A flower was born |Ficha de Prudence de Neufville|

La apariencia de Prudence, al igual que su propia historia, no ha podido sino reflejar el fin de una etapa y el comienzo de otra. Todo, desde su cara hasta su presencia física, deja un recuerdo nostálgico de la niña que, por mucho que siga riendo y gimoteando en su interior, ya no puede volver a ser después de tan agrias vivencias. Una parte de ella siempre quiso crecer, mas no imaginó que serían las metáforas tristes las que embellecieran su descripción.

Luce una piel pálida, siempre entregada a esos lecheros cánones que elogia la sociedad, y unas cejas como dos pinceladas sueltas que, sin excesivo grosor, ayudan a equilibrar una frente amplia y a resguardar sus modestas pestañas. Sus ojos son almendrados, tanto por su forma como su tonalidad, con leves motas verdosas que únicamente se aprecian a corta distancia. No destacan por su color, pero resultan tan expresivos que, a veces, ha de moderarlos para no parecer impertinente o no ser descubierta en sus inquietudes. Tiene una nariz agradable, no muy larga y proporcionada en su mayoría hasta llegar a la punta, redondeada y ligeramente respingona. De boca pequeña y labios jugosos, con el inferior algo más carnoso que el superior, acostumbrados a contener la timidez de una sonrisa. Probablemente, el único de sus atributos que seguirá siendo aniñado por los siglos de los siglos.

Poseedora de un rostro ovalado, éste le armoniza y equilibra unos rasgos que no han abandonado su dulzura, pero que ya no son tan infantiles y un aura cada vez más madura los realza a pesar de su baja estatura y su complexión finita. De su imagen, la gente suele posar la vista, sobre todo, en sus cabellos, los que ha permitido crecer hasta lo estrictamente sano y que, en la actualidad, caen más allá de sus pechos, largos y de una levedad ondulada que trata de cuidar mediante recogidos o con un cepillado lo más lento y menos invasivo posible. Harían juego con el castaño de sus pupilas de no ser su pelo bastante más oscuro, lo que provoca, en todo caso, que su mirada contraste desde donde cautelosamente se mantenga erguida.

Como cabe de esperarse de tal elevada clase, Prudence viste de alta costura dentro y fuera de su casa. Las crinolinas y los corsés no han faltado en su opresor repertorio, odiándolos en silencio pese a haber acostumbrado su cuerpo a los castigos de la moda femenina. Prefiere los trajes de polisón —parecido a un cojinete atado a la cintura, que enfatiza y da más volumen a la parte trasera—, puesto que, aunque también son molestos, la imagen que proporcionan le hace sentirse más sofisticada y segura. En realidad, le gustan los vestidos de muselina y organza porque le recuerdan más a los camisones, su prenda de vestir favorita debido a la libertad y confort que representa. Cuando lleva escote, opta por ponerse collares largos, no muy vistosos, y los complementos más habituales de ver en su vestuario son los camafeos y los sombreros, casi todos regalos consentidos de su madre.

Estamos ante una muchacha cuyo bautizo, para bien o para mal, fue más allá de su carne por partida doble, ya que es genuinamente bonita, pero con prudencia, sin glorificaciones ni estridencias que coloreen fuera de las líneas y salpiquen a la atención de los demás. Sin embargo, también posee la belleza de una flor como la margarita: sencilla, pero innegable, que, aunque no intimida, despide tanta familiaridad que cualquiera que se precie no duda en incorporarla a su jardín.



Nacer como la hermana más pequeña de una familia numerosa suele reservar una definición preconcebida que en esa época y esa casa era aún más difícil de eludir. Prudence aceptó la candidez que se esperaba de ella, porque nadie cuestiona tan pronto las facilidades que se han pensado para su llegada al mundo y una vida de lujos se presta a confundir la obligación con el derecho. La niña fue buena desde el principio, lo bastante apacible para su género, quizá demasiado para la sed de poder de su apellido. Aunque siempre conoció el amor, también la exigencia y descubrirse mucho menos destacable que sus hermanos, la situó en una especie de limbo. No tenía importancia, pensó en su día, lo compensaría llegado el momento. Una dama sólo tenía que esperar a que su destino la eligiese y, mientras tanto, aprendería a sorber las destrezas requeridas para su rol, pues, incluso, si no conseguía sobresalir en ellas, bastaría con no fallar en ninguna.

Dicen que la humildad es una virtud en las mujeres, y las inseguridades ven allí el terreno perfecto para campar a sus anchas y cultivar la tierra del hastío. Ni siquiera hubiera creído que una metáfora tan pulcra y solemne encajase con nada suyo, así que, por fortuna, la influencia femenina a su alrededor le hizo ganar confianza. Honrada de que Francheska la considerara su favorita, a pesar de que ésta tuviera más en común con su primogénita, y, sobre todo, embelesada por el cariño y la guía que recibía de Irene. Ser la hermana de tan bella y despiadada rosa le daba esperanzas, a la vez que también generaba frustraciones porque su valía pudiera derivar únicamente de ser una extensión de ella; una mucho menos apta y brillante. Por eso, detrás de su sensibilidad y complacencia, en el corazón de Prudence también hubo lugar para que la envidia creciera.

De carácter tranquilo en el que bulle una imaginación de oro, su conversación es tan prudente como su nombre, aunque quienes la conocen bien saben lo estimulante que llega a ponerse cuando libera su efusividad. Se esfuerza por aprender deprisa y compensa su falta inicial de talentos con una capacidad de observación que la ayuda a mantenerse ocupada, aunque de ahí no saque necesariamente un análisis útil o indiscreto. Nunca se ha caracterizado por una inteligencia afilada, pero le gusta creer que puede llegar a ser espabilada y resuelta, cualidades que durante mucho tiempo sólo fueron mermadas por su propia ingenuidad. Emplear tanto tiempo en soñar despierta a causa de su complejo de inferioridad hizo que viviera en la ignorancia de muchos aspectos y que ello le costara embarcarse en una aventura sin que le dieran toda la información que necesitaba o que, por lo menos, quería.

Como todo a su joven edad, siente las cosas con muchísima intensidad y el corsé destinado a contenerla está perdiendo su fuerza por culpa del desengaño. En el presente, la muerte de su marido y el repudio de la casa d'Orleáns le han supuesto un punto de giro imposible de obviar. Cree que ni su propia familia la ha tomado en serio y que su intento de emancipación la ha hecho parecer aún más indefensa, por lo que ha decidido abrazar su dolor sin darle más potestad a la imagen que tan dañada ha quedado. Su curiosidad, siempre viva, ha tomado nuevos senderos que la están convirtiendo en una persona más hedonista y dispuesta a descubrir los claroscuros del universo. Le llama la atención todo aquello que no debería y se está forzando a sanar unas heridas que claramente han hecho mella en su interior. Ha descubierto que tiene veinte años y no desea pasar el resto de su existencia marcada por el luto y la vergüenza, de ahí que haya acelerado su ritmo de crecimiento personal y esté atrapada en una situación que pueda llevarla a actuar de manera extrema, al otro lado de esos muros que se esforzaron en protegerla y que, aun así, no evitaron su condena.

Carnaza para el ensayo y el error, Prudence ha sido un libro abierto toda su vida, pero ahora, ese libro tiene las páginas cada vez más rotas y se han complicado sus capítulos, muy oscurecidos en comparación a lo que muestra una portada todavía aferrada al que fuera su color original.

Una tarde invernal de manos frías y corazón caliente, nació la hija de Francheska y Gabriel. Por aquel entonces, la más pequeña de cinco hermanos en una familia ambiciosa que no se dormiría en los laureles, pues tampoco sería la metafórica corona del César lo que la motivaba, sino la corona francesa a la que prestaban sus servicios en un sutil deseo de llegar hasta ella por todos los medios. Imprescindible dada su elevada alcurnia, se crio durmiendo entre algodones y con enjoyados peines mesando sus cabellos, pero muy consciente, a su vez, de la crudeza y el intelecto que los Neufville de Villeroy precisaban para conseguir todo lo que tenían. A ella, menos inteligente y retorcida, la familiarizaron más con una sensación de protección que de confianza y sintiendo esa implícita desventaja, Prudence creció honrando a su nombre, pero deseando superarlo.

Si bien en su linaje abundaban los varones, ellas fueron su faro constante. Desde su más tierna infancia estuvo muy unida a su madre. Dada la pronta muerte de Nicole, la siguiente hija que había nacido cuatro años después de Prudence y perecido con sólo siete a causa de una enfermedad incurable, Francheska se acabó apoyando especialmente en la última niña que le quedaba. Su estricto carácter contrastaba con el de la menor de la casa, por lo que Prudence no tuvo más remedio que armonizar el suyo propio y aportar un equilibrio que ni siquiera ella misma sabía que era necesario dentro de un fuerte tan despiadado y sibilino. Sin embargo, allí estaba su hermana mayor para recordarle ese valor, pues en ésta fue donde encontró su mayor fuente de inspiración para combatir sus propias inseguridades y apuntar más alto en sus deseos personales. La gallarda Irene también tenía su lado maquinador y oscuro, pero siempre había calor en sus abrazos y Prudence sabía con efervescente convicción que podría refugiarse en ellos siempre que le temblara el pulso.

Como era costumbre en las familias de renombre, la enviaron desde bien jovencita a pasar largas temporadas al cargo de varios parientes para su educación y formación como señorita. La residencia de los Wittelsbach en Baviera se convirtió indudablemente en su más querido destino por tratarse de los dominios de Irene, y cuando no podían estar juntas, como solía ser la mayor parte del tiempo, su relación se fortalecía gracias a las numerosas cartas que se enviaban a través de los años. Lo único capaz de enturbiar la incuestionable admiración que sentía por ella era su idealizada visión de las cosas. La idea equivocada de que aquella mujer con quien compartía sangre, que derrochaba astucia y elegancia, colocada en un matrimonio poderoso y con una mano de hierro para escalar los peldaños de la gloria, tenía todo lo que Prudence no había sabido procurarse para sí misma. Y aquel sucedáneo de envidia prendió la llama que marcaría su vergüenza.

El día que la prometieron con dieciséis años al primo del duque d'Orléans, Prudence no opuso resistencia. Al contrario, se dejó embargar por el entusiasmo de estar siguiendo, de alguna manera, los pasos de Irene al casarse a tan temprana edad para contribuir al beneficio de su casta. Incluso el carburante de aquella ilusión le pareció un preludio más que aceptable a lo que algún día debía transmutarse en amor hacia su futuro marido, quien la entendía y respetaba más que ningún hombre con el que hubiera intercambiado opiniones. Todo estaba donde debía, por fin volaría fuera del nido hecha una auténtica dama y saborearía el nuevo comienzo que siempre había esperado alcanzar.

¡Pobrecita Prudence! Su lugar en el tablero no desvelaría ninguna jugada maestra.

Aunque ese arreglo convenía a dos familias poderosas en sí mismas, los d'Orléans habían sido la casa enemiga de los Wittelsbach desde hacía mucho tiempo. El pregón oficial del compromiso de la hermana pequeña de Irene con uno de ellos anunciaba un pacto que enterraría el hacha de guerra. Mientras tanto, la cruda realidad ocultaba un motivo ulterior, ya que una boda así terminaría con todas las sospechas que apuntaban a los Wittelsbach como culpables de la muerte por brujería de la casa d'Orléans. Ignorante de todo esto y creyendo que únicamente había deseos estratégicos de acercarse más a la corona de Francia, Prudence se despidió de los suyos sólo para descubrir que aquel nuevo comienzo era un regalo envenenado.

Entre ella y su marido había una respetable diferencia de edad, y a pesar de tratarse de un matrimonio bien avenido, él no conseguía alzarse bajo las sábanas y ayudarla a cumplir con su obligación de traer descendencia a sus títulos. Cuatro años pasaron sin que la muchacha conociera el colmado fervor de la sexualidad, ni mucho menos la aprobación de su familia política, siempre con un repudio implícito por su nulidad como noble, como nuera y como madre de sus fallidos nietos. Como mujer, en resumidas cuentas. Aquello que nunca alcanzaba a ser, por mucho que cambiara de apellido o la aprisionaran otros muros.  

Cuando finalmente el hombre que no lograba endurecerse sobre su amada enfermó de la noche a la mañana hasta acabar muriendo en sus brazos, los d'Orléans vieron el cielo abierto para culparla de haberlo envenenado. Además de viuda, se quedó sin pertenencias ni abolengos que reflejaran su paso por aquella casa que ahora renegaba de su nombre sin miramientos. Con lágrimas de pudor y rabia, corrió a enterrar su rostro en el regazo de su querida hermana, necesitada de su ayuda y consuelo. Irene y Francheska, indignadas por lo ocurrido, no dudaron en declararse abiertamente contra las personas que la habían ninguneado y despojado de lo que le pertenecía por derecho. Un gesto de lealtad puramente amoroso, sin relación con los planes de poder de los Neufville de Villeroy, que conmovió a Prudence y mitigó momentáneamente su angustia hasta que, por fin, se enteró del motivo más insidioso por el que había sido casada con un d'Orléans: la implicación de los Wittelsbach en el asesinato de éstos por brujos, de la que nadie cercano le había contado nada antes, con el fin de protegerla y que el ensueño con el que hubo iniciado su matrimonio pareciera aún más auténtico. De Francheska se esperaba una acción tan secretista como ésa, pero no de Irene. Se sintió usada sin deferencia alguna por la persona en la que más confiaba, como si fuera una más de las muchas piezas de ajedrez que su cuñado y ella movían, y, por primera vez desde que había nacido, se distanció de su hermana mayor.

Al tratarse de una tarea complicada evitar a Irene ahora que había sido acogida en su Château d'Aubermont, el alejamiento se sucedió en pequeñas dosis, paulatino y emocional. La duquesa de Baviera no dejaba de estar muy ocupada y después de lo que le había ocurrido a Prudence, ésta parecía aún más inofensiva que de costumbre. No le sería fácil engañarla, pero sí a sus propias carabinas y a la compañía del servicio que solía escoltarla. Así pues, durante una tarde de lo más corriente, lo que en un principio iba a ser un simple paseo por el último mercado medieval de París le abrió las puertas al mayor descubrimiento de su apalabrada existencia: el mundo sobrenatural.

Términos como santería, tarot y ouija pasaron a resultarle más familiares que el sabor del té que ya no sólo bebía por finura, sino para leer los posos y adelantarse a más futuras desgracias. Siempre con la pulcritud que le había sido instruida y a espaldas de sus seres queridos, decidió que, si podía tomar algo prestado de lo que Irene desprendía para conquistar territorio desconocido, sería la discreción. De forma contradictoriamente sosegada ha sido cómo ha logrado introducirse, poco a poco, en ambientes de ocultismo y si bien es muy consciente de que, tarde o temprano, esa vía de escape tan sórdida llegará a oídos de Irene, enfrentarse a su envidiada hermana ya no le supone la misma inquietud. Una viuda de veinte años con el orgullo hecho virutas prefiere que la marquen unos colmillos de cuento gótico antes que la sociedad aristócrata. Ambas cosas se alimentan de sangre y Prudence tiene muy claro a cuál teme entregar la suya.

❀ Dado que su hermana y madre fueron las primeras personas en transmitirle confianza, suele encontrarse más cómoda en la compañía femenina, mientras que se cohíbe fácilmente al lado de la masculina. De ahí que le guardara todavía más cariño al hombre con el que se casó, pues consiguieron establecer un bonito vínculo a pesar de ese aspecto.

❀ Es una amante de las aves y tiene a su cargo varios agapornis que lleva consigo en sus viajes. A todos los que ha ido acogiendo los ha bautizado con los nombres de sus hermanos y padres. Para ella, es una forma de tenerlos presentes en la distancia y compartir sus momentos de soledad con otras almas que, aun presas de su destino, pueden volar alto.

❀ Sus colores favoritos son el verde esmeralda y el rojo burdeos. Suele llevarlos tanto en joyas como en vestidos.

❀ Conserva todas las cartas que se ha escrito con Irene a lo largo de los años y las guarda con mimo en pequeños cofres. Cuando era más niña, solía releerlas antes de acostarse e imaginarse que tenía allí a su hermana mayor hablándole en voz alta. Hubo una temporada en la que sólo así lograba dormirse.

❀ Francheska adora la música clásica, de modo que Prudence quiso aprender a tocar más de un instrumento: el piano, la flauta y el violín. No destaca en ninguno de ellos, pero a la hora de practicar escoge las melodías preferidas de su madre.

❀ Habla alemán e inglés con un acento muy marcado y abraza el francés como su lengua natal.

❀ Cuando se siente especialmente desesperada, escribe poesía y, tras lo ocurrido con los d'Orléans, sus versos se han vuelto más sombríos y retorcidos. No suele mostrárselos a nadie, con la única excepción de su difunto marido y su adorada hermana, quien naturalmente no ha llegado a ver sus últimas obras.

❀ Siempre ha sentido fascinación hacia el maquillaje de los labios y ha seguido con silenciosa pasión el desarrollo histórico de los labiales, desde la mezcla de cera de abejas hasta el nacimiento del lápiz de labios. En su vida cotidiana y social ha ido más bien discreta, pero en sus furtivas escaramuzas fuera del castillo ha empezado, por fin, a pintárselos de un rojo oscuro que sólo se había probado frente a la privacidad de su espejo.

❀ Si las mujeres bellas y poderosas le atraen e intimidan a partes iguales se debe al influjo que Irene le ha causado desde la más platónica infancia.

❀ Últimamente, a su subconsciente lo dominan las pesadillas y los sueños de carácter más húmedo, sumida en esa vorágine de sensaciones distintas entre el dolor por lo familiar y la excitación por lo desconocido.

❀ Mantiene en secreto su reciente gusto por el ocultismo. Se está aficionando al tarot y la ciencia astrológica, vetada en los siglos anteriores debido al yugo de la Inquisición y resurgida con más fuerza durante la actualidad.

❀ Ha comenzado a leer novelas y relatos de terror que normalmente la hacen pasar en vela buena parte de la noche, no sabe si por miedo o emoción.

❀ Ya no acude al teatro a ver óperas, sino espectáculos de ilusionismo. No puede presentarse voluntaria a ninguno por no exponerse y quedar en el punto de mira; represión que ha dado lugar a diversas y estrambóticas fantasías.

❀ Le interesa todo lo relacionado con las criaturas sobrenaturales en general, pero el vampirismo le causa una reacción particular, cautivada por el carácter abominable, a la vez que trágico, de su naturaleza. Ella es una víctima perfecta para su sadismo elegante y precisamente a raíz de estos seres está empezando a descubrir que también siente esa clase de magnetismo hacia las féminas.

❀ Todavía está viviendo en el castillo que Irene tiene en París y aunque siente como inevitable su decepción y distanciamiento, la echa de menos. También está resentida con Francheska, con la diferencia de que el papel de una madre mediando entre sus hijas resulta demasiado agobiante como para ignorarlo.