El amargo aroma del café recién hecho [Libre]

La noche había llegado, y con ella esa brisa fresca que acompañaba a las estrellas y que hacía a los parisinos tener que abrigarse con unos abrigos algo más gruesos de los que habían empleado al fnal del verano. Todo estaba calmado, la gente se recogía en sus hogares, dedicaba tiempo a su familia y se relajaba después de un duro día de trabajo. Pero para Ruxandra, su casa no era un nido de calidez y amor familiar. Sólo los críados compartían con ella las cuatro paredes de su pequeña mansión temporal en Francia, y ellos apenas se relacionaban con su señora, debido al respeto que por ella tenían y al código de decoro que ella les había exigido cumplir. Se dedicaban a adecentar la casa, cuidar del jardín, hacer las comidas y lavar la ropa sucia que Ruxandra empleaba cada día. No tenían relación con la condesa, y ella tampoco lo deseaba... a pesar de que en noches fresca como esa, echaba en falta un abrazo, un gesto cariñoso o un amigo con quien compartir la viva hoguera de su hogar. Quizás debido a esa añoranza inexplicable para una mujer tan dura como ella, se sintió incómoda tumbada en su lecho, y decidió levantarse y salir a la calle, buscar un modo de evadirse de esa soledad que poco a poco iba menguando la fuerza de su alma, y consumiéndola como si fuese la cera de una vela, torturada por la llama que ardía con fuerza y decisión, sin demostrar ninguna piedad.

Los adoquines de la calle estaban húmedos, no sabía si por que habría llovido esa tarde o porque simplemente el clima empezaba a tener agua contenida en el ambiente. Sus zapatos de suela dura y leve tacón golpeaban de forma rítmica la acera a través de la cual caminaba, llevando a sus oídos la música melodiosa que conllevaba su feminidad y el ir arreglada como lo que era: una mujer hermosa, de clase alta y porte sereno, desafiante. A su alrededor, las pocas personas que seguían en la calle, trabajando o disfrutando de su tiempo libre, la miraban con atención... algo que no la extrañaba. Era una extranjera, recién llegada de las tierras rumanas, con un vestido caro y un aspecto cuanto menos... exótico a los ojos de todos esos ciudadanos parisinos. No le molestaban esos ojos clavados en su cuerpo o sus vestimentas, así como tampoco la importunarían los rumores que luego circularían sobre ella. No había un lugar donde los ciudadanos fuesen más desconfiados que en Rumanía, y por ello se había acabado habituando a ese tipo de actitudes.

Tras una larga caminata durante la cual en dos momentos concretos estuvo a punto de regresar a su casa, llegó a la puerta de una pequeña cafetería de aspecto cuidado, en la zona central de la ciudad. Parecía coqueta, y el dulce aroma que emanaba la bollería, el café recién hecho y el chocolate en taza hicieron imposible para ella resistirse a entrar. No había mucha gente en el interior, apenas dos personas que se giraron hacia ella en cuanto sonó la campanilla de la puerta, viéndola cruzar el umbral. La condesa simplemente continuó su camino en dirección a la barra, donde una regordita camarera de sonrisa risueña, la atendió con su voz cantarina. Seguramente estaba feliz de que alguien de clase alta entrase en su local, y fuese a gastarse algo más de dinero que los de clase media. Ruxandra a pesar de estar pasando por ese momento de bajón moral y de no tener de por sí un humor maravilloso, esbozó una sonrisa y se comportó de modo amable y educado, como su situación y su puesto social le exigían.

-Un café solo con un poco de crema y una de esas galletas de mantequilla que tienes ahí-señaló el dulce, y se sentó a esperar mientras la mujer se movía de un lado a otro preparando su pedido. La verdad... no se había planteado esa noche entrar a un sitio así, pero el café caliente y el dulce de la galleta quizás lograsen subirle un poco la moral.