AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Puedes contar conmigo {Miklós L. DeGrasso}
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Puedes contar conmigo {Miklós L. DeGrasso}
Después de las horribles semanas que siguieron al incidente en el campamento gitano, Kala por fin había empezado a hacer vida normal. Las heridas de su espalda habían sanado bien, y gracias a los consejos que recibió, las cicatrices que le quedaron eran tan sólo marcas más claras que decoraban su piel tostada. Si lo miraba por el lado positivo, podían pasar por adornos naturales que harían crecer la curiosidad de aquellos que se las vieran, como un secreto destinado tan sólo a esas personas que tuvieran la ocasión de verla desnuda. Ahora que ya no le dolían, la gitana apenas recordaba que las tenía, puesto que casi no se miraba la espalda. Eso ayudó mucho, pero ella era consciente de que esa recuperación no habría tenido éxito si no llega a ser por la gente que la rodeaba, empezando por la del campamento. Su familia, como le gustaba a ella denominarlos, una grande que crecía sin cesar, y a la que Kala añadía miembros que ella consideraba necesarios en su vida. Y es que, en esa recuperación casi milagrosa que había sufrido, había una persona que jugó un papel muy importante, aunque él probablemente no fuera consciente de ello, y ese no era otro que Miklós Laborc DeGrasso.
Una de las cosas que había retomado dentro de su rutina de vida normal fue su trabajo en el circo gitano. Había vuelto a la carpa como si nada hubiera pasado, pero lo cierto era que algo sí era distinto ahora: ella. Ya no tenía la paciencia de antaño para soportar las estupideces de los clientes que se quejaban por todo. ¿Qué pretendían, que ella les diera instrucciones detalladas sobre cómo actuar frente al hombre al que querían conquistar? ¿Que les dijera cada paso que tendrían que seguir para conseguir eso que tanto ansiaban? Hacía un tiempo, antes de todo lo ocurrido, Kala hubiera puesto todo de su parte para intentar complacerlos en cada una de las cuestiones que ellos le plantearan. Ahora, en cambio, no.
Aquella mañana de viernes hubo bastante movimiento en el circo y, por ende, en su carpa. Fueron muchos los visitantes que entraron en busca de fortuna, o vaya a saber Dios qué más, y a los que Kala atendió con su mejor sonrisa, les contaba lo que habían ido a escuchar y los despedía, deseándoles que tuvieran una buena tarde. Después de que una de las clientas se marchara, la gitana se llevó las manos a los ojos y los frotó con fuerza. Se sentía cansada, y no sólo físicamente. Ese trabajo le gustaba, pero ya no la llenaba, y sabía que, llegado el momento, no sería capaz de seguir ganando dinero de esa manera. Prefirió no pensar en qué haría entonces, y poner en práctica eso que había aprendido los últimos días a base de golpes: vivir el presente.
Se apartó las manos del rostro y vio algo extraño sobre la mesa que tenía frente a ella. Parecía que la última mujer que allí había estado se había dejado el bolso donde llevaba todas sus pertenencias. Cualquier otra persona, probablemente, se lo hubiera quedado sin mencionar nada al respecto. Kala, en cambio, no era como cualquier otra persona, así que cogió el saquito y salió en busca de la mujer, pero no la encontró. Lo abrió y rebuscó para ver si algo de lo que ahí había podía ayudarla a dar con su legítima dueña; decidió que, si no lo había, guardaría el bolso durante unos días, por si la señora volvía, y si pasado ese tiempo no tenía noticias de ella, se lo quedaría.
Entre los distintos enseres encontró un trozo de papel plegado que desdobló. En él, alguien había escrito la dirección de un local del centro de París que la gitana no conocía. Suspiró. Iría allí y vería si daba con la mujer, así aprovecharía para dar un paseo, que buena falta le hacía.
Tuvo que preguntar en varias ocasiones dónde quedaba el punto al que ella quería llegar, y aunque todos y cada uno a los que acudió la contestaron, la mayoría la miraron con el ceño fruncido, como si aquel no fuera un lugar para alguien como ella. Kala se dio cuenta, pero tampoco le dio demasiada importancia; sólo quería buscar a esa mujer para devolverle su bolso, y nada más. El local se encontraba al final de un callejón sin salida, bastante limpio, para lo que se podía esperar de una callejuela poco transitada de París, pero angosto y un tanto agobiante. La joven caminaba despacio, mirando los números pintados sobre las puertas, hasta que dio con el que ella buscaba. Del interior salió un tipo de ojos enrojecidos que ni siquiera la miró. Ella, en cambio, no le quitó los ojos de encima, desconcertada como estaba. ¿Qué demonios se hacía ahí dentro y qué hacía una señora como esa en un sitio así?
Respiró hondo y se acercó a la entrada, pero cuando iba a girar el pomo para entrar, alguien desde el interior lo hizo primero. Kala se apartó para que la puerta no le golpeara el rostro —puesto que se abría hacia afuera—, y lo que se encontró fue lo último que le quedaba por ver aquel día.
—Miklós, hola —saludó, echando un vistazo rápido al interior del local—. ¿Cómo estás?
Una de las cosas que había retomado dentro de su rutina de vida normal fue su trabajo en el circo gitano. Había vuelto a la carpa como si nada hubiera pasado, pero lo cierto era que algo sí era distinto ahora: ella. Ya no tenía la paciencia de antaño para soportar las estupideces de los clientes que se quejaban por todo. ¿Qué pretendían, que ella les diera instrucciones detalladas sobre cómo actuar frente al hombre al que querían conquistar? ¿Que les dijera cada paso que tendrían que seguir para conseguir eso que tanto ansiaban? Hacía un tiempo, antes de todo lo ocurrido, Kala hubiera puesto todo de su parte para intentar complacerlos en cada una de las cuestiones que ellos le plantearan. Ahora, en cambio, no.
Aquella mañana de viernes hubo bastante movimiento en el circo y, por ende, en su carpa. Fueron muchos los visitantes que entraron en busca de fortuna, o vaya a saber Dios qué más, y a los que Kala atendió con su mejor sonrisa, les contaba lo que habían ido a escuchar y los despedía, deseándoles que tuvieran una buena tarde. Después de que una de las clientas se marchara, la gitana se llevó las manos a los ojos y los frotó con fuerza. Se sentía cansada, y no sólo físicamente. Ese trabajo le gustaba, pero ya no la llenaba, y sabía que, llegado el momento, no sería capaz de seguir ganando dinero de esa manera. Prefirió no pensar en qué haría entonces, y poner en práctica eso que había aprendido los últimos días a base de golpes: vivir el presente.
Se apartó las manos del rostro y vio algo extraño sobre la mesa que tenía frente a ella. Parecía que la última mujer que allí había estado se había dejado el bolso donde llevaba todas sus pertenencias. Cualquier otra persona, probablemente, se lo hubiera quedado sin mencionar nada al respecto. Kala, en cambio, no era como cualquier otra persona, así que cogió el saquito y salió en busca de la mujer, pero no la encontró. Lo abrió y rebuscó para ver si algo de lo que ahí había podía ayudarla a dar con su legítima dueña; decidió que, si no lo había, guardaría el bolso durante unos días, por si la señora volvía, y si pasado ese tiempo no tenía noticias de ella, se lo quedaría.
Entre los distintos enseres encontró un trozo de papel plegado que desdobló. En él, alguien había escrito la dirección de un local del centro de París que la gitana no conocía. Suspiró. Iría allí y vería si daba con la mujer, así aprovecharía para dar un paseo, que buena falta le hacía.
Tuvo que preguntar en varias ocasiones dónde quedaba el punto al que ella quería llegar, y aunque todos y cada uno a los que acudió la contestaron, la mayoría la miraron con el ceño fruncido, como si aquel no fuera un lugar para alguien como ella. Kala se dio cuenta, pero tampoco le dio demasiada importancia; sólo quería buscar a esa mujer para devolverle su bolso, y nada más. El local se encontraba al final de un callejón sin salida, bastante limpio, para lo que se podía esperar de una callejuela poco transitada de París, pero angosto y un tanto agobiante. La joven caminaba despacio, mirando los números pintados sobre las puertas, hasta que dio con el que ella buscaba. Del interior salió un tipo de ojos enrojecidos que ni siquiera la miró. Ella, en cambio, no le quitó los ojos de encima, desconcertada como estaba. ¿Qué demonios se hacía ahí dentro y qué hacía una señora como esa en un sitio así?
Respiró hondo y se acercó a la entrada, pero cuando iba a girar el pomo para entrar, alguien desde el interior lo hizo primero. Kala se apartó para que la puerta no le golpeara el rostro —puesto que se abría hacia afuera—, y lo que se encontró fue lo último que le quedaba por ver aquel día.
—Miklós, hola —saludó, echando un vistazo rápido al interior del local—. ¿Cómo estás?
Kala Bhansali- Gitano
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Fecha de inscripción : 01/03/2015
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Re: Puedes contar conmigo {Miklós L. DeGrasso}
Miklós siempre había sido autodestructivo, no era ninguna novedad descubrir que seguía siéndolo una vez lo había perdido todo, así que no debía sorprenderle a nadie que siguiera con sus vicios oscuros y peligrosos de siempre... ¿no? No era como si tuviera una buena vida a la que aspirar, un futuro que no sucedería de no dejar sus placeres sucios, así que seguiría recurriendo a ellos, más por costumbre que por otra cosa. A la hora de la verdad, la violencia no le provocaba más que un dolor físico que se curaba rápido, como consecuencia de su condición, y en cuanto al opio, bueno, empezaba a creer que era hasta algo contraproducente, francamente. Si ya tenía sus dificultades para sentir, ser adicto a una distancia que lo hundía todavía más en un pozo que no parecía tener fondo y en el que todo era oscuridad, sin un atisbo de nada más y ni siquiera de una luz al final del túnel no parecía ayudar demasiado, y sin embargo solía... Precisamente cuando esos pocos sentimientos que tenía se volvían demasiado dolorosos para él. Miklós toleraba muy bien el ardor de las heridas, la sensación plomiza de los golpes sobre su piel y contra sus músculos, aplastándoselos y dejándoselos en carne viva, pero el dolor emocional era algo contra lo que siempre se había cerrado en banda, así que tampoco en ese sentido extrañaba que recurriera al opio. Así podía apagarse como si fuera una vela y la droga el soplido necesario para que la mecha se esfumara; así podría fundirse con el gris infinito del que se había tintado su vida, como si fuera el ropaje de las clases más pobres... En eso pensaba él entonces, tirado en un prostíbulo cualquiera de la ciudad de París, medio vestido después de que una fulana hubiera terminado de ofrecerle servicios con su boca, con el opio medio consumido en la mano y la mirada clavada en la puerta, a la espera de algo. ¿De qué? Sólo lo supo cuando la vio, demasiado pura para un antro como aquel.
– Kala. – saludó. Fue la única palabra que salió de sus labios, gruesos y entreabiertos, antes de que se llevara la pipa a la boca y le diera una calada profunda para llenar su organismo de la sustancia, tan dulzona que el humillo que los estaba rodeando a ambos casi parecía saber a un azúcar con tufillo a podredumbre. Miklós, por una vez, no era: estaba bastante limpio, algo inusual en un local de ese tipo, pese a encontrarse reclinado y recién utilizado por una prostituta que a saber dónde había estado antes de él. Eso no le interesaba, igual que tampoco lo hizo la pregunta que ella le había hecho, a sus ojos demasiado evidente a juzgar por la situación como para perder segundos de su nada valioso tiempo respondiendo. Sin embargo, Kala tenía algún tipo de embrujo sobre él, lo había tenido desde que la había conocido en la otra maldita punta del mundo, y aunque el húngaro no hizo muchos movimientos por culpa del opio, algunos de los que hizo estuvieron dedicados a Kala y servían precisamente para invitarla a sentarse junto a él. Imaginaba que no querría compartir su droga con él, y tampoco se sentía con la generosidad lo suficientemente subida como para ofrecerle siquiera una calada del opio por el que había pagado religiosamente con algunos de los pocos francos que le quedaban, así que seguramente sería una situación rara para ambos, sobre todo para ella. – ¿Qué diantres haces en un antro de mala muerte como este? Corres el riesgo de corromperte con lo que hay aquí, ¿quieres eso? – advirtió. Al menos, sus palabras sólo podían clasificarse y entenderse como tales, pero su tono estaba tan muerto como lo estaba él por dentro, y las únicas variaciones que hubo en él fueron las que nacían de su acento húngaro, suavizado pero aún presente en su por lo demás impecable francés. Había tenido un buen profesor, no tan buen padre a juzgar por lo demás, para asegurarse de que hablaba la lengua de Molière a la perfección, así que le haría justicia, ¿eh? Que se notara que, pese a ser un muerto de hambre, al menos tenía educación. – Deberías irte.
No la echaba por no querer verla, estaba demasiado sumido en su propio infierno personal como para que le preocupara que alguien más lo contemplara; no, en realidad lo estaba haciendo por ella, porque sabía que Kala no se merecía estar en ciertos lugares como los que frecuentaba él, así que mejor si se largaba sin más, sin darle más vueltas al asunto. Era por su propio bien... Uno que debería empezar a preocuparla después de haber sido arañada por un lobo.
– Kala. – saludó. Fue la única palabra que salió de sus labios, gruesos y entreabiertos, antes de que se llevara la pipa a la boca y le diera una calada profunda para llenar su organismo de la sustancia, tan dulzona que el humillo que los estaba rodeando a ambos casi parecía saber a un azúcar con tufillo a podredumbre. Miklós, por una vez, no era: estaba bastante limpio, algo inusual en un local de ese tipo, pese a encontrarse reclinado y recién utilizado por una prostituta que a saber dónde había estado antes de él. Eso no le interesaba, igual que tampoco lo hizo la pregunta que ella le había hecho, a sus ojos demasiado evidente a juzgar por la situación como para perder segundos de su nada valioso tiempo respondiendo. Sin embargo, Kala tenía algún tipo de embrujo sobre él, lo había tenido desde que la había conocido en la otra maldita punta del mundo, y aunque el húngaro no hizo muchos movimientos por culpa del opio, algunos de los que hizo estuvieron dedicados a Kala y servían precisamente para invitarla a sentarse junto a él. Imaginaba que no querría compartir su droga con él, y tampoco se sentía con la generosidad lo suficientemente subida como para ofrecerle siquiera una calada del opio por el que había pagado religiosamente con algunos de los pocos francos que le quedaban, así que seguramente sería una situación rara para ambos, sobre todo para ella. – ¿Qué diantres haces en un antro de mala muerte como este? Corres el riesgo de corromperte con lo que hay aquí, ¿quieres eso? – advirtió. Al menos, sus palabras sólo podían clasificarse y entenderse como tales, pero su tono estaba tan muerto como lo estaba él por dentro, y las únicas variaciones que hubo en él fueron las que nacían de su acento húngaro, suavizado pero aún presente en su por lo demás impecable francés. Había tenido un buen profesor, no tan buen padre a juzgar por lo demás, para asegurarse de que hablaba la lengua de Molière a la perfección, así que le haría justicia, ¿eh? Que se notara que, pese a ser un muerto de hambre, al menos tenía educación. – Deberías irte.
No la echaba por no querer verla, estaba demasiado sumido en su propio infierno personal como para que le preocupara que alguien más lo contemplara; no, en realidad lo estaba haciendo por ella, porque sabía que Kala no se merecía estar en ciertos lugares como los que frecuentaba él, así que mejor si se largaba sin más, sin darle más vueltas al asunto. Era por su propio bien... Uno que debería empezar a preocuparla después de haber sido arañada por un lobo.
Invitado- Invitado
Re: Puedes contar conmigo {Miklós L. DeGrasso}
¿Que cómo estaba? Era bastante evidente que no muy bien. Allí tirado, con la camisa medio abierta, el pantalón bajado hasta la mitad de los muslos y una expresión de encontrarse en otro mundo que no fuera aquel le hizo saber a Kala —y a cualquiera que lo mirase, en realidad— que algo pasaba. Cuando ya se le pasó el impacto de econtrárselo allí y así, la gitana desvió la mirada ligeramente, como si quisiera darle una intimidad imposible de obtener en un lugar como aquel. No es que se avergonzara de verlo desnudo, ya habían pasado ambos esa barrera hacía demasiados años; lo que pasaba era que nunca antes lo había visto de esa manera, dispuesto para otras y fumando vayan los dioses a saber qué, y Kala no estaba preparada para hacerlo en ese preciso instante. Miklós ya le había confesado que ya no era el mismo hombre que ella había conocido de joven, y eso era cierto, pero nunca imaginó que lo sería hasta ese punto.
—No lo sé —contestó—. He venido a traerle esto a alguien —levantó el bolsito en el aire—, pero está claro que me he confundido, o la dirección estaba equivocada.
Aprovechó para echar un vistazo a su alrededor. Había ojos que la miraban, a ella o a lo que había detrás, no podía asegurarlo; las miradas vacías, tan parecidas a la del cambiante tirado en el sofá, le resultaban inquietantes. Una mujer desnuda pasó a su lado, haciendo que la ceilanesa diera un brinco. La otra le guiñó un ojo y se sentó junto a un hombre medio dormido que se espabiló en cuanto la mujer comenzó a acariciarle la entrepierna. Horrorizada, clavó sus ojos en el rostro de Miklós y se limitó a mirarlo a él, exclusivamente.
—Debería irme, sí.
Su voz tembló; la desazón que producía aquel lugar en una persona como ella era indescriptible. Fue a dar media vuelta, pero se paró a mitad de camino. No podía dejar a Miklós allí. Sí, se había metido él sólo, había pagado por esa droga que apestaba y se había dejado hacer por una mujer que no inspiraba ninguna confianza, pero era Miklós y no estaba bien. Cualquiera con el mínimo atisbo de empatía podría verlo, y Kala, que de eso tenía para dar y repartir, lo sintió nada más verlo.
Volvió a girarse y avanzó un poco para ponerse frente a él. Tragó saliva y se agachó con la intención de que su rostro quedara más cerca del de Miklós.
—¿Por qué no vienes conmigo? —preguntó, pero fue más un ruego que una sugerencia—. Vámonos de aquí, Mik.
Tan concentrada estaba en llevárselo de allí que no sintió que un hombre se le acercaba. Al parecer, no era habitual que las mujeres entraran allí si no era para ganarse unos francos cumpliendo los deseos de sus clientes, por lo que el tipo, colocado y amarrado a su pipa de opio, se acercó hasta la gitana y murmuró algo entre dientes. Ella lo miró y se alejó de él, pero parecía que el hombre no quería dejarla marchar. Llegó, incluso, a agarrarla con fuerza de la muñeca sin que Kala pudiera zafarse.
—¡Suéltame! —gritó, sin éxito—. ¡He dicho que me sueltes!
—No lo sé —contestó—. He venido a traerle esto a alguien —levantó el bolsito en el aire—, pero está claro que me he confundido, o la dirección estaba equivocada.
Aprovechó para echar un vistazo a su alrededor. Había ojos que la miraban, a ella o a lo que había detrás, no podía asegurarlo; las miradas vacías, tan parecidas a la del cambiante tirado en el sofá, le resultaban inquietantes. Una mujer desnuda pasó a su lado, haciendo que la ceilanesa diera un brinco. La otra le guiñó un ojo y se sentó junto a un hombre medio dormido que se espabiló en cuanto la mujer comenzó a acariciarle la entrepierna. Horrorizada, clavó sus ojos en el rostro de Miklós y se limitó a mirarlo a él, exclusivamente.
—Debería irme, sí.
Su voz tembló; la desazón que producía aquel lugar en una persona como ella era indescriptible. Fue a dar media vuelta, pero se paró a mitad de camino. No podía dejar a Miklós allí. Sí, se había metido él sólo, había pagado por esa droga que apestaba y se había dejado hacer por una mujer que no inspiraba ninguna confianza, pero era Miklós y no estaba bien. Cualquiera con el mínimo atisbo de empatía podría verlo, y Kala, que de eso tenía para dar y repartir, lo sintió nada más verlo.
Volvió a girarse y avanzó un poco para ponerse frente a él. Tragó saliva y se agachó con la intención de que su rostro quedara más cerca del de Miklós.
—¿Por qué no vienes conmigo? —preguntó, pero fue más un ruego que una sugerencia—. Vámonos de aquí, Mik.
Tan concentrada estaba en llevárselo de allí que no sintió que un hombre se le acercaba. Al parecer, no era habitual que las mujeres entraran allí si no era para ganarse unos francos cumpliendo los deseos de sus clientes, por lo que el tipo, colocado y amarrado a su pipa de opio, se acercó hasta la gitana y murmuró algo entre dientes. Ella lo miró y se alejó de él, pero parecía que el hombre no quería dejarla marchar. Llegó, incluso, a agarrarla con fuerza de la muñeca sin que Kala pudiera zafarse.
—¡Suéltame! —gritó, sin éxito—. ¡He dicho que me sueltes!
Kala Bhansali- Gitano
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Re: Puedes contar conmigo {Miklós L. DeGrasso}
Cualquier otro hombre se habría tomado como una ofensa el tono de Kala, esa acusación velada de que debía haberse equivocado porque era imposible que a quien buscaba se encontrara en tal antro de mala muerte, tirado como lo estaba el húngaro, pero para eso hacía falta ser capaz de sentirlo como una ofensa, y Miklós no se encontraba en ese punto emocional en absoluto. En realidad, si había que ser sincero, Miklós estaba despojado por completo del fantasma de cualquier maldito sentimiento que pudiera albergar, su respuesta más natural para las situaciones traumáticas, y si bien antes de todo tampoco había sido un hombre sensible, ahora lo era todavía menos. Además, por si su naturaleza no fuera suficiente, se ayudaba del opio, esa sustancia espesa que parecía volver pesado el aire que los rodeaba, o a lo mejor eso se debía a la vergüenza que sentiría un Miklós en plenas facultades de haber sido atrapado así precisamente por Kala, que lo tenía en una alta estima que no se merecía, de eso estaba convencido por completo. Por fortuna para él, le daba igual hasta si ella estaba decepcionada por el espectáculo patético que él ofrecía; le daba igual casi todo, incluso lo de vestirse, aunque lo hizo para ver si así ella se callaba y le dejaba seguir regodeándose en la podredumbre en la que se había convertido su patética existencia. Lo que no le dio tan igual fue que un tipo aún más mugriento y desagradable que él (bendito orgullo Rákóczi, ¿no?, que le aseguraba que aún seguía teniendo momentos del antiguo Laborc pese a que la pantera ni estaba ni podía ser esperada) se atreviera a tocar a Kala. No, eso no le hizo ni la más mínima gracia, y la expresión casi alelada de Miklós se esfumó para convertirse en una fría y dura, la del león en el que casi se convirtió (¿o quizá lo hizo? Era todo tan fluido que costaba distinguirlo) para apartar, con un empujón violento y un rugido, al tipo aquel.
– Te ha dicho que la sueltes, estúpido. – recordó. Una vez más, su voz estuvo libre de cualquier inflexión, pero esta vez había un matiz diferente al que Kala había escuchado: la frialdad de antes, la que había usado con ella, era inofensiva; preocupante, pero no sinónimo de violencia. ¿La que había usado con él? Esa fue el preludio de que agarrara la pipa y la volcara, la parte ardiente, en la piel del agresor, un aviso antes de que volviera a golpearlo una vez más, demostrando que a sus lados felinos les importaba muy poco el efecto calmante del opio, antes de separarse y mirar a Kala, aún con la camisa desabrochada pero, al menos, con los pantalones puestos. No era una diferencia extraordinaria, pero al menos se parecía un poco más al Miklós que ella conocía y había tenido la oportunidad de apreciar, y menos daba una piedra. – Te he dicho que deberías irte. – repitió Miklós. Consiguió, de nuevo, domar su fiereza y limitarse a utilizar un tono neutro, sin más inflexiones que las inevitables, pero hubo un cambio con respecto a su actitud de hasta hacía un momento: Miklós la agarró, sin delicadeza pero también sin fuerza, y la sacó del fumadero de opio en el que ni siquiera había tenido que estar en primer lugar. Lejos había quedado la lástima mínima que le provocaba haber abandonado la sustancia por la que había pagado para que lo ayudara a sumergir sus penas y su dolor en la artificial calma que venía con cada chupada a su pipa, que jamás había utilizado como arma salvo para sí mismo hasta aquella noche. – ¿Qué hay en ese bolsito? – preguntó, sin variar lo más mínimo el tono, pero sí con algo parecido a una versión aguada de la curiosidad... Inaudito, sí, pero no por ello irreal.
Al parecer, Kala iba a traer más cambios aún a la vida de Miklós que los que ya había llevado, y no tenía demasiado claro cómo sentirse al respecto... Bueno, sí, indiferente, al igual que respecto a todo lo demás.
– Te ha dicho que la sueltes, estúpido. – recordó. Una vez más, su voz estuvo libre de cualquier inflexión, pero esta vez había un matiz diferente al que Kala había escuchado: la frialdad de antes, la que había usado con ella, era inofensiva; preocupante, pero no sinónimo de violencia. ¿La que había usado con él? Esa fue el preludio de que agarrara la pipa y la volcara, la parte ardiente, en la piel del agresor, un aviso antes de que volviera a golpearlo una vez más, demostrando que a sus lados felinos les importaba muy poco el efecto calmante del opio, antes de separarse y mirar a Kala, aún con la camisa desabrochada pero, al menos, con los pantalones puestos. No era una diferencia extraordinaria, pero al menos se parecía un poco más al Miklós que ella conocía y había tenido la oportunidad de apreciar, y menos daba una piedra. – Te he dicho que deberías irte. – repitió Miklós. Consiguió, de nuevo, domar su fiereza y limitarse a utilizar un tono neutro, sin más inflexiones que las inevitables, pero hubo un cambio con respecto a su actitud de hasta hacía un momento: Miklós la agarró, sin delicadeza pero también sin fuerza, y la sacó del fumadero de opio en el que ni siquiera había tenido que estar en primer lugar. Lejos había quedado la lástima mínima que le provocaba haber abandonado la sustancia por la que había pagado para que lo ayudara a sumergir sus penas y su dolor en la artificial calma que venía con cada chupada a su pipa, que jamás había utilizado como arma salvo para sí mismo hasta aquella noche. – ¿Qué hay en ese bolsito? – preguntó, sin variar lo más mínimo el tono, pero sí con algo parecido a una versión aguada de la curiosidad... Inaudito, sí, pero no por ello irreal.
Al parecer, Kala iba a traer más cambios aún a la vida de Miklós que los que ya había llevado, y no tenía demasiado claro cómo sentirse al respecto... Bueno, sí, indiferente, al igual que respecto a todo lo demás.
Invitado- Invitado
Re: Puedes contar conmigo {Miklós L. DeGrasso}
Kala forcejeó para quitarse al tipo apestoso de encima, pero él era mucho más fuerte que ella, así que no tuvo mucha suerte. Tiró de su brazo, pero lo único que consiguió fue hacerse daño en el hombro. Soltó un gemido de dolor y se llevó la otra mano a la zona dolorida mientras el hombre se acercaba más a ella, hasta el punto de que Kala pudo apreciar el hedor que desprendía su ropa. Sintió ganas de vomitar, y no sólo por el olor; después de haber visto a las mujeres con las que Miklós estaba pasando el rato, intuía lo que ese pretendía hacer con ella. Para cuando quiso darse cuenta, tenía la cara de él a la altura de la suya. Los ojos —completamente idos, producto de las drogas que seguramente había consumido— la miraban, a ella y lo que la rodeaba, puesto que no era capaz de dejarlos fijos en ningún sitio en concreto. Kala quiso gritar, pero su garganta se había cerrado de tal manera que no era capaz de pronunciar palabra.
Miklós había pasado a un rincón remoto de su mente, puesto que ahora lo que verdaderamente le urgía era escapar de allí. Por suerte para ella, el cambiante no la había olvidado. Fue como una fuerza invisible que se deshizo del tipejo en un abrir y cerrar de ojos. Todo estaba pasando tan deprisa que la gitana no tuvo tiempo de saber de dónde venía el olor a vello chamuscado, el rugido animal que había salido de la garganta de Miklós y el golpe de la pipa contra los huesos del desconocido. Con el bolsito tan fuertemente aferrado que los nudillos se volvieron blancos, Kala se dejó guiar hasta la salida del local completamente desorientada, pero manteniendo los ojos fijos en el hombre que la había agredido.
—Ya lo sé... —musitó— pero me ha agarrado y no podía…
Aunque el húngaro la tuviera sujeta con fuerza, Kala se agarró a él, intentando buscar una seguridad que lejos estaba de sentir. El aire de la calle la recibió con alivio. Lejos quedaba ya el ambiente cargado del interior del local y, aunque la ropa y el propio Miklós desprendieran ese olor característico del opio, agradeció sentir que estaba lejos de la inmundicia. Sintió frío, y su corazón latía tan deprisa que, por un momento, se asustó. Escuchó la voz grave y melodiosa del cambiante, pero fue lejana, como si viniera de otro mundo.
—¿Qué?
Mirarlo le ayudó a volver a la realidad. Había dicho algo del bolso, eso sí había sido capaz de captar. ¿Lo habría visto antes? Si la dirección que había encontrado dentro era correcta y correspondía con su dueña, no sería de extrañar que Miklós la hubiera visto antes ahí. ¡Espera! ¡Estaba asumiendo que Miklós acudía de forma habitual a ese antro de mala muerte!
—Ah, el bolso —se contestó a sí misma—. No lo sé, se lo ha dejado una mujer en el circo —explicó—. Hay una polvera, un puñado de francos, un abanico… míralo tú, si quieres. Yo ya no quiero saber nada de él. —Le tendió el bolso con premura, como si le estuviera quemando la piel—. También había un trozo de papel con una dirección que, según me han indicado, era ésta. Pero ya no sé...
Se alejó unos pocos pasos para poder apoyarse en el alféizar de una ventana baja. Todavía le temblaban las piernas de la impresión, y las imágenes de lo que había pasado dentro la asaltaban una y otra vez, en concreto la de Miklós tirado sobre el sofá y la prostituta alejándose de su entrepierna.
—¿Qué hacías ahí dentro, Mik? —preguntó, pero se arrepintió de inmediato—. No, da igual, no es asunto mío y no quiero saber.
Miklós había pasado a un rincón remoto de su mente, puesto que ahora lo que verdaderamente le urgía era escapar de allí. Por suerte para ella, el cambiante no la había olvidado. Fue como una fuerza invisible que se deshizo del tipejo en un abrir y cerrar de ojos. Todo estaba pasando tan deprisa que la gitana no tuvo tiempo de saber de dónde venía el olor a vello chamuscado, el rugido animal que había salido de la garganta de Miklós y el golpe de la pipa contra los huesos del desconocido. Con el bolsito tan fuertemente aferrado que los nudillos se volvieron blancos, Kala se dejó guiar hasta la salida del local completamente desorientada, pero manteniendo los ojos fijos en el hombre que la había agredido.
—Ya lo sé... —musitó— pero me ha agarrado y no podía…
Aunque el húngaro la tuviera sujeta con fuerza, Kala se agarró a él, intentando buscar una seguridad que lejos estaba de sentir. El aire de la calle la recibió con alivio. Lejos quedaba ya el ambiente cargado del interior del local y, aunque la ropa y el propio Miklós desprendieran ese olor característico del opio, agradeció sentir que estaba lejos de la inmundicia. Sintió frío, y su corazón latía tan deprisa que, por un momento, se asustó. Escuchó la voz grave y melodiosa del cambiante, pero fue lejana, como si viniera de otro mundo.
—¿Qué?
Mirarlo le ayudó a volver a la realidad. Había dicho algo del bolso, eso sí había sido capaz de captar. ¿Lo habría visto antes? Si la dirección que había encontrado dentro era correcta y correspondía con su dueña, no sería de extrañar que Miklós la hubiera visto antes ahí. ¡Espera! ¡Estaba asumiendo que Miklós acudía de forma habitual a ese antro de mala muerte!
—Ah, el bolso —se contestó a sí misma—. No lo sé, se lo ha dejado una mujer en el circo —explicó—. Hay una polvera, un puñado de francos, un abanico… míralo tú, si quieres. Yo ya no quiero saber nada de él. —Le tendió el bolso con premura, como si le estuviera quemando la piel—. También había un trozo de papel con una dirección que, según me han indicado, era ésta. Pero ya no sé...
Se alejó unos pocos pasos para poder apoyarse en el alféizar de una ventana baja. Todavía le temblaban las piernas de la impresión, y las imágenes de lo que había pasado dentro la asaltaban una y otra vez, en concreto la de Miklós tirado sobre el sofá y la prostituta alejándose de su entrepierna.
—¿Qué hacías ahí dentro, Mik? —preguntó, pero se arrepintió de inmediato—. No, da igual, no es asunto mío y no quiero saber.
Kala Bhansali- Gitano
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Su amago de curiosidad se apagó tan rápido como había venido, y a Miklós ni siquiera le resultó extraño que así fuera, pues cada emoción que amagaba con afectarlo desaparecía con tal celeridad que casi parecía un sueño haberlas llegado a sentir en primer lugar. Él suponía que antaño, en ese pasado que su mente de cambiante podía recordar con todo lujo de detalles salvo en lo que realmente importaba, la cosa habría sido diferente, pero el presente era una historia completamente diferente, y si no se hubiera visto arrastrado al papel protagonista, él desde luego no habría deseado encontrarse en ella como lo estaba. No le quedaba otra, sin embargo; el cambiante magyar era un tipo testarudo que seguía sin la menor intención de dejarse matar, así que toda posibilidad de abandonar esa historia que protagonizaba había dejado de existir antes incluso de llegar a ser real, y pocas opciones le quedaban aparte de aguantarse y tragar. Así pues, siguió a Kala, sí, con una parsimonia que a los ojos ajenos podía parecer debida al opio que había consumido hasta hacía un momento, pero que él sabía que se debía a que no tenía ninguna prisa, no entonces y no con ella. A fin de cuentas, los asesinos de su hermana no iban a dejar de existir todavía y él, como el gato en el que se podía convertir, era longevo; la paciencia era una virtud de la que él podía permitirse hacer gala entonces, y que lo acompañó en unos movimientos y gestos que poco tenían que ver con los del Miklós que ella había conocido, un fantasma en comparación con el presente. Un fantasma que, a poder ser, le gustaría recuperar al ya-no-tan-Laborc, pero que no se veía capaz de traer de vuelta porque habían cambiado demasiadas cosas, la principal de ellas él mismo, para que le fuera posible arrancar de sí las partes podridas y que quedara algo digno de seguir manteniendo su nombre y su identidad.
– Bien, tráelo. – solicitó. Ni siquiera sonó dominante, como ella había podido oírlo en otras ocasiones, puesto que su voz fue tan monótona que resultaba desconcertante. Ni siquiera la cadencia de su cada vez menor acento húngaro salvaba la impresión de que el hombre estaba muerto por dentro, y la frialdad con la que extendió los dedos para que ella colgara la bolsita de ellos y él pudiera examinarla no contribuyó para nada a esa impresión. Lo único que sí lo hizo fue el gesto rápido, fruto de sus reflejos felinos, de recoger el saco cuando éste se le resbaló a Kala; en un visto y no visto, el puño izquierdo de Miklós se cerró en el aire y lo atrapó, permitiendo que pudiera dedicarse a mirar las cosas, sin valor salvo por el puñado de francos que se guardó, que contenía la tela. – Dudo mucho que quien sea que esperara recibirlo vaya a echarlo de menos. El tiempo transcurre diferente ahí dentro, las prioridades cambian y los recuerdos se vuelven borrosos, es difícil distinguir las promesas que se hicieron y que no se tiene la menor intención de cumplir. – opinó él. Acababa de cometer un robo, con la ceilanesa como testigo además, y ni siquiera eso le había afectado: hacía demasiado tiempo que se había mentalizado de que jamás iría al Cielo, así que ¿para qué considerar por un momento pecaminoso algo que nacía de la más pura necesidad...? – ¿Por qué crees que va la gente ahí, Kala? ¿Por gusto? No. Es por olvidar y para no lidiar con el dolor de la vida diaria. – explicó. No creía que fuera necesario aclarar que las prostitutas y los placeres carnales conseguían un efecto parecido al del opio durante el tiempo que duraba la excitación, casi siempre demasiado breve para que mereciera la pena; ella no era estúpida y lo sabía, o eso quería creer él. – Yo voy por lo primero. Pero mi memoria es inusualmente buena y ni siquiera un poco de opio es capaz de borrar mis pecados y lo que más me mata por dentro. – confesó.
Si ya hubiera sido posible que se sintiera igual de bien que cuando quien escuchaba era el sacerdote y se sentía el pecado irse, aligerando el peso del pecho de uno, habría sido genial; que Miklós lo dijera en la voz más átona posible tampoco ayudó demasiado, probablemente... Pero tampoco era capaz de otra, en sus circunstancias.
– Bien, tráelo. – solicitó. Ni siquiera sonó dominante, como ella había podido oírlo en otras ocasiones, puesto que su voz fue tan monótona que resultaba desconcertante. Ni siquiera la cadencia de su cada vez menor acento húngaro salvaba la impresión de que el hombre estaba muerto por dentro, y la frialdad con la que extendió los dedos para que ella colgara la bolsita de ellos y él pudiera examinarla no contribuyó para nada a esa impresión. Lo único que sí lo hizo fue el gesto rápido, fruto de sus reflejos felinos, de recoger el saco cuando éste se le resbaló a Kala; en un visto y no visto, el puño izquierdo de Miklós se cerró en el aire y lo atrapó, permitiendo que pudiera dedicarse a mirar las cosas, sin valor salvo por el puñado de francos que se guardó, que contenía la tela. – Dudo mucho que quien sea que esperara recibirlo vaya a echarlo de menos. El tiempo transcurre diferente ahí dentro, las prioridades cambian y los recuerdos se vuelven borrosos, es difícil distinguir las promesas que se hicieron y que no se tiene la menor intención de cumplir. – opinó él. Acababa de cometer un robo, con la ceilanesa como testigo además, y ni siquiera eso le había afectado: hacía demasiado tiempo que se había mentalizado de que jamás iría al Cielo, así que ¿para qué considerar por un momento pecaminoso algo que nacía de la más pura necesidad...? – ¿Por qué crees que va la gente ahí, Kala? ¿Por gusto? No. Es por olvidar y para no lidiar con el dolor de la vida diaria. – explicó. No creía que fuera necesario aclarar que las prostitutas y los placeres carnales conseguían un efecto parecido al del opio durante el tiempo que duraba la excitación, casi siempre demasiado breve para que mereciera la pena; ella no era estúpida y lo sabía, o eso quería creer él. – Yo voy por lo primero. Pero mi memoria es inusualmente buena y ni siquiera un poco de opio es capaz de borrar mis pecados y lo que más me mata por dentro. – confesó.
Si ya hubiera sido posible que se sintiera igual de bien que cuando quien escuchaba era el sacerdote y se sentía el pecado irse, aligerando el peso del pecho de uno, habría sido genial; que Miklós lo dijera en la voz más átona posible tampoco ayudó demasiado, probablemente... Pero tampoco era capaz de otra, en sus circunstancias.
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Definitivamente, Kala todavía no era plenamente consciente de lo que estaba ocurriendo a su alrededor. La puerta del local se abrió un par de veces en las que entró y salió gente, pero ella no podía dejar de mirar cómo Miklós hurgaba en el interior del bolso. Pensó en la señora que se lo había dejado en el circo e intentó imaginársela allí dentro, pero no pudo. Parecía una mujer normal, con una vida normal y que se preocupaba por asuntos normales de la vida cotidiana, como que si sus hijos encontrarían buenos matrimonios, si sus hijas serían felices con sus respectivos esposos, si su marido conseguiría el negocio que tanto estaba buscando… Asuntos que nadie hubiera relacionado con el antro que acababa de visitar por accidente.
—Ni siquiera sé si esa mujer visita este sitio —comentó, pasándose una mano por la frente—. Puede que esa dirección estuviera ahí por otro motivo; quizá sea de su marido, o de alguien con quien ha quedado en verse. No lo sé. —Respiró hondo y se incorporó—. Era una mujer tan corriente… no la imagino ahí dentro.
Miró a Miklós y se calló. En realidad, a él tampoco se lo hubiera imaginado, jamás, en un sitio así, pero lo cierto es que parecía muy cómodo con la prostituta entre sus piernas como para sentirse culpable por lo que estaba haciendo.
—Supongo que la gente oculta más cosas de las que deja entrever, ¿no?
Caminó unos pasos hasta llegar a unas escaleras que descendían a una calle inferior. El edificio que había enfrente del fumadero terminaba de manera abrupta, así que, en lugar de haber una pared, una barandilla de piedra impedía que la gente bajara por el desnivel en vez de por las escaleras. Por la situación de las casas que allí había, en esa zona corría una corriente de aire que terminó de espabilar a Kala cuando se acercó.
—¿Y te funciona? —preguntó, asomándose un momento antes de apoyar la espalda en la fría piedra de la barandilla—. Porque, si es así, a lo mejor he estado dieciséis años de mi vida sufriendo sin motivo.
Ella ya sabía que el opio, el alcohol y todas las drogas existentes no servían para olvidar las tragedias que la vida había decidido darles, y que su memoria extraordinariamente maravillosa no era la culpable de que los recuerdos se disiparan. La única solución que ella había encontrado era llorar el dolor, sin miedo, hasta que ya no quedaran más lágrimas, saber elegir los buenos recuerdos cuando lo malo del día a día se hacía insoportable y no torturarse con que las cosas quizá habrían sido distintas si se hubiera actuado de otra manera. En definitiva, aprender a vivir con ello, porque los grandes dolores del alma se convertían en un compañero de vida eterno del que nadie se podía desprender.
—¿Lo que más te mata por dentro? —preguntó, preocupada—. Miklós, ni las peores memorias que hay ahí fuera podrían olvidar algo que te está matando por dentro, por mucho opio que consuman.
Dejó la barandilla y se acercó a él hasta que quedaron frente a frente. Lo miró fijamente sin importar si a él le molestaba o no —siendo sinceros, dudaba mucho que a un hombre como él le molestara algo así— y se dio cuenta de que algo no iba bien. No supo si fue su aura, que tan bien conocía, o simplemente su instinto, pero ahora que ya había pasado el susto y su mente volvía, poco a poco, a la normalidad, entendió que ese Miklós no era el mismo con el que había estado hacía varias noches, cuando la que necesitaba ayuda era ella.
—¿Qué ha pasado, Mik?
—Ni siquiera sé si esa mujer visita este sitio —comentó, pasándose una mano por la frente—. Puede que esa dirección estuviera ahí por otro motivo; quizá sea de su marido, o de alguien con quien ha quedado en verse. No lo sé. —Respiró hondo y se incorporó—. Era una mujer tan corriente… no la imagino ahí dentro.
Miró a Miklós y se calló. En realidad, a él tampoco se lo hubiera imaginado, jamás, en un sitio así, pero lo cierto es que parecía muy cómodo con la prostituta entre sus piernas como para sentirse culpable por lo que estaba haciendo.
—Supongo que la gente oculta más cosas de las que deja entrever, ¿no?
Caminó unos pasos hasta llegar a unas escaleras que descendían a una calle inferior. El edificio que había enfrente del fumadero terminaba de manera abrupta, así que, en lugar de haber una pared, una barandilla de piedra impedía que la gente bajara por el desnivel en vez de por las escaleras. Por la situación de las casas que allí había, en esa zona corría una corriente de aire que terminó de espabilar a Kala cuando se acercó.
—¿Y te funciona? —preguntó, asomándose un momento antes de apoyar la espalda en la fría piedra de la barandilla—. Porque, si es así, a lo mejor he estado dieciséis años de mi vida sufriendo sin motivo.
Ella ya sabía que el opio, el alcohol y todas las drogas existentes no servían para olvidar las tragedias que la vida había decidido darles, y que su memoria extraordinariamente maravillosa no era la culpable de que los recuerdos se disiparan. La única solución que ella había encontrado era llorar el dolor, sin miedo, hasta que ya no quedaran más lágrimas, saber elegir los buenos recuerdos cuando lo malo del día a día se hacía insoportable y no torturarse con que las cosas quizá habrían sido distintas si se hubiera actuado de otra manera. En definitiva, aprender a vivir con ello, porque los grandes dolores del alma se convertían en un compañero de vida eterno del que nadie se podía desprender.
—¿Lo que más te mata por dentro? —preguntó, preocupada—. Miklós, ni las peores memorias que hay ahí fuera podrían olvidar algo que te está matando por dentro, por mucho opio que consuman.
Dejó la barandilla y se acercó a él hasta que quedaron frente a frente. Lo miró fijamente sin importar si a él le molestaba o no —siendo sinceros, dudaba mucho que a un hombre como él le molestara algo así— y se dio cuenta de que algo no iba bien. No supo si fue su aura, que tan bien conocía, o simplemente su instinto, pero ahora que ya había pasado el susto y su mente volvía, poco a poco, a la normalidad, entendió que ese Miklós no era el mismo con el que había estado hacía varias noches, cuando la que necesitaba ayuda era ella.
—¿Qué ha pasado, Mik?
Kala Bhansali- Gitano
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Para sentir vergüenza era necesario, antes, poseer la capacidad de albergar sentimientos, y eso era algo que Miklós estaba viendo imposible en su situación actual, tan vacío y seco como lo estaba una botella cuando se consumía todo el licor que contenía. La botella, sin embargo, podía rellenarse y volver a servir la función para la que había sido diseñada, pero ¿y él? ¿Podía acaso volver a tener la ligera esperanza, ni siquiera real, de que en el futuro se recuperaría por completo? No lo sabía. Ni siquiera la primera vez que había perdido a su hermana, cuando el dolor había sido real pero al mismo tiempo había sido consciente de que ella seguía viva, había tenido el húngaro todas las respuestas, y mucho menos disponía de ellas ahora, aunque quien preguntara no fuera él, sino Kala. A la gitana le había costado reaccionar algo más que a él, habituado al opio desde hacía tantos años que se había convertido casi en una costumbre, pero al final lo había hecho y se le había plantado delante, toda preocupación y nada reflejo del vacío que sentía el húngaro incluso cuando la miraba. Eso era lo más preocupante, quizá; Miklós sabía que Kala era importante para él, que habían compartido mucho y que la gitana era alguien por quien él, gustosamente, daría lo que fuera necesario, pero era incapaz de mirarla y sentir algo que no fuera indiferencia, pese a los chispazos fugaces de hacía lo que le parecía una eternidad. Sin embargo, también era necesario sentir algo para que la preocupación pudiera inundar por completo la psique de alguien, y Miklós estaba tan anestesiado, tan sumergido en un mar de vacío del que no podía salir por mucho que intentara nadar para recuperar el aire, que se limitó a mirarla, con los ojos prácticamente muertos de un reptil en plena hibernación.
– Todo el mundo tiene secretos. – afirmó, sin parpadear más que lo necesario para que sus ojos claros, rasgados, no empezaran a lagrimear por la sequedad a los que los estaba forzando. Él era el primero de todos que ocultaba mucho, desconfiado por naturaleza como lo era, pero entendía que hasta la mujer que tenía delante guardaba para sí cosas que nadie esperaría al mirarla, toda calidez y preocupación en aquel momento. Qué curioso que para no sentir casi nada y para ser tan negado en los sentimientos fuera capaz de leer los de la ceilanesa con tanta facilidad... – Y, además, nunca se termina de conocer del todo a alguien. Siempre va a haber algún rincón oscuro bien dentro, de donde vienen las sorpresas, que va a quedar fuera de tu vista y que no podrás dominar. – añadió. Hablaba totalmente por experiencia propia, retrotrayéndose a la primera vez que había tocado fondo y había averiguado que él, el Miklós que conocía, no tenía del todo que ver con el Laborc desesperado por sobrevivir y sin ningún tipo de reparo en conseguir lo que quería; si todavía era capaz de sorprenderse a sí mismo, y eso que era el único que vivía en su cabeza, ¿cómo podía plantearse en serio que los demás eran un libro abierto? Ni siquiera la gente más abierta ofrecía ese tipo de facilidades a alguien, ni siquiera Kala era alguien que Miklós pudiera prever, y por eso su preocupación no se la veía venir tras lo que ella había presenciado en el fumadero, aunque no por ello era peor recibida. Podía estar muerto por dentro, pero sabía responder a la preocupación real de alguien, y con ella optó por hacerlo con la sinceridad que una vieja conocida merecía. – Mataron a mi hermana. La primera vez sólo me la robaron, y sobreviví de milagro, pero ahora la he visto morir ante mis ojos. Y no pude hacer nada por salvarla. – confesó, tan calmado que resultaba escalofriante.
Kala lo conocía, y lo conocía bien; si a aquellas alturas no estaba preocupada, lo estaría al darse cuenta de la facilidad con la que Miklós había hablado de algo tan serio, y mucho más al contemplar cómo el tono de voz del húngaro, de puro frío, casi podía congelar el rostro de la gitana, una respuesta natural del magyar a tanto dolor que no sabía siquiera cómo lidiar con él.
– Todo el mundo tiene secretos. – afirmó, sin parpadear más que lo necesario para que sus ojos claros, rasgados, no empezaran a lagrimear por la sequedad a los que los estaba forzando. Él era el primero de todos que ocultaba mucho, desconfiado por naturaleza como lo era, pero entendía que hasta la mujer que tenía delante guardaba para sí cosas que nadie esperaría al mirarla, toda calidez y preocupación en aquel momento. Qué curioso que para no sentir casi nada y para ser tan negado en los sentimientos fuera capaz de leer los de la ceilanesa con tanta facilidad... – Y, además, nunca se termina de conocer del todo a alguien. Siempre va a haber algún rincón oscuro bien dentro, de donde vienen las sorpresas, que va a quedar fuera de tu vista y que no podrás dominar. – añadió. Hablaba totalmente por experiencia propia, retrotrayéndose a la primera vez que había tocado fondo y había averiguado que él, el Miklós que conocía, no tenía del todo que ver con el Laborc desesperado por sobrevivir y sin ningún tipo de reparo en conseguir lo que quería; si todavía era capaz de sorprenderse a sí mismo, y eso que era el único que vivía en su cabeza, ¿cómo podía plantearse en serio que los demás eran un libro abierto? Ni siquiera la gente más abierta ofrecía ese tipo de facilidades a alguien, ni siquiera Kala era alguien que Miklós pudiera prever, y por eso su preocupación no se la veía venir tras lo que ella había presenciado en el fumadero, aunque no por ello era peor recibida. Podía estar muerto por dentro, pero sabía responder a la preocupación real de alguien, y con ella optó por hacerlo con la sinceridad que una vieja conocida merecía. – Mataron a mi hermana. La primera vez sólo me la robaron, y sobreviví de milagro, pero ahora la he visto morir ante mis ojos. Y no pude hacer nada por salvarla. – confesó, tan calmado que resultaba escalofriante.
Kala lo conocía, y lo conocía bien; si a aquellas alturas no estaba preocupada, lo estaría al darse cuenta de la facilidad con la que Miklós había hablado de algo tan serio, y mucho más al contemplar cómo el tono de voz del húngaro, de puro frío, casi podía congelar el rostro de la gitana, una respuesta natural del magyar a tanto dolor que no sabía siquiera cómo lidiar con él.
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Re: Puedes contar conmigo {Miklós L. DeGrasso}
Que todo el mundo guardaba secretos era algo que Kala ya sabía. Lo que no se había esperado, ni por asomo, era el que acababa de descubrir en ese momento: que Miklós necesitaba de un lugar como el fumadero de opio para evadirse de una realidad que lo estaba matando. Desde que lo había conocido, siempre se había mostrado como un hombre misterioso, y quizá fuera eso lo que más llamó la atención de la gitana, en su adolescencia, cuando decidió entregarse a él. A pesar de todo, la expresión muerta que ahora mostraba en su rostro la confundió; no era esa la que estaba acostumbrada a ver en él, por muchos estados que Kala hubiera tenido la posibilidad de conocer de Miklós en el pasado.
—Nunca se termina de conocer a alguien, eso es cierto, pero tengo la sensación de que lo que creía conocer de ti acaba de dejar de tener sentido —confesó.
No siguió hablando porque tampoco sabía qué más podía decir, así que se acercó todavía más a él. Alargó una mano en busca de la suya y la tomó con delicadeza, entrelazando los dedos con los de ella. No dejaba de mirar sus rasgos, sobre todo sus ojos: azules y hermosos, pero sin vida. El corazón de Kala latía, nervioso, pero no por ella, sino por él. Hasta que lo escuchó.
—¿Qué?
No podía entender que le hubiera dicho algo así casi sin mirarla, como quien relata sus quehaceres de un día corriente y anodino. Se mareó, y tuvo que agarrarse con fuerza al brazo del húngaro para no caer de espaldas. ¡Casi parecía que ella era la hermana de la muerta, y no al revés!
—Vámonos de aquí —le pidió—. Vámonos ya.
Esa vez no desistió y tiró de su brazo hasta que consiguió que se moviera. Anduvo rápida para salir de aquella calle horrible y llegó a una mucho más luminosa y tranquila. No muy lejos, un violinista callejero amenizaba el paseo de los viandantes, y la calle estaba inundada del aroma de unas flores de jazmín que comenzaban a abrirse.
No se atrevía a mirarlo, no aún, puesto que su confesión le había hecho rememorar momentos demasiado amargos de su propia historia. Ella, que había sido una de los diez hijos que Raj y Priyanka tuvieron en vida, sabía bien lo que era perder una hermana, y un hermano. Y hasta nueve.
—Lamento lo de tu hermana —dijo, con un hilo de voz—, de verdad que lo siento mucho, Mik.
Se giró y lo enfrentó, al fin, con la cara descompuesta por la incertidumbre y el miedo, porque lo último que quería era desenterrar unos recuerdos sobre los que ya había crecido todo un bosque.
—Con apenas ocho años despedí a dos de mis hermanos mayores —dijo—. Según mi cultura y mi tradición, las almas de mis hermanos están ahora en otro cuerpo, intentando cumplir el propósito para el que llegaron a este mundo, pero, si te soy completamente sincera, hace tanto tiempo que nadie me repite esas creencias que he llegado a olvidarlas y a no saber qué es cierto y qué no —confesó—. Ya no tengo nada claro, y eso es doloroso.
Se puso frente a él y le tomó ambas manos. Las juntó, palma con palma, y las elevó a la altura de su pecho, contra el que las apretó con fuerza.
—Mírame, Mik. —Soltó una mano para atrapar el mentón del húngaro y dirigir su mirada hacia ella—. Lo que te ha ocurrido no es fácil de superar, pero te aseguro que ese sitio en el que estabas no es el lugar para hacerlo. Puede que te sirva ahora, mañana o pasado, pero ¿qué harás cuando tu cabeza vuelva al mundo real? Porque lo hará, te aseguro que lo hará, y el golpe será aún mayor de lo que ya ha sido. —Kala no recordaba la última vez que había hablado de forma tan seria—. Cada uno superamos nuestras pérdidas de la forma que menos nos duele, pero de verdad, Miklós, esa no es la manera.
—Nunca se termina de conocer a alguien, eso es cierto, pero tengo la sensación de que lo que creía conocer de ti acaba de dejar de tener sentido —confesó.
No siguió hablando porque tampoco sabía qué más podía decir, así que se acercó todavía más a él. Alargó una mano en busca de la suya y la tomó con delicadeza, entrelazando los dedos con los de ella. No dejaba de mirar sus rasgos, sobre todo sus ojos: azules y hermosos, pero sin vida. El corazón de Kala latía, nervioso, pero no por ella, sino por él. Hasta que lo escuchó.
—¿Qué?
No podía entender que le hubiera dicho algo así casi sin mirarla, como quien relata sus quehaceres de un día corriente y anodino. Se mareó, y tuvo que agarrarse con fuerza al brazo del húngaro para no caer de espaldas. ¡Casi parecía que ella era la hermana de la muerta, y no al revés!
—Vámonos de aquí —le pidió—. Vámonos ya.
Esa vez no desistió y tiró de su brazo hasta que consiguió que se moviera. Anduvo rápida para salir de aquella calle horrible y llegó a una mucho más luminosa y tranquila. No muy lejos, un violinista callejero amenizaba el paseo de los viandantes, y la calle estaba inundada del aroma de unas flores de jazmín que comenzaban a abrirse.
No se atrevía a mirarlo, no aún, puesto que su confesión le había hecho rememorar momentos demasiado amargos de su propia historia. Ella, que había sido una de los diez hijos que Raj y Priyanka tuvieron en vida, sabía bien lo que era perder una hermana, y un hermano. Y hasta nueve.
—Lamento lo de tu hermana —dijo, con un hilo de voz—, de verdad que lo siento mucho, Mik.
Se giró y lo enfrentó, al fin, con la cara descompuesta por la incertidumbre y el miedo, porque lo último que quería era desenterrar unos recuerdos sobre los que ya había crecido todo un bosque.
—Con apenas ocho años despedí a dos de mis hermanos mayores —dijo—. Según mi cultura y mi tradición, las almas de mis hermanos están ahora en otro cuerpo, intentando cumplir el propósito para el que llegaron a este mundo, pero, si te soy completamente sincera, hace tanto tiempo que nadie me repite esas creencias que he llegado a olvidarlas y a no saber qué es cierto y qué no —confesó—. Ya no tengo nada claro, y eso es doloroso.
Se puso frente a él y le tomó ambas manos. Las juntó, palma con palma, y las elevó a la altura de su pecho, contra el que las apretó con fuerza.
—Mírame, Mik. —Soltó una mano para atrapar el mentón del húngaro y dirigir su mirada hacia ella—. Lo que te ha ocurrido no es fácil de superar, pero te aseguro que ese sitio en el que estabas no es el lugar para hacerlo. Puede que te sirva ahora, mañana o pasado, pero ¿qué harás cuando tu cabeza vuelva al mundo real? Porque lo hará, te aseguro que lo hará, y el golpe será aún mayor de lo que ya ha sido. —Kala no recordaba la última vez que había hablado de forma tan seria—. Cada uno superamos nuestras pérdidas de la forma que menos nos duele, pero de verdad, Miklós, esa no es la manera.
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Re: Puedes contar conmigo {Miklós L. DeGrasso}
Ni uno solo de los estímulos de aquella calle era relevante para Miklós: ni el lamento bajo y meditabundo del violín, en aquel momento una melodía demasiado alegre para como se encontraban Kala y él, ni las flores a las que la ceilanesa también solía oler, ni siquiera la cantidad abrumadora de luz que hizo que sus pupilas se redujeran un poco, pese a que el opio se las tuviera dilatadas. Nada, nada en absoluto le provocó una reacción siquiera mínima, y lo único que hizo el magyar fue seguir a Kala, dejarse llevar por Kala, escucharla como quien oye llover y encogerse de hombros, tan sumido en su pozo de indiferencia y de frialdad contra todo el dolor que nada parecía capaz de sacarlo de ahí. Ni ganas, en realidad; Miklós había aprendido hacía muchísimo tiempo que la indiferencia era el mejor jarabe contra el dolor, que era preferible estar muerto por dentro que roto por un dolor con el que no se sabía lidiar y que amenazaba con comerlo a uno, y por eso era así, ni más ni menos. Era cierto que había mucho de su propia personalidad y de su crianza en ese pequeño gran rasgo de su personalidad como era la indiferencia existencial, y también era cierto que ni siquiera antes de las pérdidas de su hermana (curioso que ya pudiera hablar de ellas en plural... curioso y patético, por cierto, pero su indiferencia le impedía sentir nada que no fuera leve desinterés hacia sí mismo, por fortuna para él y su ego mellado) había sido expresivo, pero ¿tanto? No, eso se debía única y exclusivamente a esa pérdida que lo había marcado y que todo el mundo, Imara incluida en su momento, había considerado que no le importaba lo suficiente lo que le sucediera a la otra gran Rákóczi de su vida, muy por encima de su madre. Y, como tal, Miklós lidiaba con ello como podía, hasta si su actitud era frustrante para una de las pocas personas que aún se preocupaban por él.
– Siento lo de tus hermanos. – dijo. La disculpa sonó vacía, hueca, y sin embargo Kala lo conocía lo suficiente, hasta con ese revés que había dado su relación al habérselo encontrado en el fumadero de opio puesto hasta las cejas y tan vacío por dentro como le era humana y sobrenaturalmente posible, para saber que era sincero. ¿Cómo demonios no iba a serlo, de todas maneras, si el magyar sabía mejor que nadie lo que era eso, cómo se sentía, el dolor que provocaba perder a uno...? Kala tal vez no los había criado como si fueran hijos, algo que Miklós sí había tenido que llegar a hacer, pero los había tenido cerca y perdido y sólo por eso el húngaro aceptó mirarla a los ojos cuando, en realidad, seguía teniendo fuerza suficiente para apartarse de aquel contacto en caso de necesitarlo: eso no había cambiado. Laborc o no, pantera o no, Miklós era un cambiante y, como tal, era fuerte hasta el hartazgo, en especial si se le comparaba con la diminuta mujer que tenía delante y a la que devolvía la mirada con algo más que indiferencia: un vacío en los ojos que daba la impresión de ser un precipicio al que, una vez se caía, se estaría encadenado de por vida. – Es la segunda vez que me pasa, conozco el golpe. La primera vez casi me mataron y se la llevaron; la segunda, directamente la mataron a ella. Y sobreviví a la primera como pude, pero esta... – se interrumpió, la tonada húngara de su francés casi sin acento más presente que en mucho tiempo, y el magyar se encogió de hombros. – No funciono como los demás. A mí no me hace tanto daño como al resto porque soy un animal y me curo. Y ese es el problema, sé que volveré a la claridad, sé que todo volverá, y ¿qué hago cuando pase? Porque no lo puedo superar. Ni siquiera sé si quiero. – admitió.
Rendido, cansado, pero siempre indiferente: así era Miklós. Así de roto, así de cogido por pinzas de milagro para que no terminara de destrozarse como amenazaba con hacer, y así de lleno de ángulos, contrastes y durezas que no dejaban de estar presentes ni bajo el cálido tacto de una mujer como Kala.
– Siento lo de tus hermanos. – dijo. La disculpa sonó vacía, hueca, y sin embargo Kala lo conocía lo suficiente, hasta con ese revés que había dado su relación al habérselo encontrado en el fumadero de opio puesto hasta las cejas y tan vacío por dentro como le era humana y sobrenaturalmente posible, para saber que era sincero. ¿Cómo demonios no iba a serlo, de todas maneras, si el magyar sabía mejor que nadie lo que era eso, cómo se sentía, el dolor que provocaba perder a uno...? Kala tal vez no los había criado como si fueran hijos, algo que Miklós sí había tenido que llegar a hacer, pero los había tenido cerca y perdido y sólo por eso el húngaro aceptó mirarla a los ojos cuando, en realidad, seguía teniendo fuerza suficiente para apartarse de aquel contacto en caso de necesitarlo: eso no había cambiado. Laborc o no, pantera o no, Miklós era un cambiante y, como tal, era fuerte hasta el hartazgo, en especial si se le comparaba con la diminuta mujer que tenía delante y a la que devolvía la mirada con algo más que indiferencia: un vacío en los ojos que daba la impresión de ser un precipicio al que, una vez se caía, se estaría encadenado de por vida. – Es la segunda vez que me pasa, conozco el golpe. La primera vez casi me mataron y se la llevaron; la segunda, directamente la mataron a ella. Y sobreviví a la primera como pude, pero esta... – se interrumpió, la tonada húngara de su francés casi sin acento más presente que en mucho tiempo, y el magyar se encogió de hombros. – No funciono como los demás. A mí no me hace tanto daño como al resto porque soy un animal y me curo. Y ese es el problema, sé que volveré a la claridad, sé que todo volverá, y ¿qué hago cuando pase? Porque no lo puedo superar. Ni siquiera sé si quiero. – admitió.
Rendido, cansado, pero siempre indiferente: así era Miklós. Así de roto, así de cogido por pinzas de milagro para que no terminara de destrozarse como amenazaba con hacer, y así de lleno de ángulos, contrastes y durezas que no dejaban de estar presentes ni bajo el cálido tacto de una mujer como Kala.
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