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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Verónica Franco2 Miér Mar 16, 2011 12:58 pm

Se frotó las manos, tratando de darles algo de calor. En momentos como aquél, lamentaba haber rechazado los deberes que Madame Schinlers le había ofrecido llevar a cabo al interior del Palacio, sin embargo, la parte más racional de la joven supo que había hecho lo correcto; además, la noche anterior se había celebrado el compromiso del Príncipe Urian y mientras ella sólo tenía que cepillar caballos (una actividad francamente aburrida, pero en lo absoluto agotadora), sus compañeras tendrían que mover muebles, limpiar desperdicios trapear pisos y pulir paredes, eso sin contar la cantidad de cortinajes que lavar, muebles que abrillantar, sillones que azotar y loza, cristales, porcelana, platería y cuchillería que lavar, secar y ordenar. No, definitivamente prefería congelarse antes que matarse trabajando allí adentro.

Las caballerizas estaban debidamente resguardadas del sol y tenían pasajes subterráneos que las comunicaban directamente con el Palacio Real. Cuando recién llegó al lugar y le mostraron las instalaciones, lo primero que atrajo su atención fueron la serie de puertecillas a ras de suelo distribuidas por todo el Castillo; más de alguna vez, pregunto para qué servían, pero nunca nadie le respondió. Ahora, sin embargo, que era partícipe del secreto de la Familia Real, todo cobraba sentido para ella. Cada vez que pensaba en ello, su corazón se encogía y tenía que reprimir el impulso de correr a los brazos de Acheron. El vampiro había sido tajante: si alguna vez llegaba a amarla, ella no debía guardar ninguna esperanza, pues su historia estaba muerta desde antes de encontrarse.

Por su parte y aunque Su Majestad Aranel le había ofrecido la tentadora oportunidad de dejar de ser una plebeya y convertirse casi mágicamente en parte de la nobleza, había preferido seguir siendo una sirvienta más; no debía, ni por un segundo, olvidarse de cuál era su lugar allí; ella era Verónica Franco, una huérfana sin abolengo ni posición social, cuyas únicas pertenencias eran un medallón de oro y el relojito de arena. Se lo repetía cada mañana al levantarse y cada noche antes de irse a dormir. A veces, fantaseaba que se dormía junto al Rey y que él la amaba sin importarle nada más, pero no tardaba en poner los pies en la tierra y comprender que era sólo eso, una fantasía, luego de lo cual se repetía, optimista, que ya conocería a alguien de su clase con quien poder ser feliz y tener una vida normal. Sabía, como muchas otras veces antes le pasara, que aquello era una falacia, pero no le importó.

Fue por todas esas cosas que logró, poco a poco, recuperar el control de su vida y volver a ser un poco más ella. No le fue difícil recuperar su risa espontánea ni su característica amabilidad; volvió a ser la misma muchacha sencilla, alegre y extrovertida, pero una parte de ella, guardada en lo más hondo de sí nunca dejaría de anhelar a su Rey, ante lo que no tuvo otra opción más que la de aceptar este funesto hecho y ser feliz con otras cosas que no supusieran ni una familia ni una pareja porque ella sabía, por más que se engañara, que su corazón ya había elegido dueño y que no podría transar aquello ni aunque lo deseara con toda su porfiada razón.

Perdida como estaba en estos pensamientos, no se dio cuenta de que una figura le obstruía la salida de la caballeriza en la que se encontraba justo en ese momento. El caballo, al reconocer a su amo, dio un relincho satisfecho y coceó suavemente, pero Verónica no pudo evitar asustarse. Mayor fue su sorpresa cuando unas gélidas manos se deslizaron por su cintura y se entrelazaron con las suyas, tomando el control de la tarea.

A Odín le encanta que le cepillen la tuza. – musitó Acheron apoyando su barbilla en el cuello de Verónica, al tiempo que guiaba la mano de la joven en el cepillado.

Ella se dejó llevar, mientras terminaban limpiar al caballo, luego de lo cual, se volteó y lo miró fijamente. Su rostro macilento y las suaves ojeras bajo sus ojos delataban su magra alimentación; suspiró abatida y, sin reprimir su preocupación, le acarició el rostro, mientras sentía que su pecho estallaría de un momento a otro... Y era que lo amaba tanto que sentía que no lo iba a resistir.

Estáis demacrado, Majestad... – le dijo, con ternura, sin soltarle el rostro.

Acheron la miró fijamente, tratando de mantener la distancia, pero no lo consiguió del todo y una suave y cálida sonrisa se dibujó en su rostro. Ella respondió con un rostro iluminado y feliz, y lo besó. Ambos se miraron después de aquél íntimo contacto y Acheron, a regañadientes, tuvo que irse. Verónica retrasó la partida lo que más pudo, pero no insistió tampoco. Después de todo, aunque ambos compartieran muchas cosas y sentimientos intensos y definitivos, no eran sino el Rey y su criada y eso no cambiaría nunca... o eso creía la joven. Así que simplemente lo vio marchar y reanudó su pacífica tarea.

Poco después del atardecer, cuando ya había terminado sus deberes del día y se había dado un buen baño con esencias a flores (regalo de la Reina que no pudo rechazar), dirigió sus pasos a la biblioteca pública del Palacio, haciendo uso del permiso que Sus Altezas le otorgaron. Como pocas veces, iba vestida con uno de los sencillos, pero muy elegantes vestidos de diario que Aranel había puesto en su humilde ropero. Se miró en uno de los espejos repartidos en los pasillo de Palacio y apreció su peinado –una sencilla media coleta de la que caían graciosos y perfectos rizos– y, contenta de su apariencia, apuró la marcha hacia su destino.

A esas horas del anochecer, la biblioteca mayor solía estar desocupada, por lo que era un buen lugar para refugiarse del ajetreo y la frivolidad de Palacio. Verónica, agradeciendo el silencio y la calidez del ambiente, se paseó por los estantes hasta que se decidió por una copia en alemán del “Ingenioso Hidalgo, don Quijote de la Mancha”, con el que se dirigió a paso vivo a la zona de lectura, al tiempo que tarareaba una suave canción.

Quienes vienen a leer a este lugar aprecian el silencio, ¿sabías? – la interrumpió una voz gélida.

Desde unos de los sillones apareció una mujer cuya extraordinaria belleza competía con la de Aranel Parthenopaeus y Verónica no necesitó de un segundo examen para saber que era de la misma especie que los Reyes Holandeses. Tal parecía que todos allí eran vampiros y que ella era la única humana fuera de lugar, la imprudente mortal que tentaba a la Gente Fría con su calidez y su particular sangre corriendo por sus venas. Intentó formular una disculpa, pero las palabras no fluyeron; había algo en el ambiente, quizás en el hecho de percibir rastro de llanto en el rostro de la extraña, que no le daba seguridad. Hubiera querido consolar la tristeza y la rabia que percibía bajo la máscara de la mujer, pero comprendió, por el porte, el trato recibido y el modo de mirarse, que la otra era una noble y que no tenía derecho alguno de tratarla como una igual. La extranjera –su acento la había delatado– la miró con una expresión inescrutable, como si tuviera un repentino interés en ella, como si de pronto le resultase demasiado atractiva, cuyo inusitado interés hizo que Verónica, por unos instantes, realmente temiera por su vida.

Sin embargo, había aprendido que el único placer de los de su clase era no permitirles a sus amos saber que podían asustarlos, así que decidió encararla:

Si deseáis mi sangre, Lady, os sugiero que vayamos a otra parte. En verdad, lamentaría tener que arruinar el único lugar en donde puedo hacer lo que realmente disfruto sin que me discriminen por no tener sangre azul. – le dijo, con carácter y altivez.

Muchas veces antes, por responder de ese modo, se ganó los más feroces castigos. Pero estaba a punto de llevarse la sorpresa de su vida.


***
Verónica Franco2
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