Die Reise zu Frankreich (Isaura)

El silencio del despacho se rompió cuando el jarrón, reliquia de la familia, se estrelló contra la pared. De todas las posibles reacciones, esa fue la menos esperada. La carta que recibí del Señor Neitzke parecía ser una más del montón, otra de sus absurdas y no correspondidas declaraciones de amor, sin embargo, entre tanto palabrerío, el último renglón me sacó de mis cabales, rompió con la templanza que ostentaba desde que era niña. ¡En tres días estará en Francia! fue lo que pensé antes de tomar el primer objeto que tenía en frente y aventarlo como si esa fuese la manera de impedir lo que se anunciaba ante mis ojos. La desdicha, el desdén, la desazón, la tragedia, la mismísima Troya había recibido entre sus paredes al caballo que los conduciría a la perdición, al infierno mismo. Rompí el papel hasta que mis dedos ardieron por los movimientos, lancé los trozos a la chimenea, segundos antes de que mi institutriz, la Señora Lemacks, se hiciera presente, asustada por los ruidos. Me abracé a ella, aferrándome a su calor tan maternal, a su aroma tan dulce y a la suavidad de su piel, que me hacían sentir querida, contenida, comprendida, pero esto último se acabaría en cuestión de instantes, cuando al comentarle lo que sucedía, optó por alejarse de mi y recordarme que el compromiso ya estaba firmado y que no tenía derecho a ensuciar el apellido por un capricho.

¡Un capricho! Así había definido ella mi rechazo a jurar amor eterno a alguien que me compró, a oponerme a compartir el resto de mi vida con alguien que no conocía. Un capricho. ¡Ja! No haría berrinches, sólo la dejé soltar sus palabras para que luego se retirase. Me dejé caer en el sillón, sin reparar en posturas ni modales, las piernas separadas y extendidas, los brazos apoyados en el respaldar y la cabeza tirada hacia atrás, mientras las lágrimas empapaban mis sienes y se perdían en los laberintos que conformaban mis cabellos. Era una pobre infeliz. Una triste condenada más. Vi mi futuro en el rostro de todas aquellas paquetas mujeres de las tertulias, que simulaban una sonrisa feliz, pero sus párpados hinchados y sus pupilas irritadas daban las muestras del infortunio por el que pasaban. Destinadas a compartir el lecho con hombres que por las noches asaltaban las camas de sus amantes, que bebían hasta el hartazgo y que las golpeaban cuando discrepaban en algún asunto. No quería eso para mi, no era lo que soñaba. ¡¿En qué estaba pensando el día que le dije al abuelo que no me oponía al compromiso?! Coloqué mi antebrazo en mi frente, y traje al presente el sentimiento de culpa del que fui presa del sólo hecho de pensar que el padre de mi padre, quien se había hecho cargo de mi crianza, podría decepcionarse si yo le manifestaba mi negativa. Él siempre solía decir que se levantaría de la tumba si me veía soltera y sin hijos. Me había dejado llevar por sus achaques, y ahora estaba pagando el precio de mi debilidad.

Era claro que el compromiso se había acordado por cuestiones comerciales, aunque no creía que los Neitzke tuviesen conocimiento alguno sobre los turbios negocios de mi familia, de los cuales se encargaba mi hermano. A mi me habían dejado estancias, trabajos relacionados al campo, a la ganadería, al cuero y a la agricultura. La posición social lo era todo, y sin dudas, Sir Brandon era un joven poderoso, sin contar con su título de Conde. El anciano, en su afán de anhelar mi bien estar, había seleccionado a alguien que me garantizaría un futuro, como si yo no hubiese sido capaz de seguir adelante con el lucro de los Blackraven, había dado sobradas muestras de que era apta para esos trabajos, de los cuales, la mayoría de las señoras y señoritas renegaban. ¿Pero qué podía hacer? Sólo aceptar mi destino con la fantasía de que algo ocurriría entre medio y me llevaría camino a la felicidad. Que ilusa podía llegar a ser, sin embargo, la esperanza no me abandonaría, claro que no.

El día de la llegada de mi futuro marido –término que aborrecía- lo pasé en las penumbras. No entendía por qué debía ir a buscarlo al puerto a la noche, como si fuesen horarios para que una dama de alta sociedad saliera a la calle. Pero la insistencia de quien se había hecho cargo de mi educación fue más fuerte que mi voluntad. Ella se encargó de ayudarme en el aseo, y colocarme la vestimenta, se estaba esmerando más que de costumbre, me repetía que debía impresionarlo y otras cosas más sin sentido, que poco me importaban. ¡Como si a mi me interesase lo que él opinase de mi! El color que se eligió fue un celeste perlado, que resaltaba mi oscuro cabello y mis ojos claros, el cabello había quedado semi suelto y sólo unos pendientes adornaban el resto del atuendo. Y al atardecer, en uno de los coches, nos encaminamos hacia el puerto, tal y como había pedido el caballero en su carta. Pretencioso. Al llegar, el barco ya había arribado, y ni tiempo tuve de acostumbrarme a la idea, que él ya estaba a un costado del transporte, saludándome con esa insoportable holgazanería.

— Buenas noches, Señor —una sonrisa forzada se dibujó en mis labios al tiempo que extendía mi brazo para el protocolar saludo en el que su boca haría contacto con el dorso de mi mano, cubierto por los guantes de encaje en color blanco — Deseo que su viaje haya sido ameno —por cuestiones de educación había manifestado los falsos buenos augurios. La Señora Lemacks, quien se había ofrecido para acompañarme, no tuvo mejor idea que proponer que el recién llegado y yo, diéramos un paseo. Le dediqué una mirada asesina, pero que por la escasa luz, se hizo imposible que notara. Sólo rogué que Sir Brandon estuviese cansado y se rehusara a la ocurrencia de la mujer.

Cada palabra expulsada de su boca sonaba a blasfemia. Se me hacía inaguantable el sólo hecho de saber que respirábamos el mismo aire. Temí por la contestación que daría ante los decires de la mujer, que entusiasmada, lo escuchaba con una amplia sonrisa. Yo me limitaba a mirar hacia el frente en un gesto neutro, mientras las frases que llegaron a mis oídos me sobresaltaron, pero lo disimulé a la perfección. Me estaba dando a mi la posibilidad de decidir, y ahí comenzó el gran debate al que expuse a mi cerebro. Si decía que si, estaba obligada a someterme a dar un paseo en una compañía poco deseada, y si decía que no quedaría como una joven mal educada. Cualquiera de las dos opciones eran pésimas para mi. Pero debía hacer prevalecer el buen apellido a la salud mental. Sin embargo, no fue necesario que diera una respuesta, la Señora Lemacks se adelantó y dándome un leve empujón en el brazo, me alentó a que consintiera la caminata. ¿Qué podía hacer para contradecir a una persona que lograba todo lo que se proponía? Por lo visto, en la relación con Sir Brandon, no tenía ni voz ni voto, una verdadera catástrofe cuando, por lo general, era una mujer que tomaba decisiones muy difíciles y que trataba con todo tipo de gente a la hora de negociar.

Suspiré con el único afán de contener la bronca, y abrí la puerta del coche. Sin esperar a que el chofer o a que el Señor Neitzke me ayudara a bajar, lo hice por mis propios medios, no sin antes sacudir levemente el vestido —Muy bien, caballero, acepto su compañía por unos minutos, como notará, es tarde y no es debido, que una señorita camine por las calles en éste horario —me adelanté unos pasos y me detuve—No se quede atrás, por favor —la impaciencia era, más que nada, por querer liquidar ese trámite con rapidez. Una charla superflua en la que lo pondría al tanto de mi vida…bueno, de parte de ella, le comentaría sobre negocios e intentaría esquivar el casamiento por todos los medios posibles, aunque, en algún momento de la estadía, íbamos a tener que comenzar con los preparativos. La sola idea, me erizaba la piel de la angustia.

La noche se mostraba intensa, las estrellas brillaban en todo su esplendor, formando figuras que sólo los adeptos a la astronomía podrían descubrir, sin embargo, para aquellos que no éramos idóneos, era un espectáculo fascinante de luces. La frescura del viento entremezclada con la del agua, que me envolvía con cada brisa que soplaba con más intensidad acorde pasaban los segundos, me llenaban de una armonía que se atomizaba por cada rincón de mi cuerpo, y sabía quién iba a mi lado, pero no le daría más importancia de la que merecía. Lo observé de reojo y su hidalguía era digna de un noble, debía acostumbrarme a que mi vida, en no mucho tiempo, se volvería una sola con la de ese hombre, al cual le debía respeto y sumisión. ¿Sumisión? Eso jamás. Nadie sometía a un Blackraven, nadie.

Podría haber comenzado la conversación de otra manera, en mejores términos, sin embargo, eligió una manera poco apropiada de dirigirse a una dama de mi estirpe. —Disculpe, Señor, pero estoy acostumbrada a los grandes aglomerados, adaptarme a París no me lleva ningún trabajo, he conocido esta ciudad con anterioridad —sentencié con voz firme. ¿Creía que había nacido en un pueblo pequeño y que no tenía idea alguna sobre el mundo? Criada en los mejores salones de fiestas de las ciudades más importantes, en compañía de personas desde la corona hasta los esclavos. Que el resto de las jóvenes de sociedad vivieran en una burbuja, no significaba que yo, Isaura Blackraven, hija del Conde de Stoneville Roger Blackraven y la Condesa Elizabeth Hemsworth y nieta del Duque de Germeraux, Alexander Blackraven, fuese una más del montón. Mi árbol genealógico me avalaba, sin contar que, por continuar con parte del negocio familiar, tenía otras obligaciones, muy superiores a las de cualquier jovencita y que se ponían a la par de los hombres de las más altas estirpes.

Con aire ofendido, desvié la mirada en dirección a un farol, que era sólo un eslabón de la cadena de luces que le daban a París ese toque diferente. Era una ciudad mágica, colmada de lujos y excesos, una maravilla arquitectónica, sus pensadores, sus ciudadanos habían sido capaces de cambiar al mundo, y sin darme cuenta, París, me estaba cambiando. En otro momento, en los primeros años de vivir con el abuelo, hubiese preferido la sumisión y responderle al caballero aquello que quería escuchar, sin embargo, él, me inspiraba todo lo contrario, sacando lo peor de mi, haciéndome sentir esa necesidad de refutar todo lo que dijera, dejando de lado el vocabulario adornado y tratándolo de igual a igual, sólo un verdadero hereje sería capaz de eso, y no me interesaba romper costumbres, eso corría por mi sangre, por la esencia misma del apellido que portaba con orgullo, había tenido a los mejores maestros, jamás me inculcaron el ser una niña tonta e ignorante, que sólo servía para casarse, bordar, ocuparse de los hijos y lucirse en un salón, yo era mucho más que eso, mis aspiraciones eran otras, y al que le gustase bien y al que no…también.

Sin timidez alguna me detuve y clavé mis ojos en los de Sir Brandon y escupí esas palabras que tanto tiempo habían dado vueltas por mi mente —¿Por qué me eligió para casarse? —pregunté en un tono neutro, no había en el ni rencor, ni curiosidad, no transmití ninguna emoción, no quería que él respondiera según interpretación, yo deseaba el verdadero significado de tan importante decisión. Los hombres tenían la posibilidad de elegir con quien compartir el resto de sus días y yo jamás había comprendido por qué fui objeto de tantas propuestas, quizá por el título nobiliario o por el caudal económico del que era dueña, nunca sería capaz de dimensionar cómo el dinero manejaba al mundo. Y menos iba a tener la capacidad de entender por qué los caballeros compraban a las señoritas como si fuesen víveres de un mercado.

Arqueé una ceja ante sus palabras tan poco creíbles. Su falta de interés por la sociedad era algo sabido de antemano, cuando el abuelo pidió referencias sobre su persona y lo investigó, salió a relucir tal característica, aunque siempre tuve la impresión de que se guardaba ciertos secretos, más nunca me animé a indagar en la cuestión, él no me inspiraba ni una simple curiosidad. No rebatí sus frases, no entraría en ese juego trivial que se convertiría en un círculo vicioso y en el cual nunca nos podríamos de acuerdo. Tampoco me sorprendió que el tono que implicara para hablar fuese más bien distante, una ola de esperanza se despertó en mí, quizá se cansaría de mi trato muy poco cortés y daría por finalizado el compromiso. Lo que no esperaba era que acortara la distancia de esa manera tan alejada de las costumbres y tradiciones. No me sentí seducida ni atraída, pero no pude evitar que mis mejillas se acaloraran ante tal invasión de la privacidad. ¿Sería así durante todo el matrimonio? ¡Que tragedia! No lograba dilucidar cuánto tiempo soportaría su acercamiento o el ser cercada por un ser que me inspiraba sentimientos tan negativos y cargados de ese veneno letal que era el desprecio.

En silencio, lo observé voltearse. Hubiese dado lo que sea por adivinar qué estaba pensando, aunque quizá me encontraría con ideas que de las cuales no quisiera enterarme. Quién sabe qué retorcidos conceptos se gestaban en su mente. Y luego, irrumpiendo con la tranquilidad que experimentaba el encontrarnos en silencio, habló esas sandeces —Yo jamás quedaría desprotegida, Señor, tengo un hermano que vela por mi, y una fortuna de la cual soy heredera y no permitiré que usted tenga acceso a ella. Mis bienes familiares seguirán a mi cargo, no consentiré, bajo ningún punto de vista, que el patrimonio que, con tanto esfuerzo mi familia acumuló, quede a su merced —sentencié. Froté mis manos con un poco de nerviosismo, cualquier hombre sería capaz de abofetear a una mujer si respondía con tanta altanería y desparpajo. Que se atreviera a tocarme un cabello, y dejaría de llamarse Isaura Blackraven.

Le sostuve la mirada, sin dar señales de temor alguno. Sin duda, mi respuesta había sido irreverente y mal intencionada, pero pecaba de sincera, siempre había sido así, y no cambiaría, mucho menos si se trataba de Mr. Neitzke, con él me mostraría tal cual era…o de la manera en que yo quería que el creyera que yo era. Con el compromiso había logrado sentirme usada, inútil, sin capacidad de obrar o de sentir, y jamás se lo perdonaría. Había roto con todos mis ideales, había ultrajado lo único que sentía genuino: mis sueños. Habiendo tantas damas educadas, bellas, ricas y dóciles, me preguntaba por qué tenía que sucederme esto a mi, que fui educada para ser yo misma, para jamás agachar la cabeza ante nadie, para nunca someterme a la voluntad de un ser déspota. No podía odiar al abuelo por haber pactado mi matrimonio, él me había dado la posibilidad de negarme, pero su voluntad era que contrajera nupcias con él y hubiese intentado todo hasta conseguir mi aceptación. Fui cobarde, y eso era algo que me pesaría en mi conciencia hasta que Dios decidiera llevarme.