AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Perdido entre gente y libros -privado
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Perdido entre gente y libros -privado
De momento se sintió perdido, un extraño en un universo paralelo, a pesar de llevar ya un tiempo en la capital existían aún ciertos recónditos que nunca había visto antes. Esa tarde decidió perderse entre un mar de letras. Caminó suavemente entre los estantes enormes que parecían vigías llenos de conocimiento. Mismo del cual quería alimentarse, quería saberlo todo, detalle a detalle. Y es que las horas expuestas en sus labores de rutina no bastaban para apartar de su mente la imagen de sus padres. Quentin seguía siendo una boya a la deriva entre las salvajes olas de un mar llamado soledad. No tenía nada que perder ahora que su mundo había tomado un giro inesperado, había abierto los ojos a una nueva realidad donde las mansiones costosas y las cenas exóticas formaban parte de un nuevo paisaje, uno del cual aún se sentía ajeno.
Se detuvo, ese andar mezquino que siempre le caracterizó, tomó un libro de poesía y se sentó a contemplar la cubierta, sus dedos acariciaron la fachada y aunque pueda parecer ridículo, era un ritual que siempre hacia cuando se disponía a leer. Se sumergió en un torrente de palabras donde gustaba de perder la cordura. Desataba su imaginación, como un chiquillo que muda de piel todas y cada una de las historias que leía. Ese era su único escape y lo que a últimas fechas lo mantenía de buen humor, era un deleite que atesoraba como a ninguna otra cosa. Y lo seguiría haciendo mientras tuviera el tiempo y la necesidad. Su madre o quizás su padre solían relatarle historias antes de dormir, no estaba del todo seguro pero de algún lugar había heredado ese gusto en particular y en ausencia de estos, emprendió un viaje hacia la literatura por su propia cuenta.
Se había asegurado de colocar un par de velas a su lado para cuando la oscuridad le tomara por sorpresa este pudiera darle frente. Devoró las oraciones yuxtapuestas que estaban impresas, memorizando cada verso que el cuadernillo le obsequiaba. Sólo una pequeña bolsa de cuero yacía sobre la mesa, aunque esto pudo haber carecido de importancia, cuando leía se perdía completamente en lo que hacía. Esta vez no fue la excepción. A las afueras de la biblioteca parecía iniciar un bullicio. La lluvia caía incesante en estos últimos días y el golpeteo repetido de las gotas sobre los cristales no se hizo esperar, abandonó un poco el libro y notó que las pocas personas empezaban a retirarse. Un par de horas más, pensó. Un par de horas más disfrutando de su soledad.
Tan solo un vacío impalpable y a la vez tan real e hiriente. Era lo único que Quentin había sentido en estos años. Sus memorias se reducían a los escombros de una niñez grisácea en donde las figuras materna y paterna nunca existieron, no obstante y a pesar del hecho de vivir la mayor parte de su adolescencia a solas, nunca guardó rencor hacia su destino. Nunca se atrevió a esbozar sospechas porque tuvo que aprender a sobrevivir por sus propios medios. Mucho menos a preguntar si era debido a alguna acción de su parte. Estaba de más decir que el único sobreviviente de los Zwaan carecía de carácter para afrontar solo el mundo, prueba de ello era el haberse resguardado en aquel gigantesco inmueble, donde las historias y los poemas eran su única compañía.
Se detuvo, ese andar mezquino que siempre le caracterizó, tomó un libro de poesía y se sentó a contemplar la cubierta, sus dedos acariciaron la fachada y aunque pueda parecer ridículo, era un ritual que siempre hacia cuando se disponía a leer. Se sumergió en un torrente de palabras donde gustaba de perder la cordura. Desataba su imaginación, como un chiquillo que muda de piel todas y cada una de las historias que leía. Ese era su único escape y lo que a últimas fechas lo mantenía de buen humor, era un deleite que atesoraba como a ninguna otra cosa. Y lo seguiría haciendo mientras tuviera el tiempo y la necesidad. Su madre o quizás su padre solían relatarle historias antes de dormir, no estaba del todo seguro pero de algún lugar había heredado ese gusto en particular y en ausencia de estos, emprendió un viaje hacia la literatura por su propia cuenta.
Se había asegurado de colocar un par de velas a su lado para cuando la oscuridad le tomara por sorpresa este pudiera darle frente. Devoró las oraciones yuxtapuestas que estaban impresas, memorizando cada verso que el cuadernillo le obsequiaba. Sólo una pequeña bolsa de cuero yacía sobre la mesa, aunque esto pudo haber carecido de importancia, cuando leía se perdía completamente en lo que hacía. Esta vez no fue la excepción. A las afueras de la biblioteca parecía iniciar un bullicio. La lluvia caía incesante en estos últimos días y el golpeteo repetido de las gotas sobre los cristales no se hizo esperar, abandonó un poco el libro y notó que las pocas personas empezaban a retirarse. Un par de horas más, pensó. Un par de horas más disfrutando de su soledad.
Tan solo un vacío impalpable y a la vez tan real e hiriente. Era lo único que Quentin había sentido en estos años. Sus memorias se reducían a los escombros de una niñez grisácea en donde las figuras materna y paterna nunca existieron, no obstante y a pesar del hecho de vivir la mayor parte de su adolescencia a solas, nunca guardó rencor hacia su destino. Nunca se atrevió a esbozar sospechas porque tuvo que aprender a sobrevivir por sus propios medios. Mucho menos a preguntar si era debido a alguna acción de su parte. Estaba de más decir que el único sobreviviente de los Zwaan carecía de carácter para afrontar solo el mundo, prueba de ello era el haberse resguardado en aquel gigantesco inmueble, donde las historias y los poemas eran su única compañía.
Chandler Gallagher- Humano Clase Baja
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Fecha de inscripción : 22/03/2016
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