AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Mokka para dos... ¿A la fuerza? [Reservado]
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Mokka para dos... ¿A la fuerza? [Reservado]
La mansión Couserans, un verdadero palacete parisino, rodeado de amplios y cuidados jardines, constaba de varias habitaciones, muchas más de las que la familia Couserans realmente necesitaba. Varias decenas de criados dirigidos con mano firme por el anciano mayordomo mantenían la mansión siempre a punto.
En uno de esos tantos cuartos, un hermoso balcón tallado en mármol albergaba un elegante comedor privado, finamente trabajado en hierro y lapislázuli. Varias macetas tenían enredaderas de rosas y jazmines que refrescaban el lugar. Allí, Astrid permanecía sentada, sin moverse, con la mirada perdida, mientras sus manos se crispaban arrugando lo que momentos antes había sido una carta. La joven llevaba un sencillo vestido de casa, de cuello cuadrado, mangas largas y que carecía de bordados y encajes, de un suave color crema, un elegante cinto de color lavanda se ajustaba a la altura del busto de la muchacha lo que realzaba sus pechos. Recogía su sedoso y largo cabello en una media cola que sujetaba con una traba de jade chino, mientras el resto caía libremente por su espalda.
La carta, que había sido escrita por esmero por una cuidada caligrafía, les comunicaba de un lamentable accidente sufrido por su padre, mientras practicaba equitación con unos amigos vieneses. La joven, de hecho, había despertado a causa de los gritos de su madre. Lady Brigitte recuperó la calma al ver a su hija en camisón en pleno jardín, así que la mandó a vestirse antes de comunicarle lo ocurrido. Ambas mujeres prepararon el viaje de la Condesa, quien evaluaría la situación al llegar a Viena y de acuerdo a lo que encontrase allí, decidiría si mandar a buscar por su hija o no. Mientras tanto, Astrid se quedaría en París, en compañía de su institutriz, la señorita Rosalie LeNoir, y sus dos tías solteronas que llegarían durante esa tarde para cuidarla.
El mensaje había llegado minutos antes del alba, por lo que pasado el mediodía, Madame De Couserans y Carcasona salía rumbo a la ciudad austríaca y Astrid se había encerrado en su cuarto a leer la carta que detallaba lo ocurrido, mientras una criada le preparaba un té. Dos horas después, la joven se sabía la carta prácticamente de memoria y aún no lograba tranquilizarse. Su corazón le decía que todo estaría bien, pero la incertidumbre la mataba.
No pudiendo soportarlo más, llamó a su criada personal y le ordenó preparar un traje de paseo, mientras ella se daba un corto baño de tina. Con ayuda de la servidumbre se bañó, lavó, secó y cepilló su cabello y se puso crema, talco y perfume en la piel. Para salir, eligió un traje, cuyo generoso escote en V dejaba a la vista parte de sus pechos, en tanto que sus vaporosas mangas dejaban medio brazo a la vista. El faldón caía elegantemente sobre la joven, dándole una figura refinada, que destacaba todos sus atributos y que, inevitablemente, incordiaba a las mujeres más conservadoras, acompañó el atuendo con zapatos en el mismo tono, y una sencilla cadeneta de la que pendía un trocito de esmeralda virgen. Se recogió el cabello en un tomate a medio armar, dejando caer algunos mechones libremente, lo que le daba un aire fresco y bastante moderno. Finalmente, se puso sus guantes de paseo, se cubrió con una elegante capa de un verde tan obscuro que parecía negro y recogió su paraguas para protegerse de la delgada lluvia que caía en esos momentos.
Pese a las protestas y ruegos de su institutriz, Astrid, que seguía siendo la señora en ausencia de su madre y sus tías, se mandó a cambiar completamente sola. Se subió al carruaje con prisa, evitando que Rosalie se colara con ella, y le indicó al cochero partir al centro de París. Media hora después de dar vueltas, la joven se decidió a dónde quería ir. Ordenó al cochero regresar a casa; el buen hombre intentó persuadirla, con el mismo rotundo fracaso que antes tuviera la señorita LeNoir. Así las cosas, Astrid logró quedarse sola y se dedicó a pasear por el centro, hasta que dio con la conocida zona de cafés.
Eligió un café al azar, sin mucho criterio, porque de pronto la lluvia se había transformado en aguanieve y necesitó refugiarse rápidamente. Para su suerte, era un café muy elegante y sofisticado; después de observar el lugar con detención y cuando decidió que le gustaba, eligió una mesa en una de las esquinas más elegantes y reservadas y pidió la carta para poder elegir con calma.
Aún estaba sumida en la interminable lista de cafés que se ofrecían allí cuando un sonido peculiar la distrajo. Un varón acababa de entrar en el lugar y por lo que ella pudo observar a esa distancia era un tipo realmente bien parecido, vestido con un traje a la medida tan caro que sólo de mirarlo se sabía de la alta posición social que el tipo ostentaba. Sus casi dos metros de altura lo hacían destacar en el lugar, en donde la mayoría de los varones no superaba el metro setenta y cinco. Casi había olvidado la lista, recreándose en el gentilhombre, cuando aquél se giró y sus miradas se cruzaron por unas milésimas de segundo.
El hombre le miró con aire divertido y arrogante, pues se sabía irresistible para las mujeres. Astrid hubiera querido enterrarse en ese momento, o desaparecer instantáneamente, pero sabía que eso era imposible. Nigel Quartermane, el tipo más insoportable que jamás había conocido en su corta vida, le miraba fijamente y tal parecía que tenía toda la intención de dirigirse a su mesa sólo para fastidiarla. Dándose por vencida, sabiendo que ella misma se había atrapado en el restaurante, decidió que le plantaría cara y ya vería él con quién se estaba metiendo.
Mientras él danzaba elegantemente hacia ella, acaparando las miradas de todas las mujeres del lugar, Astrid aprovechó para tranquilizarse y actuar con toda la educación que se esperaba de ella. Dibujó una suave sonrisa en su rostro y, cuando lo tuvo a unos pasos de distancia, con ese aire tan refinado y encantador que los jóvenes de su edad siempre le adulaban, no esperó a que Nigel hablase, sino que, con toda sutileza, fue ella quien le dirigió la palabra:
– Que tengáis buena tarde, Lord Quartermane. – dijo, con un elegante gesto de su cabeza – Como podéis ver, me encuentro sola. Si apetecéis acompañarme con un café, sois bienvenido a mi mesa personal. – agregó con dulzura.
Aunque todo en ella daba cuenta de lo efectiva que fue su rígida educación, lo cierto es que Astrid lo detestaba; era verdad que Nigel era guapo, inteligente, locuaz y culto, pero su arrogancia no tenía límites y ya ella había dado cuenta de ese terrible carácter cuando coincidieron en un viaje por Turquía. Ya en aquel entonces, él se había divertido hasta saciarse a costa de la niña que era, siete años atrás. Tanto la había humillado que la joven le tomó ojeriza en los años venideros y siempre evitó encontrarse con él... hasta ese día.
Así las cosas, Astrid respiró profundo, fue educada por protocolo y rogó porque Nigel se marchara por donde vino.
Pero tal parecía que, cuando se trataba de Lord Quartermane, eso nunca era suficiente...
***
En uno de esos tantos cuartos, un hermoso balcón tallado en mármol albergaba un elegante comedor privado, finamente trabajado en hierro y lapislázuli. Varias macetas tenían enredaderas de rosas y jazmines que refrescaban el lugar. Allí, Astrid permanecía sentada, sin moverse, con la mirada perdida, mientras sus manos se crispaban arrugando lo que momentos antes había sido una carta. La joven llevaba un sencillo vestido de casa, de cuello cuadrado, mangas largas y que carecía de bordados y encajes, de un suave color crema, un elegante cinto de color lavanda se ajustaba a la altura del busto de la muchacha lo que realzaba sus pechos. Recogía su sedoso y largo cabello en una media cola que sujetaba con una traba de jade chino, mientras el resto caía libremente por su espalda.
La carta, que había sido escrita por esmero por una cuidada caligrafía, les comunicaba de un lamentable accidente sufrido por su padre, mientras practicaba equitación con unos amigos vieneses. La joven, de hecho, había despertado a causa de los gritos de su madre. Lady Brigitte recuperó la calma al ver a su hija en camisón en pleno jardín, así que la mandó a vestirse antes de comunicarle lo ocurrido. Ambas mujeres prepararon el viaje de la Condesa, quien evaluaría la situación al llegar a Viena y de acuerdo a lo que encontrase allí, decidiría si mandar a buscar por su hija o no. Mientras tanto, Astrid se quedaría en París, en compañía de su institutriz, la señorita Rosalie LeNoir, y sus dos tías solteronas que llegarían durante esa tarde para cuidarla.
El mensaje había llegado minutos antes del alba, por lo que pasado el mediodía, Madame De Couserans y Carcasona salía rumbo a la ciudad austríaca y Astrid se había encerrado en su cuarto a leer la carta que detallaba lo ocurrido, mientras una criada le preparaba un té. Dos horas después, la joven se sabía la carta prácticamente de memoria y aún no lograba tranquilizarse. Su corazón le decía que todo estaría bien, pero la incertidumbre la mataba.
No pudiendo soportarlo más, llamó a su criada personal y le ordenó preparar un traje de paseo, mientras ella se daba un corto baño de tina. Con ayuda de la servidumbre se bañó, lavó, secó y cepilló su cabello y se puso crema, talco y perfume en la piel. Para salir, eligió un traje, cuyo generoso escote en V dejaba a la vista parte de sus pechos, en tanto que sus vaporosas mangas dejaban medio brazo a la vista. El faldón caía elegantemente sobre la joven, dándole una figura refinada, que destacaba todos sus atributos y que, inevitablemente, incordiaba a las mujeres más conservadoras, acompañó el atuendo con zapatos en el mismo tono, y una sencilla cadeneta de la que pendía un trocito de esmeralda virgen. Se recogió el cabello en un tomate a medio armar, dejando caer algunos mechones libremente, lo que le daba un aire fresco y bastante moderno. Finalmente, se puso sus guantes de paseo, se cubrió con una elegante capa de un verde tan obscuro que parecía negro y recogió su paraguas para protegerse de la delgada lluvia que caía en esos momentos.
Pese a las protestas y ruegos de su institutriz, Astrid, que seguía siendo la señora en ausencia de su madre y sus tías, se mandó a cambiar completamente sola. Se subió al carruaje con prisa, evitando que Rosalie se colara con ella, y le indicó al cochero partir al centro de París. Media hora después de dar vueltas, la joven se decidió a dónde quería ir. Ordenó al cochero regresar a casa; el buen hombre intentó persuadirla, con el mismo rotundo fracaso que antes tuviera la señorita LeNoir. Así las cosas, Astrid logró quedarse sola y se dedicó a pasear por el centro, hasta que dio con la conocida zona de cafés.
Eligió un café al azar, sin mucho criterio, porque de pronto la lluvia se había transformado en aguanieve y necesitó refugiarse rápidamente. Para su suerte, era un café muy elegante y sofisticado; después de observar el lugar con detención y cuando decidió que le gustaba, eligió una mesa en una de las esquinas más elegantes y reservadas y pidió la carta para poder elegir con calma.
Aún estaba sumida en la interminable lista de cafés que se ofrecían allí cuando un sonido peculiar la distrajo. Un varón acababa de entrar en el lugar y por lo que ella pudo observar a esa distancia era un tipo realmente bien parecido, vestido con un traje a la medida tan caro que sólo de mirarlo se sabía de la alta posición social que el tipo ostentaba. Sus casi dos metros de altura lo hacían destacar en el lugar, en donde la mayoría de los varones no superaba el metro setenta y cinco. Casi había olvidado la lista, recreándose en el gentilhombre, cuando aquél se giró y sus miradas se cruzaron por unas milésimas de segundo.
El hombre le miró con aire divertido y arrogante, pues se sabía irresistible para las mujeres. Astrid hubiera querido enterrarse en ese momento, o desaparecer instantáneamente, pero sabía que eso era imposible. Nigel Quartermane, el tipo más insoportable que jamás había conocido en su corta vida, le miraba fijamente y tal parecía que tenía toda la intención de dirigirse a su mesa sólo para fastidiarla. Dándose por vencida, sabiendo que ella misma se había atrapado en el restaurante, decidió que le plantaría cara y ya vería él con quién se estaba metiendo.
Mientras él danzaba elegantemente hacia ella, acaparando las miradas de todas las mujeres del lugar, Astrid aprovechó para tranquilizarse y actuar con toda la educación que se esperaba de ella. Dibujó una suave sonrisa en su rostro y, cuando lo tuvo a unos pasos de distancia, con ese aire tan refinado y encantador que los jóvenes de su edad siempre le adulaban, no esperó a que Nigel hablase, sino que, con toda sutileza, fue ella quien le dirigió la palabra:
– Que tengáis buena tarde, Lord Quartermane. – dijo, con un elegante gesto de su cabeza – Como podéis ver, me encuentro sola. Si apetecéis acompañarme con un café, sois bienvenido a mi mesa personal. – agregó con dulzura.
Aunque todo en ella daba cuenta de lo efectiva que fue su rígida educación, lo cierto es que Astrid lo detestaba; era verdad que Nigel era guapo, inteligente, locuaz y culto, pero su arrogancia no tenía límites y ya ella había dado cuenta de ese terrible carácter cuando coincidieron en un viaje por Turquía. Ya en aquel entonces, él se había divertido hasta saciarse a costa de la niña que era, siete años atrás. Tanto la había humillado que la joven le tomó ojeriza en los años venideros y siempre evitó encontrarse con él... hasta ese día.
Así las cosas, Astrid respiró profundo, fue educada por protocolo y rogó porque Nigel se marchara por donde vino.
Pero tal parecía que, cuando se trataba de Lord Quartermane, eso nunca era suficiente...
***
Astrid De Couserans1- Realeza Rumana
- Mensajes : 26
Fecha de inscripción : 19/12/2010
Localización : Como siempre, detrás de un velo junto a Albus...
Re: Mokka para dos... ¿A la fuerza? [Reservado]
La residencia Quartermane, luego de mucho tiempo, se encontraba nuevamente vacía. El eco de la soledad que había sido su más recurrente huésped por años y años, nuevamente hacia acto de aparición. Y Nigel la recibía sin mucho entusiasmo, puesto que esta dama jamás había sido una de sus inquilinas predilectas, todo lo contrario, la detestaba y odiaba tener que volver a verle cara a cara. Lo cierto era que era bastante curioso que la mansión se viera en esta situación, curioso por que el joven Quartermane no era mas un joven que gozara de la soltería, pues había contraído matrimonio hacia apenas un par de semanas con la que había sido su cortesana favorita por mucho tiempo. Ahora Claire llevaba su apellido, ahora compartía su cama; pero no como la prostituta de entrada por salida, ahora era de tiempo completo. Nigel la amaba, eso jamás se atrevería a negarlo, era su vida. Podía seguir mirando a otras mujeres, podía seguir deseándolas, llevándolas incluso a la cama, pero era innegable que Claire estaba por encima de cualquiera de esas féminas que usaba solo para su entretención. Por supuesto que Claire no estaba al tanto de las actividades extramaritales que su cónyuge aun llevaba a cabo, la discreción era algo que el señor de la casa tenía muy presente.
Y justo por eso es que la casa se sentía tan sola. Claire, ella era la que faltaba. El reloj aviso que las siete de la mañana habían llegado y Nigel se ladeó sobre la cama, aun recostado, soñoliento y enredado en las sabanas blancas. Su mano izquierda se encontró con un vacío gélido al palpar el lado que Claire solía ocupar en la cama, fue hasta entonces que abrió los ojos encontrándose con esa ausencia repentina de su esposa. Por un momento no entendió por que su mujer no se encontraba a su lado, era tan temprano. Permaneció inmóvil, mirando el techo, contemplando el fino y elegante decorado que este tenía, intentando hacer que su memoria funcionara lo más rápido posible. Entonces recordó. Se llevó las manos al rostro y tallo sus ojos mas despreocupado, había recordado que Claire le había anunciado que visitaría ese día a Juliette, su hermana gemela, misma a la que no había frecuentado tanto desde el casamiento, seguramente tendrían mucho de que hablar, cosas de mujeres, por eso no se había empeñado en acompañarle.
Dejó escapar un suspiro profundo y perezoso y posteriormente se incorporó hasta quedar sentado sobre la orilla del lecho. Las sabanas le resbalaron por el cuerpo, hasta quedar hechas nudo sobre el cómodo colchón. Miró a su alrededor, en total silencio y fue mas silencio el que le respondió. Daba la impresión de estar en una casa hundida en completo abandono, no había un solo indicio de que hubiera alguna otra alma en la residencia a esa hora. Nigel se pusó de pie y con el cuerpo semidesnudo, anduvo hasta el lado extremo de la habitación, se detuvó justo frente al ventanal, el cual abrió para cerciorarse de la intensidad del clima con el que habían amanecido en Paris. Una matutina brisa fresca le golpeó la cara al instante. Si bien el invierno había llegado desde semanas atrás, ese día era uno bastante agradable, el sol que había cumplido su capricho de mostrarse provocaba que lo fuera.
La ventana se cerró nuevamente. Nigel permaneció inmóvil una vez más, mirando la recamara, donde la cama era lo primero que acaparaba su vista. Esa cama donde ahora daba rienda suelta a la pasión, sin límites, por todas las de la ley. Lo había logrado, se había salido con la suya, Claire era completamente para el y para nadie más. La extraño por ese instante, pero no se dio el lujo de ponerse en un plan sentimental, pues no iba mucho con el momento. Así que simplemente abrió el closet, saco una bata de dormir, se la colocó encima, la ato a la cintura y emprendió el viaje escaleras abajo. No podía creer la paz que había en su hogar, pero eso tampoco era motivo de alegría para el, pues detestaba cuando ocurría eso. Nigel era ese tipo de persona que no tolera el silencio, que no aguanta el sentirse solo, que sufre una especie de “claustrofobia” inofensiva al verse encerrado en un lugar tan quieto y falto de vida. Y esta vez no seria la excepción. Su mente trabajo rápidamente y encontró la solución al problema, una fácil y seguramente efectiva. Ya en otras ocasiones le había funcionado. Muchas.
Regresó a la habitación, buscó en el closet uno de sus trajes mas elegantes en color negro, que lo había lucir todavía mas galante que de costumbre. Se colocó los zapatos lustrosos y fue hasta donde el espejo, donde se apresuró a echar hacia atrás su cabello ligeramente crecido. La imagen que le devolvía el espejo era la de un hombre joven y apuesto, pero también uno arrogante y engreído, pues no hay peor persona que sabe lo que tiene a su favor y lo usa equivocadamente. Aunque, por supuesto, Nigel era también ese tipo de hombres con poca conciencia, dato que repercutió para que una sonrisa se dibujara en sus labios al colocarse el sobrero y salir casi disparado de la mansión. No se tomó si quiera la molestia de intentar buscar al chofer de su carruaje, prefirió andar a pie. Pero por supuesto que el hecho de haber decidido ir por su propia cuenta y no en el carruaje, había sido por algo en especifico, algo de lo que se vería beneficiado, pues todo lo que Nigel hacia, tenia siempre una doble intención, jamás actuaba por compasión a otros, esta no seria la excepción. Si se había optado por andar, no había sido por no querer molestar a su chofer o por el hecho de querer estirar un poco las piernas, si no por que sabia que el deambular por las calles como cualquier mortal le traería beneficios, sobre todo con el publico del genero femenino. Claire no estaba, ¿que más daba?
Conforme los minutos pasaban las nubes iban tintándose un tono oscuro, la amenaza de lluvia era cada vez mas latente, pero Nigel no hizo mucho caso a los caprichos de la naturaleza, sus caprichos personales eran todavía mas importantes.
Siguió andando con paso firme, los movimientos elegantes, como era esperado, llamaban la atención de cuanta fémina se cruzara por su camino. Algunas tan solo le miraban, otras que iban en pareja cuchicheaban entre en medio de risas, otras mas se atrevían a dedicarle una sonrisa acompañada de una mirada picara y un mínimo le miraba con aire reprobatorio, algunos con curiosidad, pues la noticia de su boda con Claire había sido todo un suceso, eran la comidilla de la ciudad, pero no por que el fuese un caballero adinerado y no fuera mas un soltero codiciado, si no por el hecho de haber convertido en su esposa a una prostituta, acto bastante denigrante para un caballero de su alcurnia, sobre todo si se tiene en cuenta el gran numero de mujeres jóvenes, solteras y adineradas de entre las cuales bien pudo haber elegido un mejor partido. Pero esto por supuesto que a Nigel no le importaba, estaba acostumbrado a ir en contra de las reglas, no había de que avergonzarse, todo lo contrario…
Las primeras gotas de lluvia tocaron su piel blanquecina y no le quedo más remedio que buscar refugio. Entro en el primer café que estuvo a su paso, uno de bastante categoría. El dependiente recibió a Nigel con una amplia sonrisa, no desaprovechando para mostrarle sus felicitaciones por su reciente boda, un acto puramente lambiscón del empleado. Nigel agradeció sin darle demasiada importancia a lo que el hombre le decía, en su lugar giro su rostro y echo un vistazo rápido al lugar el cual se encontraba medianamente abarrotado. Reconoció un par de rostros al fondo y alzo la mano para brindar un saludo rápido, sin mucho interés, pues no era en realidad nadie importante. Pero su vista se quedo clavada en una mesa en peculiar, una donde figuraba una bella y joven dama envuelta en un vestido sumamente elegante, mismo que pudo darse cuenta de lo ceñido que le quedaba al cuerpo, una vez que estuvo mas cerca de la mesa. El trayecto de la entrada a la mesa en cuestión lo aprovecho para hacer un poco de memoria, pues la dama a la cual se dirigía le resultaba tremendamente familiar, esos ojos eran difícil de olvidar. Y entonces nuevamente fue iluminado.
- Por Dios, pero si es usted, ¿Astrid? - Cuestiono entrecerrando los ojos, al pie de la mesa, no respondiendo aun a la invitación que la joven acababa de hacerle. - Si, claro que es usted… - Añadió rápidamente mas convencido. Quito el sombrero de copa que llevaba sobre su cabeza y lo coloco sobre la mesa con sumo cuidado, tomo asiento sin quitarle los ojos de encima a la que seria su acompañante. – Por supuesto que acepto la invitación, ¿de verdad creía que podría ser tan grosero en negarme? – Sonrío ampliamente y quizás con un poco de ironía, pues justamente Nigel había conocido a Astrid en un viaje hacia ya algunos ayeres, donde curiosamente el había gastado su tiempo burlándose de ella. – Además, ¿como no aprovechar para recordar viejos tiempos? Seguramente tiene mucho que contarme Lady Couserans, espero que así sea, por que de verdad estoy ansioso por saber que ha sido de su vida, misma que parece haberla tratado muy bien estos ultimo años… - Ah, Nigel Quartermane, en ocasiones daba la impresión de que su boca no estaba conectada a su mente…o quizás su mente poco sabia de sutileza.
Y justo por eso es que la casa se sentía tan sola. Claire, ella era la que faltaba. El reloj aviso que las siete de la mañana habían llegado y Nigel se ladeó sobre la cama, aun recostado, soñoliento y enredado en las sabanas blancas. Su mano izquierda se encontró con un vacío gélido al palpar el lado que Claire solía ocupar en la cama, fue hasta entonces que abrió los ojos encontrándose con esa ausencia repentina de su esposa. Por un momento no entendió por que su mujer no se encontraba a su lado, era tan temprano. Permaneció inmóvil, mirando el techo, contemplando el fino y elegante decorado que este tenía, intentando hacer que su memoria funcionara lo más rápido posible. Entonces recordó. Se llevó las manos al rostro y tallo sus ojos mas despreocupado, había recordado que Claire le había anunciado que visitaría ese día a Juliette, su hermana gemela, misma a la que no había frecuentado tanto desde el casamiento, seguramente tendrían mucho de que hablar, cosas de mujeres, por eso no se había empeñado en acompañarle.
Dejó escapar un suspiro profundo y perezoso y posteriormente se incorporó hasta quedar sentado sobre la orilla del lecho. Las sabanas le resbalaron por el cuerpo, hasta quedar hechas nudo sobre el cómodo colchón. Miró a su alrededor, en total silencio y fue mas silencio el que le respondió. Daba la impresión de estar en una casa hundida en completo abandono, no había un solo indicio de que hubiera alguna otra alma en la residencia a esa hora. Nigel se pusó de pie y con el cuerpo semidesnudo, anduvo hasta el lado extremo de la habitación, se detuvó justo frente al ventanal, el cual abrió para cerciorarse de la intensidad del clima con el que habían amanecido en Paris. Una matutina brisa fresca le golpeó la cara al instante. Si bien el invierno había llegado desde semanas atrás, ese día era uno bastante agradable, el sol que había cumplido su capricho de mostrarse provocaba que lo fuera.
La ventana se cerró nuevamente. Nigel permaneció inmóvil una vez más, mirando la recamara, donde la cama era lo primero que acaparaba su vista. Esa cama donde ahora daba rienda suelta a la pasión, sin límites, por todas las de la ley. Lo había logrado, se había salido con la suya, Claire era completamente para el y para nadie más. La extraño por ese instante, pero no se dio el lujo de ponerse en un plan sentimental, pues no iba mucho con el momento. Así que simplemente abrió el closet, saco una bata de dormir, se la colocó encima, la ato a la cintura y emprendió el viaje escaleras abajo. No podía creer la paz que había en su hogar, pero eso tampoco era motivo de alegría para el, pues detestaba cuando ocurría eso. Nigel era ese tipo de persona que no tolera el silencio, que no aguanta el sentirse solo, que sufre una especie de “claustrofobia” inofensiva al verse encerrado en un lugar tan quieto y falto de vida. Y esta vez no seria la excepción. Su mente trabajo rápidamente y encontró la solución al problema, una fácil y seguramente efectiva. Ya en otras ocasiones le había funcionado. Muchas.
Regresó a la habitación, buscó en el closet uno de sus trajes mas elegantes en color negro, que lo había lucir todavía mas galante que de costumbre. Se colocó los zapatos lustrosos y fue hasta donde el espejo, donde se apresuró a echar hacia atrás su cabello ligeramente crecido. La imagen que le devolvía el espejo era la de un hombre joven y apuesto, pero también uno arrogante y engreído, pues no hay peor persona que sabe lo que tiene a su favor y lo usa equivocadamente. Aunque, por supuesto, Nigel era también ese tipo de hombres con poca conciencia, dato que repercutió para que una sonrisa se dibujara en sus labios al colocarse el sobrero y salir casi disparado de la mansión. No se tomó si quiera la molestia de intentar buscar al chofer de su carruaje, prefirió andar a pie. Pero por supuesto que el hecho de haber decidido ir por su propia cuenta y no en el carruaje, había sido por algo en especifico, algo de lo que se vería beneficiado, pues todo lo que Nigel hacia, tenia siempre una doble intención, jamás actuaba por compasión a otros, esta no seria la excepción. Si se había optado por andar, no había sido por no querer molestar a su chofer o por el hecho de querer estirar un poco las piernas, si no por que sabia que el deambular por las calles como cualquier mortal le traería beneficios, sobre todo con el publico del genero femenino. Claire no estaba, ¿que más daba?
Conforme los minutos pasaban las nubes iban tintándose un tono oscuro, la amenaza de lluvia era cada vez mas latente, pero Nigel no hizo mucho caso a los caprichos de la naturaleza, sus caprichos personales eran todavía mas importantes.
Siguió andando con paso firme, los movimientos elegantes, como era esperado, llamaban la atención de cuanta fémina se cruzara por su camino. Algunas tan solo le miraban, otras que iban en pareja cuchicheaban entre en medio de risas, otras mas se atrevían a dedicarle una sonrisa acompañada de una mirada picara y un mínimo le miraba con aire reprobatorio, algunos con curiosidad, pues la noticia de su boda con Claire había sido todo un suceso, eran la comidilla de la ciudad, pero no por que el fuese un caballero adinerado y no fuera mas un soltero codiciado, si no por el hecho de haber convertido en su esposa a una prostituta, acto bastante denigrante para un caballero de su alcurnia, sobre todo si se tiene en cuenta el gran numero de mujeres jóvenes, solteras y adineradas de entre las cuales bien pudo haber elegido un mejor partido. Pero esto por supuesto que a Nigel no le importaba, estaba acostumbrado a ir en contra de las reglas, no había de que avergonzarse, todo lo contrario…
Las primeras gotas de lluvia tocaron su piel blanquecina y no le quedo más remedio que buscar refugio. Entro en el primer café que estuvo a su paso, uno de bastante categoría. El dependiente recibió a Nigel con una amplia sonrisa, no desaprovechando para mostrarle sus felicitaciones por su reciente boda, un acto puramente lambiscón del empleado. Nigel agradeció sin darle demasiada importancia a lo que el hombre le decía, en su lugar giro su rostro y echo un vistazo rápido al lugar el cual se encontraba medianamente abarrotado. Reconoció un par de rostros al fondo y alzo la mano para brindar un saludo rápido, sin mucho interés, pues no era en realidad nadie importante. Pero su vista se quedo clavada en una mesa en peculiar, una donde figuraba una bella y joven dama envuelta en un vestido sumamente elegante, mismo que pudo darse cuenta de lo ceñido que le quedaba al cuerpo, una vez que estuvo mas cerca de la mesa. El trayecto de la entrada a la mesa en cuestión lo aprovecho para hacer un poco de memoria, pues la dama a la cual se dirigía le resultaba tremendamente familiar, esos ojos eran difícil de olvidar. Y entonces nuevamente fue iluminado.
- Por Dios, pero si es usted, ¿Astrid? - Cuestiono entrecerrando los ojos, al pie de la mesa, no respondiendo aun a la invitación que la joven acababa de hacerle. - Si, claro que es usted… - Añadió rápidamente mas convencido. Quito el sombrero de copa que llevaba sobre su cabeza y lo coloco sobre la mesa con sumo cuidado, tomo asiento sin quitarle los ojos de encima a la que seria su acompañante. – Por supuesto que acepto la invitación, ¿de verdad creía que podría ser tan grosero en negarme? – Sonrío ampliamente y quizás con un poco de ironía, pues justamente Nigel había conocido a Astrid en un viaje hacia ya algunos ayeres, donde curiosamente el había gastado su tiempo burlándose de ella. – Además, ¿como no aprovechar para recordar viejos tiempos? Seguramente tiene mucho que contarme Lady Couserans, espero que así sea, por que de verdad estoy ansioso por saber que ha sido de su vida, misma que parece haberla tratado muy bien estos ultimo años… - Ah, Nigel Quartermane, en ocasiones daba la impresión de que su boca no estaba conectada a su mente…o quizás su mente poco sabia de sutileza.
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