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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Fausto Dom Ene 30, 2022 6:20 pm

De todos los lugares en los que dejaba que el fuerte golpe de sus botas marcara sus pasos, costaba creer que Francia se hubiera convertido en uno de ellos durante tanto tiempo. Tal vez fuera cosa de que allí se hubieran estado acumulando acontecimientos históricos tan relevantes para el mundo occidental. Algo de su frustración traumática había lamentado siempre no poder permanecer eternamente en la tierra y presenciar así los que le seguirían. Pero aquélla no era una hora para el romanticismo, al menos no para las definiciones edulcoradas y adaptadas al oído humano más vulnerable.

Llevaba días sintiendo aquella jodida presencia. ¿Imaginaciones suyas? Ah, como si las bestias de sangre condenadas a la humanidad tuvieran de eso… No hubo ni de transcurrir una mísera semana desde que, por encima de su ego, volviera a acordarse del vampiro que se aprovechó de su nombre para que Fausto entregara su entrenamiento físico a la cacería, marcada ya su meta de exprimir la inmortalidad después de que se la hubieran negado por segunda vez. Tras aquel episodio que lo había culminado todo más que cualquier amanecer en el pútrido Ganges, cada año veía con más claridad que de su propia condena habían surgido las cenizas de las que renacer. Incluso si aquel hecho consistía en retorcer cada uno de sus sentidos hasta volverlos también ceniza bajo su último aliento. Eso quedaba entre Fausto y él mismo, no era asunto de nadie más. Al menos, tenía a su favor que, siendo tan rematadamente hijo de puta, resultaba difícil que a alguien se le ocurriera compadecerlo.

Los páramos desérticos en el frío glacial de la madrugada, de tanto en tanto, ilustraban muy bien el pequeño vacío existencial de su persona en el que, por olvidarse un poco de todo lo anterior, decidió adentrarse. Curiosa, la palabrería religiosa, encantada de afirmar que, cuando un alma abandonaba el cuerpo, éste se volvía más pesado. En tal caso, mejor para su transporte, pues durante la última imagen de su víctima se volvería más presente y le haría reflexionar sobre cuán ardua había sido la caza, digna de su tiempo, incluso si se lo había entregado indirectamente a los perros del Papa. A cambio, claro estaba, de dinero. Un aspirante a la certeza más blasfema de la propia muerte, un profesor de teología, una sabiduría ambulante, de abrigo oscuro y gélida mirada añil... y a su lado, la Iglesia. La Inquisición, un terreno más en el que depositar su inexpugnable huella, como todo buen coleccionista de saberes que se preciara. La humanidad le valía su sonrisa despectiva —si ese día se había despertado con ganas de molestar a alguno de sus músculos faciales— sólo con el simple hecho de que alguien en la tierra pudiera aprovecharse de unos grabados milenarios, con parte de la delicia artística y filosófica de su propia historia, para beber de la fe ajena, armar el caos y elevarse en el podio de la ambición y el dominio, desbancando a humanos y sobrenaturales por igual.

La entidad de Dios en sí misma nunca había apelado más a su interés que cualquiera de las otras tantas cosas que apestaban a su alrededor, recordándole a sus primeros y soporíferos años en el mundo, donde nada era suficiente —Vaya ¿Qué acaso ahora ya lo era?—. Sin embargo, cuando una criatura se alzaba sobre tal pretensión, cual aprovechamiento absoluto del opio del pueblo vestido de noble terciopelo, algo en Fausto se permitía otorgarle el beneficio de uno de los bienes más caros de su tétrica persona: la duda.

El animal se había resistido, sí, y él había tenido que matar a una parte más honda de su propio ser para nublar su ajada simpatía hacia ellos y rematar la faena. La verdadera batalla se libraba en el interior de su mente, pues nada se vislumbraba desde fuera, ni duda, ni piedad, ni humanidad, todo era frialdad y precisión, mientras que sus movimientos tampoco flaqueaban, ni la temperatura aumentaba en su sangre. Nada en los actos de un cazador, de un asesino experto, debía reflejar la vida. Así se lo habían enseñado, antes y después de dedicarse a exterminar cualquier modo de longevidad. Incluidas situaciones como aquéllas, en las que el espécimen en cuestión se diferenciaba del resto por algo más que la clase de boleto que le exigiera el tiempo. Tarde, hablando en esos mismos términos. El verdugo le había extraído toda su singularidad de cuajo y los creyentes que le habían hecho el encargo ya sólo podrían rezar por descubrírsela después de muerto.

Nadie resta en paz cuando el sello de Dios ha firmado su ejecución.

Una vez despachado el trabajo, debía verse con el hombre especializado que enviaban los sicarios de Cristo a supervisar la mercancía y Fausto le había citado en un lugar de las Catacumbas habilitado para clases clandestinas de anatomía de las que hablaban demasiado algunas de las mentes pueblerinas a las que prestaba un cuarto de su atención en algún que otro café de intelectuales. A veces, se dejaba caer por allí para poner a prueba el ácido de sus desprecios y entretenerse con los vacíos menos exigentes. Nadie se arriesgaba a bajar a esas escalofriantes galerías subterráneas si no había una lección programada lo bastante estimulante, cuyo maestro había sido casualmente invitado a una adelantada jubilación. Cualquiera que corriera la mala suerte de ignorar aquella cancelación de última hora y aventurarse allí a coincidir con los planes del inconmovible ejecutor de la sobrenaturalidad, no duraría en pie lo suficiente como para que lo considerara un inconveniente.

Todo listo, pues.

Las gotas salpicaban su inquietante traqueteo contra el rocoso suelo, el polvo caía sobre vivos y muertos y un leve eco retumbaba por cada rincón hasta acariciar afiladamente las paredes. Cuando el invitado en cuestión hizo acto de presencia, Fausto no movió un dedo para recibirle, ocupada como tenía su mirada sobre el cadáver que había trasladado al lugar, envuelto en oscuro material y depositado sobre un extenso montículo de piedra que hacía las veces de camilla. Una vida extinta sobre la que tendría un poco más de información de la que solía tener sobre sus objetivos, gracias al recién aparecido joven, de rasgos reprobadores y una curiosidad en el rostro, menos clínica de lo que le permitiría la supuesta devoción al Altísimo que representaba.

—¿Vas a ser tú quien arroje un poco de luz a esta tediosa transacción? Interesante. Al menos, hasta que demuestres lo contrario, para lo cual ya estás tardando demasiado.

El frío glacial de la madrugada, más allá del clima y la muerte, también restaba en sus ojos azules.


Última edición por Fausto el Lun Sep 26, 2022 8:16 pm, editado 4 veces


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Mensaje por Niklas Lehnert Jue Feb 24, 2022 12:08 am

Su turno no había iniciado y dos soldados habían colocado ya los restos desnudos sobre la gélida superficie metálica de su laboratorio. La postura descuidada del cadáver sobre esta dejaba asentado que habían sido los hombres de manos encarnizadas y sesera irascible quienes lo trasladaran desde el punto de ejecución hasta su mesa. Y sin embargo, quien fuera el tecnólogo a cargo, no podía dar réplica ante aquella violación al protocolo de trabajo. Nadie cuestionaba la maniobrabilidad de quienes actuasen bajo el ala de la mano derecha del líder de la primera facción. No si deseaba trabajar en paz durante las siguientes horas en eso que, visto su historial de investigación reducida, podría significarle un incuestionable avance profesional. Allí estaba, frente al afortunado azar rutinario –o a la conspiración divina, tal vez, para los más puristas– llevándolo ante una cambiante entre cuyas metamorfosis se encontraba el dragón de Komodo.
Concebido como una extraordinaria anomalía taxonómica, su singularidad se entendía junto a la capacidad de las hembras de llevar adelante, si así lo permitía la carencia de entorno social, una reproducción asexual. El extraño binarismo de su función reproductiva servía de vector a la preservación, que huía a los contratiempos propios de su especie, que se encontraba, según los naturalistas, en peligro de extinción.
Si toda esta maquinaria viva funcionaba en el reptil, ¿por qué no iba a hacerlo una humana que compartiera sus genes?

Su figura, o al menos la mayoría de ella, era un lienzo incorruptible, libre de hematomas que pudieran sugerir una guía retorcida de cómo operaban los homicidas. Pero su rostro… Su rostro. ¿Acaso seguía siendo uno luego de que se lo deformase con innumerables magulladuras que dibujaban aquellos relieves amorfos en su cráneo? Sus párpados, aunque pretendiesen estar cerrados, se encontraban lo suficientemente hinchados como para que estos dejasen ver ambos globos oculares. Se preguntó cuánto tiempo la habrían golpeado.
Aún así, la sorpresa llegó al ver la coloración de su piel. Debía encontrarse malicienta, de tonalidades que oscilaran entre lo blanquecino y amarillento, producto del cese de irrigación sanguínea, pero se apreciaba normal. Las zonas maltratadas, lejos de apreciarse violáceas, aún se veían levemente rosáceas.

Tan sólo fue tomarla del brazo con intención comenzar a ajustarla de acuerdo a la apática formalidad examinatoria, cuando la presunta occisa sufrió lo que en principio se correspondería a un espasmo Post mortem.
Sólo que ella no estaba muerta.
Sus ojos se abrieron, y de sus labios escapó sonoramente el aire. Como si lo llevase contenido durante días.
En un acto reflejo, la mano del tecnólogo ahogó aquel aliento que probablemente se convirtiera en un grito. El cuerpo femenino, ahora movilizado por la consciencia y la desesperación, comenzó así a sacudirse erráticamente. Apenas podía contenerla con su mano libre de las muñecas.

—Tranquila.

¿Cómo conservar la calma cuando se despertaba desnuda sobre una camilla rodeada de instrumentos quirúrgicos?
Cuanto más se movía quién fuera su siguiente víctima, mayor era la fuerza que ejercía contra ella. Como si no tuviese ya suficientes hematomas.
No estaba funcionando.

Cálmese. ¿O desea morir en mis manos?

Cuando logró estabilizar a la mujer gracias a su cálida persuasión, preguntó por su nombre: Sally. No sabía exactamente lo que hacía, pero sí que era el único tecnólogo en el edificio sobre aquellas horas de la madrugada. Sabía que su labor se limitaba a la experimentación de especies fallecidas y que él no era un soldado. En su lugar, aguardaría a que terminara de resurgir del sopor físico para pedirle que se transformara en el "animal más pequeño posible" y luego la dejaría escapar por la entrada al pozo ciego de aguas residuales más cerca de donde se encontraba. Bastaría que se alegase a la incompetencia de los soldados principiantes. Nadie lo sabría.
Nadie, excepto Peter Griffith.

Cuando el hombre mayor supo su historia, lejos de apañar su arriesgada tentativa, incidió en los problemas que supondría para ambos. Pero después… nada. De sus finos labios no oyó más nada, y todo atisbo de intención se concentraba en las arrugas de sus sienes, que ayudaban a retratar la incertidumbre de su propio juicio.
Así pasaron dos noches de silencio.

Transcurrida la tarde del tercer día, se le ordenó retirar el cuerpo que él mismo había dejado escapar a una extraña dirección, puesto que su mentor, sin intención de anticipar sus movimientos para evitar las réplicas del más joven, le había encomendado terminar la tarea a uno de sus contactos. Un cazador ajeno a la organización eclesiástica.
Ignoraba el lazo que los unía como así tampoco era algo que le interesase llegada a la situación donde su patético intento de heroísmo se había visto burlado. Sólo tenía claro que el verdugo en cuestión era impecable en sus encargos y no habría lugar a segundos errores.

La citación lo había llevado a caballo hasta una importante red de túneles que conducía a un segmento de las catacumbas parisinas. El trayecto de piedra caliza había sabido guiarlo hasta uno de los tantos cuartos subterráneos; un recinto ominoso que, aunque podía considerarse espacioso por sus dimensiones, no dejaba de ser asfixiante.
Allí lo encontró a él, parado a unos metros de lo que se suponía que era su 'encargo'. No habría sido capaz de hallarlo sin el improvisado mapeo que se le había extendido con anterioridad, pues el silencio a lo largo de los pasadizos miserablemente iluminados exaltaba los pobres pero eternos ecos de las gotas deslizándose desde las rocas hasta el suelo húmedo. Como si fueran las lágrimas de todos los huéspedes fúnebres que se encontraban pisos más abajo, en los osarios de la necrópolis más funesta de La Ville Lumière.

Habría tenido, en efecto, la intención de presentarse ante el discreto homicida, mas su magnánima introducción logró que aquello quedara en un simple ademán de labios.

—Supondré que es Fausto —respondió desde una distancia prudente—. Iré a verla.
Sin intención de seguir mediando palabra, se dirigió hasta el oscuro bulto que yacía sobre el improvisado pilar rocoso, pasando al lado del hombre sin detenerse en él.
Al retirar la tela se encontró, una vez más, con el rostro al que le había prometido –al menos de manera implícita– la oportunidad de seguir viviendo. De hacer su voluntad sobre su propia sangre y que no fuera al revés. Recordó entonces una de las tantas elegías isabelinas, hiriente y verdadera: ‹‹Nada sino la muerte podemos llamar nuestra››

Mientras le daba la espalda al verdugo, en sus facciones se había asentado un rictus que mostraba la ambigüedad de la molestia y el pesar. En todos sus años de labor en su pequeño dominio subterráneo los cuerpos que recibía se encontraban sin vida y, a partir de allí, todo era un desfile de cortes de tejido con diferentes números de cuchillas. Jamás había experimentado la desesperación de aquello que terminaba de convertirse en una mera peonza de carne llena de misterio científico. Se aborrecía a sí mismo y a toda la puta cofradía en la que se veía envuelto. Aborrecía al cazador de cuidadosas y provocadoras palabras.

Terminó de desengañarse al seguir descubriendo el cadáver. Incrédulo a sus ojos, negó una única vez con su cabeza. No se sorprendió con los golpes y signos de desgarramiento de sus brazos, puesto que eran marcas esperables luego de una pelea de carácter defensiva. No obstante no concebía hallar las mismas heridas en la región abdominal y parte de la zona pélvica. Si era capaz de observar contusiones externas, no podría imaginarse el desastre que sería su interior.

—Según entiendo, se lo ha contratado por la profesionalidad de su método, y no por el salvajismo que aquí deja expuesto. —Exhaló y sólo entonces se giró al desconocido—. Se le había dejado en claro que había zonas del cuerpo a cuidar. ¿Qué ha hecho?



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Mensaje por Fausto Jue Sep 15, 2022 7:20 pm

Las arrugas de la cara de Fausto no hicieron siquiera amago de aparecerse y recibir con algún tipo de reacción a ese ocurrente figurín que se unía a la partida. La autosuficiencia que desbordaba ya se respiraba desde los primeros rincones de la puerta, así que no tenía ninguna gana de hacerla más evidente. Al haber llegado a citar en un lugar como las catacumbas de París al enviado de la Inquisición, y en esa noche sobrenatural, entre sus muchos instintos no estaba el de ponerle las cosas fáciles. La facilidad era un insulto tan grave que, si Fausto no la otorgaba, los demás podían empezar a plantearse que había depositado alguna vaga expectativa sobre ellos.

Eso sólo significaba una cosa: impresionarle empezaba a ser una obligación más que una alternativa.

Su enorme abrigo, en escenarios como ésos, se asemejaba a una capa, lo cual reforzaba aquella potencia onírica de los depredadores nocturnos que conocen los secretos de Caín. Un hombre del saco con apariencia humana, capaz de nublar el juicio del más cauto para confundir el miedo de sus víctimas con la atracción. Era escalofriante hasta qué punto una silueta inicialmente quieta podía despertar escalofríos sólo con una mirada que, en su defecto, quemaba más que las antorchas de la pared. Entonces, la falsa capa se movía lenta y desgarradoramente, al son de una brisa imposible, enloquecedora, adherida a la poderosa imagen que transmitían unos elementos tan característicos y tan bien dispuestos: sus gestos, su silencio, su postura… Únicamente aquellas personas que, aunque pocas, fueran dignas de conocerle más allá, también lo serían de descubrir qué había al otro lado de su oscura vestimenta y de sus ojos translúcidos.

—¿Y yo quién tengo que suponer que eres tú? ¿Alguien de candorosa y genuina preocupación por ella? —Para su réplica, hizo un uso descarnado de las ofendidas palabras de su interlocutor, mientras las suyas propias se paraban a observarle con calma y, lo más increíble de todo, con honesta curiosidad. Pues, efectivamente, no acostumbraba a presenciar en los miembros de esa cofradía irrisorias muestras de empatía hacia las criaturas que pagaban por ver muertas. Así pues, aquello se salía momentáneamente de la norma.

Pero ¿Sería suficiente?

El otro hombre era joven, aunque se trataba de esa clase de juventud arrollada por el estupor de la sabiduría y la entrega del estudio. Tenía unos rasgos cincelados, certeros, aunque castigados, que encajaban dentro de unos cánones de belleza desechados nada más atrevesar la puerta y descender hacia la oscuridad, apreciados en el brillo del exterior que ambos rehuían detrás de las sombras, con sus estilos de vida y la aterradora verdad de lo que conocían. En cierto modo, se parecía vagamente al físico de Fausto cuando aún recorría la treintena, sólo que despojado de las marcas de esa vara candente de quien había vuelto del infierno con el pagaré más abominable en sus entrañas.

No todos habían hecho un pacto con el Diablo y seguían cubiertos de la piel de Adán.

—¿Qué he hecho? —repitió, chistado con una punzante impudicia que fue lo único que curvó algo de su estoicismo, al tiempo que se cruzaba de brazos y caminaba hacia él, por detrás de él, cual félido inusualmente interesado en que su presa le mostrara la auténtica diferencia entre sujeto y sustento—. Intentar salvar los desperfectos de una obra ya iniciada por tus «colegas». Y dado que, a pesar de todo, ella se resistió, puedes agradecerme que, al menos, acabara rápido.

Movimientos precisos, a la vez que casuales, que auguraban mucho más que lo que no se decidía a mostrar porque sencillamente ya estaba ahí; sólo tú tenías la responsabilidad de detectarlo. Por fin cara a cara, al mismo nivel salvo por sus distintas alturas, permitió que el desconocido pudiera apreciarlo también, cada matiz aprovechable de su figura y rostro, a escasos centímetros acrecentados por la naturaleza de su entorno, antes de que Fausto los cortara para dirigir el abrumador oleaje de su mirada hacia ese pobre cadáver sin vida, pero con el mismo helor.


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Mensaje por Niklas Lehnert Sáb Dic 17, 2022 12:20 am

Volviendo a darle la espalda, se puso de cuclillas frente a la desafortunada occisa, pretendiendo estudiar de cerca las posibilidades que le quedaban cuando tuviera que ingresarla nuevamente a su laboratorio. Pero en el momento en que creyó atarse a la monstruosa realidad que llevaba como inquisidor, notó la gravedad de su voz acercándose, que aceptaba, con cierto maquiavelismo, la irreversibilidad de sus actos.
La atmósfera era opresiva.

—No, no. Esto… Esto es una barbarie —respondió con desprecio. Bastó que fuera consciente de la cercanía de sus pasos para que el tecnólogo volviera a colocar la oscura mortaja sobre la cambiante. Como si, inútilmente, aún tratara de respetar el probable pudor que tuviese en vida—. Y el interés que pudiera ver en ella no le incumbe.  

Pese a que la mentada barbarie debía limitarse a unas pocas magulladuras puntuales, Niklas no podía quitar la vista de ese rostro. Le era imposible hallarse ajeno al horror. De pronto sintió cómo la impotencia menguaba en una sensación de náusea absoluta, que acabaría adueñándose de su estómago. Su reacción ante el cadáver se asemejaba a la de alguien que se había mantenido lejos de la vileza del mundo. Sí, eso era lo que lo diferenciaba de él. Su desarrollo como profesional se reducía en moldear continuamente su conciencia moral. Negar que se había entregado incontables veces a la corrupción del alma ante la curiosidad, ante la ciencia y la vida misma. ¿Por qué entonces, siendo quizá esta una conducta más repugnante, aquel hombre se había convertido en objeto de su desprecio?
«¡Intentar salvar los desperfectos!» ¡Cuan equivocado estaba el pequeño embustero! Advertir en otros las falencias que él mismo acababa de emular finalmente daba crédito a lo que se decía de algunos cazadores independientes. Después de todo, Peter tampoco había ahondado en describir su figura.
Sobre la última semana, de hecho, lo había encontrado un tanto errático. Evadía los debates intelectuales y morales; especialmente estos últimos. Pero cualquiera fuera la inconformidad ética que lo estuviera atormentando no era el quid de la cuestión, sino el hombre con el que había trabado amistad, cuya mirada álgida proponía señalar la certeza de su posición privilegiada en todo el asunto.
Su elegante y sin embargo lóbrego atavío, por otro lado, parecían convertirlo en una suerte de dandy. Incluso si la filosofía del dandismo no era su principal intención.

Mientras tomaba con dificultad el cuerpo entre sus manos se lo escuchó murmurar alguna que otra blasfemia contra su iglesia. De repente todo lo que resultase conflictivo hacia uno mismo adquiría un mayor peso relativo a la hora de cargarlo. Literal y metafóricamente hablando.
¿Cuándo tendría suficiente?

—Ya puede marcharse.
››Apostaría a que Griffith ha pagado por adelantado —
añadió lánguidamente mientras terminaba de acomodar las cosas sobre el caballo—. De lo contrario, haré que envíe el dinero. ¿He de olvidar algo?



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Mensaje por Fausto Vie Ene 27, 2023 8:27 am

Curioso, cuanto menos, que un mero perro al supuesto servicio de aquella secta socialmente aceptada por el mundo tuviera ¿la osadía? ¿la decencia? de pensar así de alguno de los seres a quienes daban caza en las sombras. Sería demasiado condescendiente con la realidad decir que Fausto sentía simpatía, dentro de su austera definición de diccionario, hacia algo o hacia alguien. Un errante oscuro que había consagrado lo que le restara de vida a ejecutar cualquier forma de inmortalidad sobre la tierra después de haber sido criado por ella… Alguien así, no se detenía en una terminología sentimental por las buenas. Pero si los vagares de su cruzada personal le conducían hacia ellos, no tenía inconvenientes dramáticos en afirmar que la naturaleza de los animales siempre le había parecido mucho más digna de su atención. Seguramente, por ese motivo los cambiantes no entraban en el grupo de sus presas predilectas, porque aquellos híbridos entre personas y criaturas hacían que la humanidad pareciera más interesante de lo que se merecía.

Ciertamente, aquel hombrecillo tan consternado era el paradigma de la misma opinión, la suya indudablemente ornamentada con sentimentalismos que, por orgullo y desprecio a la crudeza del teólogo, tratarían de entorpecer la inevitable conclusión que les unía. Pero tenía razón. A un cazador sin alma y con sangre en las manos no le incumbía lo que su accidental interlocutor pudiera ver en la víctima que acababa de entregarle. No le convenía adentrarse en terrenos emocionales si, a fin de cuentas, sólo había ido allí a perpetuar su estela de muerte, hasta que la suya propia fuera inminente.

Cuando le ofrecían una vía para despegarse de la humanidad, no la rechazaba.

—Si te horrorizas ante la obra de tus prosélitos camaradas y te desquitas sólo con quien dio el golpe de gracia para cesar la agonía, definitivamente la Inquisición no es tu lugar. Aunque algo me dice que, si lo que se hallara aquí postrado fuera el marfileño cuerpo de un hijo de Caín, o el carnoso pelaje de un hijo de Gaia, habrías moderado tus tribulaciones. En ese caso, quizá la hipocresía consiga abrirte camino entre los fieles. Suerte con eso.

Sus consejos tenían un aguijón igual de abrumador que la sensación contradictoria que provocaba su desdén cada vez que abría la boca para doblegar todo tipo de idiomas y, aún así, hacer suplicar a sus sílabas por una ronda más de adictivo veneno. O sencillamente, pasaban inadvertidos debido a su carácter ambiguo, condenados a ser una caricia incomprendida que sólo adquiría esa denominación dentro de un hervidero de golpes que, por comparación, habían sido un poco más suaves que el resto.

«¿He de olvidar algo?»

—Por supuesto. Olvídate de dormir por las noches con ese candor tan selectivo. —Fue su retorcida respuesta a esa mísera cuestión de formalidades que el joven había querido exponerle para concluir el encuentro— Saluda a Peter de mi parte.

No se despedía directamente de él y, sin embargo, le convertía en intermediario de sus encantos. Una sutil tortura de regalo.

Cuando empezó a marcharse y pasó junto a su caballo, éste relinchó levemente y los toscos movimientos de su morro contra el hombro de Fausto revelaron que lo que buscaba de él no lo suscitaba el miedo, sino el agrado. Así pues, se detuvo para contentar las demandas del corcel y depositarle un sólido roce en la frente con toda la mano abierta, lo que logró calmar al animal para pasar a expresarse en un sonido más terso y ronco, mientras el oscuro hombre lanzaba, entonces, una última mirada a su dueño y continuaba caminando.


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Ars longa, vita brevis | Niklas Lehnert Empty Re: Ars longa, vita brevis | Niklas Lehnert

Mensaje por Niklas Lehnert Mar Mar 21, 2023 1:01 am

Una sonrisa cruzó sus labios cuando escuchó aquel intento de reflexión que no pudo catalogar como otra cosa que no fuera una extensión de su pedantería. No sería la primera vez –no sería la última– que escuchara advertencias semejantes cuando su interlocutor de turno, si gozaba de aires de grandeza, tomara consciencia de la poca firmeza que tenía el señor Lehnert ante el accionar de la iglesia.
—De todos modos jamás tuve un buen sueño.

Lo dejó pasar, o al menos Dios sabe lo que intentó. No existía, por supuesto, posibilidad alguna de que la discusión no muriese en lo infructuoso. Al hombre le importaba una mierda el ser metamorfo que colgaba como una peonza de carne sobre el otro animal, eso estaba claro. Seguir la conversación sólo implicaría saciar su necesidad de escupir una última vez sobre sus zapatos; era mejor dejarlo ir.

Pero entonces tuvo que pasar al lado de su yegua. Tuvo que tocar Sigyn. Tuvo que verlo posar la palma de su mano sobre sus ollares, y ver como ella entrecerraba sus ojos y resollaba suavemente en respuesta.
De repente sintió que perdería los nervios, y se advirtió levemente acalorado. Como si el enfado tuviese el poder de hervir la sangre hasta hacerse un poco menos viscosa. El enajenamiento ante una idea a veces era visible en su rostro; el hélix de sus orejas se tornaba rosa intenso, y el claro de sus ojos solía acentuarse.
¿Por qué hacer gala de su hipocresía mostrándose repentinamente gentil con otro animal?

—Su agonía hubiese cesado de no ser por ti —corrigió—. Su destino no estaba necesariamente marcado por su condición.
»¿Quién eres tú para cuestionar mi filosofía y mis razones para seguir dentro de la institución, después de todo? —
continuó, olvidándose de su apego a las formas—. Tuve mis razones para liberarla, y era lo que importaba. No que un mequetrefe bien acicalado viniera a hacer justicia por un trabajo no terminado.

Pero cuando el cazador cruzó el umbral -el primero de muchos- el caballo volvió a relinchar, tronando esta vez sus pezuñas delanteras contra el suelo. Una y otra vez. En el ala contigua, el sonido que procedía al banquete óseo que estructuraba aquellos enormes tabiques comenzó a apreciarse de forma molesta.

—Calma, calma —dijo en voz baja acercándose a ella, tomando el cordaje de la brida para guiarla hacia la salida. Al salir ambos, notaron que el ruido provenía exactamente de paredes dinamitadas; un flujo de huesos y cráneos que se extendía hasta sus pies.
El ‘pequeño’ derrumbe había bloqueado el acceso principal de entrada (y salida).

La inquietud ahora comenzaba a yuxtaponerse sobre el cansancio.  

—¿Conoce otra salida? —volvió a dirigirse a él, usando esta vez un tono de voz menos adusto, caminando hacia la silueta que aún le daba la espalda, mientras traía consigo a su amiga, en cuyo lomo descansaba el cadáver.



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