Victorian Vampires
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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Solange Miér Mayo 25, 2011 3:48 pm

-Nombre del Personaje:
Solange

-Edad:
Alrededor de 26, aunque no es seguro y aparenta más.

-Especie:
Humana

-Tipo y Clase Social:
Clase social baja

-Orientación Sexual:
Teniendo en cuenta todo lo que ha pasado, no entiende muy bien cómo funciona eso del sexo. Ni tampoco hacia quién decantar sus deseos sexuales. Hombres o mujeres, le da igual, no le gustan ni unos ni otras, pero intima con todos…

-Lugar de Origen:
Una pequeña villa de la región de Aquitania

-Descripción Física:
El estado actual en el que se encuentra es verdaderamente deplorable. Extremadamente delgada por la desnutrición, todas las prendas con las que se viste le suelen quedar anchas. También cortas, ya que es una mujer más alta que la media.

Su pelo es negro, lacio y sin vida. Lo lleva bastante corto, así que suele recogérselo —cuando se acuerda—, para aparentar que lo lleva más largo. También suele llevarlo sucio. Su condición la hace ser descuidada con la higiene. Sus labios, aunque podrían llegar a considerarse voluptuosos, suelen estar apretados en una mueca. Sus ojos son castaños con toques verdosos, tan apagados como sus cabellos.

Con alimentación constante y los cuidados necesarios podría llegar a ser una mujer bella. Pero aunque lo fuera, no dejaría de estar marcada por la locura.

-Descripción Psicológica:
¿Cómo describir psicológicamente a alguien tan atormentado por sus experiencias? Quizá la palabra que mejor podría definirla es desorientada. No sabe exactamente quién es. No sabe realmente dónde está. Vaga sin rumbo, alejándose de un peligro del que sólo ella conoce su magnitud real. Está perdida para y por culpa del mundo.

No sabe cómo vivir, ni tampoco cómo sobrevivir. Le asusta la gente y la desprecia en el mismo grado en que la desprecian a ella. No confía en nadie. No lo hará nunca más.

Apenas tiene recuerdos del pasado más lejano, sólo fragmentos inconexos que asaltan su mente sin previo aviso, haciendo que se evada de la realidad sin importarle dónde esté o con quién.

Es un ser completamente dominado por las emociones. Sonríe cuando algo le hace gracia, llora cuando siente dolor, grita cuando le viene en gana y ataca cuando cree que tiene que defenderse. No entiende de normas ni de moral. No sabe distinguir entre el bien y el mal

Es considerada por todos, una loca.


-Historia:

Lo primero que recuerdo de mi vida es una multitud furiosa rodeándome, golpeándome. Rostros surcados por la suciedad y la ira; gritos e insultos. “Asesina”. “Ramera”. Y sobre todo dolor. Mucho dolor. Antes de eso sólo hay oscuridad, la nada, el vacío más negro en el que alguien puede estar sumido. Algunas imágenes extrañas me asaltan cuando menos lo espero, pero dudo que sean parte de mi pasado. Son demasiado felices para ser reales. Lo poco que sé, lo que estoy segura de que sé, me lo han contado.

Era la mayor de tres hermanos, hijos de una modesta pareja de algún lugar cerca de Burdeos. Dicen que todo en mí parecía normal. Ayudaba a mi madre en las tareas domésticas, cuidaba a mis hermanos pequeños cuando era necesario, idolatraba a mi padre con la inocencia del amor y la niñez. No había nada en mí que hiciera suponer la desgracia que llevé a los que me rodeaban.

Todo eso me lo contaron cuando estaba en la celda, esperando ser juzgada y ejecutada por unas muertes que era incapaz de recordar. Me revolvía entre los desperdicios y las ratas, única compañía en mi mugrienta morada. Intentaba encontrar una luz que asaltara mi cabeza y me hiciera visualizar las imágenes que se escabullían de mi conciencia. Me golpeaba con los puños cerrados y gritaba de impotencia. Apenas me alimentaba con el rancho de los condenados. Si yo era de verdad todo lo que decían, no merecía estar en el mundo. Quizá si me mataba yo, le ahorraría trabajo al verdugo. Esas ideas me valieron varios azotes por blasfema y la vuelta a la celda completamente desnuda. Temían que volviera a intentar ahorcarme con la ropa.

Tras varios días de estar presa, tuve una inesperada visita. Un hombre que decía ser pariente mío. Me dijo que le llamara “primo”. No le permitieron entrar, ni a mi salir de la celda. Por aquel entonces no podía ver las facciones de su rostro o las proporciones de su figura. Pero cada vez que oía su voz, me corría un escalofrío por la espalda; aún cuando sus palabras deberían haber resultado tranquilizadoras. No creía las acusaciones contra mí y me aseguró que haría lo posible por ayudarme. Vencí mis temores y respondí a todas sus preguntas, casi todas con la misma respuesta: “No lo recuerdo”. Que hubiera alguien que creyera en mí aflojó mi pecho y mis lágrimas. Por aquel entonces, había sentimientos cuyo significado se me escapaba. Ahora sé que lo que sentí era Esperanza. Pobre ilusa.

En el juicio descubrí que mi nombre era Solange. El apellido se perdió entre el griterío de los exaltados. Tampoco me importó. Al menos podría dejar de dirigirme a mí misma como “puta” o “asesina”. También pude saber el crimen del que se me acusaba. Y me horroricé tanto que tuvieron que suspender el juicio hasta la tarde. Mis gritos no dejaban pensar al magistrado.

En un ataque de ira, había tomado el cuchillo de la matanza. Uno a uno hice una visita a todos los habitantes de la casa. Los primeros en ser degollados fueron mis padres, a los que encontraron en su lecho cubierto de sangre. El siguiente fue mi hermano pequeño, medio caído en el suelo, donde un charco espeso le servía de apoyo. El último el mediano. Él había luchado, porque había más heridas en su cuerpo a parte de la del cuello. Deseé tener el arma en ese momento, para poder abrir mis propias venas y bajar de una vez al infierno. No recordaba sus nombres. No recordaba mi vida con ellos. Pero la pena dolía más que el conocimiento.

Mi “primo” había ido a casa de visita. Lo único que le salvó aquella noche de alimentar a los gusanos, fue su escapada al burdel del pueblo. Sin embargo, él encontró los cadáveres al día siguiente y a mí bañada en sangre. Todos pensaban que sería el primero en condenarme. Por el contrario, defendió mi persona de las acusaciones más viscerales, alegando que en mi rostro no halló rastros de maldad, sino de locura. Mis ojos habían estado desenfocados y la falta de entendimiento se podía demostrar en la memoria que había perdido. Dijo que los maté en un intento de conservación. Creí que eran maleantes que asaltaban mi casa. Solo había que ver el ataque de angustia que había sufrido al enterarme de los actos que había llevado a cabo.

Su defensa fue vehemente e inspiradora. Con su rostro agradable y su figura armoniosa, parecía tener encandiladas a todas las damas de la sala. Los hombres mostraban respeto en sus semblantes. Incluso yo creí su historia. También creí la promesa de que, si le nombraban mi tutor, se haría cargo de mí a partir de aquel momento. Sólo tenían que revocar la pena de muerte y él me aplicaría un castigo ejemplar que borraría en mí cualquier intención de hacer más daño a nadie. El jurado se convenció de sus palabras. Y al día siguiente me llevó a casa.

Los primeros días fueron un sueño, en comparación con el encierro previo. No me dejaban salir de la vivienda, pero por otro lado, yo tampoco tenía ganas de hacerlo. Ni siquiera me molestaban las miradas asustadas de los criados. Tampoco la preocupación constante de mi primo por mi bienestar, que con el tiempo empezó a ser excesiva. Su trato conmigo era cordial, aunque me sorprendía la costumbre desmedida que tenía de rozarme. Sus manos siempre estaban sobre mí. En los brazos, la espalda, los hombros. Muy por encima de la cintura, algo más abajo de mis caderas. Fue entonces cuando descubrí que no me gustaba que me tocaran.

Hubo muchas cosas que aprendí con él que no me gustaron en absoluto, cosas que él decía que eran normales entre la gente y por lo tanto yo debía de hacerlas. Eso me daba más muestras de lo lejos que yo me encontraba de ser normal. Primero fue el beso de buenas noches. Lo que empezó siendo un suave roce de sus labios en la frente, acabó volviéndose una conjunción de lenguas: la suya buscando la entrada de mi boca, la mía intentando mostrarle la salida.

Más tarde fueron sus manos. Las pasaba sobre mi cuerpo cuando estaba en la cama, con el camisón, a punto de quedarme dormida. Al principio vacilantes y temblorosas. Después se volvían duras y salvajes, apretando mis pechos, buscando entre mis muslos. Le enfurecía que intentara apartarlo, pero también lo hacía cuando le dejaba hacer, impasible. Gritaba palabras hirientes, diciendo que no era una mujer, que cualquier mujer se sentiría honrada por sus caricias. Entonces empecé a fingir que me gustaba. Él siempre era más amable cuando creía que disfrutaba de su contacto.

Pronto me di cuenta de que él se acariciaba mientras me tocaba. Algo bajo sus pantalones crecía hasta abultar la tela bajo su vientre. Cuando percibió el objetivo de mis miradas no tardó en mostrarme lo que allí se escondía. Su nombre era “sexo”, dijo mientras pasaba la mano sobre él. Esa misma mano la llevó entre mis piernas y me dijo que también eso se llamaba sexo, que Dios los había creado para que estuvieran unidos. El me enseñaría a unirlos, pero no antes de que yo reverenciara el suyo. No entendía por qué tanta agitación con eso. Yo nunca había encontrado especialmente agradable que él reverenciara el mío.

Intenté agilizar el proceso llevando una mano hacia su sexo. Lo toqué como le había visto hacer a él y aquello creció entre mis dedos. Lo llevé hacia arriba y hacia abajo, lo apreté un poco y después un poco más. Él me abofeteó diciendo que tuviera cuidado. Lo llevó hacia mi rostro y pasó la punta húmeda por mis labios cerrados. No estaba segura de querer probarlo, pero él ordenó que abriera la boca. No lo hice y me pegó de nuevo. Tuve que obedecer. Se apretó dentro de mí. Me sujetó la nuca y empezó a empujar con fuerza. Pensé en morderle, pero él me había advertido contra ello; las consecuencias podrían ser fatales. Así que aguanté hasta que los empujones se hicieron más profundos y algo caliente se coló por mi garganta. La primera vez vomité. Tuve que limpiar el desastre entre golpes que caían sobre mi espalda. Los días que siguieron, me aseguré de no haber comido nada antes de reverenciarle y aprendí a aguantarme las ganas hasta que él se había ido.

No podía entender a la gente normal. No podía entender las cosas que hacían. Él parecía encontrar placer, pero a mí todo aquello me resultaba abominable. Y no sólo crecía el asco que sentía hacia él, sino que también lo dirigía hacia mí misma por ser incapaz de ser como todos los demás. Dejé de salir de mi habitación por temor a que el resto de la gente me obligara a hacer las cosas que él me mostraba. Ellos podían disfrutarlo, pero yo lo aborrecía. Tenían razón. Todos tenían razón. Yo era una asesina. Lo supe cuando la idea de ver muerto a mi primo pasó de ser una fantasía a una necesidad.

El día que al fin vertí su sangre, me sentí poderosa. Fue un momento de sublime libertad, mi recién descubierta capacidad de defenderme me ofreció toda la felicidad que durante tanto tiempo había estado buscando. Y eso que apenas le herí. Pero fue suficiente para apartarlo de mi lado.

Fue el día que decidió unir nuestros sexos. Estaba tumbado sobre mí, restregando su cuerpo sudoroso contra el mío. Sus manos estaban en todas partes y lo que otras veces había sido simplemente asqueroso, esta vez dolía. Pensé que aceptarlo dentro de mí sería igual de sencillo que cuando lo mentía en mi boca, pero no tenía ni punto de comparación. Intenté cerrar las piernas ante la primera tentativa, pero sus caderas estaban en medio. El jadeaba, pero yo no podía tomar siquiera una inspiración porque el dolor parecía querer partirme en dos. Me sacudí como pude y él retrocedió. El golpe sobrevino tan de repente que me quedé inerte bajo él, deseando que acabara de una vez. Se hundió hasta mis entrañas y el grito que estalló en la habitación fue de pura agonía.

Las lágrimas se deslizaban por mis sienes mientras algo dentro de mí se rompía. Físicamente, algo cálido resbalaba entre mis piernas y empapaba el colchón. En mi mente, el grito que él intentaba silenciar con su lengua, ocupaba cada rincón de mi consciencia. Y mientras tanto él empujaba, sin importarle el dolor que me estaba provocando. En ese momento decidí que no quería ser normal. No quería aguantar lo que las mujeres aguantaban. No quería besos de buenas noches. No quería que me tocaran. No quería tener nada que ver con nadie. Y, sobre todo, no quería que él volviera a acercarse a mí.

Cerré los dientes en torno a sus labios y su lengua. Fuerte. Tan fuerte que sentí que la carne se desgarraba y la sangre caía sobre mi garganta. Apreté tanto como pude, deseando arrancar cada pedazo de su cuerpo que volviera a acercarse. La sangre que tanto placer me había dado, hizo que mi presa se escurriera del agarre, lejos de mí. Eso era injusto. Quería más de su dolor. Quería más porque no era capaz de hacer que remitiera el mío. A pesar de mis lágrimas, pude ver la expresión de horror de su rostro. Entonces empecé a reír. Carcajadas histéricas que le alejaban cada vez que daba un paso en mi dirección. Su sexo, relajado y fláccido, colgaba entre sus muslos como una caricatura de todo lo que me había contado. Su impotencia creía y al mismo ritmo lo hacía mi sensación de poder. Empecé a tirarle todas las delicadezas que adornaban la habitación. Las almohadas, los cajones de las mesillas, el crucifijo que colgaba sobre la cama. Se vistió despavorido y huyó de allí incluso antes de abrocharse la camisa.

Nadie volvió a entrar en la habitación en los días siguientes. Al primero que asomaba la cabeza, le volaban figuritas de decoración. No probé la comida y el agua apenas. No fue hasta casi una semana después que alguien se atrevió a enfrentarme. Dos hombres vestidos de blanco me sacaron de la sucia cama después de esquivar los proyectiles que les lanzaba. También me alejaron de la vivienda. No me resistí. El lugar al que me llevaban no podía ser peor que donde me habían encontrado. Me pareció escuchar que lo llamaban “sanatorio”

Me preocupé de eso más tarde, cuando llegamos al lugar en cuestión, más que nada porque se podían oír los gritos de los que habitaban dentro antes de ver el edificio entre los árboles. Tuvieron que bajarme a rastras del carruaje. Con el tiempo aprendí que luchar en el manicomio no servía de nada.

No podría describir mi estancia allí. Ni quiero hacerlo. Todo está envuelto en la bruma de los medicamentos experimentales y ahí es donde debe quedarse. A grandes rasgos, hubo golpes. Hubo dolor. Hubo vejaciones que incluso esta mente desviada era capaz de condenar. Si alguna vez hubo en mí cualquier rastro de cordura, ellos se encargaron de matarla toda.

Mi historia, mi verdadera historia, empieza justo aquí, ahora. He conseguido escapar de mi angustiosa prisión –con más suerte, que pericia. Mi descripción empieza a circular por los alrededores y yo tengo que huir lejos, lo más lejos posible. Donde nadie pueda encontrarme. Me mataría antes de dejar que me internaran de nuevo.

Creo que he dado con el lugar. París. Aah, París. La gran urbe. Sí, allí podré esconderme. Allí podré tomar fuerzas. A partir de ahora, París será mi hogar.

Lo que no sé es cómo voy a llegar.

-Datos Extras:
• Desde que probó la sangre de su primo, cuando se defiende o lucha, tiene tendencia a morder.
• Tiene un tatuaje en la cadera. Es una marca que les hacen a los internos nada más entrar en el manicomio.
• No le gusta que la toquen. Puede responder de muchas maneras, si esto sucede, aunque lo habitual es que muerda.
• No intentes entenderla. No podrás hacerlo.
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Mensaje por Invitado Miér Mayo 25, 2011 6:19 pm

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