My own personal guardian // Privado - Ícaro

Dentro de la empedrada mazmorra, resonaba una risa desquiciada cargada de un sentimiento que llevaba milenios sin experimentar la vampiresa: esperanza. El don de la clarividencia jamás le había parecido de utilidad, pues encerrada como estaba y rodeada siempre de eunucos, sus posibilidades de salir de allí eran absolutamente nulas. Sin embargo, los dioses la había favorecido por una vez y una visión de un hombre sin castrar guardando su celda, hizo que las disputas y conversaciones que habitualmente tenían lugar en su cabeza, enmudecieran o, más bien, todas concordaran en algo y rieran al unísono, convirtiéndose en una única voz que retumbara en la sala. Tenía una oportunidad, si jugaba bien sus cartas, tal vez pudiera ser libre, al fin. Porque ni siquiera eran capaces de concederle la muerte, temerosos de la ira de Zeus, y allí la tenían, loca perdida, entre cuatro paredes que no le permitían ver, tocar… Y llevaban siglos sin dirigirle la palabra, por eso se había visto obligada a charlar sola, a inventar personajes en su mente que, con el paso de los años, se habían convertido en realidades paralelas que dividían su cerebro, sus pensamientos, sus ideas. Ya no estaba sola en la mazmorra, ahora eran unos cuantos, pero compartían todos el mismo cuerpo.

Lo que no le habían aclarado las visiones era cuándo llegaría aquel día señalado en el que un maduro troyano sin capar formaría guardia frente a sus muros. Así que aguardó pacientemente, con esa calma que la caracterizaba ahora que nada podía hacer salvo esperar. Pasaron días y semanas, meses incluso, tal vez años… Porque el tiempo era relativo y cuando se podía vivir eternamente y no había soles ni lunas a la vista, las horas podían parecer segundos y los días años del mismo modo. Pero, cuando ya casi había olvidado lo que anhelaba sucediera, ocurrió. Muchos relevos se habían sucedido hasta la fecha, pero ella lo supo, pudo sentir algo distinto y en aquel nuevo soldado que se colocaba frente a la puerta: olía a sexo. No a sexo reciente, pero ella podía sentirlo. Al fin, después de tanto, un as en la manga.

Ya no le venía de unos días, así que le estudió en silencio. Su olor, sus movimientos, el sonido de su respiración y la fuerza de sus latidos. Sus turnos, los compartidos y los que hacía solo. El aroma de mujeres en sus ropas cambiaba y a veces pasaba días sin catar hembra, también lo notaba la cainita. Y, entonces, un día, o una noche, porque a saber qué astro reinaba en el cielo a aquellas horas, ella dio el paso. -¿Cómo te llamas?- Un suave susurro, meloso, atrayente, calculado y actuado. Intentaba contener su poder, reservándolo para más adelante. Quería probar a tentarle por ella misma, ver si seguía siendo quien una vez fue a pesar de la tortura y la falta de práctica. Rozó las piedras con la yema de sus dedos, éstas estaban ennegrecidas, porque llevaba siglos sin poder asearse como era debido. No se había visto reflejada en ninguna parte desde hacía varios milenios, pero sí se tocaba mucho la cara y estaba segura de seguir siendo hermosa, aunque ya nadie la mirara ni se lo dijera. Aproximó su rostro a la pequeña abertura en la pared y asomó sus ojos gatunos, buscando con la vista a ese hombre desconocido que esperaba se convirtiera en su ruta de escape.

Afrodita, diosa de la belleza, era adorada por sus fieles con devoción. Desde que nací vivía sirviendo a la diosa y cumpliendo aquello que encomendó hacía siglos a los míos, custodiar a la mujer maldita que llevó a la destrucción de Troya. Vivía en una sociedad matriarcal, donde los varones que nacíamos fruto de las relaciones de las sacerdotisas eramos castrados en nuestro nacimiento para poder cumplir con el trabajo dispuesto. Dicen que la belleza de Briseida enloquece a todo el que la ve y la impotencia sexual es el mejor arma a blandir ante ella.

Mas desconozco los motivos por los que conmigo la castración no se practico, mas mis atributos masculinos seguían enteros, mi vigor en auge como el de cualquier joven de mi edad, por lo que me tocaba disimular ante todos mis compañeros mi condición de hombre.
Los burdeles se convirtieron en mis aliados y en los ratos de libertad, las putas daban un poco de descanso a mi virilidad para después volver a actuar como un eunuco incapaz de fornicar.

Aquella noche, como muchas otras me tocaba hacer guardia solo. Me adentré en la mazmorra de piedra gris encontrándome con el joven Atiel que aburrido y somnoliento bostezaba deseando irse a descansar a la cama.
-Vengo a sustituirte -dije dándole una palmada en el hombro. Unos cuantos juegan a las cartas en la sala.

Mi compañero se despidió de mi asegurando como de costumbre estar la noche tranquila, la parecer hoy la espartana dormía, la solíamos mantener medio sedada para que su estado de locura no avanzara. Con la espada en el cinto me instalé frente a la puerta de la joven inmortal, hija de Zeus.
Pasó un rato hasta que la voz de esta emergió por el hueco de su celda, acariciando mi oído de forma melódica.

Sorprendido me giré para encontrarme con ese rostro que desde infante me habían enseñado a odiar, mas pese a que la suciedad se apelmazaba en su piel era bella a mas no poder, mis labios se entreabrieron, era preciosa, demasiado para pasar desapercibida por un hombre completo.
-Descansad mi señora, no tardaran en traeros la comida -dije sin ms.

Mi corazón palpitaba enérgico, ella era vampiresa, era consciente que podía escuchar mi turbación.
Cerré los ojos intentando calmarme, sabía de su poder, uno difícil de eludir.
-Mi señora tomad asiento, no me compliquéis la existencia, sabéis que tengo prohibido hablar con vos.

Los ojos de la vampiresa se mantuvieron oscuros, calmos. No hubo fulgor rojizo que delatara su sed, ni sus intenciones turbias, nada en ella mostraba que ocultaba una idea o más bien varias. Un solo plan no bastaría para sacarla de allí, tenían muchas posibilidades trazadas en su mente, en ese laberinto lleno de puertas y caras. Así que cuando los ojos color avellana del otro lado del muro se toparon con los de Briseida, resultó imposible para el humano descubrir lo que su cabeza tramaba. -Llevo milenios descansando, lo que quiero es conversar con alguien…- Su voz sonó lastimera, algo trémula. Hacía tanto tiempo que no alzaba el tono más allá de los susurros o murmullos que le picaba la garganta al hacerse oír a escasos centímetros.

Dio un paso atrás, como si accediera a la petición formulada por el soldad, pero nada tenía que ver su acción con aquellas palabras. Intentaba demostrarle de manera física que no había nada que temer, ella no podía hacerle daño a distancia, ni siquiera podría tocarle si se separaba lo suficiente de la pared de piedra. -¿Es tanto pedir que charles conmigo unos minutos? Echo de menos dialogar, entablar un diálogo… Nunca me habláis y eso me está enloqueciendo.- Agachó la cabeza y clavó sus pardos ojos en el suelo ennegrecido, sucio y húmedo. -¿Sabes lo que es llevar casi toda la existencia aquí? En una mazmorra en la que ni siquiera puedo ver brillar la luna…- Obviamente el sol estaba descartado para ella, pues sus rayos la harían arder y desaparecer, aunque a veces anhelaba que uno de esos haces de luz se colara por entre las rocas y acabara con su reclusión. Si la muerte significaba la libertad con gusto la abrazaría.

Alzó de nuevo su rostro, encontrándose con la inquisitiva mirada del hombre no castrado. Su corazón latía acelerado y el torrente de su sangre se movía rápido. A la cainita la alimentaban de manera regular, aunque nunca con sangre humana salvo cuando hacían un sacrificio a Afrodita, entonces recuperaban el plasma y se lo ofrecían, pero de manera habitual la sustentaban con cordero o cabrito. Así que no tenía hambre a pesar del suculento manjar que se le presentaba delante. Se cubrió entonces la cara con las manos, como si de repente se sintiera desnuda. -No me mires así, seguro que estoy horrible.- Giró sobre los talones descalzos, porque lo único que cubría parte alguna de su cuerpo era un fino y raído vestido que, en algún momento, había sido blanco y le dio la espalda al siervo del templo.

Su voz melosa sonó apagada, desgarrada y como un fantasma se retiró de la puerta obligándome a seguir con mi mirada su estela. Era peligrosa, un ser de la noche, pero también una hija de Zeus y no podía ser maltratada, por eso jamas se le sometió a mas tortura que la del encierro y sus palabras sobre la locura consiguieron no se bien como que me aproximara a las rejas del portón para admirarla ente ellas.

Mis ojos se deslizaron por aquella curvilínea figura, mis labios se abrieron fruto del deseo y mi corazón bombeó tan deprisa que temí que lo escucharan arriba, en el templo.
Sus dos noches atravesaron la minúscula rendija encontrándose de frente con mis dos ojos abiertos que sorprendidos de lo que veían eran incapaces de pestañear. La joven avergonzada se giró de espaldas y escandiendo tan bello rostro entre sus dedos, cubriéndose con la palma suplico estar horrible ante mis ojos.
-Sois preciosa -ni siquiera se porque lo dije, pero lo hice al tiempo que mis manos atrapaban los barrotes pegándome mas ellos, hechizado por los haces luna que acariciaban su figura.

-Soy Icaro -no lo supe hasta mucho tiempo después, pero esa frase fue el inicio del fin, sabía que estaba maldita y si no hubiera tenido verga con la que pensar no hubiera pegado mi nariz a su celda, mas ahora solo quería que se acercara mas a mi...-mi señora decidme de que queréis hablar.
Sus pies descalzos parecían acariciar el suelo lleno de mugre y pensé que alguien como ella no merecía ese castigo, pues si bien era cierto conocía la historia de la caía de mis antepasados por su belleza maldita, también era consciente de que los dioses jugaron un importante papel.
-es cierto que conocisteis Troya, caminasteis por sus calles ¿como eran mis antepasados mi señora?

Quería saber, necesitaba escuchar quizás la historia contada por sus labios delicados, no se si esperaba que aquello que dijera bastara o para despegar mi cuerpo de la puerta o por contra para traspasarla y tomarla, pues en eso era en lo único que pensaba, en apoderarme de ella y raptarla, solo que yo no era un príncipe, si no en teoría un eunuco.

-Mi señora ¿que sucedió en Troya? -pregunté incrédulo de que esa mujer pudiera atraer una guerra y si lo hacía ¿acaso había mejor motivo que el amor para emprenderla?

Las palabras del carcelero fueron como caricias en la espalda de Briseida. Giró poco a poco el rostro, sin mover aún el resto del cuerpo, y dejó que sus oscuros orbes buscaran los del joven que, al otro lado de los muros de la celda, aguardaba y la observaba. Podría haber preguntado para asegurarse de que lo que le decía era verdad, pedir corroboración sobre su opinión. Pero no era necesario, sabía que el hombre no le mentía. Creía que ella era hermosa y deseaba verla más de cerca. Podía sentir lo que quería como si le leyera el pensamiento, aunque no lo hiciera. Llevaba tantos siglos sin comunicarse con nadie que por una parte parecía haber olvidado cómo se hacía, pero por otra estaba sumamente sentible y todo lo percibía con suma claridad, como su el alma de ese soldado fuera transparente para ella.
 
-Ícaro…- Pronunció ese nombre de manera pausada, con su tono aún algo quebrado por los estragos que siglos de silencio y murmullos le provocaran a su garganta. Terminó de dar la vuelta y con suma lentitud dio un paso al frente. Se detuvo al escuchar la pregunta. Dio otro paso más, quedando sumamente cerca de la pared y de esos dedos que asomaban por los barrotes de la pequeña abertura de la gruta en la que habitaba desde hacía más de dos mil años. Alzó ambas manos y con suavidad, rozó los nudillos que se aferraban a las varas de plata alquímica. Era curioso, la habían mantenido en una mazmorra mayoritariamente de piedra, algo que una vampiresa de su supuesto calibre, podría haber destruido a penas sin esfuerzo. Pero nadie había reparado en ello, en que ella jamás había forzado su salida. Sus pupilas se fijaron en aquella piel que tocaba como si fuera un milagro y enseguida retiró de nuevo el contacto, como si de pronto se percatara del pecado que cometía. -Los troyanos eran hombres nobles que luchaban por los suyos…- Quedó entonces en silencio y desvió la mirada a un costado. Sabía que si hablaba de lo que ella vivió, no la creería. Llevaban sumidos en mentiras tanto tiempo que ya se habían acuñado como verdades y la palabra de aquella que estaba maldita, no valdría nada para nadie. -¿Por qué me preguntas lo que sucedió en Troya?- Regresó la vista al rostro ajeno, al de aquel hombre que parecía prendado de ella y que, sin embargo, le hacía preguntas cuya respuesta, saliendo de los labios de Briseida, un siervo de Afrodita jamás creería cierta. -¿Acaso no sabes por qué estoy aquí presa? ¿De lo que se me acusa?- El dolor teñía sus palabras, una aflicción que hacía demasiado tiempo que no sentía y que, seguramente por eso, la aquejaba con un peso excesivo aquel día.
 
Hizo un gesto con la mano antes de volver a darle la espalda al carcelero. -Si lo que pretendes es que mienta, no lo voy a hacer. Así que no esperes que repita esa historia que tantas veces te habrán contado. Esa historia no es la mía.- Su voz parecía estarse modulando, ya no temblaba, aunque seguía siendo baja. Solemne. Se llevó una mano al pecho, intentando buscar aquel corazón que en un tiempo latió allí dentro. ¿Cómo podía doler algo que ya no tenía? Seguramente eran los recuerdos que, traicioneros, traían a su cuerpo un sufrimiento antiguo, pero demasiado certero.

La hija de Afrodita se acercó a mi trémula, mis ojos no pudieron evitar seguir su estela, era preciosa, su cuerpo curvilíneo se movía ligero como una bruma en medio de aquel caos. Algo como ella no merecía vivir en una celda aunque había escuchado aberraciones en referencia a aquella bella dama.
-quiero escucharlo -pedí cuando dijo que ya estaba sentenciada.

En parte no carente de razón, pues ella había pagado el precio de la traición, Troya cayó ante el delirio del amor, uno que al parecer ella no midió. París, caprichoso mujeriego como muchos de nosotros se enamoró de la dama equivocada pues esta lejos de mantenerse en Esparta correspondió y abandonó hija y tierra para viajar a Troya con el príncipe. Los griegos ofendidos por la desfachatez de París lanzaron al mar sus naves y así pronto la costa estuvo llena de guerreros dispuestos a recuperar a Helena.

El resto de la guerra fue muerte, destrucción y hambre, Troya cayó a manso de los grandes guerreros griegos y perdimos a nuestro domador de caballo Hector, el mayo de nuestros guerreros.
Helena debía mantenerse aislada para que nadie mas cayera en sus manos y acabara volviendo a desatar el caos, así que mi orden la persiguió durante años, demasiados y al final logró darle encuentro y caza.

-Quiero escucharte
Cerré los ojos cuando acarició mis nudillos, mis labios se entreabrieron dejando que el vaho se adentrara a través de los barrotes como si pugnara por acudir a su encuentro.
La tristeza quedaba reflejada en su parda mirada, pese a la suciedad que impregnaba su piel era una mujer hermosa.
-Tratare de conseguiros ropa limpia, en mi siguiente turno os traeré un paño mojado en agua y jabón, no puedo abrir la celda, lo sabéis pero trataré de haceros mas agradable vuestra estancia.

La joven doncella parecía agradecida por mis palabras peor aun no había sido capaz de decir nada sobre aquello que me inquietaba.
-Dicen que vuestra belleza esta maldita, que sois capaz de volver loco a un hombre, mas conmigo no os molestéis, nos castran al nacer -mentí en parte pues conmigo cometieron un error -seré generoso con vos, pero no uséis trucos sucios o no volveré a daros conversación.

Las últimas palabras de su carcelero la alcanzaron estando de espaldas a la pequeña abertura con barrotes. Otro más que la juzgaba como tantos lo habían hecho antes. Giró la cabeza, observándole solamente por encima del hombro, sin terminar de darse la vuelta. -¿Por qué quieres escucharme? Si ya has decidido que voy a usar trucos. Mejor márchate, date la vuelta y déjame sola. Olvida que hablaste conmigo, que me miraste siquiera. Es falso que mi belleza hipnotice o tu lengua no me acusaría como hicieron muchos ya, ¿no te parece?- Regresó la vista al frente, a ese muro que se conocía ya de memoria. Con los ojos cerrados podría localizar cada pequeña grieta o hendidura, cada desgaste de las piedras, cada mancha. Podría incluso explicar cómo había evolucionado el crecimiento del moho por la humedad.
 
Se fijó de nuevo en sus manos, en las palmas sucias que ocultaban la piel clara como la luna y, en teoría, suave como la seda. Pero nadie lo diría al verlas. Suspiró. -Si mi belleza fuera, como dicen, una maldición, ¿crees acaso que bastaría con castraros? El amor no va ligado al sexo. Si no lo sabes, es porque nunca lo has experimentado.- Ella recordaba aquel sentimiento, lo había experimentado, aunque fuera ficticio. Su amor había sido regalado sin pedirle permiso, todo a causa de las diosas que jugaban con los mortales como si fuera simples peones en sus tableros. Eris, enfadada por no haber sido invitada a una fiesta, había sembrado la discordia entre las diosas más poderosas, cuyos egos habían nublado sus juicios. Con promesas a Paris para ganar su favor, habían apostado el corazón de Helena y sentenciado el destino de Grecia. Mas los dioses jamás pagaban los platos rotos, ellos hacían y deshacían, pero las consecuencias las dejaban para el resto. Y así había sido sentenciada ella a una eternidad encerrada, acusada de un genocidio por una guerra que ella, de poder decidir, jamás hubiese iniciado. Sus sentimientos por Paris nunca fueron reales, fueron una ilusión, un conjuro, un hechizo que, una vez derramada toda la sangre, se rompió, dejando a la morena como única culpable.
 
-Yo lo sentí una vez o eso me hicieron creer…- Murmuró, clavando sus orbes avellana en el suelo y en los pequeños dedos de sus pies que encogió y estiró como si con ellos acariciara allí donde se posaba de pie. Alzó de nuevo la vista, girando sobre los talones para enfrentar, una vez más, al hombre que vigilaba su celda. -¿Alguien pensó alguna vez que yo no era más que una pieza más del juego? Si fuera tan poderosa como para enloquecer a los hombres con que sólo me viesen, no estaría aquí dentro.- Ella era una vampiresa, la habían convertido hacía milenios como una broma más del destino. Tenía poderes, podría haberlos usado. Pero ¿para qué? Nadie creería jamás su versión, nadie confiaría en su palabra. Ella sería considerada siempre la causante de miles de muertes. Ni siquiera la dejaban morir, aunque seguro que la mandarían al tártaro. Al menos en aquella celda, aunque enloquecida y sola, estaba a salvo.

Las palabras de Briseida eran melodiosas, casi hipnóticas, aseguraba que el amor y el sexo nada tenia que ver, algo que no acaba de comprender, quizás porque era cierto, jamas experimenté tal sentimiento.
-¿quieres decir que un hombre castrado puede llegar a amar de forma..pasional?
La pregunta tenía cierta falsa, la primera porque yo no estaba castrado aunque tenía que fingir estarlo o correría el riesgo de quedarme sin verga.
-Quiero decir, todos queremos a nuestros padres, hermanos, amigos, pero no hablo de eso, hablo de mor hacia una mujer ¿no es necesaria la pasión? -pregunté.

De nuevo se acercó a mi, nuestras miradas se encontraron a través de los barrotes de la celda.
-Dices que tu belleza no es una maldición, que de serlo no estarías ahí, mas si nadie puede sentir por ti deseo ¿porque arriesgar su vida por soltarte? Todos sabemos las estupideces que somos los hombres capaces de hacer por colarnos entre dos preciosas piernas ¿no?

Mis ojos se deslizaron por su cuello aun sucio, baje la mirada hasta sus dos pechos perlados en sudor por el calor que parecía tener ahora en la celda.
-¿quieres agua? -le pregunté alzando de nuevo la mirada turbia por la imagen de aquel cuerpo digno de los dioses.

Medite sus palabras “se lo hicieron creer”
-¿entonces no eres tu la portadora de la desgracia de Troya? ¿acaso París y tu no os enamorasteis y por ello Menelao junto a todo el ejercito griego acabó frente a nuestras murallas? ¿acaso no es cierta la historia con la que me he criado?

Ladeé la sonrisa elevando de nuevo la mirada hasta sus pardos, bellos, intensos y ahora húmedos por el recuerdo.
-¿no es cierto que escapaste viva?¿con tu marido quizás? ¡acaso no te dieron caza?
¿cual es tu historia Brisheida? ¿tu nombre no es Helena? ¿no tomaste el nombre de la sacerdotisa para poder huir?

Me acerqué a la mesa y cogí la bota con vino que tenia sobre esta
-Toma, bebe un poco, seguro hace tiempo que no pruebas algo tan delicioso.

Las palabras del guardián eran curiosas, parecía de verdad creer que no se podía amar sin que el sexo tuviera cabida. Entonces, ¿estaban todos aquellos que la guardaban, condenados a no poder compartir jamás su vida con nadie, por estar castrados? En absoluto, no según las creencias de Helena. -La pasión nace del corazón, Ícaro.- No sabía si llamarle por su nombre sería lo correcto, tal vez la tildara de tomarse demasiadas confianzas o de, como hacían todos, intentar hipnotizarle, seducirle con sus tretas. Mas nada más lejos de la realidad, Briseida únicamente deseaba la libertad, poder salir de allí, ver la luna una vez más, sentir la brisa del mar desde su amada Esparta y allí mismo ver salir el sol antes que de éste la convirtiera en ceniza. Porque sólo con la muerte hallaría lo que andaba buscando: la paz.

Se acercó más a los barrotes, ladeando ligeramente la cabeza ante el comentario hecho por aquel hombre. -¿Qué locuras iba a cometer un eunuco por colarse entre mis piernas? Ninguna, está claro.- Le daba la posibilidad de sincerarse con ella, de decirle la verdad. Mas sabía que no lo haría, porque por mucho que fingiera, creía como el resto, que ella estaba maldita y de saber que era un varón entero, lo sometería bajo la influencia de su imaginario poder.

Suspiró cuando comenzó con las cuestiones que más que interrogantes, parecían acusaciones. -Eres como todos los demás, me juzgas sin saber. ¿Para qué quieres saber entonces mi historia? Si tú ya la sabes, o eso es lo que crees, y ya me tienes sentenciada en tu mente.- Se dio media vuelta, alejándose una vez más. -No quiero tu vino, vete. Regresa a tu posición y olvidemos que nunca tuvimos una conversación.- Se sentó en el suelo, cruzando las piernas y cerró los ojos. La primera vez en siglos que alguien le dirigía la palabra ¿y para qué? Para nada. Era mejor charlar consigo misma aunque la tildaran de loca, al menos ella no se señalaba con el dedo y se culpaba de la muerte de millares de personas. Pero nadie la creía nunca, porque nadie pensaba jamás mal de los dioses. Ellos eran venerados y ella, ella era el fruto de uno de los muchos caprichos de Zeus y que por ese “regalo”, estaba sentenciada a no poder morir siquiera por no despertar la ira del gran dios del trueno. Dichosos los mortales que tenían derecho a pisar el Tártaro.

Clavé mis ojos en los de la inmortal, su tristeza era infinita como las fabulas que había escuchado acerca de ella.
Negué con la cabeza, según ella lo correcto era que me alejara de ella ¿para que continuar la conversación cuando yo no la creía?
-¿Y por que voy a creerte? -rugí siguiendo la estela de sus pasos -¿por que demonios voy a creer a una mujer que consiguió hacer enloquecer a todo hombre con el que se cruzo? ¿por que creer a aquella que condeno a Troya enamorando su príncipe? ¿la misma que después regresó a brazos del griego?

Rugí furibundo cuando esta enfrentó su mirada parda contra la mía amplia.
-Dejemosnos de mentiras, sabes que no estoy castrado, me hueles, notas mi excitación, no eres una necia si no una sacerdotisa del amor -ladeé la sonrisa relamiendome los labios -sabes que desde uqe te he mirado no ansió mas que besar tus labios, morder tu boca y colarme entre tus piernas como si fueras una vulgar ramera y sin embargo aquí estamos aparentando ser quienes no somos.
Tu una inocente mujer condenada por nada y yo un eunuco que no siente nada. Al final creo que so dos nos reducimos a lo mismo, la nada.

Nuestras miradas se encontraron violentas, seguramente en su caso porque temía que por primera vez frente a un hombre se sentía descubierta.
-Y ahora por que no me narras tu historia, aunque solo sea para pasa el rato. La mía es sencilla, un fallo me dejó la verga en su lugar, así que llevo una vida fingiendo ser quien no soy, un eunuco que no siente deseo y ni placeres carnales. He ido a burdeles, es el único lugar donde me siento un hombre. ¿Y tu?

El guardián no tardó en exasperarse ante la negativa de la inmortal a narrarle su historia. Enfadado u ofendido como estaba, se delató, mostrando las cartas que guardaba en su manga. Pero ese no era el modo de decir la verdad y Briseida lo sabía. Giró la cabeza, aún sentada y enfrentó la mirada furibunda del lascivo hombre que al otro lado del muro la observaba. -Si tan poderosa soy, ¿cómo es que no has enloquecido aún? ¿Por qué sigues razonando tus acusaciones? ¿Por qué no golpeas tu cabeza contra las piedras intentando alcanzarme?- Apoyó su torso en la mano derecha al darse la vuelta, incorporándose de nuevo, mas no se acercó, siguió a la misma distancia de los barrotes y del humano. -Yo te diré por qué. Porque todo eso es una vana mentira. Una leyenda que inventaron para condenarme por un pecado que cometí influenciada por los dioses. Pero claro, ellos nunca se equivocan, ¿cierto? Afrodita usó su poder sobre mí e hizo que me enamorara de alguien a quien yo, realmente, nunca quise. Una ilusión que condenó a mi pueblo. Un castigo que me perseguiría por toda la eternidad. Pero a nadie le importó cargar todas esas culpas sobre mis hombros.-

Dio un paso, pero lo hizo hacia un lado y no al frente. -¿Es, acaso, culpa mía el ser hija de Zeus? ¿El haber nacido, supuestamente, hermosa? ¿El que los hombres estéis llenos de lujuria? Según la orden sí, todo eso y cualquier cosa que se te ocurra, encontrarán el modo de inculparme a mí por ella. Aunque lleve más de dos mil años aquí encerrada.- Miró a su alrededor, a las cuatro paredes que la encarcelaban, a ese techo de piedra oscura que le impedía ser calcinada por el astro rey y, con ello, conseguir el descanso que la muerte le ofrecería. Mejor el tártaro que aquella prisión eterna. -¿Por qué nadie culpa a Eris por lanzar la manzana? ¿Por qué Paris pudo morir y librarse de esta condena que a mí me atormenta? ¿Por qué no paga la diosa Afrodita el mismo crimen que estoy pagando yo?- Regresó sus pardos a los ajenos, desafiante, pero al mismo tiempo consumida por el dolor. -¿Pedí yo que me amara ese hombre? ¿Pedí yo dejar de amar al que realmente fue mi único amor en vida? Me arrancaron de sus brazos para entregarme a otro, sin consentimiento, jugando conmigo como lo hicieron con todos. Pero nadie me cree. Para todos soy una ramera y una bruja. Una maldición. Y, sin embargo, temerosos de la ira de mi padre, no siquiera son capaces de condenarme a muerte.- Llevó las manos hacia atrás, sujetándose los dedos de una con la otra. Le temblaban.

Brisheida jugaba bien sus cartas, me daba cuenta de que su palabras sonaban dulces pero sin vehemencia, acorralado por aquellas frases que sonaban certeras y se hundían en mis oídos afiladas me limité a escucharla, decía que no me daba golpes contra los barrotes para amarla, mas lo necesitaba, por Afrodita que nada necesitaba mas en ese instante que tomarla, hacerla mía y salvarla.
-No se puede condenar a una diosa -aseguré con la voz algo ronca cuando ,como ella decía, la lujuria me consumía – Ni culpar a Troya de su caída, fue la locura de tu belleza la que llevó a París frente a ti ¿es culpable de enamorarse? ¿soy culpable de estar volviéndome loco solo con mirarte?

Sacudí la cabeza alejándome de los barrotes, ella decía que su influjo no era tal y sin embargo así lo sentía yo.
Por eso solo los castrados pueden verte, porque su verga no manda sobre ellos. No eres culpable de tu belleza, mas la misma es tu condena, no haces nada pro engatusarme y sin embargo haría cuanto me pidieras.
Ladeé la sonrisa despendole mis pardos.
-Tu sabes de lo que eres capaz verdad?

Un soldado entro de pronto, recuperé mi posición como si nada hubiera pasado.
-Ya era hora, estaba aburrido, estas guardias son aburridas, ya ha comido, buena surte -dije con una indiferencia que no sentía antes de abandonar la estancia.

Pasaron un par de días hasta que mi guardia volvió a empezar, no me la había sacado de la cabeza, así que había urdido un plan, uno que me abocaría a la destrucción, mas ¿acaso tenia opción cuando mi mente había quedado presa de toda sin razón?

Me adentré en la celda nuevamente, ella debió detectar mi olor pues podía notar su mirada fija a través de esos oscuros mechones.
-¿que tal la guardia? -pregunté atrapando la botella de whisky que calentaba a mi compañero aquella noche fría.
El eunuco se despidió al parecer había quedado con otros para tomar algo, así que yo ocupé su lugar sentándome en la silla y alzando la botella como despedida.
Fue cuando cerró la puerta cuando cogí las llaves de la celada y alzándome como un resorte corrí hacia la puerta abriéndola con un leve rechine
-Nos vamos -dije sacando de debajo de mi uniforme otro que la haría pasar desapercibida ante los ojos de la orden.
-Vístete -ordene.

El soldado de la orden seguía empeñado en culparla de todo, en negar las palabras que Briseida pronunciaba, en rechazarlas sin siquiera tomarse la molestia de contrastarlas, de sopesar su posible valía, de recapacitar sobre todos los crímenes que los dioses habían cometido y de los que se escudaban continuamente bajo esa corona de laurel que portaban.
 
Dio un paso al frente, aproximándose de nuevo a los barrotes, cuando la pregunta del hombre resonó en la estancia, en aquellas cuatro paredes de piedra que la aprisionaban desde hacía siglos. Mas lo que la hizo recular no fue la duda, sino el sentir el olor de otra sangre. Se aproximaba el cambio de guardia. Si los veían hablando juntos, a él lo mandarían a la horca y a ella le esperarían años de reclusión de nuevo con su cabeza como única compañía. No deseaba eso y, solamente por ese motivo, se apartó y giró, dándole la espalda a Ícaro.
 
Justo en aquel instante apareció el eunuco que le relevaría. Ambos intercambiaron un par de palabras, un saludo normal, sencillo. La inmortal giró ligeramente la cabeza, observando por encima del hombro y el rabillo del ojo, como la única conversación que había tenido desde hacía más de dos mil años, se desvanecía al desaparecer el humano por la puerta.
 
 
Habían pasado varios días desde aquella visita que, aunque la había enojado, al mismo tiempo había sido como un soplo de aire fresco para la cainita. Poder charlar con alguien fuera de su pensamiento, era algo que había desechado hacía tantísimo tiempo, que la encontró desprevenida cuando vino y no supo aprovechar el momento. Ahora temía que no se volviera a repetir, que ya no hubiera más posibilidades de entablar conversaciones amenas. Incluso discutir le serviría. Cualquier cosa con tal de no volver a sentir las voces en su cabeza ni la losa en el pecho.
 
Cuando sintió aquel aroma que ya había clasificado en sus recuerdos, se irguió allí en el suelo, donde permanecía sentada con las piernas cruzadas. Pero intentó que no se notara que le esperaba, así que siguió mirando al muro del otro lado, contrario a la puerta de su jaula. Intentó no prestar atención a la banal despedida de los dos varones, pero se sentía tensa. Quería hacerse la indiferente, la dura, y aún cuando el otro guardia abandonó la zona, ella no se dio la vuelta. No hasta que escuchó el tintineo de la llave al rozar el ojo de la cerradura y el movimiento oxidado de sus engranajes. Llevaba tantísimo tiempo sin abrirse, que no le hubiese extrañado que la hoja ni siquiera cediese. -¿Nos vamos?- Preguntó confusa, girándose justo cuando el uniforme caía delante suyo. El ceño de Briseida se frunció, sin llegar a entender. -¿Es una orden de arriba?- No comprendía nada, pero se levantó y sujetó las ropas, descubriendo entonces que era el mismo tipo de traje que vestían los que la custodiaban. -¿Qué piensas hacer?- Inquirió entonces, aunque sin darse cuenta sus dedos ya se estaban encargando de quitar el raído vestido que portaba, dejándolo caer al suelo y dejando expuesto un desnudo cuerpo, sucio como sus manos, como su cara. Pero perfecto bajo toda aquella mugre acumulada.