hubieran sido cinco los hombres que iban tras de ti? No creo que esa rama que tenías te hubiera valido para librarte de todos a la vez.
Desvió los ojos de ella para mirar al frente y retiró la mano de su espalda, pero sin moverse de su lado. No quiso mencionar nada sobre las intenciones de aquellos hombres, principalmente, porque no tenía ni la remota idea de por qué la perseguían. Dudaba mucho de que ella no hubiera hecho absolutamente nada, tal y como había expresado, pero tampoco era capaz de imaginar qué había podido hacer para haberlos enfurecido de aquella manera. Si sus sospechas eran ciertas (aunque no las tenía todas consigo de que así fuera), y esos hombres se dedicaban a perseguir seres sobrenaturales, ambos debían salir de allí tan pronto como pudieran.
Llegaron al final de la calle, donde un cruce la unía con otra más ancha pero igual de vacía. Herman miró a un lado, después al otro y terminó fijando los ojos en ella. Se la veía francamente bonita a la escasa luz de la tarde, y un blanco perfecto para cualquiera que quisiera aprovecharse de su más que clara inocencia.
—Está bien, tú dirás por dónde queda tu casa —dijo—. Yo te sigo.
Herman van Haacht- Cambiante Clase Baja
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Re: Après tout, je ne suis qu'un homme {Amélie Zwaan}
Ahora que era poderosa, Amélie podría haberle hecho muchas cosas a esos dos desconsiderados… pero prefería no mencionarlo, quería que él la creyese inocente y tranquila. Algo le hacía creer que él la miraría con cariño si ella se mostraba con buenos modales, con la dignidad propia de una señorita bien educada. Claro que le había costado no verlo mientas se vestía, Amélie era curiosa por naturaleza y preguntona, de modo que no había podido apartar la vista del cuerpo del hombre. Nunca había visto a nadie desnudo, a penas sí conocía su propio cuerpo, y lo que causaba mayor inquietud era que lo había visto a mitad de la calle. Nada de eso era normal, no podía esperarse prolijidad y educación.
¡Herman! ¡Qué nombre tan hermoso, deseaba decirlo muchas veces! ¡Tenía nombre de príncipe, de galán, de caballero de cuentos! ¡Herman! ¡Herman! Y la mano cálida del príncipe Herman tocando de lleno su espalda, una invitación a caminar juntos, le hizo erizar la piel. Quería pensar algo inteligente para decir, algo que la hiciese quedar bien a sus ojos, pero nada se le ocurrió.
-Es usted muy hermoso, Herman –dijo y al oírse abrió los ojos asombrada. Apurada, al no saber qué decir para borrar de la mente de ambos la última frase, Amélie se puso a andar-. ¿Ha comido? Lo invito a cenar con nosotros, en mi casa. No vivo lejos, le agradezco que me acompañe así mi hermano se queda tranquilo, estoy segura de que estará esperándome cerca de la ventana. Es que siempre me ando metiendo en líos, pero me sé cuidar muy bien –le aclaró, porque quería que la creyera inocente, pero a la vez fuerte-, él no es como yo, es un muchacho tranquilo. –Hablaba de manera acelerada, pensando qué le convenía decir para no quedar como una tonta.
De igual modo aceptó todo lo que él le decía porque era cierto –y porque la sonrisa que le había dedicado la había dejado medio embobada-, no era la primer persona adulta que le hablaba de esa forma haciéndole ver lo insensata que era a veces, pero aunque lo escucharía y pondría cara de arrepentida, Amélie sabía bien que no podría cambiar su libertad por nada, ni siquiera por un príncipe de nalgas redondas y respingonas.
-Herman –dijo, por el puro placer de pronunciar su nombre-, no crea que ando siempre con un palo entre manos, pero debo saber protegerme. Si no demuestro que sé cuidarme bien mi hermano me obligará a salir acompañada y eso es algo que detesto… Oh, pero claro que su compañía en estos momentos es muy grata para mí. Lo que quiero decir es que él se preocupa sin motivos, por favor no le diga lo que ha ocurrido –dejó de caminar y se plantó frente a él, tuvo que alzar el rostro para poder verlo a los ojos porque la diferencia de altura era considerable-. Por favor, puedo darle lo que me pida. Ropa nueva si quiere –dijo, al recordar que él se había llevado la de uno de los trabajadores, ¿cómo olvidarlo?-, solo olvide lo que pasó. Gracias a Dios usted me ayudó, como un príncipe que salva a la princesa de los malvados –suspiró-. Además soy más fuerte de lo que parezco… Míreme bien y dígame qué ve –le sonrió con su sonrisa más radiante-. Yo sé que usted puede ver lo que soy y que sabe que soy fuerte. Yo puedo ver un color especial en usted, no sé qué es porque nunca me aprendí bien eso de las auras, pero creo que no es vampiro, sino olería demasiado dulzón y repugnante y usted huele muy bien, Herman. –Le tomó la mano, era pesada y muy grande, y tiró de él para seguir caminando, le temía a su juicio y quería agradarle, pero no sabía si lo estaba consiguiendo o quedando como una adolescente loca. Finalmente soltó el agarre porque pensó que él creería que estaba siendo por demás invasiva. ¿Es que nunca se iba a controlar cuando alguien le gustaba? No había aprendido nada. –Mi casa es aquella, espero que no quede muy lejos de su hospedaje… Mi hermano tiene caballos, puede prestarle uno para que luego se vuelva... Pero antes de entrar debemos pensar qué decirle. ¿Cómo nos conocimos, Herman? Le aseguro que Quentin creerá cualquier cosa, él me ama y confía en mí. Siempre lo engaño y él me cree.
¡Herman! ¡Qué nombre tan hermoso, deseaba decirlo muchas veces! ¡Tenía nombre de príncipe, de galán, de caballero de cuentos! ¡Herman! ¡Herman! Y la mano cálida del príncipe Herman tocando de lleno su espalda, una invitación a caminar juntos, le hizo erizar la piel. Quería pensar algo inteligente para decir, algo que la hiciese quedar bien a sus ojos, pero nada se le ocurrió.
-Es usted muy hermoso, Herman –dijo y al oírse abrió los ojos asombrada. Apurada, al no saber qué decir para borrar de la mente de ambos la última frase, Amélie se puso a andar-. ¿Ha comido? Lo invito a cenar con nosotros, en mi casa. No vivo lejos, le agradezco que me acompañe así mi hermano se queda tranquilo, estoy segura de que estará esperándome cerca de la ventana. Es que siempre me ando metiendo en líos, pero me sé cuidar muy bien –le aclaró, porque quería que la creyera inocente, pero a la vez fuerte-, él no es como yo, es un muchacho tranquilo. –Hablaba de manera acelerada, pensando qué le convenía decir para no quedar como una tonta.
De igual modo aceptó todo lo que él le decía porque era cierto –y porque la sonrisa que le había dedicado la había dejado medio embobada-, no era la primer persona adulta que le hablaba de esa forma haciéndole ver lo insensata que era a veces, pero aunque lo escucharía y pondría cara de arrepentida, Amélie sabía bien que no podría cambiar su libertad por nada, ni siquiera por un príncipe de nalgas redondas y respingonas.
-Herman –dijo, por el puro placer de pronunciar su nombre-, no crea que ando siempre con un palo entre manos, pero debo saber protegerme. Si no demuestro que sé cuidarme bien mi hermano me obligará a salir acompañada y eso es algo que detesto… Oh, pero claro que su compañía en estos momentos es muy grata para mí. Lo que quiero decir es que él se preocupa sin motivos, por favor no le diga lo que ha ocurrido –dejó de caminar y se plantó frente a él, tuvo que alzar el rostro para poder verlo a los ojos porque la diferencia de altura era considerable-. Por favor, puedo darle lo que me pida. Ropa nueva si quiere –dijo, al recordar que él se había llevado la de uno de los trabajadores, ¿cómo olvidarlo?-, solo olvide lo que pasó. Gracias a Dios usted me ayudó, como un príncipe que salva a la princesa de los malvados –suspiró-. Además soy más fuerte de lo que parezco… Míreme bien y dígame qué ve –le sonrió con su sonrisa más radiante-. Yo sé que usted puede ver lo que soy y que sabe que soy fuerte. Yo puedo ver un color especial en usted, no sé qué es porque nunca me aprendí bien eso de las auras, pero creo que no es vampiro, sino olería demasiado dulzón y repugnante y usted huele muy bien, Herman. –Le tomó la mano, era pesada y muy grande, y tiró de él para seguir caminando, le temía a su juicio y quería agradarle, pero no sabía si lo estaba consiguiendo o quedando como una adolescente loca. Finalmente soltó el agarre porque pensó que él creería que estaba siendo por demás invasiva. ¿Es que nunca se iba a controlar cuando alguien le gustaba? No había aprendido nada. –Mi casa es aquella, espero que no quede muy lejos de su hospedaje… Mi hermano tiene caballos, puede prestarle uno para que luego se vuelva... Pero antes de entrar debemos pensar qué decirle. ¿Cómo nos conocimos, Herman? Le aseguro que Quentin creerá cualquier cosa, él me ama y confía en mí. Siempre lo engaño y él me cree.
Amélie Zwaan- Licántropo Clase Alta
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Fecha de inscripción : 20/04/2017
Re: Après tout, je ne suis qu'un homme {Amélie Zwaan}
Herman vió claramente que la joven se había sorprendido con sus propias palabras. ¡Oh, pero que chiquilla tan encantadora e inocente! No quiso aprovecharse de la situación (¿no?), así que simplemente guardó las manos en los bolsillos, la miró y sonrió.
—Me halagas, Amélie. No todos los días las hermosas mujeres de París me dicen esas cosas —dijo—. No, no he comido, y lo cierto es que me muero de hambre, pero no quiero incomodarte, ni a ti ni a tu hermano —fingió que realmente le importaba y continuó—, así que puedo acompañarte hasta tu casa y marcharme después. Sólo quiero asegurarme de que llegas bien.
Escuchó atento lo que ella dijo y, aunque coincidía con ella en ciertas cosas, como que debía saber protegerse, también dudaba de que aquellos tipos no la hubieran seguido de no ser por algo que ella hubiera hecho previamente. Poco le importaba, claro estaba, y decidió que no le daría más importancia de la que tenía. Había ayudado a una jovencita que habría terminado en grandes aprietos y que ahora quería invitarlo a cenar para agradecérselo, algo que a él le venía bien.
—No le diré nada. Será nuestro secreto —le prometió, guiñando un ojo— y, aunque un poco de ropa limpia me vendría bien, no hace falta que me des nada a cambio. Sólo he ayudado a que unos indeseables no hicieran daño a una jovencita, y eso es algo que cualquiera en mi situación hubiera hecho.
La miró con intensidad, pero no con la intención de incomodarla, si no sólo para cumplir con su petición. Quería que le dijera qué veía, y Herman lo había tenido claro desde el principio: era una licántropa. Sabía bien que esos seres aparentaban menos edad de la que realmente poseían, de la misma manera que le pasaba a él, pero con la diferencia de que la vida de Herman había sido siempre así y la de aquella muchacha no. Por sus palabras —en concreto, aquellas que le aseguraban que no sabía qué era él—, dedujo que no debía llevar mucho tiempo siendo lo que era.
—¿Qué veo? —dijo, dejando que le diera la mano y tirara de él. La de Amélie era tan pequeña y suave que a Herman le resultó enternecedor—. A una mujer que sabe defenderse y a la que no le da miedo enfrentarse a todo lo que le venga de frente. Eso es lo que veo —contestó—. No te voy a engañar, Amélie; me gustan las mujeres así.
Obvió por completo la cuestión que ella le había formulado, como si no se hubiera dado cuenta de lo que la joven era realmente. Aunque ella ya había visto su aura, prefería pasar desapercibido, fingir que nada tenía que ver con eso. Sabía que había algo especial en él, pero no que era un cambiante, así que, con un poco de suerte, podía pensar que su aura se debía sólo a su carácter y su forma de mostrarse frente a ella. No había salido corriendo espantada, así que estaba claro que Herman no la asustaba.
Agarró la mano de Amélie, la misma que acababa de soltar, y la pasó por debajo de su brazo hasta que quedó envuelto por el de ella, de manera que continuaran la marcha agarrados como si fueran una joven pareja dando un paseo nocturno. Era agradable volver a tener trato con otro ser humano, aunque fuera tan efímero como ese. Herman echaba mucho de menos las relaciones con otras personas, y no necesariamente las más íntimas —aunque esas también, por supuesto—. No es que tuviera grandes amigos; a decir verdad, todos los que se habían arrimado a él lo hicieron, en su mayoría, atraídos por sus riquezas, puesto que era un hombre al que no le importaba derrochar en su beneficio y en el de otros. No tenía amigos, pero sí contactos, gente que visitaba su casa, que pasaba noches allí. En definitiva, personas que le hacían compañía. ¿Qué tenía ahora? Nada y a nadie.
—No te preocupes, donde me hospedo no queda lejos —mintió—. No hará falta que use uno de los caballos, pero te lo agradezco.
Aún no había mirado la casa, así que, para cuando se dio cuenta de cuál era en realidad, Amélie casi lo había metido dentro. Se paró en seco en el mismo instante en el que se dio cuenta. Él conocía esa casa, había estado ahí: era la residencia del señor Zwaan, un viejo amigo de su padre.
Amélie. Amélie Zwaan.
Miró el edificio y a la chica de manera alterna, intentando pensar en si a ella la había llegado a conocer en algún momento, pero no. ¿Cuántos años debía de tener? Herman calculó que unos quince o dieciséis, veinte como mucho. De haber tenido el señor Zwaan una hija él se habría enterado, creyó.
—¿Vives aquí? —preguntó, incrédulo, mientras una idea empezaba a crecer en su cabeza—. Escúchame, Amélie —dijo, volviéndose hacia ella y sujetándola de los hombros—, mi padre conocía al hombre que vivía en esta casa; el señor Zwaan y él eran viejos amigos. Yo lo conocí, era un buen hombre —eso último se lo inventó, porque apenas lo vio un par de veces— y, de hecho, me invitó a esta casa en alguna ocasión. ¿Tienes algo que ver con él, con el señor Zwaan?
Le soltó los brazos y se pasó la lengua por los labios. Debía jugar bien sus cartas y, aunque no creía que convencer a la chica para que lo dejara hospedarse allí fuera a costarle demasiado, era mejor si preparaba un buen argumento, creíble y lastimero, que le ayudara a conseguirlo.
—Ya sé qué podemos decirle, y no sería una mentira, al menos no una completa —contestó, con una sonrisa cómplice pintada en el rostro—. ¿Qué te parece si le decimos que soy un viejo amigo de la familia? Podemos habernos encontrado un café tranquilo del centro, para que no piense que estabas paseando por barrios peligrosos —comentó—. Dile que me he presentado yo al verte, así no creerá que hablas con desconocidos.
Alargó una mano para tomar la de ella y apretarla con suavidad mientras esperaba su respuesta.
—Me halagas, Amélie. No todos los días las hermosas mujeres de París me dicen esas cosas —dijo—. No, no he comido, y lo cierto es que me muero de hambre, pero no quiero incomodarte, ni a ti ni a tu hermano —fingió que realmente le importaba y continuó—, así que puedo acompañarte hasta tu casa y marcharme después. Sólo quiero asegurarme de que llegas bien.
Escuchó atento lo que ella dijo y, aunque coincidía con ella en ciertas cosas, como que debía saber protegerse, también dudaba de que aquellos tipos no la hubieran seguido de no ser por algo que ella hubiera hecho previamente. Poco le importaba, claro estaba, y decidió que no le daría más importancia de la que tenía. Había ayudado a una jovencita que habría terminado en grandes aprietos y que ahora quería invitarlo a cenar para agradecérselo, algo que a él le venía bien.
—No le diré nada. Será nuestro secreto —le prometió, guiñando un ojo— y, aunque un poco de ropa limpia me vendría bien, no hace falta que me des nada a cambio. Sólo he ayudado a que unos indeseables no hicieran daño a una jovencita, y eso es algo que cualquiera en mi situación hubiera hecho.
La miró con intensidad, pero no con la intención de incomodarla, si no sólo para cumplir con su petición. Quería que le dijera qué veía, y Herman lo había tenido claro desde el principio: era una licántropa. Sabía bien que esos seres aparentaban menos edad de la que realmente poseían, de la misma manera que le pasaba a él, pero con la diferencia de que la vida de Herman había sido siempre así y la de aquella muchacha no. Por sus palabras —en concreto, aquellas que le aseguraban que no sabía qué era él—, dedujo que no debía llevar mucho tiempo siendo lo que era.
—¿Qué veo? —dijo, dejando que le diera la mano y tirara de él. La de Amélie era tan pequeña y suave que a Herman le resultó enternecedor—. A una mujer que sabe defenderse y a la que no le da miedo enfrentarse a todo lo que le venga de frente. Eso es lo que veo —contestó—. No te voy a engañar, Amélie; me gustan las mujeres así.
Obvió por completo la cuestión que ella le había formulado, como si no se hubiera dado cuenta de lo que la joven era realmente. Aunque ella ya había visto su aura, prefería pasar desapercibido, fingir que nada tenía que ver con eso. Sabía que había algo especial en él, pero no que era un cambiante, así que, con un poco de suerte, podía pensar que su aura se debía sólo a su carácter y su forma de mostrarse frente a ella. No había salido corriendo espantada, así que estaba claro que Herman no la asustaba.
Agarró la mano de Amélie, la misma que acababa de soltar, y la pasó por debajo de su brazo hasta que quedó envuelto por el de ella, de manera que continuaran la marcha agarrados como si fueran una joven pareja dando un paseo nocturno. Era agradable volver a tener trato con otro ser humano, aunque fuera tan efímero como ese. Herman echaba mucho de menos las relaciones con otras personas, y no necesariamente las más íntimas —aunque esas también, por supuesto—. No es que tuviera grandes amigos; a decir verdad, todos los que se habían arrimado a él lo hicieron, en su mayoría, atraídos por sus riquezas, puesto que era un hombre al que no le importaba derrochar en su beneficio y en el de otros. No tenía amigos, pero sí contactos, gente que visitaba su casa, que pasaba noches allí. En definitiva, personas que le hacían compañía. ¿Qué tenía ahora? Nada y a nadie.
—No te preocupes, donde me hospedo no queda lejos —mintió—. No hará falta que use uno de los caballos, pero te lo agradezco.
Aún no había mirado la casa, así que, para cuando se dio cuenta de cuál era en realidad, Amélie casi lo había metido dentro. Se paró en seco en el mismo instante en el que se dio cuenta. Él conocía esa casa, había estado ahí: era la residencia del señor Zwaan, un viejo amigo de su padre.
Amélie. Amélie Zwaan.
Miró el edificio y a la chica de manera alterna, intentando pensar en si a ella la había llegado a conocer en algún momento, pero no. ¿Cuántos años debía de tener? Herman calculó que unos quince o dieciséis, veinte como mucho. De haber tenido el señor Zwaan una hija él se habría enterado, creyó.
—¿Vives aquí? —preguntó, incrédulo, mientras una idea empezaba a crecer en su cabeza—. Escúchame, Amélie —dijo, volviéndose hacia ella y sujetándola de los hombros—, mi padre conocía al hombre que vivía en esta casa; el señor Zwaan y él eran viejos amigos. Yo lo conocí, era un buen hombre —eso último se lo inventó, porque apenas lo vio un par de veces— y, de hecho, me invitó a esta casa en alguna ocasión. ¿Tienes algo que ver con él, con el señor Zwaan?
Le soltó los brazos y se pasó la lengua por los labios. Debía jugar bien sus cartas y, aunque no creía que convencer a la chica para que lo dejara hospedarse allí fuera a costarle demasiado, era mejor si preparaba un buen argumento, creíble y lastimero, que le ayudara a conseguirlo.
—Ya sé qué podemos decirle, y no sería una mentira, al menos no una completa —contestó, con una sonrisa cómplice pintada en el rostro—. ¿Qué te parece si le decimos que soy un viejo amigo de la familia? Podemos habernos encontrado un café tranquilo del centro, para que no piense que estabas paseando por barrios peligrosos —comentó—. Dile que me he presentado yo al verte, así no creerá que hablas con desconocidos.
Alargó una mano para tomar la de ella y apretarla con suavidad mientras esperaba su respuesta.
Herman van Haacht- Cambiante Clase Baja
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Re: Après tout, je ne suis qu'un homme {Amélie Zwaan}
Muchas cosas le gustaban de Herman, pero la principal era que la viera como mujer. No como a una chiquilla, no la llamaba niña, para él Amélie era una mujer y eso la hacía sentir especial, aunque nada de especial tenía en verdad. Por eso, Amélie olvidó todo lo demás, hasta el color especial del aura de él, solo se concentró en lo que le había robado el pensamiento y eso era que él la viera como una joven hermosa, según sus propias palabras.
Y, porque al parecer era su día de suerte y ella acababa de enterarse, tuvo la dicha de caminar abrazada a él. En esos momentos en los que lo sujetaba casi con posesión, en los que sentía el perfume de su piel y acariciaba distraídamente las venas que se marcaban en su mano, Amélie le agradecía a Dios el haber sido valiente para escaparse del internado para señoritas en el que había crecido. Si no lo hubiera hecho esa lejana noche, no se sentiría nunca tan viva como sí lo hacía en esos momentos. ¿Qué estaría haciendo? Pues leyendo libros aburridos en su aburrida habitación y con su aburrido vestido gris, el reglamentario para las señoritas que allí vivían y estudiaban. En cambio en esos momentos recorría la zona residencial abrazada a un hombre hermoso que la creía hermosa también y Amélie jamás se había sentido así de feliz.
-¡El señor Zwaan es mi padre! –le dijo, la coincidencia le alegraba. Ya estaban en la puerta de su hogar-. ¿Sabes si mi padre le habló de mí alguna vez?
El señor Zwaan era bígamo. Se había casado dos veces con dos mujeres diferentes en ciudades diferentes y ante la ley de Dios y la de los hombres. A cada uno de sus dos hijos les había dado su apellido y los había bautizado, lo que planteaba como legítimos a ambos. Aún así, por ser la menor y la que siempre había estado escondida en Le Havre, Amélie a veces se sentía una intrusa, una bastarda sin valor. Claro que su amoroso hermano no le hacía sentir diferencias, era él quién había procurado que se le dispensasen a ella los mismos tratos que a él y quién había asegurado que Amélie era tan dueña de todo como el apellido de ambos indicaba. Amaba a Quentin con todo su corazón, porque él la había visto con amor y porque le había creído siempre.
-¡No puedo creer la coincidencia! ¿Crees que nosotros estábamos destinados a encontrarnos? –No pudo contenerse y lo abrazó por la cintura apoyando su oreja derecha en el pecho de él, allí donde su corazón fuerte latía.
Así los encontró Quentin cuando abrió la puerta para ver si esas voces eran a causa de la llegada de su hermana a la casa. Amélie se separó de Herman veloz y, en cambio, se lanzó a abrazar a su hermano mayor.
-Quentin, Quentin… ¡No sabes lo que ha pasado! Yo estaba leyendo en una cafetería del centro y… ¡oh, pero si me he dejado el libro allí! –Mintió, con un gesto de pena ante la inexistente pérdida-. Fue por la emoción tan grande de conocer a Herman –lo señaló, para presentarlo-. Herman es el hijo de un querido amigo de nuestro padre, me ha dicho que ya ha estado en casa antes… ¿Te lo puedes creer? Al verme sola, sin compañía, se ha ofrecido a traerme a casa y yo lo he invitado a cenar. Es un hombre muy divertido e interesante. -Por no decir que tenía unos labios hermosos y una mirada que erizaba la piel.
Herman le había caído bien desde el principio (tal vez se debiera a que lo había conocido cuando iba completamente desnudo y actuando como defensor de señoritas), pero ahora tenía un motivo más para querer pasar tiempo con él y ese era saber que de alguna manera él había pasado tiempo con su padre, la persona a la que ella más extrañaba en el mundo, a quien más necesitaba. A veces descubría que se había olvidado de cómo era su voz o del perfume que usaba, entonces se escabullía en la recamara que había sido de él y se dormía en la gran cama que él había ocupado, solo para sentirlo cerca en un consuelo que no alcanzaba, pero que debía bastarle.
Y, porque al parecer era su día de suerte y ella acababa de enterarse, tuvo la dicha de caminar abrazada a él. En esos momentos en los que lo sujetaba casi con posesión, en los que sentía el perfume de su piel y acariciaba distraídamente las venas que se marcaban en su mano, Amélie le agradecía a Dios el haber sido valiente para escaparse del internado para señoritas en el que había crecido. Si no lo hubiera hecho esa lejana noche, no se sentiría nunca tan viva como sí lo hacía en esos momentos. ¿Qué estaría haciendo? Pues leyendo libros aburridos en su aburrida habitación y con su aburrido vestido gris, el reglamentario para las señoritas que allí vivían y estudiaban. En cambio en esos momentos recorría la zona residencial abrazada a un hombre hermoso que la creía hermosa también y Amélie jamás se había sentido así de feliz.
-¡El señor Zwaan es mi padre! –le dijo, la coincidencia le alegraba. Ya estaban en la puerta de su hogar-. ¿Sabes si mi padre le habló de mí alguna vez?
El señor Zwaan era bígamo. Se había casado dos veces con dos mujeres diferentes en ciudades diferentes y ante la ley de Dios y la de los hombres. A cada uno de sus dos hijos les había dado su apellido y los había bautizado, lo que planteaba como legítimos a ambos. Aún así, por ser la menor y la que siempre había estado escondida en Le Havre, Amélie a veces se sentía una intrusa, una bastarda sin valor. Claro que su amoroso hermano no le hacía sentir diferencias, era él quién había procurado que se le dispensasen a ella los mismos tratos que a él y quién había asegurado que Amélie era tan dueña de todo como el apellido de ambos indicaba. Amaba a Quentin con todo su corazón, porque él la había visto con amor y porque le había creído siempre.
-¡No puedo creer la coincidencia! ¿Crees que nosotros estábamos destinados a encontrarnos? –No pudo contenerse y lo abrazó por la cintura apoyando su oreja derecha en el pecho de él, allí donde su corazón fuerte latía.
Así los encontró Quentin cuando abrió la puerta para ver si esas voces eran a causa de la llegada de su hermana a la casa. Amélie se separó de Herman veloz y, en cambio, se lanzó a abrazar a su hermano mayor.
-Quentin, Quentin… ¡No sabes lo que ha pasado! Yo estaba leyendo en una cafetería del centro y… ¡oh, pero si me he dejado el libro allí! –Mintió, con un gesto de pena ante la inexistente pérdida-. Fue por la emoción tan grande de conocer a Herman –lo señaló, para presentarlo-. Herman es el hijo de un querido amigo de nuestro padre, me ha dicho que ya ha estado en casa antes… ¿Te lo puedes creer? Al verme sola, sin compañía, se ha ofrecido a traerme a casa y yo lo he invitado a cenar. Es un hombre muy divertido e interesante. -Por no decir que tenía unos labios hermosos y una mirada que erizaba la piel.
Herman le había caído bien desde el principio (tal vez se debiera a que lo había conocido cuando iba completamente desnudo y actuando como defensor de señoritas), pero ahora tenía un motivo más para querer pasar tiempo con él y ese era saber que de alguna manera él había pasado tiempo con su padre, la persona a la que ella más extrañaba en el mundo, a quien más necesitaba. A veces descubría que se había olvidado de cómo era su voz o del perfume que usaba, entonces se escabullía en la recamara que había sido de él y se dormía en la gran cama que él había ocupado, solo para sentirlo cerca en un consuelo que no alcanzaba, pero que debía bastarle.
Amélie Zwaan- Licántropo Clase Alta
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