AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Sobre los monstruos...
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Sobre los monstruos...
...los fantasmas no son monstruos...
La historia de todas las sociedades existentes hasta hoy es la historia de los monstruos. El homo sapiens es un engendrador de monstruos como sueños de la razón. No son patologías sino síntomas, diagnósticos, glorias, juegos y terrores.
Insistir en que un elemento de lo fantástico es condición sine qua non de la monstruosidad no es sólo un deseo (aunque sí sea eso en parte). Los monstruos deben ser formas-criaturas y corpúsculos de lo inefable, lo malo numinoso. Un monstruo es lo sublime somatizado, emisario de un universo amenazante. El fin último de la esencia monstruosa es la divinidad.
Hay una tendencia compensatoria en el corpus monstruoso. Es evidente en la orden de Salomón de ‘controla a todos los demonios ’, en las taxonomías exhaustivas del “Manual de los monstruos”, en las tomas fetichistas de los monstruos de la catedral. Una cosa que evade tanto las categorías provoca y se rinde a un deseo voraz de especificidad, de una enumeración de su cuerpo imposible, de una genealogía, de una ilustración. El fin último de la esencia monstruosa es el espécimen.
Se ha señalado, regular e incesantemente, que la palabra monstruo comparte raíces con “monstrum”, “monstrare”, “monere”: “aquello que enseña”, “mostrar”, “advertir”. Esto es verdad pero ya no sirve de nada, si es que alguna vez sirvió.
Las épocas vomitan los monstruos que les hacen falta. La Historia puede ser escrita sobre los monstruos, y en los monstruos. Experimentamos las conjunciones de ciertos hombres lobos y el feudalismo mordido por diversas crisis, de Cthulhu y la modernidad que se rompe, de las cosas fabricadas por Frankenstein y Moreau y una Ilustración variadamente atormentada, de los vampiros y (tediosamente) todo, de zombis y momias y extraterrestres y golems y construcciones de relojería y sus propias ansiedades. También pasamos por los traslados interminables de semejantes gérmenes y antígenos monstruosos a nuevas heridas. Todos nuestros momentos son momentos monstruosos.
Los monstruos exigen decodificación, pero para merecer su propia monstruosidad, evitan la rendición final a esa exigencia. Los monstruos significan algo, y/pero significan todo, y/pero son ellos mismos, e irreductibles. Son demasiado concretamente dentados, colmilludos, escamosos, capaces de respirar fuego, por un lado, y por el otro demasiado abiertos, polisémicos, fecundos, reacios a todo cierre como para solamente significar, y no digamos para significar una sola cosa.
Cualquier espíritu chocarrero que pueda ser totalmente analizado no fue jamás un monstruo, sino un villano con máscara. Una banalidad semiótica con un disfraz fatuo. Una solución sin un problema.
Nuestra simpatía por el monstruo es famosa. Lloramos por el minotauro y el Monstruo de la Laguna Negra sin importar lo que hayan hecho. Somos partidarios de Lucifer y padecemos por Grendel. Es la huella de una impresión escéptica: que el orden impuesto es un deseo incumplido, está detrás de nuestras lágrimas por sus antagonistas, nuestra empatía perturbada por el invasor del salón de Hrothgar.
Semejante simpatía por el monstruo es un factor conocido, un problema pequeño, una complicación menor para quienes, en una reacción habitual y sosa, lanzan acusaciones de monstruosidad contra enemigos sociales designados.
Cuando esos mismos poderes que llaman monstruos a sus chivos expiatorios llegan a cierto punto, a una masa crítica, de rabia política, súbitamente y con un pavoneo agresivo se convierten ellos mismos en monstruos. Las tropas de choque de la reacción abrazan su propia monstruosidad supuesta.
Y esos son, por mucho, peores que cualquier monstruo porque, a pesar de todo lo que presuman, no son monstruos. Son más banales y más malignos.
La historia de todas las sociedades existentes hasta hoy es la historia de los monstruos. El homo sapiens es un engendrador de monstruos como sueños de la razón. No son patologías sino síntomas, diagnósticos, glorias, juegos y terrores.
Insistir en que un elemento de lo fantástico es condición sine qua non de la monstruosidad no es sólo un deseo (aunque sí sea eso en parte). Los monstruos deben ser formas-criaturas y corpúsculos de lo inefable, lo malo numinoso. Un monstruo es lo sublime somatizado, emisario de un universo amenazante. El fin último de la esencia monstruosa es la divinidad.
Hay una tendencia compensatoria en el corpus monstruoso. Es evidente en la orden de Salomón de ‘controla a todos los demonios ’, en las taxonomías exhaustivas del “Manual de los monstruos”, en las tomas fetichistas de los monstruos de la catedral. Una cosa que evade tanto las categorías provoca y se rinde a un deseo voraz de especificidad, de una enumeración de su cuerpo imposible, de una genealogía, de una ilustración. El fin último de la esencia monstruosa es el espécimen.
Se ha señalado, regular e incesantemente, que la palabra monstruo comparte raíces con “monstrum”, “monstrare”, “monere”: “aquello que enseña”, “mostrar”, “advertir”. Esto es verdad pero ya no sirve de nada, si es que alguna vez sirvió.
Las épocas vomitan los monstruos que les hacen falta. La Historia puede ser escrita sobre los monstruos, y en los monstruos. Experimentamos las conjunciones de ciertos hombres lobos y el feudalismo mordido por diversas crisis, de Cthulhu y la modernidad que se rompe, de las cosas fabricadas por Frankenstein y Moreau y una Ilustración variadamente atormentada, de los vampiros y (tediosamente) todo, de zombis y momias y extraterrestres y golems y construcciones de relojería y sus propias ansiedades. También pasamos por los traslados interminables de semejantes gérmenes y antígenos monstruosos a nuevas heridas. Todos nuestros momentos son momentos monstruosos.
Los monstruos exigen decodificación, pero para merecer su propia monstruosidad, evitan la rendición final a esa exigencia. Los monstruos significan algo, y/pero significan todo, y/pero son ellos mismos, e irreductibles. Son demasiado concretamente dentados, colmilludos, escamosos, capaces de respirar fuego, por un lado, y por el otro demasiado abiertos, polisémicos, fecundos, reacios a todo cierre como para solamente significar, y no digamos para significar una sola cosa.
Cualquier espíritu chocarrero que pueda ser totalmente analizado no fue jamás un monstruo, sino un villano con máscara. Una banalidad semiótica con un disfraz fatuo. Una solución sin un problema.
Nuestra simpatía por el monstruo es famosa. Lloramos por el minotauro y el Monstruo de la Laguna Negra sin importar lo que hayan hecho. Somos partidarios de Lucifer y padecemos por Grendel. Es la huella de una impresión escéptica: que el orden impuesto es un deseo incumplido, está detrás de nuestras lágrimas por sus antagonistas, nuestra empatía perturbada por el invasor del salón de Hrothgar.
Semejante simpatía por el monstruo es un factor conocido, un problema pequeño, una complicación menor para quienes, en una reacción habitual y sosa, lanzan acusaciones de monstruosidad contra enemigos sociales designados.
Cuando esos mismos poderes que llaman monstruos a sus chivos expiatorios llegan a cierto punto, a una masa crítica, de rabia política, súbitamente y con un pavoneo agresivo se convierten ellos mismos en monstruos. Las tropas de choque de la reacción abrazan su propia monstruosidad supuesta.
Y esos son, por mucho, peores que cualquier monstruo porque, a pesar de todo lo que presuman, no son monstruos. Son más banales y más malignos.
Epoch- Cambiante Clase Baja
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Fecha de inscripción : 29/08/2010
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