AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Amistades nocturnas. | Reservado.
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Amistades nocturnas. | Reservado.
Solía acompañar a mi padre a la ciudad cuando debía hacer algún negocio o visitar a algunos colegas, ya sea por temas importantes o protocolares. Aquel día era perfecto para salir puesto que se alzaba sobre la gente un maravilloso cielo soleado lleno de verano. ¡Un día perfecto!
Adoraba ir al centro de París. Ver la gente caminando, conocer personas nuevas, encontrarme con la verdadera actividad. Un poco de ruido, un poco de multitud... No, definitivamente no estaba mal. Recuerdo que cuando era pequeña me quedaba con mi madre e íbamos al parque a tomar el té sobre una manta con la que cubríamos el césped. También íbamos de compras o a veces a ver a alguna amiga suya o esposa de un conocido de mi padre. Yo solía divertirme en esos paseos, sobretodo cuando visitábamos algunas residencias amigas, repletas de niños de mi edad que me esperaban sólo para jugar durante toda la tarde, ignorando los gritos de Nini, mi nana, quien era como una segunda madre para mí.
Hoy era un día soleado como los anteriores. Y mi padre debía hacer lo mismo que había hecho en cada visita a París durante muchos años, pero mi madre no estaba allí. También estaba Nini, que no se me despegaba por un segundo, cuidando de mí como si alguien con sólo observarme pudiese lastimarme. Ahora bien: el día no había sido distinto a los que estaba acostumbrada a pasar allí en el centro. Desde la mañana temprano mi mente había comenzado a quedar inmersa en temáticas femeninas como la confección de trajes o la compra de finos lienzos. También me encantaba ir a algunos bazares para comprar cosas bellas para mi cuarto o la casa en sí: mi padre era muy liberal con eso y decía que era mejor dejarme las cosas estéticas a mí, ya que era mujer y sabía de eso. Y yo adoraba eso. Luego seguía el clásico té en el parque y después de eso una caminata por las callecitas repletas de historias sobre las espaldas de los transeúntes.
Ya al anochecer me quedaba tiempo: esa visita ameritaba quedarnos en el más lujoso hotel de París para dormir allí y luego al día siguiente llevar el mismo itinerario hasta la noche donde mi padre estaría desocupado para ir a ver alguna obra de teatro o alguna opera. Conclusión: esta noche mi padre no me necesitaría debido a una cena que, aseguraba, sería aburrida para mí y que por eso me eximía de todo lo que fuera capaz de dormirme luego de diez minutos seguidos en una fría sala llena de comentarios poco interesantes y hasta poco útiles.
Estaba feliz entonces, porque eso me permitiría ir a visitar a Joseph Arsène, un joven que había conocido hacía un tiempo atrás en alguna caminata nocturna por París. Ya casi ni recordaba cómo había sido dicho encuentro porque su encantadora personalidad se llevaba toda mi atención más allá de salidas compartidas. Quizás, sí, no sabía mucho de él, es decir en cuanto a su historia, su vida y demás... Pero creo que era con la única persona que sentía eso: no había necesidad de preguntarle sobre su historia porque su carácter absorbía todas mis preguntas y hacía que sólo me limitase a disfrutar de su compañía.
Nini desde el comienzo se había negado por temas protocolares. Yo consideraba sus quejas como una pérdida de tiempo ya que iría sin importar cómo. Y además, mi padre había aceptado la propuesta, sabiendo que el señor Arsène sería un grato caballero si llamaba mi atención de tal manera. Y por otro lado, ¿qué podía suceder en el medio de París? Mi padre podía comprenderlo, claro.
Sin más que decir, me encontré en la calle que llevaba hacia su maravillosa residencia.
Al llegar frente a la gran mansión, Nini y yo atravesamos la verja que la contenía y llegamos hasta la puerta. Golpeé con la ayuda del llamador y esperé a que alguien atendiese.
Intercambié unas palabras con su mayordomo quien finalmente me llevó hacia donde Joseph supuestamente se encontraba.
-¿Joseph? -pregunté tímidamente al entrar al cuarto que me habían indicado previamente- ¿Estás por aquí? -me atrevía a tutearlo ya, al menos yo lo consideraba un amigo- ¿Por qué no vas a dar una vuelta? Ya sabes que es una casa digna, Nini -susurré por lo bajo con la mirada más severa que pude hasta que aceptó a regañadientes, mientras esperaba la respuesta del joven que debía estar cerca. Nini finalmente desapareció- He venido a hacerte compañía ya que tú nunca me visitas... -comenté entre risitas pícaras.
Adoraba ir al centro de París. Ver la gente caminando, conocer personas nuevas, encontrarme con la verdadera actividad. Un poco de ruido, un poco de multitud... No, definitivamente no estaba mal. Recuerdo que cuando era pequeña me quedaba con mi madre e íbamos al parque a tomar el té sobre una manta con la que cubríamos el césped. También íbamos de compras o a veces a ver a alguna amiga suya o esposa de un conocido de mi padre. Yo solía divertirme en esos paseos, sobretodo cuando visitábamos algunas residencias amigas, repletas de niños de mi edad que me esperaban sólo para jugar durante toda la tarde, ignorando los gritos de Nini, mi nana, quien era como una segunda madre para mí.
Hoy era un día soleado como los anteriores. Y mi padre debía hacer lo mismo que había hecho en cada visita a París durante muchos años, pero mi madre no estaba allí. También estaba Nini, que no se me despegaba por un segundo, cuidando de mí como si alguien con sólo observarme pudiese lastimarme. Ahora bien: el día no había sido distinto a los que estaba acostumbrada a pasar allí en el centro. Desde la mañana temprano mi mente había comenzado a quedar inmersa en temáticas femeninas como la confección de trajes o la compra de finos lienzos. También me encantaba ir a algunos bazares para comprar cosas bellas para mi cuarto o la casa en sí: mi padre era muy liberal con eso y decía que era mejor dejarme las cosas estéticas a mí, ya que era mujer y sabía de eso. Y yo adoraba eso. Luego seguía el clásico té en el parque y después de eso una caminata por las callecitas repletas de historias sobre las espaldas de los transeúntes.
Ya al anochecer me quedaba tiempo: esa visita ameritaba quedarnos en el más lujoso hotel de París para dormir allí y luego al día siguiente llevar el mismo itinerario hasta la noche donde mi padre estaría desocupado para ir a ver alguna obra de teatro o alguna opera. Conclusión: esta noche mi padre no me necesitaría debido a una cena que, aseguraba, sería aburrida para mí y que por eso me eximía de todo lo que fuera capaz de dormirme luego de diez minutos seguidos en una fría sala llena de comentarios poco interesantes y hasta poco útiles.
Estaba feliz entonces, porque eso me permitiría ir a visitar a Joseph Arsène, un joven que había conocido hacía un tiempo atrás en alguna caminata nocturna por París. Ya casi ni recordaba cómo había sido dicho encuentro porque su encantadora personalidad se llevaba toda mi atención más allá de salidas compartidas. Quizás, sí, no sabía mucho de él, es decir en cuanto a su historia, su vida y demás... Pero creo que era con la única persona que sentía eso: no había necesidad de preguntarle sobre su historia porque su carácter absorbía todas mis preguntas y hacía que sólo me limitase a disfrutar de su compañía.
Nini desde el comienzo se había negado por temas protocolares. Yo consideraba sus quejas como una pérdida de tiempo ya que iría sin importar cómo. Y además, mi padre había aceptado la propuesta, sabiendo que el señor Arsène sería un grato caballero si llamaba mi atención de tal manera. Y por otro lado, ¿qué podía suceder en el medio de París? Mi padre podía comprenderlo, claro.
Sin más que decir, me encontré en la calle que llevaba hacia su maravillosa residencia.
Al llegar frente a la gran mansión, Nini y yo atravesamos la verja que la contenía y llegamos hasta la puerta. Golpeé con la ayuda del llamador y esperé a que alguien atendiese.
Intercambié unas palabras con su mayordomo quien finalmente me llevó hacia donde Joseph supuestamente se encontraba.
-¿Joseph? -pregunté tímidamente al entrar al cuarto que me habían indicado previamente- ¿Estás por aquí? -me atrevía a tutearlo ya, al menos yo lo consideraba un amigo- ¿Por qué no vas a dar una vuelta? Ya sabes que es una casa digna, Nini -susurré por lo bajo con la mirada más severa que pude hasta que aceptó a regañadientes, mientras esperaba la respuesta del joven que debía estar cerca. Nini finalmente desapareció- He venido a hacerte compañía ya que tú nunca me visitas... -comenté entre risitas pícaras.
Invitado- Invitado
Re: Amistades nocturnas. | Reservado.
La noche había caido sobre París. Yo me encontraba en mi cuarto, observando un retrato que tenía de mi hermana. Lo había robado del palacio donde se encontraban sus pertenencias y entre ellas un cuadro que casi podía pasar por una foto pues era idéntica. Había plasmado hasta el brillo hermoso de sus ojos. Y ese retrato estaba en mi despacho, sobre mi mesa, adornando la sala extinta de paisajes retratados en lienzos. Sólo habían tres estanterías repletas de libros, un par de archivadores de metal y una enorme alfombra en el centro. Además, claro, de mi mesa que constaba de una lámpara de aceite con un regulador de calor que, al moverse hacia un lado u otro, hacía que la llama cobrase fuerza gracias al aceite y servía para alumbrar gran parte de la sala; un tintero con una pluma al lado; unos cajones a derecha e izquierda que guardaban botes de tinta, otras plumas, hojas de papel y borradores de novelas que me habían gustado guardar por sus similitudes con la historia que Minerva, mi hermana, hubiese podido vivir.
En el centro de la mesa, con la lámpara encendida, se encontraba un folio con múltiples escritos. Eran versos. La mayoría tachados y otros envueltos en círculos.
Yo me encontraba recostado contra una silla, acariciándome los ojos, cansado de esa luz que me martilleaba la mirada. Suspiro tras suspiro, el tiempo pasaba. El reloj de cuerda situado en el pasillo me ponía nervioso con su "tic-tac", pero claro, era un regalo de Lucius y debía amarlo, pues pertenecía a su familia. ¡Sólo es un mal día! Pensé mientras me levantaba de la silla, agarraba el papel y hacía una bola con él, lanzándola al suelo. Caminé de aquí para allá, algo cansado. Hacía noches que no dormía por las múltiples pesadillas que mi hermana me causaba y por ese motivo mi estrés era tan aparente.
Un sonido de golpes en la puerta de la entrada llamó mi atención. Miré hacia la puerta entreabierta del estudio, donde la escalera de caracol que descendía al primer piso se dislumbraba bajo la luz de los candelabros.
Escuché la voz de Lucius y luego la voz de... no, no podía ser ella. Avancé y abrí la puerta del estudio del todo para poder salir. Me acerqué al borde de la escalera y escuché de nuevo esa voz llamándome. Era, sin duda, Francine. Abrí los ojos como platos y miré hacia el primer piso. Ahí estaba Lucius alejándose de ella y ahí estaba ella, hermosa como siempre aún siendo humana. Era una delicada flor de loto. Sonreí y bajé con premura las escaleras, casi tropezando con mis propios pies. Cuando finalmente llegué abajo la abracé con fuerza. Era tal nuestra amistad -ya que llevábamos cerca de un año como amigos, aunque nos veíamos poquísimo- que su sangre era ya como agua. No me afectaba y podía tomarme la libertad de abrazarla como el amigo que era.
-¡Santo Dios! ¡Hacía meses que no te veía! -Me separé de ella, mirándola de arriba abajo. - ¿Cómo voy a hacerte una visita? Sabes perfectamente que no puedo salir de día y de noche no creo que sean horas apropiadas para ver a una dama.
Murmuré con picardía y una sonrisa. Mi estrés había desaparecido.
Ella no conocía mi secreto. Meramente sabía que tenía una enfermedad que, si entraba en contacto con los rayos solares, podía caer en un estado de coma. La pigmentación de mi piel era muy debil y si permanecía a pleno sol muchas horas las quemaduras serían realmente graves. Aún así, esa enfermedad duraría poco pues no pensaba estar siempre ocultándome mi secreto a una de mis mejores amigas.
-¿Cómo estás? Ven, vayamos al salón.
La agarré el brazo como un caballero y la acompañé al salón el cual se encontraba al fondo del pasillo que vertebraba el recibidor del primer piso. Ahí charlaríamos animadamente.
En el centro de la mesa, con la lámpara encendida, se encontraba un folio con múltiples escritos. Eran versos. La mayoría tachados y otros envueltos en círculos.
Yo me encontraba recostado contra una silla, acariciándome los ojos, cansado de esa luz que me martilleaba la mirada. Suspiro tras suspiro, el tiempo pasaba. El reloj de cuerda situado en el pasillo me ponía nervioso con su "tic-tac", pero claro, era un regalo de Lucius y debía amarlo, pues pertenecía a su familia. ¡Sólo es un mal día! Pensé mientras me levantaba de la silla, agarraba el papel y hacía una bola con él, lanzándola al suelo. Caminé de aquí para allá, algo cansado. Hacía noches que no dormía por las múltiples pesadillas que mi hermana me causaba y por ese motivo mi estrés era tan aparente.
Un sonido de golpes en la puerta de la entrada llamó mi atención. Miré hacia la puerta entreabierta del estudio, donde la escalera de caracol que descendía al primer piso se dislumbraba bajo la luz de los candelabros.
Escuché la voz de Lucius y luego la voz de... no, no podía ser ella. Avancé y abrí la puerta del estudio del todo para poder salir. Me acerqué al borde de la escalera y escuché de nuevo esa voz llamándome. Era, sin duda, Francine. Abrí los ojos como platos y miré hacia el primer piso. Ahí estaba Lucius alejándose de ella y ahí estaba ella, hermosa como siempre aún siendo humana. Era una delicada flor de loto. Sonreí y bajé con premura las escaleras, casi tropezando con mis propios pies. Cuando finalmente llegué abajo la abracé con fuerza. Era tal nuestra amistad -ya que llevábamos cerca de un año como amigos, aunque nos veíamos poquísimo- que su sangre era ya como agua. No me afectaba y podía tomarme la libertad de abrazarla como el amigo que era.
-¡Santo Dios! ¡Hacía meses que no te veía! -Me separé de ella, mirándola de arriba abajo. - ¿Cómo voy a hacerte una visita? Sabes perfectamente que no puedo salir de día y de noche no creo que sean horas apropiadas para ver a una dama.
Murmuré con picardía y una sonrisa. Mi estrés había desaparecido.
Ella no conocía mi secreto. Meramente sabía que tenía una enfermedad que, si entraba en contacto con los rayos solares, podía caer en un estado de coma. La pigmentación de mi piel era muy debil y si permanecía a pleno sol muchas horas las quemaduras serían realmente graves. Aún así, esa enfermedad duraría poco pues no pensaba estar siempre ocultándome mi secreto a una de mis mejores amigas.
-¿Cómo estás? Ven, vayamos al salón.
La agarré el brazo como un caballero y la acompañé al salón el cual se encontraba al fondo del pasillo que vertebraba el recibidor del primer piso. Ahí charlaríamos animadamente.
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Re: Amistades nocturnas. | Reservado.
Me sorprendió su reacción. O no. No, la verdad que no me sorprendía tanto. Estaba acostumbrada a esa pasión, esa alegría, ese maravilloso trato de Joseph hacia mí, pero no podía negar que había salido de la nada y su atrevimiento a abrazarme de tal manera fue extraño debido a que ya no tenía esa costumbre por no haberlo visto en mucho tiempo. ¡Había olvidado su aroma! ¡Su mirada llena de luz! ¡Su alegría! Y fue todo un encanto verlo allí, ofreciéndome todo su cariño nuevamente.
Sólo atiné a mirarlo con felicidad y con una sonrisa gigantesca. Parpadeaba velozmente debido a lo perpleja que me encontraba ante su reacción al verme.
Reí y entrelacé mis manos, avergonzada, debido a su comentario recordándome que no podía salir de día. ¡Había sido una noticia tan funesta aquella! Recuerdo perfectamente lo detestables que sonaban sus palabras explicando tan extraña enfermedad. ¿Cómo podía una persona ser vulnerable al sol? ¡Al sol! ¡Al sol! ¡Imposible! ¡Tan bello que era! Sí, también hice un escándalo con su confesión. Tuve un pequeño ataque de ira, porque era injusto. ¿Qué clase de dios o ser todopoderoso era capaz de darle una existencia tan triste a una persona? ¿Cómo podría vivir entonces sin poder sentir los cálidos rayos de luz? ¡Con lo que yo amaba tan maravilloso astro! ¡Rey danzante y perfecto allí en las alturas!
Suspiré para borrar toda esa ira latente que se escondía en mi corazón entre tantos recuerdos. Tenía que calmarme y tener paciencia. No podía quejarme si él que era quien debía soportar tal maldición no lo hacía tampoco.
-Oh, me encuentro bien... -contesté mientras caminaba a paso lento a su lado, tomada de su brazo- Y déjame decirte que está mal visto visitar a una dama de noche, por eso es que la dama visita al caballero -expliqué con cortesía dejando notar un toque de sarcasmo y fastidio-. ¡Joseph! Eres bienvenido en mi casa, no entiendo por qué no vienes -me solté al llegar a la habitación a la cual me había guiado. Me puse frente a él con mirada severa-. Yo también tengo sentimientos, ¿de acuerdo? -confesé fingiendo tristeza- ¡Yo puedo extrañarte mucho a veces! -le di un golpecito en el pecho- Eres cruel, puedes estar seguro de eso -finalicé mi reproche con calma y gesto altivo-. Y bien, ¿qué tal estás tú? ¿Novedades? ¿Hay acaso alguna muchacha nueva que me está reemplazando y por eso es que te has olvidado de mí? -indagué mientras recorría la habitación como ofendida. Volví a suspirar, no podría llevar demasiado lejos esa actuación: lo miré nuevamente a los ojos y me eché a reír por mis propias tonterías.
Sólo atiné a mirarlo con felicidad y con una sonrisa gigantesca. Parpadeaba velozmente debido a lo perpleja que me encontraba ante su reacción al verme.
Reí y entrelacé mis manos, avergonzada, debido a su comentario recordándome que no podía salir de día. ¡Había sido una noticia tan funesta aquella! Recuerdo perfectamente lo detestables que sonaban sus palabras explicando tan extraña enfermedad. ¿Cómo podía una persona ser vulnerable al sol? ¡Al sol! ¡Al sol! ¡Imposible! ¡Tan bello que era! Sí, también hice un escándalo con su confesión. Tuve un pequeño ataque de ira, porque era injusto. ¿Qué clase de dios o ser todopoderoso era capaz de darle una existencia tan triste a una persona? ¿Cómo podría vivir entonces sin poder sentir los cálidos rayos de luz? ¡Con lo que yo amaba tan maravilloso astro! ¡Rey danzante y perfecto allí en las alturas!
Suspiré para borrar toda esa ira latente que se escondía en mi corazón entre tantos recuerdos. Tenía que calmarme y tener paciencia. No podía quejarme si él que era quien debía soportar tal maldición no lo hacía tampoco.
-Oh, me encuentro bien... -contesté mientras caminaba a paso lento a su lado, tomada de su brazo- Y déjame decirte que está mal visto visitar a una dama de noche, por eso es que la dama visita al caballero -expliqué con cortesía dejando notar un toque de sarcasmo y fastidio-. ¡Joseph! Eres bienvenido en mi casa, no entiendo por qué no vienes -me solté al llegar a la habitación a la cual me había guiado. Me puse frente a él con mirada severa-. Yo también tengo sentimientos, ¿de acuerdo? -confesé fingiendo tristeza- ¡Yo puedo extrañarte mucho a veces! -le di un golpecito en el pecho- Eres cruel, puedes estar seguro de eso -finalicé mi reproche con calma y gesto altivo-. Y bien, ¿qué tal estás tú? ¿Novedades? ¿Hay acaso alguna muchacha nueva que me está reemplazando y por eso es que te has olvidado de mí? -indagué mientras recorría la habitación como ofendida. Volví a suspirar, no podría llevar demasiado lejos esa actuación: lo miré nuevamente a los ojos y me eché a reír por mis propias tonterías.
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