AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Broken Crown Halo {Privado}
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Broken Crown Halo {Privado}
Caos y estabilidad, conflicto y tregua, movimiento y quietud; sangre y oro. Oro líquido derramándose por su cráneo, sus mejillas, con cada uno de los reflejos de la caprichosa vela, movida por la brisa de la habitación. Sangre coagulada clavada en sus comisuras, enredada a los mechones salvajes y descuidados de su barba. Suciedad y limpieza la del espartano, quien, cuchilla en mano, se valió del filo para rasgar las hebras áureas que enmarcaban su rostro, tan sereno en apariencia como tormentosos eran sus ojos, casi transparentes. Mechón a mechón, la barba se fue cayendo al suelo sin interés alguno, limpiando los restos del crimen cometido hacía un rato antes. Cuánto tiempo antes, ya, era un misterio hasta para él.
Ni siquiera con la cordura que aparentaba se podía evitar atisbar, por el rabillo del ojo, un amago de locura, como si fuera un monstruo que esperaba al momento adecuado para decir “¡bu!” y asustar al más pintado. Bueno, no bu, Ciro no necesitaba esas tonterías tan grandes para aterrorizar al más pintado, ¡o que se lo dijeran a su víctima! El pobre desgraciado (una expresión cualquiera para referirse a alguien que no le había importado ni durante tres segundos al egocéntrico espartano) yacía, destrozado, en una esquina de la habitación que le había pertenecido y que el espartano había tomado prestada sin permiso, como si lo necesitara. ¡Eso ni en sueños!
Algunas cosas nunca cambiaban; su ego, pese a los cambios recientes de su vida, seguía intacto, muchas gracias por preguntar. Lo demás, sin embargo, sí estaba evolucionando, y se movía a un ritmo que a otro menos seguro de sí mismo lo abrumaría, pero no a Ciro. Haber mantenido a raya la locura durante un rato breve, más o menos desde que el corazón de su víctima había dejado de latir hasta aquel momento en el que se planteaba cosas, era una victoria considerable en sí misma, una que se añadía a la de haber sometido a su némesis, ¡por fin!, a su voluntad. Aún y todo, evitó ese tema, pues traía consigo cosas a las que no quería enfrentarse, no entonces, no estando de ese humor tan... bueno, tan confuso, ¡como siempre lo era él!
Eligió centrarse en lo práctico, en su lugar: su aspecto. Para variar, porque hacía bastante que no se preocupaba en demasía por algo tan trivial, pero ¿a quién le importaba! Apenas cortó sus cabellos, que parecían portarse con una rebeldía que escapaba a su control laxo, casi inexistente. Esos simplemente los echó hacia atrás en un gesto despreocupado, a juego con las ropas casuales que portaba, un abismo de diferencia en comparación con los harapos que había portado hasta hacía no demasiado, mas ¿acaso no había también una brutal diferencia entre quien había sido y quien estaba siendo en aquel momento? Ah, y sin rastro alguno de sangre: había tenido la deferencia (¿para quién?) de limpiarse.
Tal vez no se lo parecería así a un observador casual, ¡qué sabían ellos de él! (ya se echaba de menos el ego del espartano, ¿eh?), pero sí a cualquiera que hubiera prestado una mínima atención, y, bueno, era inevitable hacer eso con él, ¿eh? Lo que no parecía era que había cambiado, pero lo había hecho, y mucho. Incluso en su paso se notó mientras se largaba de aquella casa (que hizo arder, una muestra más de que se empezaba a preocupar de las consecuencias de sus acciones. ¡Quién lo había visto y quién lo veía...!), pareciendo más un salvaje domesticado pero al borde del abismo que una fiera difícilmente fingiendo ser un humano, o lo que fuera Ciro. Un cambio mínimo, puede discutirse, pero no lo fue tanto en su camino al Louvre, donde las miradas lo siguieron con el crujir de cuellos girando en su dirección, para su desgracia sin romperse.
Tentado estuvo de chasquear la lengua, pero no lo hizo. Más tentado estuvo aún de asesinar a los vigilantes que su creación había colocado allí y que le impidieron el paso hasta que la expelirroja, intrigada, le permitió pasar. Ciro le dedicó una sonrisa ladina con los ojos muy abiertos, señal innata de locura, pero ella lo conocía y sabía que con tenerlo vigilado bastaría, de modo que aceptó el cambio en la demencia del vampiro a una más contenida y le permitió pasar, ¡como si necesitara su permiso! Tal cual lo hacía Pedro por su casa, o Ciro por un mundo que sabía que una vez le había pertenecido, caminó con pasos largos hacia la habitación a la que no supo que iba a ir hasta que no llegó a ella y vio a su ocupante. Ah, tenía sentido, pensó; cerró la puerta tras de sí y se apoyó en ella.
– Cassandra. – ronroneó. El oro líquido de sus cabellos, intenso al estar rodeado del pan de oro de la pintura del Trecento porque parecía pegársele el resplandor de las obras, se mezcló con su tono de voz, agradable y casi pacífico. – Terminamos nuestra última conversación de forma demasiado abrupta. – añadió, y no hizo falta que añadiera más porque la orden quedaba implícita en su voz: y por mis santas narices la vamos a terminar, ¡demonios! No contaba con que ella estuviera allí, ni siquiera contaba con ir allí, pero siempre habían tenido una conexión extraña ellos dos, ¿no?, así que se trataría de eso, a saber. Desde luego, de pensarlo, Ciro lo sabría, pero no iba a malgastar su tiempo hasta tal punto; algunas cosas, definitivamente, nunca cambiaban, ¡qué déjà vu pensar eso otra vez! En fin. Volviendo.
– Me labré un enemigo gracias a quitarme de en medio a un error que cometí transformando a un inútil, ¿a que te suena familiar? – consiguió que el insulto hacia ella pasara casi desapercibido al admitir el error, al demostrar que su ego había quedado abollado como consecuencia de todas las decisiones que había tomado con el tiempo. Además, ¿lo había sido? Quién sabía. Había transformado a muchos, ella no tenía por qué ser el peor de los fallos del espartano. – Le revolví la mente y los pensamientos para ponerlo en contra de su casi creador, mi creación. Después lo abandoné y convertí en mi enemigo, mucho más que otros porque le di munición, y cuando la caza terminó el cazado fui yo. Me torturó hasta volverme loco, liberarme, no lo sé; casi me mató del todo, pero no lo hizo, y cuando te vi me estaba reconstruyendo para poder vengarme. Ya lo he hecho. Eso es lo que sucedió, ¿estás satisfecha? – concluyó, con algo de curiosidad. La justa, eso sí.
Ni siquiera con la cordura que aparentaba se podía evitar atisbar, por el rabillo del ojo, un amago de locura, como si fuera un monstruo que esperaba al momento adecuado para decir “¡bu!” y asustar al más pintado. Bueno, no bu, Ciro no necesitaba esas tonterías tan grandes para aterrorizar al más pintado, ¡o que se lo dijeran a su víctima! El pobre desgraciado (una expresión cualquiera para referirse a alguien que no le había importado ni durante tres segundos al egocéntrico espartano) yacía, destrozado, en una esquina de la habitación que le había pertenecido y que el espartano había tomado prestada sin permiso, como si lo necesitara. ¡Eso ni en sueños!
Algunas cosas nunca cambiaban; su ego, pese a los cambios recientes de su vida, seguía intacto, muchas gracias por preguntar. Lo demás, sin embargo, sí estaba evolucionando, y se movía a un ritmo que a otro menos seguro de sí mismo lo abrumaría, pero no a Ciro. Haber mantenido a raya la locura durante un rato breve, más o menos desde que el corazón de su víctima había dejado de latir hasta aquel momento en el que se planteaba cosas, era una victoria considerable en sí misma, una que se añadía a la de haber sometido a su némesis, ¡por fin!, a su voluntad. Aún y todo, evitó ese tema, pues traía consigo cosas a las que no quería enfrentarse, no entonces, no estando de ese humor tan... bueno, tan confuso, ¡como siempre lo era él!
Eligió centrarse en lo práctico, en su lugar: su aspecto. Para variar, porque hacía bastante que no se preocupaba en demasía por algo tan trivial, pero ¿a quién le importaba! Apenas cortó sus cabellos, que parecían portarse con una rebeldía que escapaba a su control laxo, casi inexistente. Esos simplemente los echó hacia atrás en un gesto despreocupado, a juego con las ropas casuales que portaba, un abismo de diferencia en comparación con los harapos que había portado hasta hacía no demasiado, mas ¿acaso no había también una brutal diferencia entre quien había sido y quien estaba siendo en aquel momento? Ah, y sin rastro alguno de sangre: había tenido la deferencia (¿para quién?) de limpiarse.
Tal vez no se lo parecería así a un observador casual, ¡qué sabían ellos de él! (ya se echaba de menos el ego del espartano, ¿eh?), pero sí a cualquiera que hubiera prestado una mínima atención, y, bueno, era inevitable hacer eso con él, ¿eh? Lo que no parecía era que había cambiado, pero lo había hecho, y mucho. Incluso en su paso se notó mientras se largaba de aquella casa (que hizo arder, una muestra más de que se empezaba a preocupar de las consecuencias de sus acciones. ¡Quién lo había visto y quién lo veía...!), pareciendo más un salvaje domesticado pero al borde del abismo que una fiera difícilmente fingiendo ser un humano, o lo que fuera Ciro. Un cambio mínimo, puede discutirse, pero no lo fue tanto en su camino al Louvre, donde las miradas lo siguieron con el crujir de cuellos girando en su dirección, para su desgracia sin romperse.
Tentado estuvo de chasquear la lengua, pero no lo hizo. Más tentado estuvo aún de asesinar a los vigilantes que su creación había colocado allí y que le impidieron el paso hasta que la expelirroja, intrigada, le permitió pasar. Ciro le dedicó una sonrisa ladina con los ojos muy abiertos, señal innata de locura, pero ella lo conocía y sabía que con tenerlo vigilado bastaría, de modo que aceptó el cambio en la demencia del vampiro a una más contenida y le permitió pasar, ¡como si necesitara su permiso! Tal cual lo hacía Pedro por su casa, o Ciro por un mundo que sabía que una vez le había pertenecido, caminó con pasos largos hacia la habitación a la que no supo que iba a ir hasta que no llegó a ella y vio a su ocupante. Ah, tenía sentido, pensó; cerró la puerta tras de sí y se apoyó en ella.
– Cassandra. – ronroneó. El oro líquido de sus cabellos, intenso al estar rodeado del pan de oro de la pintura del Trecento porque parecía pegársele el resplandor de las obras, se mezcló con su tono de voz, agradable y casi pacífico. – Terminamos nuestra última conversación de forma demasiado abrupta. – añadió, y no hizo falta que añadiera más porque la orden quedaba implícita en su voz: y por mis santas narices la vamos a terminar, ¡demonios! No contaba con que ella estuviera allí, ni siquiera contaba con ir allí, pero siempre habían tenido una conexión extraña ellos dos, ¿no?, así que se trataría de eso, a saber. Desde luego, de pensarlo, Ciro lo sabría, pero no iba a malgastar su tiempo hasta tal punto; algunas cosas, definitivamente, nunca cambiaban, ¡qué déjà vu pensar eso otra vez! En fin. Volviendo.
– Me labré un enemigo gracias a quitarme de en medio a un error que cometí transformando a un inútil, ¿a que te suena familiar? – consiguió que el insulto hacia ella pasara casi desapercibido al admitir el error, al demostrar que su ego había quedado abollado como consecuencia de todas las decisiones que había tomado con el tiempo. Además, ¿lo había sido? Quién sabía. Había transformado a muchos, ella no tenía por qué ser el peor de los fallos del espartano. – Le revolví la mente y los pensamientos para ponerlo en contra de su casi creador, mi creación. Después lo abandoné y convertí en mi enemigo, mucho más que otros porque le di munición, y cuando la caza terminó el cazado fui yo. Me torturó hasta volverme loco, liberarme, no lo sé; casi me mató del todo, pero no lo hizo, y cuando te vi me estaba reconstruyendo para poder vengarme. Ya lo he hecho. Eso es lo que sucedió, ¿estás satisfecha? – concluyó, con algo de curiosidad. La justa, eso sí.
Invitado- Invitado
Re: Broken Crown Halo {Privado}
Quería pretender que, con cerrar los ojos, todo cuánto fue se desvaneciera así nada más; que su pasado se convirtiera en cenizas y que éstas se echaran a volar al viento hasta extinguirse en la infinidad del mundo. Era una idea infantil, llegó a repetirse muchas veces, pero aquello que la atormentaba por dentro, la obligaba a tener pensamientos tan poco sustanciales. Se sentía extraña, incluso molesta, por tener que verse implícita en una situación así, sobre todo por considerarse alguien de ideales firmes, que no se dejaba doblegar por nada, ni por nadie mucho menos. Sin embargo, no siempre fue tan resistente al pasado, y éste decidió demostrárselo con creces, especialmente por fraguar un encuentro que, más que molesto, resultaba decepcionante.
Pero, ¿acaso ella se esperaba algo así? El otro personaje implicado, menos lo tenía en cuenta. Ambos habían decidido acabar su historia de antaño como dos malditos desconocidos, y así debieron serlo durante todos los siglos en los que se dedicaron a obrar a su manera, complaciendo los intereses particulares de cada quien sin impedimento alguno. ¡Y claro que fue de ese modo! No obstante, y pesar de empeñarse en aferrarse a lo contrario, tarde o temprano, algo así tenía que suceder, sin importar los resultados, porque, conociendo a los dos participantes, la respuesta aún parecía demasiado voluble.
Cassandra no dejaba de sentirse un tanto contrariada en ese momento. La cita inesperaba de la noche anterior fue la gota que derramó el vaso. Había una ligera culpabilidad en ella, porque sentía que se había traicionado a sí misma con respecto a sus sentimientos. No quería hundirse en un montón de explicaciones sin sentido sobre lo que llegó a sentir (y sentía) hacia el osbtinado de Pausanias. Verlo, de nuevo, no le hizo bien. Escucharlo no fue agradable. Quiso saber más de él, pero inmediatamente fue rechazada, ¡como si tuviera la maldita culpa de todo lo malo que le había ocurrido! Si aún seguía cometiendo errores, eso era, y seguiría siendo, su problema, ella no tenía que pagar por nada, porque ya bastante daño le había hecho como para continuar en esa misma actitud.
¡Y ya estaba! Tenía que superarlo, y por muy recientes que hayan resultado los incidentes, no podía seguir sumándole una importancia que, se aseguraba, no merecía. Quizá ya Pausanias se encontraba alejado de ese recuerdo, y hasta habría pasado de que, alguna vez, ambos coincidieron. Era lo mejor, ella misma se lo aseguró, incluso hasta sonó muy creíble. Sin embargo, hubo un punto y aparte, y el silencio no colaboraba demasiado. ¿De verdad a ella le daba igual? Cassandra no se percató siquiera que alguien le hablaba, simplemente parecía seguir un recorrido por inercia.
Quizá, ir al Louvre a ver a su descendiente (sí, a esa muchacha que había heredado sus genes, los mismos de su hijo) no había sido una idea brillante esa noche, porque apenas se estaba acomodando mentalmente de lo ocurrido hacía pocos días. Así que, luego de intercambiar alguna conversación amena con ella, Cassandra prefirió aislarse en una habitación discreta, ignorando el arte que se exhibía como mercancía para fanáticos y coleccionistas. Habían cosas que, ni con el pasar de los siglos, cambiaban. Otras sí tendrían que hacerlo, y aunque algunas decisiones no fueran tan atractivas, sabía que considerarlas y aceptarlas podrían darle un nimio instante de tranquilidad. ¿No era eso lo que realmente quería? Llevar más de dos mil años de existencia empezaba a pesarle, como le pesaban a muchos otros de su naturaleza.
Como tal vez le pesaría estar ahí presente, justo cuando lo vio demasiado cerca, y, aun así, se quedó rígida en su lugar, con ambos brazos extendidos a los lados y la mirada perdida en alguna parte, menos en él. No, ya no quería escuchar excusas, ni explicaciones, ni nada que saliera de su sibilina boca. Cassandra estaba cansada de tener que volver al mismo punto de antes. Pausanias no cambiaría nunca, ni por muy cuerdo que se mostrara en ese instante en el que... ¿Qué diablos hacía ahí?
—Creí haber dejado bastante claro que ya había dado por terminada esa plática de antes y que además no me apetecía tener que verte de nuevo, ¿o ahora te ha atacado la mala memoria? —replicó, indiferente, ausente inclusive, como si no habría tenido que escuchar nada. No, no debía, no era necesario—. Y no lo sé, has cometido tantos errores, que he perdido la cuenta a estas alturas. ¿Importa ahora? No lo sé, ni me interesa. Tienes el talento para arruinarlo todo, me parece.
Quizá le estaba recriminando, quizá no. Se encontraba tan ofuscada en ese momento por la presencia de él, que no sabía acertar con exactitud qué pensar. Exhaló, prefiriendo dirigir su mirada hacia cualquier otra cosa, sin prestar siquiera atención en nada que decorara la estancia. Ya, sí, lo había escuchado, y la sensación fue amarga, pero no podía demostrarle ninguna clase de empatía. Simplemente asintió, en silencio.
—¿Qué te hace pensar que estoy satisfecha? Mejor dicho, ¿de qué debería estarlo precisamente? No te entiendo, Pausanias. Tampoco sé si quiero hacerlo, después de todo lo que ha ocurrido, ya no guardo ningún tipo de falsas esperanzas —dijo, finalmente. ¿Debía continuar? Nada perdía con intentar una plática medianamente decente con él—. ¿Por qué regresaste? ¿Acaso sigues con la idea de querer vengarte de mí? Ya lo hiciste, y con éxito. Y no, nada tiene que ver con haberme convertido en esto...
Pero, ¿acaso ella se esperaba algo así? El otro personaje implicado, menos lo tenía en cuenta. Ambos habían decidido acabar su historia de antaño como dos malditos desconocidos, y así debieron serlo durante todos los siglos en los que se dedicaron a obrar a su manera, complaciendo los intereses particulares de cada quien sin impedimento alguno. ¡Y claro que fue de ese modo! No obstante, y pesar de empeñarse en aferrarse a lo contrario, tarde o temprano, algo así tenía que suceder, sin importar los resultados, porque, conociendo a los dos participantes, la respuesta aún parecía demasiado voluble.
Cassandra no dejaba de sentirse un tanto contrariada en ese momento. La cita inesperaba de la noche anterior fue la gota que derramó el vaso. Había una ligera culpabilidad en ella, porque sentía que se había traicionado a sí misma con respecto a sus sentimientos. No quería hundirse en un montón de explicaciones sin sentido sobre lo que llegó a sentir (y sentía) hacia el osbtinado de Pausanias. Verlo, de nuevo, no le hizo bien. Escucharlo no fue agradable. Quiso saber más de él, pero inmediatamente fue rechazada, ¡como si tuviera la maldita culpa de todo lo malo que le había ocurrido! Si aún seguía cometiendo errores, eso era, y seguiría siendo, su problema, ella no tenía que pagar por nada, porque ya bastante daño le había hecho como para continuar en esa misma actitud.
¡Y ya estaba! Tenía que superarlo, y por muy recientes que hayan resultado los incidentes, no podía seguir sumándole una importancia que, se aseguraba, no merecía. Quizá ya Pausanias se encontraba alejado de ese recuerdo, y hasta habría pasado de que, alguna vez, ambos coincidieron. Era lo mejor, ella misma se lo aseguró, incluso hasta sonó muy creíble. Sin embargo, hubo un punto y aparte, y el silencio no colaboraba demasiado. ¿De verdad a ella le daba igual? Cassandra no se percató siquiera que alguien le hablaba, simplemente parecía seguir un recorrido por inercia.
Quizá, ir al Louvre a ver a su descendiente (sí, a esa muchacha que había heredado sus genes, los mismos de su hijo) no había sido una idea brillante esa noche, porque apenas se estaba acomodando mentalmente de lo ocurrido hacía pocos días. Así que, luego de intercambiar alguna conversación amena con ella, Cassandra prefirió aislarse en una habitación discreta, ignorando el arte que se exhibía como mercancía para fanáticos y coleccionistas. Habían cosas que, ni con el pasar de los siglos, cambiaban. Otras sí tendrían que hacerlo, y aunque algunas decisiones no fueran tan atractivas, sabía que considerarlas y aceptarlas podrían darle un nimio instante de tranquilidad. ¿No era eso lo que realmente quería? Llevar más de dos mil años de existencia empezaba a pesarle, como le pesaban a muchos otros de su naturaleza.
Como tal vez le pesaría estar ahí presente, justo cuando lo vio demasiado cerca, y, aun así, se quedó rígida en su lugar, con ambos brazos extendidos a los lados y la mirada perdida en alguna parte, menos en él. No, ya no quería escuchar excusas, ni explicaciones, ni nada que saliera de su sibilina boca. Cassandra estaba cansada de tener que volver al mismo punto de antes. Pausanias no cambiaría nunca, ni por muy cuerdo que se mostrara en ese instante en el que... ¿Qué diablos hacía ahí?
—Creí haber dejado bastante claro que ya había dado por terminada esa plática de antes y que además no me apetecía tener que verte de nuevo, ¿o ahora te ha atacado la mala memoria? —replicó, indiferente, ausente inclusive, como si no habría tenido que escuchar nada. No, no debía, no era necesario—. Y no lo sé, has cometido tantos errores, que he perdido la cuenta a estas alturas. ¿Importa ahora? No lo sé, ni me interesa. Tienes el talento para arruinarlo todo, me parece.
Quizá le estaba recriminando, quizá no. Se encontraba tan ofuscada en ese momento por la presencia de él, que no sabía acertar con exactitud qué pensar. Exhaló, prefiriendo dirigir su mirada hacia cualquier otra cosa, sin prestar siquiera atención en nada que decorara la estancia. Ya, sí, lo había escuchado, y la sensación fue amarga, pero no podía demostrarle ninguna clase de empatía. Simplemente asintió, en silencio.
—¿Qué te hace pensar que estoy satisfecha? Mejor dicho, ¿de qué debería estarlo precisamente? No te entiendo, Pausanias. Tampoco sé si quiero hacerlo, después de todo lo que ha ocurrido, ya no guardo ningún tipo de falsas esperanzas —dijo, finalmente. ¿Debía continuar? Nada perdía con intentar una plática medianamente decente con él—. ¿Por qué regresaste? ¿Acaso sigues con la idea de querer vengarte de mí? Ya lo hiciste, y con éxito. Y no, nada tiene que ver con haberme convertido en esto...
Cassandra- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 23/07/2017
Re: Broken Crown Halo {Privado}
Ciro no tenía mala memoria porque eso era implicar que había algo menos que bueno en él, y tal vez su ego había renunciado a la idea de que era perfecto (a veces), pero seguía adorándose más de lo que adoraba o adoraría nunca a nadie, así que no, no se le ocurriría decir semejante cosa de sí mismo. Podía, sin embargo, claudicar un poco, un poquito nada más, y llegar al extremo de afirmar que tenía memoria selectiva; eso era cierto, tampoco se iba a esforzar lo más mínimo en negarlo porque no merecía la pena, sería sólo perder su tiempo, no compensaba el esfuerzo y demás sinónimos de la misma idea que explicaba que Ciro, en el borde de la locura y la ¿cordura?, no pensaba hacerlo.
Tampoco iba a perder valiosos segundos de su eternidad hablando de algo que ella no iba a escuchar, aunque hubo una parte de él que enseguida lamentó la decisión de no llenar el aire con el sonido de su propia voz. Había algo en la situación que la hacía particularmente deliciosa y... ¡Ya estaba! Era el hecho de que con ella solía hablar su dialecto de griego, el espartano que sólo aquellos dos fósiles (lo eran, que se conservaran muy bien no eliminaba esa dura realidad) eran capaces de hablar y de comprender. Y lo mejor era que había pasado a esa lengua sin darse cuenta después de utilizar una larga temporada, la de libertad, utilizando el francés, nada más.
¿Significaba eso que se había retrotraído a su tortura, donde sólo había usado esos sonidos incomprensibles para su captor con el mero hecho de enfadarlo? No. Significaba que ella le recordaba a su vida humana, tan llena de aristas como él mismo; significaba, también, que ella era tan pasado como presente, en contra de su maldita voluntad, y que la asociaba a demasiadas cosas contradictorias como para poder hacerse una idea clara de qué demonios le pasaba al verle la jeta a su antiquísima amante. Así pues, querida Cassandra, ¿cómo demonios esperas que se comporte el espartano, eh! ¿Esperas que algo de lo que hace tenga sentido...!
– ¿Desde cuándo me ha importado lo más mínimo lo que opines? Cállate y escucha. – ordenó, regio como él solo, y en sus labios se dibujó una sonrisa que, más que déspota, emanaba locura en oleadas, una clara señal de que la cordura era temporal y no definitiva, como casi nada en él. ¿Qué gracia tenía ser siempre igual...? Si se hubiera mantenido toda la eternidad sin variar nada, ni siquiera un poquito, se habría terminado abrazando a una estaca por pura desesperación y necesidad de evolucionar frustrada. En ese sentido, la tortura de Fausto había supuesto algo que él había necesitado, aunque jamás se hubiera parado a pensar en ello porque, a fin de cuentas, ¿cómo se iba a modificar la perfección...? ¡Era imposible, impensable, inconcebible!
– Deberías estar satisfecha porque te estoy haciendo caso por una vez, pero luego el voluble y que cambia de idea rápido soy yo, porque por un momento parece que no me quieres escuchar y después, de repente, ¡eres toda oídos! – recriminó, y se las apañó para que sonara como una crítica constructiva, no como el ataque que fue. Por una vez, eso sí, no fue un ataque gratuito sino uno merecido, basado en acontecimientos recientes (¡já, chúpate eso, Cassandra, y aprende de la buenísima memoria del espartano! Así jamás volverás a criticarla) y en las palabras que ella había dicho. Teniendo en cuenta que ella siempre había sido una reina en comportamiento hasta sin haber sido coronada nunca (bueno, casi nunca), no le sorprendía mucho que fuera tan voluble. La horma de su zapato, habían llegado a decir en su tiempo...
– Te queda un consuelo, hay días que no me entiendo ni yo. – afirmó, sin despeinarse ni parpadear, señales inequívocas de que hablaba totalmente en serio. Lo raro no era eso, aunque se caracterizara por mentir más que hablar, sino que hubiera elegido a Cassandra, precisamente, para decirle la verdad. – Mejor, las esperanzas son veneno, te lo digo yo. No quiero vengarme de ti, creo, qué pérdida de tiempo sería esa cuando has estado hasta hace nada muchísimo mejor que yo mismo. Qué sentido tiene quitarte algo que después me quitarías tú a mí y así eternamente, ¿no? Aunque tal vez sería divertido. Ahora que ya no tengo sentido ni objetivo, podría planteármelo. – afirmó.
¿Bromeaba, lo decía en serio? Quién sabía, de verdad. Si ya era difícil leer al espartano, antiguo diarca en sus ratos libres y demente la mayor parte del tiempo, en condiciones normales, mientras paseaba por el limbo entre la apatía y la locura todavía lo era más. Qué podía decir, no era del todo culpa suya encontrarse en esa situación en la que estaban metidos, aunque sí lo era haberse dirigido al Louvre, ni siquiera él sabía por qué. Quizá era cuestión de intuición, o quizá que hasta él sabía que tenía asuntos pendientes con Cassandra, y ¿qué peor momento para tratarlos que aquel...?
– No he regresado a buscarte, ni siquiera sabía que estabas aquí. – explicó, con brutal honestidad, aunque no toda la posible. Al pensar en ello, sacudió la cabeza, sus cabellos cayéndole en un mechón sobre los ojos, y los apartó con un soplido, casi adorable. Pero sólo casi. – Pero algo, algo que no sé explicar, me ha hecho venir, y cuando te he visto no me ha extrañado. Ya te lo he dicho, nos vimos en un mal momento y dejamos cosas sin resolver; la experiencia me ha enseñado que, a veces, es mejor intentar arreglarlas antes de que la herida se gangrene y te crees a un enemigo que te vuelve loco de atar. Nosotros ya hemos sido enemigos, ¿por qué no probar algo distinto? – propuso, encogiéndose de hombros. Lo dicho: loco de atar.
Tampoco iba a perder valiosos segundos de su eternidad hablando de algo que ella no iba a escuchar, aunque hubo una parte de él que enseguida lamentó la decisión de no llenar el aire con el sonido de su propia voz. Había algo en la situación que la hacía particularmente deliciosa y... ¡Ya estaba! Era el hecho de que con ella solía hablar su dialecto de griego, el espartano que sólo aquellos dos fósiles (lo eran, que se conservaran muy bien no eliminaba esa dura realidad) eran capaces de hablar y de comprender. Y lo mejor era que había pasado a esa lengua sin darse cuenta después de utilizar una larga temporada, la de libertad, utilizando el francés, nada más.
¿Significaba eso que se había retrotraído a su tortura, donde sólo había usado esos sonidos incomprensibles para su captor con el mero hecho de enfadarlo? No. Significaba que ella le recordaba a su vida humana, tan llena de aristas como él mismo; significaba, también, que ella era tan pasado como presente, en contra de su maldita voluntad, y que la asociaba a demasiadas cosas contradictorias como para poder hacerse una idea clara de qué demonios le pasaba al verle la jeta a su antiquísima amante. Así pues, querida Cassandra, ¿cómo demonios esperas que se comporte el espartano, eh! ¿Esperas que algo de lo que hace tenga sentido...!
– ¿Desde cuándo me ha importado lo más mínimo lo que opines? Cállate y escucha. – ordenó, regio como él solo, y en sus labios se dibujó una sonrisa que, más que déspota, emanaba locura en oleadas, una clara señal de que la cordura era temporal y no definitiva, como casi nada en él. ¿Qué gracia tenía ser siempre igual...? Si se hubiera mantenido toda la eternidad sin variar nada, ni siquiera un poquito, se habría terminado abrazando a una estaca por pura desesperación y necesidad de evolucionar frustrada. En ese sentido, la tortura de Fausto había supuesto algo que él había necesitado, aunque jamás se hubiera parado a pensar en ello porque, a fin de cuentas, ¿cómo se iba a modificar la perfección...? ¡Era imposible, impensable, inconcebible!
– Deberías estar satisfecha porque te estoy haciendo caso por una vez, pero luego el voluble y que cambia de idea rápido soy yo, porque por un momento parece que no me quieres escuchar y después, de repente, ¡eres toda oídos! – recriminó, y se las apañó para que sonara como una crítica constructiva, no como el ataque que fue. Por una vez, eso sí, no fue un ataque gratuito sino uno merecido, basado en acontecimientos recientes (¡já, chúpate eso, Cassandra, y aprende de la buenísima memoria del espartano! Así jamás volverás a criticarla) y en las palabras que ella había dicho. Teniendo en cuenta que ella siempre había sido una reina en comportamiento hasta sin haber sido coronada nunca (bueno, casi nunca), no le sorprendía mucho que fuera tan voluble. La horma de su zapato, habían llegado a decir en su tiempo...
– Te queda un consuelo, hay días que no me entiendo ni yo. – afirmó, sin despeinarse ni parpadear, señales inequívocas de que hablaba totalmente en serio. Lo raro no era eso, aunque se caracterizara por mentir más que hablar, sino que hubiera elegido a Cassandra, precisamente, para decirle la verdad. – Mejor, las esperanzas son veneno, te lo digo yo. No quiero vengarme de ti, creo, qué pérdida de tiempo sería esa cuando has estado hasta hace nada muchísimo mejor que yo mismo. Qué sentido tiene quitarte algo que después me quitarías tú a mí y así eternamente, ¿no? Aunque tal vez sería divertido. Ahora que ya no tengo sentido ni objetivo, podría planteármelo. – afirmó.
¿Bromeaba, lo decía en serio? Quién sabía, de verdad. Si ya era difícil leer al espartano, antiguo diarca en sus ratos libres y demente la mayor parte del tiempo, en condiciones normales, mientras paseaba por el limbo entre la apatía y la locura todavía lo era más. Qué podía decir, no era del todo culpa suya encontrarse en esa situación en la que estaban metidos, aunque sí lo era haberse dirigido al Louvre, ni siquiera él sabía por qué. Quizá era cuestión de intuición, o quizá que hasta él sabía que tenía asuntos pendientes con Cassandra, y ¿qué peor momento para tratarlos que aquel...?
– No he regresado a buscarte, ni siquiera sabía que estabas aquí. – explicó, con brutal honestidad, aunque no toda la posible. Al pensar en ello, sacudió la cabeza, sus cabellos cayéndole en un mechón sobre los ojos, y los apartó con un soplido, casi adorable. Pero sólo casi. – Pero algo, algo que no sé explicar, me ha hecho venir, y cuando te he visto no me ha extrañado. Ya te lo he dicho, nos vimos en un mal momento y dejamos cosas sin resolver; la experiencia me ha enseñado que, a veces, es mejor intentar arreglarlas antes de que la herida se gangrene y te crees a un enemigo que te vuelve loco de atar. Nosotros ya hemos sido enemigos, ¿por qué no probar algo distinto? – propuso, encogiéndose de hombros. Lo dicho: loco de atar.
Invitado- Invitado
Re: Broken Crown Halo {Privado}
Ciertamente, lamentaba el descuido que había tenido en el último encuentro con Pausanias. Había demostrado debilidad, aunque ésta quisiera disfrazarse de comprensión, seguía siendo lo mismo, al menos para Cassandra, que solía tener un orgullo tan inmenso como el universo mismo, si se le podría comparar con alguna cosa. Nuevamente, y para mayor colmo, había caído en ese error que significaba creer que podría tener nuevas oportunidades con su antiguo amante. ¡Qué ilusa, Cassandra! Casi podía escuchar a su madre reprendiéndola por tal estupidez. Y por eso se encontraba tan molesta, pero no con él, más bien consigo misma. Ella, en realidad, estaba dispuesta a evitarlo todo lo posible. Ambos trazaron caminos diferentes después de casi dos milenios, ¿qué más podrían hacer en ese entonces? Nada. Esa era la respuesta más lógica que le daba a esa pregunta.
Sin embargo, y sabiendo que nada en Pausanias era lógico, ahí estaba él, taladrándole la cabeza con sus réplicas. Cassandra sentía su presencia como algo asfixiante, a pesar de ser vampira y no necesitar del oxígeno como cualquier criatura con un poco de vida en su cuerpo. Sí, una parte de ella deseaba que se largara y no apareciera jamás; que se esfumara por completo de este mundo. Pero había otra parte, quizá aquella que aún conservaba a la humana de antaño, que estaba confundida, y sin duda, no pretendía que él se fuera de nuevo. Asuntos demasiado complejos para "su majestad". Sin embargo, lo mejor era optar por ignorarlo todo, aunque le siguiera molestando en lo más hondo.
Apenas cerró los ojos y cruzó los brazos, mientras él seguía soltando su veneno, o lo que fuera. Cassandra no estaba de ánimos para aguantar tonterías, ni mucho menos razonar cosas que lo involucraran a él. ¿Qué se había creído? Incluso lo observó con una ceja enarcada, como si realmente hubiera interpretado todo aquello como un chiste. Además de desconocidos, ¿qué más? A ella aún no se le olvidaba que tenía enfrente al culpable de la muerte de su hijo. Y eso, oh, eso no lo pasaba por alto con facilidad.
—Ciertamente, no tienes mucho para arrebatarme. El Sacro Imperio... Nah, por mí puedes llevarlo a la ruina absoluta, la verdad. Ya está echado a perder, así que, ¿por qué no terminarlo de hundir? El rey no es muy listo. En pocas palabras, me da igual —contestó, indiferente, incluso razonable. Después de todo tenía razón—. Ya me quitaste lo único que realmente quería, y eso fue hace unos dos mil años, más o menos. ¿Qué he estado mejor que tú? Quién sabe. Eso de volverme loca no es algo que sea mi foco de interés. Ya hay muchos locos por ahí, y está muy trillado además.
Se dio media vuelta, confrontrándolo finalmente. Pero no había amargura en su mirada, o reproche, ¡nada! Simplemente lo observó en completo silencio, antes de poder decir algo más.
—Pausanias —murmuró—. ¿De verdad crees que yo te he considerado un enemigo? Si es así, has estado muy equivocado. ¿Odiarte? Lo suficiente como para yo no sentir nada parecido. ¿Tenemos asuntos pendientes? ¿Cuáles? Ya le pusiste punto final a eso la misma noche en que decidiste atacarme, además de asesinar a mi hijo. Así que, ¿qué más? ¿Qué diablos podríamos intentar nosotros? Los seres más opuestos en todo el maldito planeta. Aparte, con la poca cordura que te queda, sabes que es una mala idea.
Luego de eso sólo hubo silencio. Aunque Cassandra pudo haber respondido con hostilidad, no lo hizo, estaba bastante tranquila, a decir verdad. Ella ya se había resignado a cualquier indicio de arreglar las cosas con su antiguo amante, y quizá sería lo mejor, para ambos. Pero, siendo el otro espartano tan voluble, se podría esperar lo que fuera. Tal vez fue eso la que la condujo a acercarse a él, pero esa vez ni siquiera tuvo las intenciones de entrar en contacto directo.
—¿Lo ves? Tengo razón, aunque siga siendo una estúpida para ti. Ya lo has dicho, ni tú mismo te entiendes, menos podría hacerlo yo. Así que ya no hay más nada que intentar —aseguró, pero hubo un cambio distinto: ella sonrió. Aunque sólo fue un gesto más de nostalgia que de felicidad—. Me hubiera encantado intentar algo, cualquier cosa, pero eso significa caer en los mismos errores del pasado, y ya me hiciste suficiente daño, Pausanias.
Sin embargo, y sabiendo que nada en Pausanias era lógico, ahí estaba él, taladrándole la cabeza con sus réplicas. Cassandra sentía su presencia como algo asfixiante, a pesar de ser vampira y no necesitar del oxígeno como cualquier criatura con un poco de vida en su cuerpo. Sí, una parte de ella deseaba que se largara y no apareciera jamás; que se esfumara por completo de este mundo. Pero había otra parte, quizá aquella que aún conservaba a la humana de antaño, que estaba confundida, y sin duda, no pretendía que él se fuera de nuevo. Asuntos demasiado complejos para "su majestad". Sin embargo, lo mejor era optar por ignorarlo todo, aunque le siguiera molestando en lo más hondo.
Apenas cerró los ojos y cruzó los brazos, mientras él seguía soltando su veneno, o lo que fuera. Cassandra no estaba de ánimos para aguantar tonterías, ni mucho menos razonar cosas que lo involucraran a él. ¿Qué se había creído? Incluso lo observó con una ceja enarcada, como si realmente hubiera interpretado todo aquello como un chiste. Además de desconocidos, ¿qué más? A ella aún no se le olvidaba que tenía enfrente al culpable de la muerte de su hijo. Y eso, oh, eso no lo pasaba por alto con facilidad.
—Ciertamente, no tienes mucho para arrebatarme. El Sacro Imperio... Nah, por mí puedes llevarlo a la ruina absoluta, la verdad. Ya está echado a perder, así que, ¿por qué no terminarlo de hundir? El rey no es muy listo. En pocas palabras, me da igual —contestó, indiferente, incluso razonable. Después de todo tenía razón—. Ya me quitaste lo único que realmente quería, y eso fue hace unos dos mil años, más o menos. ¿Qué he estado mejor que tú? Quién sabe. Eso de volverme loca no es algo que sea mi foco de interés. Ya hay muchos locos por ahí, y está muy trillado además.
Se dio media vuelta, confrontrándolo finalmente. Pero no había amargura en su mirada, o reproche, ¡nada! Simplemente lo observó en completo silencio, antes de poder decir algo más.
—Pausanias —murmuró—. ¿De verdad crees que yo te he considerado un enemigo? Si es así, has estado muy equivocado. ¿Odiarte? Lo suficiente como para yo no sentir nada parecido. ¿Tenemos asuntos pendientes? ¿Cuáles? Ya le pusiste punto final a eso la misma noche en que decidiste atacarme, además de asesinar a mi hijo. Así que, ¿qué más? ¿Qué diablos podríamos intentar nosotros? Los seres más opuestos en todo el maldito planeta. Aparte, con la poca cordura que te queda, sabes que es una mala idea.
Luego de eso sólo hubo silencio. Aunque Cassandra pudo haber respondido con hostilidad, no lo hizo, estaba bastante tranquila, a decir verdad. Ella ya se había resignado a cualquier indicio de arreglar las cosas con su antiguo amante, y quizá sería lo mejor, para ambos. Pero, siendo el otro espartano tan voluble, se podría esperar lo que fuera. Tal vez fue eso la que la condujo a acercarse a él, pero esa vez ni siquiera tuvo las intenciones de entrar en contacto directo.
—¿Lo ves? Tengo razón, aunque siga siendo una estúpida para ti. Ya lo has dicho, ni tú mismo te entiendes, menos podría hacerlo yo. Así que ya no hay más nada que intentar —aseguró, pero hubo un cambio distinto: ella sonrió. Aunque sólo fue un gesto más de nostalgia que de felicidad—. Me hubiera encantado intentar algo, cualquier cosa, pero eso significa caer en los mismos errores del pasado, y ya me hiciste suficiente daño, Pausanias.
Cassandra- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 23/07/2017
Re: Broken Crown Halo {Privado}
Ciro, o Pausanias, dependiendo del momento, el lugar y la persona (¡aleluya por el relativismo, tres hurras por eso de la verdad cambiante según las circunstancias!), podía ser muchas cosas. Sí, era inevitable pensar que un vampiro de más de dos mil años, como si los estuviera contando (lo hacía), podía cambiar y no ser siempre igual, gracias por tanto a los capitanes obvio del mundo, pero lo del vampiro siempre era llevar las cosas a la exageración, y los cambios no eran ninguna excepción al respecto, le pesara a quien le pesase. Como a él le daba igual, no era su problema.
Para muestra de todo lo anterior, la situación en la que se encontraban: Ciro patinaba en un hielo muy frágil entre la cordura, ser razonable, y la locura que siempre había existido en él pero que sólo recientemente había dejado salir a la luz. Cualquier estímulo, por leve que fuera, podía equilibrar la balanza a favor de una cosa o de la otra, y Cassandra y él siempre habían tenido sus asuntillos delicados, de modo que era evidente que con ella iba a ser inestable. ¡Como siempre!
No estaba descubriéndole América a nadie con ese razonamiento ni, tampoco, con su comportamiento, fingiendo que la escuchaba y realmente haciéndolo, pero no tanto como podría. Lo sentía, pero, en realidad, no lo sentía en absoluto; Ciro seguía siendo un ególatra, y ahora que su propia imagen se estaba empezando a arreglar no iba a abandonar esa senda, ¡para nada! Aun así, no se le daba del todo bien ser constante, en su estado, y decidió que no perdía nada si seguía ahí escuchando las tonterías de la mujer, vampira, lo que fuera, que había tenido como amante durante uno de los tiempos más felices de su vida. Ahí es nada.
– Corrígeme si me equivoco. – inició. Como eufemismo estaba muy bien, como figura literaria era aún mejor, pero ¿como realidad? En absoluto. Y se le notó: en todo él parecía olerse la certeza de que sabía que tenía razón, tal vez lo que provocó que Cassandra sintiera interés en sus palabras, como debía ser, ¡demonios! El problema era que él sabía bien que algo que debía ser no siempre era tal cual, o de lo contrario ella seguiría siendo una reina y, bueno, él también, más allá de en ese mundo que convertía en su campo de juegos con cada cosa que hacía.
– Pero todo ese daño, todo ese desprecio, ese hundimiento que sufriste cuando yo te ataqué, ¿no te ha convertido en lo que eres? Sin eso, habrías sido la misma pusilánime de entonces, incapaz de encararme, ¡y mírate! Deberías agradecérmelo. – reclamó. Dejando aparte el ego incesante del que hacía gala el espartano, pues hasta en sus peores momentos de locura le había quedado algo de eso en los pensamientos, ¿le faltaba acaso razón? ¿No era él el mejor ejemplo en todo, y también en que las circunstancias adversas eran las mejores herreras para forjar el carácter de un ser que podía ser extraordinario? No era como si creyera que Cassandra lo era, pero... Bueno, es que a su lado nadie podía, ¡la competencia era excesiva!
– Ahora ya no eres reina y te da absolutamente igual el destino del Sacro Imperio. ¿Y en qué gastas tu tiempo? – cuestionó, tan incisivo como los colmillos que estaba mostrando en su amplia sonrisa, tan hermosa como cruel. Ciro siempre había sido una combinación de esos dos rasgos que, dependiendo del momento, había tirado más hacia un lado que para el otro. En aquella circunstancia concreta, ni siquiera él sabía hacia dónde se estaba dirigiendo ni dónde terminaría, pero ¿acaso le importaba? ¡No, ni lo más mínimo! Y a ella tampoco debería hacerlo.
– Seremos opuestos, pero eso no te ha detenido nunca. Por opuestos que seamos, siempre has sabido ir directa hacia donde te interesaba, y no veo por qué ahora va a ser diferente. – comenzó, y después sonrió aún más ampliamente, las comisuras de los labios casi tirantes y a punto de volver el gesto uno que sólo mostraba su desquicie. – Dime, ¿soy como en el pasado? ¿Lo eres tú? Los errores de entonces ya están cometidos, olvídalos. ¿Qué hay del futuro? Yo no tengo nada mejor que hacer, ¿y tú? ¿Reinar? Sí, ya... – continuó, y sólo cuando le vino el último argumento se permitió que en su rostro se reflejara la locura a la que ella había hecho gala. – Sabes que a nuestra descendiente, dueña de todo esto, le encantaría. – finalizó, con la mayor bomba que le podía lanzar a Cassandra: la verdad.
Para muestra de todo lo anterior, la situación en la que se encontraban: Ciro patinaba en un hielo muy frágil entre la cordura, ser razonable, y la locura que siempre había existido en él pero que sólo recientemente había dejado salir a la luz. Cualquier estímulo, por leve que fuera, podía equilibrar la balanza a favor de una cosa o de la otra, y Cassandra y él siempre habían tenido sus asuntillos delicados, de modo que era evidente que con ella iba a ser inestable. ¡Como siempre!
No estaba descubriéndole América a nadie con ese razonamiento ni, tampoco, con su comportamiento, fingiendo que la escuchaba y realmente haciéndolo, pero no tanto como podría. Lo sentía, pero, en realidad, no lo sentía en absoluto; Ciro seguía siendo un ególatra, y ahora que su propia imagen se estaba empezando a arreglar no iba a abandonar esa senda, ¡para nada! Aun así, no se le daba del todo bien ser constante, en su estado, y decidió que no perdía nada si seguía ahí escuchando las tonterías de la mujer, vampira, lo que fuera, que había tenido como amante durante uno de los tiempos más felices de su vida. Ahí es nada.
– Corrígeme si me equivoco. – inició. Como eufemismo estaba muy bien, como figura literaria era aún mejor, pero ¿como realidad? En absoluto. Y se le notó: en todo él parecía olerse la certeza de que sabía que tenía razón, tal vez lo que provocó que Cassandra sintiera interés en sus palabras, como debía ser, ¡demonios! El problema era que él sabía bien que algo que debía ser no siempre era tal cual, o de lo contrario ella seguiría siendo una reina y, bueno, él también, más allá de en ese mundo que convertía en su campo de juegos con cada cosa que hacía.
– Pero todo ese daño, todo ese desprecio, ese hundimiento que sufriste cuando yo te ataqué, ¿no te ha convertido en lo que eres? Sin eso, habrías sido la misma pusilánime de entonces, incapaz de encararme, ¡y mírate! Deberías agradecérmelo. – reclamó. Dejando aparte el ego incesante del que hacía gala el espartano, pues hasta en sus peores momentos de locura le había quedado algo de eso en los pensamientos, ¿le faltaba acaso razón? ¿No era él el mejor ejemplo en todo, y también en que las circunstancias adversas eran las mejores herreras para forjar el carácter de un ser que podía ser extraordinario? No era como si creyera que Cassandra lo era, pero... Bueno, es que a su lado nadie podía, ¡la competencia era excesiva!
– Ahora ya no eres reina y te da absolutamente igual el destino del Sacro Imperio. ¿Y en qué gastas tu tiempo? – cuestionó, tan incisivo como los colmillos que estaba mostrando en su amplia sonrisa, tan hermosa como cruel. Ciro siempre había sido una combinación de esos dos rasgos que, dependiendo del momento, había tirado más hacia un lado que para el otro. En aquella circunstancia concreta, ni siquiera él sabía hacia dónde se estaba dirigiendo ni dónde terminaría, pero ¿acaso le importaba? ¡No, ni lo más mínimo! Y a ella tampoco debería hacerlo.
– Seremos opuestos, pero eso no te ha detenido nunca. Por opuestos que seamos, siempre has sabido ir directa hacia donde te interesaba, y no veo por qué ahora va a ser diferente. – comenzó, y después sonrió aún más ampliamente, las comisuras de los labios casi tirantes y a punto de volver el gesto uno que sólo mostraba su desquicie. – Dime, ¿soy como en el pasado? ¿Lo eres tú? Los errores de entonces ya están cometidos, olvídalos. ¿Qué hay del futuro? Yo no tengo nada mejor que hacer, ¿y tú? ¿Reinar? Sí, ya... – continuó, y sólo cuando le vino el último argumento se permitió que en su rostro se reflejara la locura a la que ella había hecho gala. – Sabes que a nuestra descendiente, dueña de todo esto, le encantaría. – finalizó, con la mayor bomba que le podía lanzar a Cassandra: la verdad.
Invitado- Invitado
Re: Broken Crown Halo {Privado}
"Qué estúpida e ilusa eres, Cassandra", esas habrían sido exactamente las palabras de su madre hacia ella, recriminándole, como siempre, su actitud por Pausanias. La había educado como una mujer con carácter, no para que tirara todo a la basura, sino para que demostrara su valía, y, sin embargo, llegó a flaquear en determinado punto. Aunque, claro, eso jamás la detuvo, no cuando su paciencia terminó agotándose por completo, hasta que esa misma rabia la llevó a ofrecerlo a él en bandeja de plata. ¿Acaso seguían creyendo que Agis lo había hecho todo por sí solo? Si ya... Seguía siendo un completo idiota que babeaba por ella, y por eso terminó aprovechándose. Quizá había pagado con creces dejarse llevar por impulsos, pero la parte más pútrida de ella, esa que disfrutaba arruinándole la existencia a otros, estaba más que satisfecha, a pesar de tenerlo en frente después de tantos siglos.
Pausanias había conseguido sobrevivir, ¿y cómo no? Si seguía siendo el mismo enfermo de antes, cosa que no le costó mucho en darse cuenta, y ni siquiera le extrañó ni un poco, porque Cassandra lo conocía demasiado bien como para sorprenderse. Lo que sí llegó a tomarla un poco desprevenida fue el hecho de que él, luego de todo el veneno que soltó en su encuentro inesperado la otra noche, hubiera decidido aparecer como el que más... ¡Vale! Era un maldito errático, ya para la siguiente vez desaparecería por otros cien años más, supuso. También era lo que quería ella, a decir verdad. Aun así, no dejaba de causarle cierta sorpresa, no se engañaba.
No obstante, y pese a ese sentimiento, ella, de brazos cruzados, con cara de pocos amigos, sólo se limitó a alzar una ceja ante las palabras de su antiguo amante. Podía darle la razón, como que no se la daba... Seguía siendo la misma mujer con aires de grandeza, cuyo ego se elevó al tener todo a un imperio bajo su dominio, y no se trataba del Sacro Imperio. Ser como el titiritero de Calígula había sido realmente entretenido, pero esa ya era otra historia; tampoco tenía tiempo para divagar en ese pasado que la había arrancado de sus raíces espartanas...
—¿Agradecerte qué? —preguntó, sin cambiar un poco su postura. ¿Acaso tenía que hacerlo? No, aquello lo había conseguido por su cuenta, porque siempre había sido así, que él no se hubiera dado cuenta, bueno, ya era harina de otro costal—. No sé qué me sorprende más... si el hecho de que me reclames algo completamente ilógico, o que vengas a hacer sugerencias sin pies ni cabeza. ¿O acaso sigues creyendo que Agis descubrió todo por su cuenta por ser demasiado brillante? ¡Pfff! Era tan hueco, que se creía todo lo que le decía.
Alzo los hombros con desdén al recordar aquello, luego puso los ojos en blanco. Cassandra tenía un mínimo de paciencia, mismo que disminuía con los años, a pesar de que era tan arcaica, que casi podían convertirla en una biblioteca andante. Por eso su actitud hacia él fue indiferente en ese instante. ¿De verdad creía que podían hacer algo juntos? Ella no le creía ni un poquito ya. Le había mentido tantas veces en la cara, que ya a esas alturas no era capaz de saber si todo lo que salía de su boca era mito o realidad.
—Mira, si tengo planes o no, tampoco es como si te importaran, porque no lo hacen. Además, ¿qué futuro podríamos tener nosotros? Con lo inestable que eres, no me extrañas que al siguiente minuto termines cambiando de opinión, Pausanias —espetó, frunciendo el ceño, levemente molesta con tanta tontería junta—. Ya deja de verme la cara de estúpida por una vez en tu maldita existencia, ¿si? Es lo único que pido. Te evité durante todos estos siglos; te evité porque estaba harta de ti, porque, a pesar de ser el culpable de lo que me convertí, no te necesitaba. Nunca lo hice, ni siendo humana. Que me hubiera enamorado como una imbécil y me haya puesto una venda en los ojos, ya es otra cosa, pero nunca ocupaste el primer lugar.
Tuvo que parar, porque estaba sintiendo como la rabia iba haciéndose paso en su interior, y ella no iba a permitir que ese sentimiento le ganara, hasta se llevó los dedos a las sienes, dándole la espalda para terminar sentada en un sillón.
—Si ya terminaste, te puedes ir.
Pausanias había conseguido sobrevivir, ¿y cómo no? Si seguía siendo el mismo enfermo de antes, cosa que no le costó mucho en darse cuenta, y ni siquiera le extrañó ni un poco, porque Cassandra lo conocía demasiado bien como para sorprenderse. Lo que sí llegó a tomarla un poco desprevenida fue el hecho de que él, luego de todo el veneno que soltó en su encuentro inesperado la otra noche, hubiera decidido aparecer como el que más... ¡Vale! Era un maldito errático, ya para la siguiente vez desaparecería por otros cien años más, supuso. También era lo que quería ella, a decir verdad. Aun así, no dejaba de causarle cierta sorpresa, no se engañaba.
No obstante, y pese a ese sentimiento, ella, de brazos cruzados, con cara de pocos amigos, sólo se limitó a alzar una ceja ante las palabras de su antiguo amante. Podía darle la razón, como que no se la daba... Seguía siendo la misma mujer con aires de grandeza, cuyo ego se elevó al tener todo a un imperio bajo su dominio, y no se trataba del Sacro Imperio. Ser como el titiritero de Calígula había sido realmente entretenido, pero esa ya era otra historia; tampoco tenía tiempo para divagar en ese pasado que la había arrancado de sus raíces espartanas...
—¿Agradecerte qué? —preguntó, sin cambiar un poco su postura. ¿Acaso tenía que hacerlo? No, aquello lo había conseguido por su cuenta, porque siempre había sido así, que él no se hubiera dado cuenta, bueno, ya era harina de otro costal—. No sé qué me sorprende más... si el hecho de que me reclames algo completamente ilógico, o que vengas a hacer sugerencias sin pies ni cabeza. ¿O acaso sigues creyendo que Agis descubrió todo por su cuenta por ser demasiado brillante? ¡Pfff! Era tan hueco, que se creía todo lo que le decía.
Alzo los hombros con desdén al recordar aquello, luego puso los ojos en blanco. Cassandra tenía un mínimo de paciencia, mismo que disminuía con los años, a pesar de que era tan arcaica, que casi podían convertirla en una biblioteca andante. Por eso su actitud hacia él fue indiferente en ese instante. ¿De verdad creía que podían hacer algo juntos? Ella no le creía ni un poquito ya. Le había mentido tantas veces en la cara, que ya a esas alturas no era capaz de saber si todo lo que salía de su boca era mito o realidad.
—Mira, si tengo planes o no, tampoco es como si te importaran, porque no lo hacen. Además, ¿qué futuro podríamos tener nosotros? Con lo inestable que eres, no me extrañas que al siguiente minuto termines cambiando de opinión, Pausanias —espetó, frunciendo el ceño, levemente molesta con tanta tontería junta—. Ya deja de verme la cara de estúpida por una vez en tu maldita existencia, ¿si? Es lo único que pido. Te evité durante todos estos siglos; te evité porque estaba harta de ti, porque, a pesar de ser el culpable de lo que me convertí, no te necesitaba. Nunca lo hice, ni siendo humana. Que me hubiera enamorado como una imbécil y me haya puesto una venda en los ojos, ya es otra cosa, pero nunca ocupaste el primer lugar.
Tuvo que parar, porque estaba sintiendo como la rabia iba haciéndose paso en su interior, y ella no iba a permitir que ese sentimiento le ganara, hasta se llevó los dedos a las sienes, dándole la espalda para terminar sentada en un sillón.
—Si ya terminaste, te puedes ir.
Cassandra- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 23/07/2017
Re: Broken Crown Halo {Privado}
Agis, Agis, Agis, ¿es que nunca iba a dejar de hablar de aquel maldito inútil! Como diarca, Agis había sido el más celebrado de ellos dos durante un tiempo, hasta que Pausanias había demostrado su valía en la maldita batalla de Platea con aquella espada que aún conservaba en alguna parte; Agis no se lo había tomado bien y había decidido vengarse, ¡fin de la historia! La presencia de Cassandra sólo había servido para complicar el asunto aún más, como esa bofetada del destino que el espartano quizá habría merecido entonces, pero que desde luego se les fue de las manos a todos...
En realidad, era culpa de ella que él se hubiera convertido en lo que era: ¡ella había sido responsable de orquestar su muerte! Tal vez no había sido quien había dado la orden directa de encerrarlo en el templo de Atenea Calcieco o de prohibirle probar bocado para ver si así moría por no poder comer, debilidades estúpidas de mortales aún más irrelevantes, pero ella había sembrado la semilla, ella había sido quien, en su dolor, lo había condenado, y aun así Ciro pretendía una tregua. ¿Y ella no podía entenderlo y seguía de que no? Quería matarla, y lo haría de no ser porque el esfuerzo difícilmente merecía la pena.
Ciro siempre había sido un hombre (o algo así) de asesinato fácil. No, de verdad, incluso de crío le habían recriminado más de una vez que se pasaba de fuerza en los entrenamientos hoplitas a los que él, igual que el resto de críos de bien, era sometido, para convertirlo en un guerrero; con él jamás habían tenido que esforzarse en sacarle la violencia, sino más bien en lo contrario, pero ¿para qué hacerlo? Sin embargo, él no era de los que acusaban a otros de provocar sus rasgos más brillantes, pues su ego se lo impedía: la violencia en Ciro era algo de lo que él se enorgullecía, y por eso era particularmente duro no ejercerla contra ella otra vez...
Su único motivo para controlarse era que no le apetecía que ella volviera a enredar, con consecuencias potencialmente catastróficas, en él y en su destino; nada más y nada menos. Cualquier emoción que hubiera podido sentir por ella, y tal vez las hubo pero tal vez no porque a aquellas alturas era difícil recordarlo cuando la ira amenazaba con empañar todo lo demás, se había esfumado, pero aun así él estaba siendo el maduro de los dos al ofrecer algo que iba contra su naturaleza pero que de todas maneras pensaba cumplir. ¿Y cómo se lo pagaba ella? ¡Ofendiéndolo, por supuesto! Ciro era un mártir que no merecía semejante maltrato...
– ¡Estoy loco, Cassandra! ¿No es eso lo que siempre decías? ¡Estás loco, Pausanias, loco de atar! Te recuerdo perfectamente, y no pretendas que el tiempo lo haya cambiado porque sólo lo ha empeorado. – exclamó. Fue apenas un momento, y al instante después estaba calmado de nuevo, aunque con las manos en las sienes, como ella había hecho por cierto, para intentar devolverse a sí mismo un instante de equilibrio en el que poder seguir hablando de algo beneficioso. A la cordura ni aspiraba porque hacía mucho que había renunciado a ella, por lo menos era capaz de mantenerse consecuente en eso pese a que muchas veces podía llegar a contradecirse; a lo mejor resultaba que sí había madurado.
– No, no he terminado. Cuando el rey habla, tú callas, y ahora mismo somos igual de reyezuelos los dos, así que escuchas. – espetó. Fue arrogante, sí, y sonó al Pausanias del que ella decía haberse enamorado, pero la locura era muy fácil de percibir en él, más aún que entonces, cuando permanecía más domada, y eso no podía dejarse de lado tan fácilmente. – No te estoy viendo como una estúpida. Estoy siendo sincero, que es lo que nunca fui, a lo mejor te es tan raro verlo que te estás cegando por tu rencor, ese que dices que has superado, pero escucha por un momento y admítelo. No tienes nada que perder uniéndote a mí, y tampoco tienes nada que ganar, pero no soy el mismo espartano que entonces y tal vez, a lo mejor, no se trata de que tú me necesites, sino de que a mí no me viene mal un aliado. – admitió, casi escupiendo las palabras de lo mucho que le quemaron. Qué duro era ser sincero...
En realidad, era culpa de ella que él se hubiera convertido en lo que era: ¡ella había sido responsable de orquestar su muerte! Tal vez no había sido quien había dado la orden directa de encerrarlo en el templo de Atenea Calcieco o de prohibirle probar bocado para ver si así moría por no poder comer, debilidades estúpidas de mortales aún más irrelevantes, pero ella había sembrado la semilla, ella había sido quien, en su dolor, lo había condenado, y aun así Ciro pretendía una tregua. ¿Y ella no podía entenderlo y seguía de que no? Quería matarla, y lo haría de no ser porque el esfuerzo difícilmente merecía la pena.
Ciro siempre había sido un hombre (o algo así) de asesinato fácil. No, de verdad, incluso de crío le habían recriminado más de una vez que se pasaba de fuerza en los entrenamientos hoplitas a los que él, igual que el resto de críos de bien, era sometido, para convertirlo en un guerrero; con él jamás habían tenido que esforzarse en sacarle la violencia, sino más bien en lo contrario, pero ¿para qué hacerlo? Sin embargo, él no era de los que acusaban a otros de provocar sus rasgos más brillantes, pues su ego se lo impedía: la violencia en Ciro era algo de lo que él se enorgullecía, y por eso era particularmente duro no ejercerla contra ella otra vez...
Su único motivo para controlarse era que no le apetecía que ella volviera a enredar, con consecuencias potencialmente catastróficas, en él y en su destino; nada más y nada menos. Cualquier emoción que hubiera podido sentir por ella, y tal vez las hubo pero tal vez no porque a aquellas alturas era difícil recordarlo cuando la ira amenazaba con empañar todo lo demás, se había esfumado, pero aun así él estaba siendo el maduro de los dos al ofrecer algo que iba contra su naturaleza pero que de todas maneras pensaba cumplir. ¿Y cómo se lo pagaba ella? ¡Ofendiéndolo, por supuesto! Ciro era un mártir que no merecía semejante maltrato...
– ¡Estoy loco, Cassandra! ¿No es eso lo que siempre decías? ¡Estás loco, Pausanias, loco de atar! Te recuerdo perfectamente, y no pretendas que el tiempo lo haya cambiado porque sólo lo ha empeorado. – exclamó. Fue apenas un momento, y al instante después estaba calmado de nuevo, aunque con las manos en las sienes, como ella había hecho por cierto, para intentar devolverse a sí mismo un instante de equilibrio en el que poder seguir hablando de algo beneficioso. A la cordura ni aspiraba porque hacía mucho que había renunciado a ella, por lo menos era capaz de mantenerse consecuente en eso pese a que muchas veces podía llegar a contradecirse; a lo mejor resultaba que sí había madurado.
– No, no he terminado. Cuando el rey habla, tú callas, y ahora mismo somos igual de reyezuelos los dos, así que escuchas. – espetó. Fue arrogante, sí, y sonó al Pausanias del que ella decía haberse enamorado, pero la locura era muy fácil de percibir en él, más aún que entonces, cuando permanecía más domada, y eso no podía dejarse de lado tan fácilmente. – No te estoy viendo como una estúpida. Estoy siendo sincero, que es lo que nunca fui, a lo mejor te es tan raro verlo que te estás cegando por tu rencor, ese que dices que has superado, pero escucha por un momento y admítelo. No tienes nada que perder uniéndote a mí, y tampoco tienes nada que ganar, pero no soy el mismo espartano que entonces y tal vez, a lo mejor, no se trata de que tú me necesites, sino de que a mí no me viene mal un aliado. – admitió, casi escupiendo las palabras de lo mucho que le quemaron. Qué duro era ser sincero...
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