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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Arthur P. Knight Sáb Sep 15, 2018 11:52 pm

Algunas veces, la perspectiva de, simplemente, perderse le resultaba mucho más llamativa de lo que le gustaría admitir, probablemente por las muchas -y no del todo agradables- consecuencias que ello acarrearía. Dejar atrás su patria no había sido simple, especialmente porque al marcharse no solamente adquiría nuevas responsabilidades, fuera de su zona de confort, sino que además, arrastraba consigo también las anteriores. Y por más que le fastidiara admitirlo, aunque aparentar, poniendo una fachada de "yo puedo con todo", funcionaba de cara a otros, a sí mismo no podía engañarse, y mucho menos a su cuerpo. Por lo que a veces no le quedaba más remedio que admitirse a sí mismo que no era lo bastante fuerte para cargar con todo y mantenerse a flote, tanto anímica como físicamente, en el proceso. En el pasado, ser un hombre de negocios simplemente había significado mover los hilos de las relaciones que ya antes habían establecido otros. Administrar las ganancias y perdidas de las rutas comerciales existentes, por así decirlo. Y era un trabajo fructífero, además de que aportaba el aliciente de poder viajar libremente por el mundo sin tener que dar muchas explicaciones.

Ahora que era su cabeza la que debía planear nuevas rutas, y discutir de forma directa con los encargados de las ya establecidas, se daba cuenta de lo privilegiada que había sido su vida en comparación. Se había sobrestimado a sí mismo al confiar que sus amplios conocimientos acerca de cómo funcionaba el mundo, culturalmente hablando, fuera una base lo bastante buena y sólida como para ayudarle en su nuevo "cargo". No podía estar más equivocado. La economía y el comercio, en muchos casos, tenía poco que ver con la cultura de la que procedían las materias, y más con el precio que se estaba dispuesto a pagar por las mismas, considerando lo que se obtendría a partir del producto una vez acabado. No era una ciencia exacta, ni mucho menos, pero lo que más claro le quedó desde el principio, es que también era terriblemente injusta. Al final, imponer el poder contenido dentro de un apellido, o de un título, o de la nación que te respalda, frente a un tercero que en la mayoría de casos estaba en desventaja, era terriblemente similar a pisotear a alguien que ya estaba en el suelo y que no estaba haciendo intento alguno por defenderse de los golpes.

Y no es que Arthur fuera una persona pacífica, nada más lejos de la realidad, pero la noción de dañar -en este caso no físicamente, o al menos no de forma directa- a un inocente se le hacía especialmente difícil de digerir, mucho más teniendo en cuenta que la otra faceta de su vida, esa que muchos desconocían por completo, se cimentaba en los deseos -casi obsesivos- de proteger a esos mismos inocentes de las criaturas que se ocultaban en las oscuridad, acechándoles. Esperando el mejor momento para abalanzarse sobre sus víctimas indefensas. Y sí, tal vez él no estuviera clavando sus "colmillos" en la yugular de nadie de forma literal, pero sí que lo estaba haciendo de forma retórica, y no por ello se sentía mejor. Aquella misma mañana había regateado innecesariamente con el precio del hilo, confeccionado en países más orientales, cuando era plenamente consciente de que el beneficio que obtendría una vez confeccionado el tipo de prenda que deseaba fabricar -capas para el ejército- cubriría con creces los costes y le haría seguir ganando una fortuna al final del proceso. Y se le habían removido las entrañas, pero lo hize de todas maneras. Y luego se sentía lo bastante superior moralmente para llamar a otros hipócritas.

Así que coger el caballo y salir cabalgando a toda prisa de la finca, en dirección al bosque, fue la única solución lógica -en realidad, no tanto, pero no se le ocurrió otro modo- que encontró para huir de sus propios remordimientos. La brisa era fresca, anunciando el final del verano, y por un momento se permitió cerrar los ojos e imaginar que no estaba en Francia, sino en su verdadero hogar, cuando las cosas aún eran normales. Y por unos minutos, realmente se sintió en casa. Y es que los aromas que atrae el otoño son idénticos en todas partes. No como la primavera, que acentúa el olor individual de cada flor, y que por tanto depende de la flora de la zona. El otoño tiene una fragancia universal, una que habla del final de un ciclo, del comienzo de la etapa de silencio y letargo; que se prolonga hacia el invierno, con su ausencia total de perfume, y se alarga hasta alcanzar una nueva primavera. El otoño era el único momento en que cuando se mentía a sí mismo haciéndose creer que todo era como antes, y era capaz de creérselo, al menos hasta que abría los ojos y el paisaje a su alrededor le seguía resultando desconocido.

Porque por más meses que llevara allí, y por mas ocasiones en que había escapado hacia los bosques, la sensación de no pertenecer no parecía tener intenciones de desaparecer en un futuro próximo.

Estaba a punto de anochecer cuando descendió de la montura. El animal parecía agotado, pero agradeció la cercanía a una pequeña charca, a la que se acercó de inmediato para comenzar a beber. El hombre, por su parte, se limitó a sentarse pesadamente sobre la reseca hierba, súbitamente consciente de su propio cansancio. Estuvo tentado de simplemente echarse hacia atrás y cerrar los ojos, cuando una serie de crujidos a su espalda le hicieron bufar. ¿Buscar tranquilidad en un bosque, a esas horas de la tarde? ¿En qué había estado pensando? Aunque no se movió del sitio, su nivel de alerta se acentuó, y en un movimiento sutil pero preciso deslizó ambas manos en dirección a las armas que llevaba firmemente sujetas a la cintura, cubiertas por la capa si lo miraban desde atrás, pero perfectamente accesibles para él. Una larga daga de plata y una pequeña arma de fuego, sus balas hechas del mismo material. Probablemente en el caballo tuviera agua bendita y alguna estaca, pero como forma de ralentizar a un posible atacante, con eso bastaría, y así no levantaría sospechas de haberse percatado de la presencia de alguien más en el claro.

Arthur P. Knight
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Mensaje por Kanoy Sukemura Lun Sep 17, 2018 1:53 pm


You better run for your life if you can, little girl
Hide your head in the sand, little girl
Catch you with another man
That's the end, little girl


Podrick se había aparecido frente a ella tan pronto el sol comenzara a descender, cubierto por una capa que lo protegía de los rayos restantes del sol antes del anochecer. En principio no se había alertado, pues era ese día de la semana en que él iba a casa para darle la dosis de su sangre que necesitaba para aplacar el avance de la enfermedad. Kanoy había estado entonces en los jardines, junto a la fuente, escuchando el relajante sonido del agua al caer, cuando el hombre la hizo internarse en el salón con vistas al jardín, antes de cerrar las cortinas y poder quitarse la capa.

Estaba ya tan cansada de ese hombre y sus encuentros, que quería simplemente ir al grano, beber la sangre que el vampiro le ofrecía voluntariamente, y hacerlo marcharse. Especialmente porque su padre había salido de viaje esa mañana y no quería estar demasiado tiempo a solas con él. La servidumbre de la mansión no era abundante, apenas las personas necesarias para mantener el lugar impecable y en correcto funcionamiento, y todos eran humanos, nadie sería capaz de hacer frente al vampiro si éste llegaba a enloquecer.

Tomó la muñeca sangrante que le era ofrecida, y bebió. La sensación siempre era igual, un cosquilleo que se extendía por todo su cuerpo, dándole fuerzas renovadas y excitándola al punto de la necesidad, haciéndola apretar los muslos uno contra otro, no queriendo sentir esa puntada aguda en el centro de su cuerpo que le exigía ser satisfecha. Pero su sed de sangre poco a poco se había convertido en un hambre voraz, las semanas cada vez se le hacían más largas, y cuando bebía, quería más, haciendo ese deseo indeseado más intenso y frustrante. A diferencia de otras ocasiones, el vampiro no la detuvo cuando fue suficiente, por el contrario, la animó a beber más y así ella lo hizo.

El dolor en su intimidad se agudizó, pudo sentir los olores a su alrededor con mayor fuerza y ver todo infinitamente más claro, al punto que la oscuridad ya no afectaba su visión. El deseo sexual se instaló en su cuerpo de manera tal que incluso le hizo pensar en la posibilidad de ceder ante las peticiones del vampiro y entregarse a él, pero solo con verlo a los ojos, la descartaba al instante. El sujeto era un depredador, no la quería, sólo quería satisfacerse a sí mismo, y Kanoy no quería entregarse de esa manera, quería que fuera especial, no solo algo físico.

Justo cuando la explosión de placer se expandiera por todo cuerpo, sensibilizando su piel, alejó la fuente de vitae de su boca y se dejó caer laxa en el mullido sillón, con los ojos cerrados, disfrutando de aquella oleada de divinas sensaciones. Sus músculos estaban demasiado relajados como para responder adecuadamente y mantenerla en una postura más digna de una señorita.

Abrió los ojos, alarmada, al sentir la mordida del vampiro en su cuello, y las enormes manos recorrer su cuerpo aun sobre su vestido. Intentó moverse, alejarlo, pero no podía, su cuerpo aún no respondía y ni siquiera era capaz de gritar, por lo que las lágrimas comenzaron a brotar en silencio sin nada que pudiera hacer para detenerlas. Llevado por la lujuria, el hombre estrujó uno de sus pequeños senos aun sobre el vestido, provocando un quejido en la joven, del que se aprovechó para besarla, introduciendo su lengua en cavidad bucal de la joven. El deseo de gritar se intensificó, quiso patalear y liberarse de él. Aquel era su primer beso y no lo estaba disfrutando en absoluto. Quería todas esas cosas, pero no de esa manera, no con él.

Poco a poco la fuerza fue volviendo, aumentada por la reciente ingesta y la adrenalina del momento. Así pues, actuó rápido. Lo empujó hasta hacerlo caer sentado en el suelo, sacó un cuchillo de la cubertería de plata que tenía la precaución de llevar siempre en uno de los bolsillos ocultos de su vestido, y se lo clavó en el pecho, provocando un brote de vitae que le manchó el vestido sin que fuera realmente consciente de ello. – Lo maté. ¡Lo maté! – Se llevó las manos al rostro, cubriendo su boca ante la sorpresa de sus propios instintivos actos, quedándose sin saber qué hacer. Y entonces el sujeto se movió. Al parecer no había acertado en el corazón, lo que en cierta forma le dio tranquilidad, pues no quería ser una asesina, aunque en teoría el hombre ya llevase tiempo muerto.

¿Qué hacer? Quedarse allí era condenarse a sí misma a muerte, y entonces su padre no lo soportaría. No podía hacerle eso. Los sirvientes tampoco podrían ayudarla, y no quería que nadie muriese por su culpa. Así fue como había terminado corriendo. Corría por su vida, internándose cada vez más en el bosque con el que colindaba su mansión. Su vestido, de un tono tan claro de amarillo que estaba muy cerca de ser blanco, manchado en sangre, al igual que su rostro, su cuello, sus manos, e incluso sus blancos cabellos. No se había detenido ni por un segundo como para percatarse del estado en que se encontraba. Simplemente corría, mirando cada tanto hacia atrás. Sabía de sobra que demoraría un poco en recuperarse de la herida, pero no podía quedarse quieta, debía alejarse lo más posible de él y, a la vez, alejarse de las inocentes personas que trabajaban en casa.

Durante su alocada carrera, ni siquiera pasó por su mente el poder encontrarse con alguien en el camino, por lo que, al atravesar unos arbustos, no había esperado encontrarse con el trasero de un caballo. Sin tener tiempo de detenerse, había terminado por embestir al animal, que respondió con una patada directo en el estómago de la chica, lanzándola de culo al suelo unos metros atrás, provocando que se golpeara también la cabeza en la caída. El dolor llegaba de diferentes direcciones y en distintas intensidades, por lo que, sin percatarse de la presencia del hombre dueño del animal, se puso en posición fetal, abrazándose a sus rodillas, soportando apenas el dolor. De no ser una esclava de sangre, esa patada, y la aparatosa caída, seguramente la habrían matado en el acto.

Descubrió en sí misma un deseo de vivir del que no había sido consciente antes, un instinto de supervivencia que le hizo, aun respirando con dificultad, incorporarse a duras penas, llevando una mano al estómago. Debía seguir corriendo, pero apenas si podía moverse. Las fuerzas recién adquiridas comenzaban a abandonarla, pero hizo todo cuanto pudo por mantenerse consciente. No quería morir. – Tenías razón, Kiki. Quiero vivir, no quiero morir en manos de ese… – Hablaba consigo misma, con Kiki, con nadie en particular, mientras se giraba para intentar seguir avanzando, cuando lo vio.

En medio de la oscuridad ya instalada tras anochecer, el hombre rubio estaba allí, y aunque no la atacaba, parecía a la defensiva. Mantuvo una mano en el estómago y subió la otra al nivel de su rostro, demostrando que no tenía armas y que no iba a ser ella quien lo atacara a él. Fue entonces cuando el rugido del vampiro se dejó escuchar, haciéndola mirar hacia atrás, en dirección a su hogar. A pesar de que había logrado alejarse unos cuantos kilómetros, el rugido sonó fuerte y claro, provocando el pánico que se mostró claro en sus ojos. Avanzó, tan rápido como podía debido al dolor, en dirección al hombre, tomándolo del antebrazo y queriendo guiarlo lejos de allí. – Tenemos que irnos. Podrick. Él va a matarme, y va a matarlo a usted si me ayuda. Tenemos que irnos, debemos irnos. – Repetía sin detenerse en su avance, si tan solo pudiera desvanecerse.

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