Pitch Black → Privado

El Zar de la Muerte, las hermanas que se casaron con sus hermanos así lo bautizaron: Koschei, el que no puede morir. Y fueron ellas, por castigo o por regalo, que lo anclaron al mundo terrenal. Una historia tan vieja que se desdibujaba ya en los anales de la historia. Una leyenda, un cuento para espantar niños, la del Zar oscuro que viene transformado en cuervo, a por jovencitas para llevarlas a su nación, una de nieve, oscuridad y muerte, para hacerlas reinar a su lado.

El Koschei real, ese que vagaba ahora por Europa llorándole a Marya, estaba acostumbrado. Se había hecho a la idea de que así era. Había adoptado la leyenda de su nombre, y la había unido a sí mismo como un gusano que come carne. Entonces, ya no sabía dónde estaba la línea que los separaba. Y aquellos que, a veces en su imprudencia, lo invocaban, sólo lo hacían más fuerte. Era como un dios pagano, que sigue vivo porque todavía hay gente que le reza y pide cosas.

Por ello mismo, eran los camposantos sus lugares favoritos. Ahí siempre encontraba vivos que, como él, eran almas en pena rogando. Imposibilitados en la idea de dejar ir el pasado. Incapaces de dejar descansar a sus muertos. Era eso lo que lo reconfortaba, lo hacía más presente y menos etéreo.

Hace años que había estado buscando a Masha, entre las niñas que venden flores y las que hacen pan. Entre princesas caprichosas y entre las virtuosas del violín y el piano. La había buscado, como siempre y cuando se cansaba, iba ahí, a descansar. Porque el descanso eterno lo tenía vedado, como una inclemente sequía que obliga a la gente terminar de matar a sus mejores borregos.

Se volvió corpóreo al ver a alguien de espaldas entre tumbas y mausoleos. Era tarde, aunque no demasiado. El sol se había ocultado hace una hora, a lo mucho. ¿Qué hacía ahí? ¿Dejando flores a un amante que murió ahogado? ¿A a un padre al que mataron en una riña de taberna? ¿A una madre víctima de la tuberculosis? ¿O un hermano que ni siquiera duró un día con vida?

—Disculpe —se acercó con cautela. Silencioso, era un fantasma—. ¿Necesita ayuda? —Habló con ese dejo aristocrático que era encantador y decadente a partes iguales. Su porte era de ese modo, también. Su ropa negra se confundía con la noche, pero si prestabas atención, podías notar que estaba pasada de moda.

—Si quiere puedo llamar al guardia, si es que está buscando algo —ofreció. Conocía a aquel hombre. Un viejo que por las noches a veces lloraba, recordando a su esposa que, al contrario que él, sí se había marchado para siempre. Pero Koschei era un mensajero entre los dos mundos, y a veces entre sueños, les llevaba recados de su difunta mujer al encargado del cementerio. Entonces lo veía dormir más tranquilo. Un paliativo para su soledad.

Pero no hacía falta ir más lejos. Koschei mismo era la prueba de que el amor trasciende a la muerte.

Estudió un momento a la joven. Era una mujer en sus tempranos veinte, como él al morir. Koschei sentía una extraña fascinación por los vivos, porque era todo lo que él jamás iba a poder ser de nuevo. Le gustaba ver la piel llena de color, con la sangre corriendo por el prodigioso cuerpo humano, los ojos que aún pueden sorprenderse con las más sencillas de las cosas, la voz llena de ilusiones o tristezas. Le gustaba contemplar todo eso y en la desconocida, lo encontró. Sonrió incluso antes de que ella hablara. Una sonrisa misteriosa aunque no había malicia en ella, pura fascinación, puro anhelo, incluso algo de melancolía.

—Lamento si la asusté —dijo con un tono amable, todavía conservando esos modales de aristócrata de hace mil años, príncipe del Rus de Kiev—. El guardia… —continuó y levantó el mentón mientras giraba el rostro en dirección a la pequeña casa donde dormía el guardia—. Está ocupado —concluyó. Lo sabía, no sólo porque podía sentirlo, sino porque para entonces ya conocía su rutina. Volvió a prestar atención a la chica.

—Es… interesante, que encuentre un lugar para descansar en un sitio como este —habló con tono neutro, casi como en un susurro. Le sorprendió sin duda, pero en ese instante decidió que la desconocida le caía bien. Acentuó su sonrisa, de ese modo lucía más humano y menos como un recuerdo que echa raíces muy lejos de ahí. Avanzó un paso hasta ella y le ofreció su mano cuando notó que iba a caer.

—Cuidado —musitó sin bajar la mano ofrecida—. Es hermoso, sí, no es común encontrar gente como nosotros, que disfruta de estas cosas, quiero decir, del silencio y tranquilidad de un cementerio, usualmente está más asociado a la tristeza o lo mórbido —continuó hablando y terminó de hacer sólido su cuerpo, todo ese tiempo había estado ligeramente en su estado inmaterial todavía, una visión en medio de la noche, nada más. Y lo hizo porque se atrevió a tomarla por el codo.

—No me ha interrumpido. A decir verdad, a veces extraño la compañía. Siempre me encuentro muy solo en ese sitio —confesó—, ¿le importaría hacerme compañía esta velada? Prometo no robarle mucho de su tiempo —pidió con cordialidad. Y es que a eso se resumía todo, Koschei era un niño en muchos sentidos, alguien que no tenía con quien jugar, que extrañaba la voz de otra persona, más aún, dirigida a él porque a veces con escuchar conversaciones ajenas no le bastaba.

Clavó los ojos pálidos en la joven, aún maravillado por el milagro que era la vida, un milagro que alguna vez él mismo había tenido.

—Me llamo Ivan, no soy de estas tierras —se presentó con el nombre que tuvo cuando era mortal. Koschei era el de las leyendas, el que espanta niños que no quieren irse a dormir, el que rapta jovencitas, el Zar de la Muerte. Ahora, en ese lugar, era sólo Ivan.

Torció la boca en una sonrisa divertida, como esas que hace mucho no aparecían en su novel rostro, no desde que había muerto por mano propia, no desde que era un alma en pena anclada al plano terrenal, aunque ya no perteneciera aquí. Y se sintió bien, como si algo se desentumeciera. Todo ese tiempo, siguió sosteniéndola aunque ya no era necesario.

—Deirdre —repitió cuando ella hubo terminado su diatriba—. Entonces debo suponer que vienes de las Islas Británicas, ¿no es así? —Cuando vivía, Koschei recordó, su padre y el príncipe de la Rus viajaban constantemente a ese sitio para hacer tratos con los reyes de aquel lugar.

—Tengo muchos muertos, Deirdre, no aquí, pero siento que al menos los honro viniendo a este sitio sagrado —dijo y no era mentira. También se recordaba a sí mismo, hermoso y joven, ahora nada más que polvo en la tierra húmeda bendecida por el Santo Isaac y el Santo Gleb, a las afueras de una capilla de madera con frescos tan dorados que lastimaban a la vista.

—Podemos pasear —aceptó, tratando de contener la risa que la chica le provocaba. No que se burlara de ella, sino que le contagiaba esa energía tan particular. Supo en ese momento que no todos los vivos eran como ella, que esta muchacha era diferente y le agradó la noción, pues si iba a pasar la noche con alguien, que fuera con ella, que parecía hablar mucho y tener energía como para encender constelaciones enteras.

—Llevo más tiempo que tú en la ciudad —continuó hablando y emprendió la marcha, empujándola un poco, con suavidad, casi imperceptible, para que ella hiciera lo mismo—, y cada noche he venido aquí, así que ya conozco sus caminos y sus secretos. Aunque me gusta creer que aún me quedan algunos por descubrir. —Giró el rostro hacia ella y le sonrió.

Logró hacer que la mano de Deirdre se posara en su antebrazo y de ese modo, continuó caminando por las calles del camposanto.

—Puedes preguntar lo que quieras. He notado que tienes mucha curiosidad. Cuando no quiera responder, simplemente no voy a hacerlo —le aseguró—. Yo también tengo mis dudas sobre ti, pero aunque soy joven, he aprendido que todo llega a su tiempo. —Era una mentira, pero se entendía el porqué de ella; no podía decirle que tenía mil años y en ese milenio había visto demasiado y padecido lo indecible.

Podía tomarlo como un chiquillo misterioso que quiere hacerse el interesante, o como un charlatán que quiere tomarle el pelo, o como algo más, más complicado y más difícil de definir, finalmente lo que era en realidad. No se detuvo y pronto estuvieron entre los mausoleos más viejos del cementerio, donde familias nobles enteras estaban enterradas, algunas cuyos apellidos el tiempo ya había borrado. Finalmente, ahí se detuvo.

—Allá en Rusia, de donde soy, mi familia tenía un lugar como estos, pero los franceses me parecen más hermosos —confesó con total honestidad. Él mismo enterrado en la cripta de los Bessmertny.