AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Primavera, 1800 d.C.
Después de más de once mil años de estar atado a Artemisa, sus encuentros con ella se habían hecho rutinarios. Al principio había luchado contra su situación de esclavitud forzosa, había intentado por todos los medios alimentarse de cambiantes, otros vampiros, hechiceros y humanos comunes, nada había funcionado. Era como ingerir alimentos humanos, no le hacían daño, pero tampoco lo alimentaban. Sólo la sangre de Artemisa podía darle la vitalidad necesaria para continuar con su existencia, por lo que había desistido de intentarlo, al punto que la sangre humana había dejado de tentarlo. A la época actual, buscaba acudir a ella lo menos posible. A veces incluso, negándose a verla, llegaba a extremos en los que la debilidad lo hacía perder la mayoría de sus poderes, impidiéndole tomar otra apariencia más que la real.
Así había ocurrido en aquella ocasión. No había acudido a ella con esa apariencia solo por fastidiarla, como hacía cada vez que estaba molesto con ella por alguna cosa, sino por real debilidad que apenas y le permitía moverse con normalidad. Aun así, había provocado la ira de la vampiro, que odiaba verlo con ese tono de piel azulado y horribles cicatrices en todo el cuerpo, incluso el rostro.
– Te he dicho ya que no aparezcas ante mí luciendo de esta manera, Acheron. – Se quejó, sin notar, o sin importarle siquiera, el estado de debilidad en que llegaba.
El hogar de la vampiro, sin importar cuántas veces en aquellos milenios habían mudado la base principal de los Cazadores Oscuros según la mayor concentración de Daimons al momento, siempre era un enorme y opulento castillo, lleno de lujos innecesarios y docenas de sirvientas que le proveían cualquier capricho a cualquier hora, sin importar lo que fuese. La primera vez que visitase alguna de las estrambóticas mansiones creadas a su gusto y medida, se había sentido maravillado. Incluso su antiguo hogar en Dydimos, un palacio digno de la realeza del lugar y la época, no se comparaba con la exuberancia de la mujer.
A diferencia de ella, Acheron siempre buscaba un lugar pequeño y cómodo donde poder hospedarse. No porque no contara con fortuna, porque sí que la tenía, simplemente no necesitaba demasiado espacio, y le gustaba encargarse por sí mismo de sus cosas. Tener un lugar como aquel implicaba tener servidumbre, y prefería vivir solo.
Artemisa había insistido en incontables oportunidades que no necesitaba tener un lugar propio, que podría vivir con ella, pero él se había negado en redondo cada vez que si quiera lo mencionara. Apreciaba demasiado la poca libertad que tenía como para amarrarse aún más a ella. Justo ahora, en contraste con lo que había pensado cientos de años atrás, veía en todo lo que le rodeaba nada más que cadenas y sangre, opresión y castigo, pues era todo lo que recibía cada vez que iba con ella.
– Estoy muriendo, Artemisa. ¿Te molestaría dejar de pensar solo en ti por unos minutos y dejarme beber? – Pidió, al límite de su paciencia y de sus fuerzas.
La mujer hizo un mohín de disgusto ante sus palabras y prosiguió a caminar hacia sus aposentos privados, donde ninguna de sus sirvientas se atrevería a molestarlos sin ser llamada. Acheron le siguió sin quejarse. Ese lugar era su sala de tortura, e incluso así caminaba por su propio pie, siguiéndola. Estaba demasiado acostumbrado como para que le importasen algunos latigazos o golpes provenientes de ella.
– Ponte de rodillas y paga por tu alimento. – Ordenó, cruel cual era, una vez estuvieron lejos de las miradas curiosas mientras se desvestía.
El Nosferatu solo agradecía que la humillación no fuese pública, al fin y al cabo, tampoco a ella le convenía que nadie supiera el tipo de relación que llevaban.
La imitó, quitándose las vestimentas, antes de cumplir con las órdenes recibidas. Se puso de rodillas, dejando los brazos extendidos a ambos lados de su cuerpo, sin la menor intención de cubrirse a pesar de que sabía de sobra lo que venía, preguntándose cuál de sus herramientas de tortura usaría esta vez. No pudo menos que encogerse al verla acercarse con una especie de vara con púas que, hecha en cualquier material le haría bastante daño; ella la había personalizado con una cobertura en plata, provocando que cada golpe doliera como el infierno y las heridas tardaran mucho más en sanar. Cerró los ojos y empuñó las manos esperando el primer golpe, el cual recibió sin emitir sonido alguno.
Quince fueron los golpes. Cinco en la espalda, otros tantos en el pecho, uno en cada brazo y cada muslo, y un último en la cara. Esa era la medida usual. Debía soportarlos en silencio y sin moverse, lo cual era difícil en su estado actual, pero de no ser así, repetía el golpe por el que se había quejado tantas veces fueran necesarias hasta que lograra recibirlo tal como ella ordenaba.
Cuando terminó, disgustada por no haberlo hecho flaquear, le lanzó un segundo golpe en el rostro, en la sien, haciendo que una púa se le clavara en el pómulo, muy cerca del ojo, provocando la ira del Nosferatu, cuyos ojos se tornaron de un intenso amarillo rodeado por un aro rojo. Al verlo así, Artemisa optó por servirle de su sangre en una copa, apenas suficiente para que tuviera que recurrir a ella nuevamente en solo un par de días. Odiaba que la tocara con esa apariencia monstruosa, y más cuando estaba así de furioso. Las cosas nunca terminaban bien cuando sus ojos se tornaban de aquella manera.
Acheron se puso finalmente en pie, intentando no quejarse por el dolor provocado por las heridas sangrantes. Recibió la copa que Artemisa le extendía y bebió hasta la última gota, antes de dejar caer la copa de cristal para romperse en infinitos trozos al caer contra el suelo.
– ¿Qué demonios sucede contigo? – Chilló la mujer al ver destruida su preciosa posesión, a pesar de que tenían cientos de copas idénticas.
– ¡No! ¿Qué coño sucede contigo? ¿No es suficiente para ti tenerme aquí dos veces por semana para torturarme hasta el cansancio? ¿Qué más quieres de mí, Artemisa? – Le gritó de vuelta, sin importar que su mal temperamento le pasara factura la próxima vez que acudiera a ella.
– ¡Te quiero a ti, Acheron! ¡Quiero que me mires como lo hacías antaño! ¡Quiero que me beses y me toques porque quieres, y no porque te lo ordene! – Exigió ella, acercándose a él, queriendo tocar su rostro, pero reteniéndose ante la fealdad del mismo. – ¡Cambia ya esa asquerosa apariencia! No soporto verte así. –
Él obedeció porque no tenía más opción antes de responder. – Me pides imposibles. No te has ganado de mí más que mi desprecio y odio. La única razón por que la todavía acudo a ti es por tu maldito hechizo. Libérame y no volverás a ver mi rostro, en ninguna de sus apariencias, nunca más. – La retó, pero ella nunca caería ante sus provocaciones.
– ¡Maldito seas, Atlante! – Exclamó sin pensar. – Si no fuera por el juramento de Apollymi, hace tiempo que… –
El nosferatu había querido escuchar la continuación de aquella frase, pero ella se detuvo. Incapaz de culminar con una amenaza que, ambos sabían, no podría cumplir. Ella no tenía ni la fuerza ni el poder suficiente para acabar con él. Se había aprovechado de su condición de neófito para hechizarlo, con una única salida a su maldición.
– ¿Qué dijiste? – Preguntó al ser consiente de todo lo que ella acababa de decir. – ¿Qué quieres decir con eso, Artemisa? ¿Quién es Apollymi? – Cuestionó. Ella simplemente abrió los ojos como si acabara de decir algo que no debiera y, antes de que él pudiera hacer o decir algo más, simplemente se desvaneció. – ¡Maldita seas, Artemisa! ¡Respóndeme! – Gritó, ya que, si bien ella no estaba frente a él, sabía que seguía en el castillo.
Maldijo hasta el cansancio, pero eso no la hizo volver a presentarse ante él, por lo que, resignado, se vistió aún sangrante, antes de tomar nuevamente su apariencia humana y marcharse del lugar. Si tan solo pudiera confiar lo suficiente en alguien como para entregar por voluntad su corazón, entonces sería libre de ella, libre de matarla si era necesario.
Así había ocurrido en aquella ocasión. No había acudido a ella con esa apariencia solo por fastidiarla, como hacía cada vez que estaba molesto con ella por alguna cosa, sino por real debilidad que apenas y le permitía moverse con normalidad. Aun así, había provocado la ira de la vampiro, que odiaba verlo con ese tono de piel azulado y horribles cicatrices en todo el cuerpo, incluso el rostro.
– Te he dicho ya que no aparezcas ante mí luciendo de esta manera, Acheron. – Se quejó, sin notar, o sin importarle siquiera, el estado de debilidad en que llegaba.
El hogar de la vampiro, sin importar cuántas veces en aquellos milenios habían mudado la base principal de los Cazadores Oscuros según la mayor concentración de Daimons al momento, siempre era un enorme y opulento castillo, lleno de lujos innecesarios y docenas de sirvientas que le proveían cualquier capricho a cualquier hora, sin importar lo que fuese. La primera vez que visitase alguna de las estrambóticas mansiones creadas a su gusto y medida, se había sentido maravillado. Incluso su antiguo hogar en Dydimos, un palacio digno de la realeza del lugar y la época, no se comparaba con la exuberancia de la mujer.
A diferencia de ella, Acheron siempre buscaba un lugar pequeño y cómodo donde poder hospedarse. No porque no contara con fortuna, porque sí que la tenía, simplemente no necesitaba demasiado espacio, y le gustaba encargarse por sí mismo de sus cosas. Tener un lugar como aquel implicaba tener servidumbre, y prefería vivir solo.
Artemisa había insistido en incontables oportunidades que no necesitaba tener un lugar propio, que podría vivir con ella, pero él se había negado en redondo cada vez que si quiera lo mencionara. Apreciaba demasiado la poca libertad que tenía como para amarrarse aún más a ella. Justo ahora, en contraste con lo que había pensado cientos de años atrás, veía en todo lo que le rodeaba nada más que cadenas y sangre, opresión y castigo, pues era todo lo que recibía cada vez que iba con ella.
– Estoy muriendo, Artemisa. ¿Te molestaría dejar de pensar solo en ti por unos minutos y dejarme beber? – Pidió, al límite de su paciencia y de sus fuerzas.
La mujer hizo un mohín de disgusto ante sus palabras y prosiguió a caminar hacia sus aposentos privados, donde ninguna de sus sirvientas se atrevería a molestarlos sin ser llamada. Acheron le siguió sin quejarse. Ese lugar era su sala de tortura, e incluso así caminaba por su propio pie, siguiéndola. Estaba demasiado acostumbrado como para que le importasen algunos latigazos o golpes provenientes de ella.
– Ponte de rodillas y paga por tu alimento. – Ordenó, cruel cual era, una vez estuvieron lejos de las miradas curiosas mientras se desvestía.
El Nosferatu solo agradecía que la humillación no fuese pública, al fin y al cabo, tampoco a ella le convenía que nadie supiera el tipo de relación que llevaban.
La imitó, quitándose las vestimentas, antes de cumplir con las órdenes recibidas. Se puso de rodillas, dejando los brazos extendidos a ambos lados de su cuerpo, sin la menor intención de cubrirse a pesar de que sabía de sobra lo que venía, preguntándose cuál de sus herramientas de tortura usaría esta vez. No pudo menos que encogerse al verla acercarse con una especie de vara con púas que, hecha en cualquier material le haría bastante daño; ella la había personalizado con una cobertura en plata, provocando que cada golpe doliera como el infierno y las heridas tardaran mucho más en sanar. Cerró los ojos y empuñó las manos esperando el primer golpe, el cual recibió sin emitir sonido alguno.
Quince fueron los golpes. Cinco en la espalda, otros tantos en el pecho, uno en cada brazo y cada muslo, y un último en la cara. Esa era la medida usual. Debía soportarlos en silencio y sin moverse, lo cual era difícil en su estado actual, pero de no ser así, repetía el golpe por el que se había quejado tantas veces fueran necesarias hasta que lograra recibirlo tal como ella ordenaba.
Cuando terminó, disgustada por no haberlo hecho flaquear, le lanzó un segundo golpe en el rostro, en la sien, haciendo que una púa se le clavara en el pómulo, muy cerca del ojo, provocando la ira del Nosferatu, cuyos ojos se tornaron de un intenso amarillo rodeado por un aro rojo. Al verlo así, Artemisa optó por servirle de su sangre en una copa, apenas suficiente para que tuviera que recurrir a ella nuevamente en solo un par de días. Odiaba que la tocara con esa apariencia monstruosa, y más cuando estaba así de furioso. Las cosas nunca terminaban bien cuando sus ojos se tornaban de aquella manera.
Acheron se puso finalmente en pie, intentando no quejarse por el dolor provocado por las heridas sangrantes. Recibió la copa que Artemisa le extendía y bebió hasta la última gota, antes de dejar caer la copa de cristal para romperse en infinitos trozos al caer contra el suelo.
– ¿Qué demonios sucede contigo? – Chilló la mujer al ver destruida su preciosa posesión, a pesar de que tenían cientos de copas idénticas.
– ¡No! ¿Qué coño sucede contigo? ¿No es suficiente para ti tenerme aquí dos veces por semana para torturarme hasta el cansancio? ¿Qué más quieres de mí, Artemisa? – Le gritó de vuelta, sin importar que su mal temperamento le pasara factura la próxima vez que acudiera a ella.
– ¡Te quiero a ti, Acheron! ¡Quiero que me mires como lo hacías antaño! ¡Quiero que me beses y me toques porque quieres, y no porque te lo ordene! – Exigió ella, acercándose a él, queriendo tocar su rostro, pero reteniéndose ante la fealdad del mismo. – ¡Cambia ya esa asquerosa apariencia! No soporto verte así. –
Él obedeció porque no tenía más opción antes de responder. – Me pides imposibles. No te has ganado de mí más que mi desprecio y odio. La única razón por que la todavía acudo a ti es por tu maldito hechizo. Libérame y no volverás a ver mi rostro, en ninguna de sus apariencias, nunca más. – La retó, pero ella nunca caería ante sus provocaciones.
– ¡Maldito seas, Atlante! – Exclamó sin pensar. – Si no fuera por el juramento de Apollymi, hace tiempo que… –
El nosferatu había querido escuchar la continuación de aquella frase, pero ella se detuvo. Incapaz de culminar con una amenaza que, ambos sabían, no podría cumplir. Ella no tenía ni la fuerza ni el poder suficiente para acabar con él. Se había aprovechado de su condición de neófito para hechizarlo, con una única salida a su maldición.
– ¿Qué dijiste? – Preguntó al ser consiente de todo lo que ella acababa de decir. – ¿Qué quieres decir con eso, Artemisa? ¿Quién es Apollymi? – Cuestionó. Ella simplemente abrió los ojos como si acabara de decir algo que no debiera y, antes de que él pudiera hacer o decir algo más, simplemente se desvaneció. – ¡Maldita seas, Artemisa! ¡Respóndeme! – Gritó, ya que, si bien ella no estaba frente a él, sabía que seguía en el castillo.
Maldijo hasta el cansancio, pero eso no la hizo volver a presentarse ante él, por lo que, resignado, se vistió aún sangrante, antes de tomar nuevamente su apariencia humana y marcharse del lugar. Si tan solo pudiera confiar lo suficiente en alguien como para entregar por voluntad su corazón, entonces sería libre de ella, libre de matarla si era necesario.
Acheron Parthenopaeus
Acheron- Nosferatu Clase Alta
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