The Berserker — Morgane de Bordeaux ID

Ante todo, estratega. Ha tenido la oportunidad de desarrollar una larga trayectoria en la táctica militar al diseñar y llevar a cabo distintos escenarios de batalla, conociendo por tanto el arte de la guerra.
Su carácter, aunque por lo general estable y frío, puede virar abruptamente en casos aislados de discusión. Normalmente es poseedora del sosiego. Si se conoce con anterioridad sus tipos de reacciones ante un estado de molestia, aunque sean duras, transmiten cierta tranquilidad, ya que no es sencillo sacarla de la calma. De no haber tratado con ella previamente, su forma de expresarse puede ser fácilmente sacada de contexto para transformarla en una amenaza.

El rencor es una de sus principales características. Esto la ha llevado a grandes disgustos, dado que le ha resultado muy difícil sepultar los contratiempos de su vida. Ha aprendido no obstante a manipular su principal defecto y convertirlo en un arma. Se caracteriza por su paciencia y perseverancia a la hora de cobrar resarcimientos.
En contraste a ello, podría decirse que su mal genio, aunque lo suficientemente visceral, es pragmático y directo. No suele disfrutar de las torturas; su modo de vida la ha llevado a optar por la eliminación radical y rápida de los problemas, sean simples asuntos, o personas. Es muy decidida sobre sí misma, y suele abusar de su independencia.

En el momento que interiorice con el resto de los de Bordeaux, se dará cuenta que podrá crear lazos similares a los que tuvo con su clan original, aunque le lleve su tiempo. Lo defenderá como habría querido defenderlos a ellos. Como bien hemos advertido al principio, cuando sepa del homicidio de Rebecca, su carácter volverá a ver su naturaleza beligerante, dispuesta a encabezar una masacre contra quien haya atentado hacia sus allegados.

Encuentra fascinación por los estudios arqueológicos que se han hecho a lo largo del tiempo, puesto que su intimidad con lo sagrado siempre se ve en disputa. Luego de interiorizarse en el fenómeno de las religiones, reniega consigo misma hasta por sus orígenes. Esto no quita que siga sintiendo amor por la tradición pagana, y que persista con los rituales religiosos de su pueblo, casi de forma mecánica. En cambio, guarda respeto por lo que pudiera considerar profano. Claro que, por todo en lo que se vio involucrada durante sus últimas guerras, aborrece todo lo que tenga relación con el cristianismo.

«Para mediados del siglo XI, el ocaso de los dioses era inminente sobre el pueblo nórdico. Sus líderes comenzaban a arrodillarse ante el dios crucificado. Olaf Halardsson de Noruega, posteriormente canonizado como Olaff II ‘El Santo’, era un ejemplo de ello. Reconocido pacifista, había iniciado la lenta transición religiosa a lo largo de su reinado, creando cierta discordia entre nosotros, sus medios-hermanos, los príncipes mancebos, Harald y Morgane Sigurdarson. Mientras Harald brindaba apoyo al rey, yo aún profesaba mi amor por los dioses paganos, aún cuando en los últimos tiempos debiera hacerlo con mayor discreción.
En 1031, sin embargo, la muerte en combate de Olaf tras el asedio orquestado por Canuto, rey de Dinamarca, nos había orillado al autoexilio, refugiándonos en diversos territorios de Oriente -principalmente Constantinopla- en donde, a lo largo de 14 años, prestamos servicios a los ejércitos del Oriente y de Bizancio, así como al sur de Italia y Bulgaria, participando en un total de 18 batallas, de las cuales sé con seguridad muchas fueron transcritas en grandes epopeyas. Con los años, la experiencia de mi hermano mayor en el campo de batalla se traducía en tesoros que los reyes de Europa pagaban a cambio de sus servicios, estrategia que admiraba profundamente de Harald a pesar de mi rencor. Como joven beligerante, no dudaría en defender a mi hermano cuando este volviera años más tarde a recuperar su trono con ayuda de todo el tesoro que había recolectado durante un quindenio. A partir de allí, se lo pasaría a recordar como Harald Hardrada, epíteto que hacía ilusión a su dura forma de gobernar.
Para aquel entonces con veinte años, me había avocado casi por completo a las batallas como berserker, disociándose parcialmente de mi rol como hermana del gobernante.
A la hora de la batalla, los bersekers carecían de armadura. Portaban, en cambio, pieles de animales, como podían ser osos, lobos, entre otros animales de mayor calibre. Solía decirse que el vestir con sus pieles mudaban su aspecto a la de la feroz bestia. Con anterioridad al combate, otra arma de estos vikingos era el consumo de una droga psicoactiva que, en su correcta preparación, permitía entrar en un estado furia con una percepción de poder que, sumado a la fuerza y corpulencia de estos guerreros, los hacía temibles y carentes de indulgencia. Había interiorizado más en ellos durante el exilio, a costa de las pretenciosas anécdotas que se contaban de estos vikingos en toda Europa, con lo cual no dudaría en unirme a aquellos grupos, ciertamente renegados del cristianismo, en mi vuelta a Noruega. Habría sido, sin duda, uno de los períodos más entusiastas y felices de mi vida.


Como todo gobernante, la ambición de Harald por avanzar sobre nuevas tierras recaería sobre el futuro de nuestra cultura de origen. Al morir el rey de Inglaterra sin dejar heredero, buscó alianzas con el hermano menor de un poderoso pretendiente al trono inglés –Harold II, conde de Wessex- el cual buscaba, en su traición, unir fuerzas con el rey noruego en pos de lograr la repartición de tierras tras la victoria. Pero no era el único en jugar sucio.

Un otoño de 1066, nuestro campamento descansaba a orillas del río Derwent, en el pueblo de Stamford Bridge, luego de que tomáramos la localidad de Fulford en una guerra contra los condes de Northumbria, seis días atrás. Su rival a la corona, el conde de Wessex, aprovecharía aquel desprovisto estratégico para avanzar con sus tropas contra Harald y el hermano traidor.

Cuando los ingleses llegaron, no estábamos preparados. Sus números triplicaban a los nuestros. Mientras nuestras tropas se alistaban, mi hermano mandó al contingente berserker que apoyaba la causa para ganar tiempo sobre el enemigo. Viendo semejante presagio, no estuvo de acuerdo en que liderara el grupo, así que ordenó a mi compañero, un hombre robusto de más de dos metros de altura, encabezar el ataque. Temerario, comenzó acarreando a sus rivales en solitario. Nosotros lo seguimos sobre el puente, donde, segundos más tarde, la sangre comenzaría a caer a borbotones a través de las rendijas de aquella estructura de madera, tiñendo de carmesí las aguas del río Derwent; color que aún veo sobre el efluente. Esas mismas rendijas servirían en la táctica al otro ejercito; puesto que sus cadáveres en principio nos rodeaban en una maravillosa corona humana roja, los cobardes no tuvieron más opción que atacar desde abajo, en el agua.
Me había despedido de Harald minutos atrás, porque sabía que en el fondo su estrategia no serviría, y moriríamos tarde o temprano en ese mismo sitio. Sabiendo que la gloria de mi pueblo estaba casi extinta, veía mi última oportunidad de conseguir una muerte insigne que me abriera las puertas del Valhalla.
Pero estaba miserablemente equivocada.

Una vez derrocadas las principales amenazas desde abajo, continuaron abalanzándose sobre el puente. Antes de caer inconsciente por heridas profundas, aunque no letales, en mi bazo, vislumbré por última vez nuestros escudos manchados en sangre, adornando los cráneos destrozados de nuestros valientes guerreros. Al despertar, había dado la noticia de la muerte de mi único rey, Harald Hardrada.

Había sido tomada como trofeo de Harold. Fui violada en turnos durante una semana, privada de comida que no fuera la de los cerdos. También fui marcada como uno; con el fuego sagrado de Cristo, abrasaron  mi cara y un buen tercio de mi pecho. Había sido bautizada.
Pasados los días, aunque las torturas tenían espacio en mi rutina, la seguridad había disminuido. Aparentemente el conde debía prepararse para la guerra contra su último adversario a la corona, noticia que, irónicamente, lo había tomado por sorpresa. Fue allí cuando un grupo de personas, liderados por una figura femenina, apareció para liberarme.


Su clan se hacía nombrar de Bordeaux, pero aquella particularidad no era su principal atractivo, sino el de su naturaleza. Había escuchado fábulas sobre su aparición en los tiempos más tempranos de los vikingos, pero dudaba acerca de su veracidad, siendo que no había dado con ellos hasta la fecha. Los vampiros, alguno de ellos, habrían compartido tierra y costumbre con los paganos, y podían sorprendentemente doblegar la fuerza de cualquier berserker en cuestión de segundos. Aunque sentía atracción por la idea, todavía seguía lamentando en profundo suplicio no haber muerto en el campo de batalla. Quizás había sido que mi desestabilidad física permanecía latente, que mi rechazo por la idea no les pareció lo suficientemente convincente, cuando fui convertida por esta mujer, Rebecca, quien noches posteriores me interiorizó en el porqué de su elección como su primer vástago. El relato del escenario de la guerra de Stamford Bridge había llegado a muchas partes del continente, y desgraciadamente se hablaba de los “supervivientes”. Cuando dieron conmigo, mi postura era irracionalmente agresiva, mi deseo de venganza era excluyente para desear seguir viviendo. Ella lo habría cambiado todo, o al menos así lo quise ver, ya que a los días de mi rescate, el malnacido de Harold habría muerto en combate contra su nuevo enemigo, el nuevo rey de Inglaterra, Guillermo I, el conquistador, arrebatándome mi voluntad.

Según sé, como neófita fui un desastre. Podía decirse que la elección de Rebecca no había sido la mejor, puesto que fui desmedida y poco inteligente con mis primeras víctimas, soldados de aquel conde, quienes no eran más que peones inocentes del hombre.
Los siglos pasaros, y los paganos se extinguieron. O eso es lo que creo. Supe que aún permanecían algunos grupos vikingos en territorios suecos, los últimos de mi estirpe, pero para entonces, ya no estaba tan interesada como antes por mi origen. En su lugar, aprendí junto a ellos la antropología de la religión, siendo que el más antiguo de los de Bordeaux había pisado suelo babilónico, y había visto también caer su grandeza de sus dioses. Todo hombre compartía la necesidad de un comportamiento religioso, y no luchaba con esa idea.
Lo que no compartía era el deber para con mi “sangre”. Rebecca de Bordeaux no sólo había sido una mentora, sino una verdadera hermana. Con ella habría compartido paz; había sanado (en cierta parte) mi carácter bélico, y en su lugar, induciría mi actual interés por el conocimiento cultural e histórico de los hombres. En lo único que no podría seguirla para siempre, era en esta tonta lucha con los d’Auxerre. A diferencia de las guerras campales, esta venía escribiendo su cronología desde sus primeros integrantes, en los siglos más primitivos de la civilización humana; a partir de allí, en lo que me resta, adquiría una categorización absurda. Había dejado de encubrir el cansancio que me producía defender a muerte un bando en específico.
Esto cambiaría cuando dejara de recibir noticias de ella luego de que dejara mi lado para concurrir a esa estúpida reunión del clan en París, obligándome de alguna forma a visitar tierras francesas.»