Sed de venganza (Dana Luminita)

por **Dimitri Lumière** Jue Abr 21, 2011 7:24 am

Era la segunda vez que caminaba por aquella avenida andrajosa y desprovista de vida real. Todos caminaban a sus casas de aquí para allá, compraban comida que creían saciaba sus necesidades e intercambiaban palabras insulsas para sentirse mejor consigo mismos. Era un espectáculo de carne humana que jamás me había agradado. No había lujo, codicia, y por supuesto, no había ambición alguna. Nacían y morían en el mismo sitio y sus vidas no eran más que el marco de otras vidas útiles. Detestaba a aquellos barriobajeros y sobre todo, a los niños que no hacían nada por cambiar su situación.

Mi humor acompañaba a la noche lluviosa de abril, y más que nunca sentía ansias de volver a casa. Sin embargo, tenía que estar allí. Buscaba a la brujita que me había mentido, pensaba sacarle cada una de las palabras que necesitaba oír, torturándola si fuera necesario -y si no también- y exprimir su saliva hasta la muerte. Me había mentido por salvar su vida, y ahora, ésta ya no le pertenecía. Iba a morir. Buscaba a Cathy, la estúpida niña bruja que creía saberlo todo.
Me paré un segundo en una esquina y observé cómo los puestos comenzaban a cerrar. No preguntaría a nadie por ella, simplemente seguiría mi instinto y la encontraría, para después degollarla en mi propio regozijo.

¿Habría algún vampiro allí? Lo dudaba, no podría haber nadie tan estúpido y perdido en París como para acabar en aquella mierda de barrio pudiendo tener todo lo que quisiese.

por **Dana Luminita** Jue Abr 21, 2011 5:32 pm

La ciudad condena, es la ciudad donde arribo mis noches en un sendero invisible, sin esta vida y con un alma podrida me alimento de lo que resta de una humanidad que se consume con los días en cenizas.

Esos lugares provistos de inmundicia tienen su carisma, los olores a frutas, las verduras, las especias en bolsas, la sal de los cuerpo trabajando, la suciedad y la miseria, todo ello era un coctel que desborda lo placeres más banales de una humanidad austera, no temen a perderlo todo. Se escuchan las ruedillas de los carritos que llevan cajas de frutas, los niños corriendo de un lado a otro con esas manos sucias, me miran con curiosidad, y les causo miedo. Es normal, el miedo es bueno, el miedo es genial. Les sonrío con ese aire que tengo incansable, maldito.

Tengo un maquillaje de un arlequín en malos días y con ese traje de caballero de época para ocultar mi identidad femenina, para ocultar al arlequín que soy. Con el sombrero de copa, y las botas de gamuza escarlata camino en esa ciudad de polvo. Me amamanto con ellos, de sus corazones, son placeres que solo mi estatuto de inmortal preserva. Solo es cuestión de elegir entre aquellas pieles marrones quien tiene los ojos más exquisitos, tal vez valgan unas monedas, unas canciones y unos cuentos para que puedan partir de este mundo de soledad. Camino como un actor con clase, con un bastón de ébano en la mano, uno muy fino y empuñadura de plata con conejo diabólico.

Las gotas de lluvia empiezan a manchar los pisos y el viento quiere arrebatar mi sombrero de copa sin lograrlo. Empieza todo el murmullo de querer quitarlo todo, y sigo paseando como si nada pasara, las torres esperan en el carruaje, aun no encuentro aquellos ojos. Mi mirada azul de un océano frío se levanta con aquella sombra que le propicia el sombrero y un aroma particular llega a mi olfato fino de vampiro.

Giro el batón con elegancia y observo entre la multitud que empieza a cargar los carros para llevarse sus mercancías y una sombra entre tantas sombras de corazones palpitantes se encuentra el otro inmortal. De mi bolsillo saco un reloj y le quito la tapa para ver la hora, lo cierro y guardo, cuidadosamente actuado, como si fuese un caballero de alta alcurnia, educado y estudiado. Mis ojos azules se fijan en el vampiro que también está ahí y hago saludo como lo dictan los estatutos de etiqueta.

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