Promesas de Buenos Aires [Privado] Virreinato del Río de la Plata

“Había estado casado una vez.
Ella se fue. Era la muerte. La vi consumirse lentamente hasta el final.
De pronto estaba allí otra vez, frente a un altar
Aquel rostro desconocido prometía el milagro de verme renacer
Y fue la vida.
La esperanza que no quería.”
Arsène LaChapelle

“Arsène LaChapelle muerto en combate”

Se esparció la noticia. Uno de los soldados veteranos de la Inquisición había dejado de existir en nombre de la cruz, aniquilado por las siervas de Satán: Boudica y Amancay. El fatal acontecimiento no dejó más que la proeza de un caído. Un héroe. Un mártir al cual seguir y admirar. Eso fue lo que se divulgó. Y se rindieron honores en su nombre. Dios acompañase a los cinco niños que quedaban huérfanos.

Eso fue lo que se divulgó. El rumor hecho realidad.

Todo falso.

Arsène estaba vivo. Vivo y escondiéndose como una rata por la vergüenza de haber sido derrotado, y más aún perdonado. Las bastardas lo habían dejado con vida, en lugar de haberle puesto fin, como había sido su propósito. La peor de las deshonras. Una mancha en su conciencia que corroía su ser, volviéndolo loco del coraje. No podía volver. Era incapaz de ver a los ojos a los hijos que había procreado. Pobres herederos de una sangre contaminada por un abuelo suicida y un padre débil. Era mejor que crecieran alejados de todo aquello. La líderes de la Inquisición respaldaron la decisión de Arsène. Le proveerían lo necesario para desaparecer, como una compensación a sus años de servicio. Llevaba una semana encerrado, ya recuperado de la mayoría de sus heridas, cuando lo mandaron a llamar:

— Está hecho. Se ha anunciado tu fallecimiento. Tus camaradas y tus hijos ya lo saben. Para ellos, eres un héroe. La Inquisición velará por tu familia. No les faltará nada. — dijeron a un pensativo Arsène, cuya mirada permanecía sumisa —. A cambio, deberás seguir prestando tus servicios en el Virreinado del Río de la Plata. En la más absoluta clandestinidad, desde luego. Tu excusa será una herencia de ganado en Buenos Aires, producción de la que pasarás a hacerte cargo. Vivirás en una hacienda en las afueras de la ciudad. Te daremos las indicaciones por escrito. Nos llegó la noticia de que tu mujer finalmente sucumbió a su enfermedad. Nuestro pésame. Lo sentimos, pero no es posible guardar el luto en estos momentos. Tu deber es embarcarte esta misma tarde y casarte apenas llegues a destino. El compromiso está arreglado. Desposarás a la hija mayor de Alonso Amat y Junyent. Por lo que nos han informado, es fértil. Es todo, LaChapelle.

...

LaChapelle jamás había puesto los pies fuera de Europa y había prestado muy poca atención a las anécdotas, un tanto fantasiosas, que solían contar sus camaradas en sus misiones a las Américas. No sentía curiosidad. Su mente no estaba en el estado propicio para preguntarse si la calidad de la comida disminuiría o si era cierto que las mujeres de Buenos Aires se acicalaban al mismo grado que las damas de Sevilla. Tenía que usar su energía en contener lo ocurrido y en dejar el pasado atrás. Adiós a Francia. Adiós al hombre de familia. Tenía que presentarse compuesto ante la joven con la que se uniría, como un hombre limpio y sin pasado. Mantenía únicamente el nombre. Un nombre que, en lejanas tierras, renacía.

Apenas desembarcó, después de una travesía que por poco le hizo perder cuatro kilos de pura inapatencia, se llevó la primera sorpresa desagradable: un esclavo harapiento lo esperaba en el puerto para tomar sus baúles. Lo acompañaba lo que parecía ser un sirviente de mayor rango, un blanco vestido de negro de la cabeza a los pies, quien lo puso al día:

— Lo esperábamos, señor LaChapelle. Casi sin retraso. Por favor, sígame. La ceremonia se llevará a cabo en dos horas. Disponemos del tiempo justo para llegar a la casona y prepararlo para la ceremonia. Siempre es un acontecimiento de renombre que se case la primera mujer. La más contenta es la señora de la casa…

Pero Arsène dejó de oír a aquel hombre. Su atención estaba en la gente. En las ropas que usaban, el acento, y hasta el volumen de la voz. Una vez que princeló el carácter de los locales, aceptó de buen talante la idea de aburrirse durante sus primeros días. No le importaba. Deseaba seguir sirviendo a la Inquisición y una esposa virtuosa; para entretenerse tenía sus libros y los negocios.

— ...así que dígame si tiene dudas, señor. —dijo el sirviente, acabando la tediosa explicación.
— Sólo una. — contestó Arsène, subiendo al carro que los esperaba —. La mujer con la que me casaré, ¿cómo se llama?
— Disculpe. Su nombre es María Sebastiana Amat y Junyent. Es un encanto. Le gustará.

Sebastiana. Con su nombre, Francia moría un poco más.

La negra Angustias gritaba y saltaba alegre, asegurando que su amita estaba hermosa, que el peinado le había quedado como hecho por los ángeles y Sebastiana le creía, su Agú –como la llamaba desde que había aprendido a hablar- jamás le decía mentiras. Desde que su madre había muerto, era Angustias en quien más confiaba pues ya le había descubierto a su padre más de una mentira.

Estaba nerviosa. Lo único que sabía de su esposo era su nombre y nacionalidad. Las últimas dos semanas se las había pasado preparando la boda –que según las palabras de su madrastra era una oportunidad caída del cielo- y profundizando sus clases de francés. El vestido era precioso, se sentía una princesa, pero su francés… no creía que estuviera a la altura de las circunstancias y solo esperaba que él supiera español, sino ¿cómo harían para comunicarse? ¡Con lo mucho que a Sebastiana le gustaba hablar! Necesitaba saber que él la entendería.

Había pasado días enteros pensando cómo sería ese momento. Lo había imaginado todo, detalle por detalle, porque era una romántica irrecuperable que leía poesías de amor y se inventaba historias antes de dormir sobre romances inesperados, turbulentos y a veces trágicos… Siempre había soñado con casarse, pero conforme pasaba el tiempo y su padre rechazaba uno a uno a sus candidatos, Sebastiana Amat y Junyent perdía las esperanzas. Si bien había hecho planes, se había imaginado preparando su boda y poniéndose muy bonita para entrar en la iglesia, no pudo disfrutar de nada ese día porque todo sucedió muy rápido.

-¿Ya llegamos? –preguntó, sorprendida, antes de bajar del coche.

No se casarían en la iglesia del Socorro –a la que ella concurría asiduamente junto con su hermana-, sino que su padre había querido que la ceremonia fuese en la San Ignacio, porque era la más antigua de la ciudad. Solo las familias prestigiosas celebraban momentos de importancia allí.

Angustias contenía las lágrimas de felicidad, por eso no podía hablar, y le hizo un gesto afirmativo. Antes de dejarla bajar, la negra le dio su bendición y le besó la frente, fría a causa de los nervios. Las manos de Sebastiana también estaban heladas, pese a que el aire de Buenos Aires era cálido y espeso.

-¿Estoy bonita, Agú? –le preguntó, necesitando que la mujer le diese seguridad.

-Mi niña es siempre la más bonita –le respondió la esclava, sintiendo orgullo.

Su padre la estaba esperando y la ayudó a bajar del coche. Él también le besó la frente y Sebastiana lo abrazó con fuerza. A Don Amat y Junyent no le pasó desapercibido el temor de su niña, por eso le juró que todo estaría bien, que ya había conocido a Arsène y que era un hombre bueno. Tras el breve intercambio de frases, el hombre bajó el velo bordado con perlas de su hija y la condujo al interior de la iglesia.


Era mayor que ella, pero no era un anciano. Eso era todo lo que podía ver, todo lo que el velo le permitía conjeturar. Estaba tan nerviosa que no pudo concentrarse en las palabras del sacerdote, tampoco en los rezos. Que Dios la perdonase, pero tenía un nudo en el estómago y susurraba frases que pretendían ser las oraciones, pero acababan siendo confusas.

Aceptó ser la esposa de ese hombre, agradecida de que la voz no le fallase. Arsène levantó su velo y ella le sonrió, antes de recibir su beso en los labios. Sebastiana salió tomada de su brazo de la iglesia. A su izquierda veía a las personas que más amaba, su padre, su hermana y Agú. También estaba su madrastra. Pero a todos los dejaba atrás para irse con ese hombre.

Subió al carruaje, el mismo que la había dejado en la iglesia más temprano, y su esposo lo hizo tras ella. Así, en un mismo día, Sebastiana ingresaba soltera a San Ignacio y se iba siendo esposa de un desconocido francés. La vida cambiaba demasiado rápido.

-Buenas tardes, señor –lo saludó en francés, aunque fuera absurdo hacerlo, porque tras algunos minutos de silencio entre ellos comenzaba a sentirse incómoda.

Una cúpula sobre tambor cuadrangular le daba la bienvenida a un escéptico Arsène. La fachada de la Iglesia, de autoría incierta, daba un aire del barroco bávaro. El edificio era mayormente austero para un evento de tal magnitud, pero al inquisidor le daba gusto; llamar la atención le era incómodo. Afortunadamente no duraría mucho; una vez que la novia llegara, todos los ojos se posarían en ella.

El sirviente que lo había recibido no dejaba de hablar del rito de la boda. Era fastidioso, pero útil. Arsène quería evitar dar información, y por eso agradecía las innecesarias lecciones sobre los pasos a seguir. El francés recordaba a cabalidad el día en que desposó a su primera esposa, bajo un techo de roble. Permanecía intacto en su memoria el tallado de la madera, pero por una razón muy absurda: su timidez le había impedido ver el rostro de quien se convertiría en la madre de sus hijos. Tanto así que, en vez de decir que aceptaba, poco le había faltado para gritarlo.

Tomar posición frente al altar se le hizo familiar. Atrás quedaban los nervios del chico inexperto, ese que, por alguna ridícula razón, empuñaba diferentes armas como si fueran una extensión de sus extremidades, pero que se cortaba con regularidad al afeitarse.

— Ya está aquí, señor LaChapelle. Allí afuera. —y por fin el sirviente dijo algo de utilidad, sacándolo de ese nostálgico estado.

Arsène se volteó con cautela sobre su hombro, procurando no romper con la solemnidad de la ocasión. Estaba ahí para cumplir con la misión que se le había encomendado y no era aceptable permitirse el más mínimo margen de error, pero aquello no callaba por completo una muy humana curiosidad por quien compartiría su lecho de ahora en adelante. La parte aburrida era que estaba cubierta con un velo; esperable y respetable. En Francia lo usaban tanto las familias más conservadoras como las hijas feas. Si las nuevas tierras le sonreían, sería lo primero.

Inmediatamente después se enfocó en el sacerdote, como si fuese el ser vivo más interesante sobre la faz de la tierra. Sólo cuando los declaró marido y mujer, Arsène pudo ver el rostro de su esposa. Un par de ojos almendrados tiritaron bajo su mirada, imitando un cascabel. Sus rasgos parecían alisarse hacia las sienes; el contorno de sus pómulos era suave y su piel luce aún más tersa bajo la luz de las velas. No le habían mentido con que era una belleza. Si también era callada y discreta, sería perfecta. Se acercó a besarla y sellaron el trato.

Los pocos asistentes celebraron la unión con cordiales abrazos, capaces de hacer bostezar al más entusiasta. Cuando por fin terminaron, Arsène encaminó a Sebastiana al carruaje y se permitió guardar silencio hasta que ella tuvo que soltar la primera frase. Ah, ese acento criollo de las damas de bien.

— Sebastiana. —dijo su nombre como buscando que ella le confirmase su identidad. Volver a hablar con una mujer que no fuera Marie-Ange le fue tan extraño que, por un momento, pensó que lo estaba soñado. La miró fijamente un largo rato y prosiguió—. Parlez vous le Français?

Suponía que no importaba realmente si hablaba su idioma natal o no, pero para su misión el secretismo era esencial. Si ella llegaba a escuchar una conversación o leer una carta de la Inquisición dirigida a su persona en francés, podía enterarse de que sus labios no eran los primeros que había besado frente a Dios.