{Libre} El aroma del café

por **Sibylle Dossier** Miér Mayo 25, 2011 3:09 pm

Cansada de permanecer en mi hogar, decidí salir a pasear por la zona central de París, la cual estaba llena de cafés, o ello me habían comunicado. El viaje por las calles se me hizo corto. Las luces de la ciudad eran débiles, pero mis ojos poseían una visión mucho más desarrollada que la de un humano. Podía ver cómo los ladrones se escondían en brechas diminutas, acechando desde la oscuridad, esperando que una suculenta presa cayera en una mortal trampa. También podía oler el aroma de los efluvios corporales de los señores y cortesanas que se hallaban en el Burdel, mezclados con un olor a pescado podrido y a cloaca mohosa y mal diseñada. Escuchaba a una madre consolar a su hijo, el cual lloraba con una intensidad aludible hasta para un humano, mediante unas palabras de esperanza. Qué espectacular que podía llegar a ser la ciudad. Me sorprendía lo mucho que había deseado volver a Europa tras casi dos siglos de convivencia con los indios y sus descendientes.

El repiqueteo de los caballos cesó, por lo que aguardé a que el cochero bajara y abriera la puerta para ayudarme a salir del carruaje. Envuelta en un chalé de una suave tela y con plumas que cubrían mi cuerpo, dejé que la suave brisa de aquel mes de mayo me envolviera bajo el constante tintineo de los cascabeles que se hallaban en muchas de las puertas de los cafés. Escogí uno pequeño y con un aspecto saludable. Empujé suavemente la puerta y entré en un mundo de aromas, dominado espcialmente por el té verde de asia -muy popular últimamente- y el café de América, el cual llevaba años exportándose, y que reconocí al instante.

Sonreí para mí levemente. Me traía muy buenos recuerdos de las noches allí sucedidas. Recordaba las cazas en los grandes campos de café, junto con algún residente vampiro de las cercanías. Qué buenos tiempos que eran aquellos. Lastimosamente todo acabó cambiando y echándose a perder. Nada era eterno y las cosas cambiaban con el tiempo. Yo era prueba de ello, pues apenas me reconocía y me recordaba a la señorita que era, y testigo de lo que los humanos hacían con la tierra.

Pedí una taza de té. No iba a consumirla, pero debía, por pura cortesía, pedir algún tipo de consumición por hacer uso de aquella silla sobre la cual estaba sentada y aquella mesa que apoyaba mis manos efundadas en unos guantes nuevos. Al parecer iba a pasar la velada en soledad, por lo que no olvidé de mantener una sonrisa en mis labios, dando por hecho que aquello era lo que buscaba.

Quizás, y únicamente en el fondo, aquella noche no deseara pasarla en soledad.