Louis Jérémie Bouquet

Al llegar a Paris, se miraba como una persona fria y distante. Se ha convertido, en un chico muy amable, educado y sensible. Antes, le costaba encariñarse, ahora, lo hace tanto, que le duelen las despedidas. Sentimental, detallista y amoroso, algo tímido, pero, un romántico de primera, si no que le pregunten a su pareja actual (¿?). Perfeccionista, aun padece de ello, pero no lo ve a mal, aunque, a veces, es como un niño y deja pasar una o dos cosas, eso si, sin dejar nada por la mitad, Hacer las cosas lentamente, pero bien hechas, o no intentarlo. Lucha por lo que desea, pone todo de su ser para conseguir metas. Incluso, puede poner en riesgo su salud. No solo por el, si no por las personas que ama. Cuando se enfada, cosa que suele ocurrir muy pocas veces, si es algo pequeño y casi una niñeria, no te hablara, pero si es algo mas fuerte, no dudara en regresar las agresiones fisicas. Puede ser terco, bien cabezota y si, peca de narcisismo algunas veces. Violento, solo en casos extremos, tendrias que haberlo hecho enojar bastante, de verdad. ¿Orgulloso? Al llegar al suelo parisino, si que lo era,  pero, con el paso de los dias, se ha convertido en alguien mas humilde. Curioso, de verdad, como un infante, aun asi, receloso, precavido, como algo de su propia naturaleza le impone. Protector y consentidor con su pequeña Halima, que adora tanto como a su amado Imre.
Da la vida por ellos.

Era el comienzo del verano, por allí de a mediados del mes de Mayo, que un joven de familia burguesa, Jacques Bouquet, más o menos pudiente gracias a los negocios de su familia, fue, como todo explorador y joven lleno de vida, de cabellos castaños, porte gallardo, alto y robusto, vivaz,  y ojos grises,  en busca de aventuras, a las lejanas tierras, más allá del imponente imperio chino.
Fue así como llegó a la hermosa ciudad de Kyōto, capital (En 1800 aún lo era) del “pais donde nace el sol”, Japón.
El joven, estaba fascinado con la cultura del lugar, sus hermosos templos, que decir del famosos Pabellón Dorado! Pero, sin duda, lo que más le gustó, fue, una hermosa jovencita, llamada Ayaka, que tenía poco de haberse convertido, oficialmente en geisha. Era menudita, pero con buenas proporciones detrás de los elaborados kimonos que portaba. Sus labios eran pequeños, rosados como la flor de loto. De facciones delicadas, parecía casi una ninfa de cuento.
El podía pasar horas mirándole actuar.  Poco a poco, logró acercarse a ella. Y, contrario a lo que le habían contado sobre estas mujeres, para nada que tenían que ver la prostitución. No, estas mujeres en verdad, eran más que nada artistas. El flechazo, fue prácticamente inmediato. Ella no se parecía en nada a las mujeres de Europa, y, quizás, eso fue lo que lo cautivó.
Un día, el le propuso que se fuera con el a Paris, que recorrerían el mundo. Que no le importaba lo que pensara la gente sobre sus diferentes razas y costumbres.
Y ella, detrás de todo aquel maquillaje blanco y sofisticación, no dejaba de ser, una niña, solo contaba con 16 años.

Lo demás, es historia que se lleva el viento.

No emprendieron el viaje, puesto que ella, esperaba un hijo, y era su deseo tenerlo alli. Así que vivieron literalmente ocultos, en una casita colina arriba, rodeada de vegetación y arboles de cerezo, que el joven Jacques, había comprado. El, dijo que volvería primero, solo faltaba un mes para que el bebé naciera, que acomodaría todo allá en la capital francesa, para que pudieran vivir bien.

Ella lo esperó pacientemente, pero, los días corrían y el mes terminaba. Gracias a una vecina de edad avanzada, que vivía sola, pues había enviudado hacía casi 10 años, se enteró, que el barco donde Jacques viajaba, había sufrido un accidente, naufragado, y todos los que iban a bordo…
Ella no soportó aquello, y lloró desconsolada, mientras los cerezos caian a su alrededor, como si se sumaran a su llanto. Pero, la tristeza no pudo durar mucho, pues, los dolores del parto, llegaron.
Ese 11 de Abril, dio a luz a un hermoso y pequeño bebé, con piel de porcelana, la mezcla perfecta entre el color de la piel de ambos padres.


Ayaka nombró al niño Louis Jérémie Eiri, respetando el apellido Bouquet de su amado Jacques. En la ciudad, el niño era más conocido como Eiri, y a veces, le miraban mal, pues, no comprendían como su madre, había sido capaz de “rechazar” a los de su raza.  
Aún así, el pequeño se esmeraba por encajar con el resto, mientras su madre trabajaba en el campo, el solía buscar cosas pequeñas que hacer, encantado por el pasado de su madre como geisha. El quería ver uno de esos festivales en honor a los grandes señores, donde había muchas de esas enigmáticas mujeres, y demás artistas, como los actores del teatro kabuki. No podía pasar siendo un niño, y menos, un hijo como él, sin padre fisico, y este, extranjero. Recargado sobre los muros de aquel lugar, miró a un gatito bobtail, y deseó tener la agilidad del gato.
Allí se dio cuenta de lo que realmente era. El mismo, se vio convertido en uno, un cachorrillo color canela de ojos grises. Tenía solo 6 años, y, como todo un niño, se sorprendió bastante. Fue aprendiendo poco a poco sobre esto, pero no le dijo a su madre.

Para el invierno, su madre enfermó, y no pudo llegar a ver los cerezos florecer. No así el pequeño Louis, que, se miro solo, y decidió irse de allí, no podía mirar las calles sin acordarse de su madre.
Así que se embarcó clandestinamente en un barco inglés. Siendo un niño pequeño y delgado, podía ocultarse fácilmente durante el día, aunque, en más de una ocasión, su corazón palpitó con fuerza y miedo, de sentirse descubierto y ser posiblemente echado por la borda en pleno mar. Por las noches, convertido en un gatito negro, buscaba alimento en las cocinas del barco.

La vida al llegar a Londres, no fue fácil. Un niño huérfano más en las calles, no era cosa nueva. Lo que si ocurrió, fue que el niño quedó maravillado con lo diferente que era este lugar a su natal Kyoto.
Sobrevivía como podía, y, en más de una ocasión, robó cosas en forma de gato. Aquello se le hizo costumbre…

Poco a poco, aprendió la lengua, y así logró hacerse amigo de un anciano pintor, quien, le enseño a leer y escribir, provocando más cambios en él, que siendo un chico listo, absorbía todo con rapidez.
El anciano, de nombre Thomas, se convirtió literalmente, en la figura paterna que nunca había tenido.
Y, a pesar de que le inculcara buenas costumbres y modales, el niño solía robar cosas, relojes, joyas, por mera diversión. Además, el hacerlo y después vender las piezas a los pillos de los callejones, le hacían ganarse monedas que fácilmente podía cambiar por fruta y pan.

Su lugar favorito para esconderse, era la biblioteca y la sala de música de la casa de aquel señor. Paso a paso, aprendió a tocar el piano y el violín, con ayuda del anciano y algunos colegas de este. El muchacho, sabía ganarse el afecto de las personas.  

Thomas falleció cuando el tenía catorce años, y, los hijos de este, le echaron a la calle. Aquella muerte, le dolió tanto como la de su madre, pues con el había aprendido muchas cosas. Y volvió a sentirse solo.

Con lo que ganaba libremente como actor casual, ayudante de esto y aquello, se consiguió un cuarto donde vivir, uno de esos tipicos existentes en las calles burguesas. Pero aquella maña suya, nuca desapareció. Y solía hacerlo cada vez más seguido, además, que desarrollo un gusto por las ropas cada vez más elaboradas, no muy vistas para alguien como él.
El decía que era por que así, se sentía siempre en un escenario. No pasaba desapercibido, con aquel porte y esos rasgos tan delicados, que le deban un aire andrógino en ocasiones- tanto, que en una ocasión, con 16 años, casi abusa de él uno de aquellos matones sujetos que pululaban por allí-. Solía salir por las noches, y entrar en donde hubiera buen vino y buena música.

Era un joven poco menor de los veinte años, cuando la conoció.
Quedó cautivado por aquellos ojos claros como el cielo. Quizás, el lugar donde le había encontrado semejara más un infierno, pero, la chica, en verdad era la viva estampa de un ángel.
Su nombre, Arianne.
El estuvo perdidamente enamorado desde la primera vez que le vió. Más, no era tonto. Sabía que lo suyo, no podía ser. Pero no podia evitar suspirar cada vez que esa mirada se encontraba con la suya. En forma de un gato canela, entraba a su dormitorio en el lugar, y le dejaba siempre una rosa roja.
Lamentablemente, un día, sin más, ya no la vio. Nadie le daba razones, así que de una manera peculiar, su corazón quedó marcado.

Se fue de Londres a la mistica Escocia. Allí conoció a un antiguo capitan de barco, de metro noventa, y cuerpo fuerte como una montaña, que había hecho fortuna explorando nuevas rutas comerciales.
El capitan Lafayette, le tomó estima muy pronto, y el, quedó muy agradecido por diversos favores que le dio. Pero lo que mas le cautivó, fue la hija, la joven Cloudia.
Un nuevo angel vestido de celeste, con hermosos cabellos castaños, recogidos en un peinado de la época, con los rizos cayendo sobre su rostro. Su mirada esmeralda, le robó el aliento. Empezó a cortejarla, pero, a pesar de la estima del capitan Lafayette por él, buscaba un esposo mucho más pudiente que un simple músico y actor- y multiusos-.
El sabía que ella lo amaba, las cartas perfumadas que uno a otro se enviaban en secreto, los roces sin querer, las miradas encontradas, y las sonrisas, no eran una ilusión.
Y, como si fuera una especie de maldición en su vida, la joven Cloudia adquirío una enfermedad respiratoria, que en el invierno crudo de las tierras escocesas, pronto se llevaron su vida.

Era un amor muy grande. Una noche, el subió hasta la ventana de su cuarto, y entro. Ella dormía cual ángel. Había una nota para en la mesita de noche. Como si ella hubiera esperado su llegada.
Solo recuerda, que su amada, yacía sobre la cama, sobre petálos blancos, con su cabello enmarcando su rostro, hermosa, con su vestido color de nieve, y esa rosa, esa rosa roja entre sus manos.
“Aún sin el aliento de la vida en su ser, era arrolladoramente hermosa”
Había una nota para en la mesita de noche. Como si ella hubiera esperado su llegada. La tomó. Nadie sabe que dice, pero el la guarda celosamente, y se dice, que el dolor por esa perdida, fue tan grande, como las anteriores, y, que no tiene la fuerza para hacerlo.

Un gato blanco de mirada celeste, partió a Paris esa noche.