AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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"La pintura es más fuerte que yo, siempre consigue que haga lo que ella quiere."
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"La pintura es más fuerte que yo, siempre consigue que haga lo que ella quiere."
ADRIEN JONATHAN BALDIMORE
-Edad:Veintidós primaveras.
-Especie:
Humano; brujo.
-Tipo y Clase Social:
Extranjero de clase social alta.
-Orientación Sexual:
Heterosexual.
-Lugar de Origen:
Inglaterra.
-Habilidad/Poder:
# Premonición. Habilidad para percibir el futuro.
# Ilusión. Capacidad para alterar la realidad por medio de una ilusión.
# Encandilamiento. La gente se sienta atraída, ya sea físicamente o de cualquier otra manera, por la persona poseedora del poder.
-Descripción Física:
- Adrien Baldimore:
─Impresionante. Fíjese en el uso de la luz y de las sombras… ¿Ve cómo esta imagen sugiere la tristeza del lugar y cómo, a pesar de ello, consigue ofrecer una promesa de esperanza?
─Sin duda, estos lienzos son fascinantes. El señor Baldimore es un gran artista. Sin embargo, por la gama cromática que ha empleado en sus pinturas, me atrevería a decir que se trata de una persona un tanto fría. Impasible, incluso.
─¡Cómo! En las manos de este genio, la luz se transforma en líneas maravillosas que iluminan el lienzo y abren puertas en el alma. ¿Cómo podría conseguir algo así una persona fría? Estoy seguro de que el señor Baldimore es un individuo extremadamente sensible.
─Sea como sea, poseer uno de sus óleos es un requisito sine qua non de la buena sociedad.
Rumores como éstos son los que rodean la figura de Adrien Baldimore. Todos tratan de adivinar la personalidad del joven a través de sus pinturas, sin percatarse de que, el muchacho, es mucho más complejo que una composición de colores, luces y sombras.─Sin duda, estos lienzos son fascinantes. El señor Baldimore es un gran artista. Sin embargo, por la gama cromática que ha empleado en sus pinturas, me atrevería a decir que se trata de una persona un tanto fría. Impasible, incluso.
─¡Cómo! En las manos de este genio, la luz se transforma en líneas maravillosas que iluminan el lienzo y abren puertas en el alma. ¿Cómo podría conseguir algo así una persona fría? Estoy seguro de que el señor Baldimore es un individuo extremadamente sensible.
─Sea como sea, poseer uno de sus óleos es un requisito sine qua non de la buena sociedad.
Adrien es, a primera vista, un joven tremendamente carismático, capaz de motivar con facilidad la atención y la admiración de otros.
Extrovertido y, al mismo tiempo, reservado. A pesar de que Adrien se relaciona con todo tipo de personas sin ningún pudor, nunca habla sobre su pasado ni acerca de su familia, lo que provoca que lo consideren un individuo curioso, misterioso para muchos.
Todos ven en él un hombre de mundo. Ha viajado a un sinfín de lugares, probado todo tipo de comidas y visitado mil y un monumentos.
La inteligencia brilla en sus ojos. Adrien es, por naturaleza, un ser curioso y pasional, que quiere saberlo y vivirlo todo. Sabe de ciencia, tecnología, música, literatura y, sobre todo, de pintura. ”Aprende como si fueras a vivir toda la vida y vive como si fueras a morir mañana”, ése es su dicho.
Es, desde siempre, una persona independiente, aunque disfruta de la compañía. Esta compañía puede ser tanto de clase alta como de clase media o baja, ya que Adrien no discrimina o consiente a la gente según su estatus social. De hecho, ha conocido a pobres mil veces más interesantes que condes.
─Dadila, querida, ¿ha visto usted al señor Baldimore? Me han asegurado que estaba invitado a este evento, sin embargo, no le veo por ningún sitio.
─Siento decirle, señora Krentz, que, a pesar de haber sido convidado, el señor Baldimore no se encuentra con nosotros esta noche. Según tengo entendido, ha preferido quedarse en su residencia pintando.
─¿Ha rechazado tan magnífica invitación para permanecer encerrado en su domicilio? A pesar de ser un encanto, este joven es un tanto excéntrico, ¿no cree?
─A mí no me lo parece. Según mi humilde opinión, Adrien es un espíritu libre. Una de esas personas que actúa según sus propios deseos, y no según los caprichos del resto. Alguien que no piensa el qué dirán, sino que disfruta de la vida. Muchos deberíamos aprender de él.
─Baje el volumen de voz, querida. Si su marido la escucha hablar así, pensará que la une algo más que una amistad con el señorito Baldimore.
Dadila silenció en el acto.
Para los rigurosos un excéntrico, para los más soñadores un espíritu libre. Todos, sin embargo, están de acuerdo en algo: Adrien actúa de acuerdo con su voluntad, evitando los prejuicios y los dogmas.─Siento decirle, señora Krentz, que, a pesar de haber sido convidado, el señor Baldimore no se encuentra con nosotros esta noche. Según tengo entendido, ha preferido quedarse en su residencia pintando.
─¿Ha rechazado tan magnífica invitación para permanecer encerrado en su domicilio? A pesar de ser un encanto, este joven es un tanto excéntrico, ¿no cree?
─A mí no me lo parece. Según mi humilde opinión, Adrien es un espíritu libre. Una de esas personas que actúa según sus propios deseos, y no según los caprichos del resto. Alguien que no piensa el qué dirán, sino que disfruta de la vida. Muchos deberíamos aprender de él.
─Baje el volumen de voz, querida. Si su marido la escucha hablar así, pensará que la une algo más que una amistad con el señorito Baldimore.
Dadila silenció en el acto.
Adrien es conocido, además de por sus pinturas, por su capacidad para escuchar. Aunque no siempre resulte un buen consejero, oye los problemas de los demás con suma atención, sonríe cuando es conveniente, y habla cuando se requiere una opinión.
Con las mujeres se muestra caballeroso, seductor y detallista. A pesar de haber tenido varios romances, ninguno de ellos ha salido bien, pues Adrien es un hombre complejo y sus amantes nunca llegaron a entenderlo. Cuando se enamora es leal y romántico, aunque le gusta conservar su espacio.
Congenia con los niños con asombrosa rapidez. A los críos les gusta Adrien y viceversa.
Perseverante, amigo de sus amigos y centrado. La vida le ha enseñado a no perder las esperanzas, pero a no confiar demasiado en ellas.
Aunque es una persona bondadosa, no se deja pisotear por nadie, puesto que lo más valioso que posee una persona es su dignidad. Es algo, según Adrien, que siempre hay que conservar, al igual que tus ideas y libre voluntad. Jamás debes dejar que alguien tenga influencia sobre ti, que te condicione o trate de cambiar quien realmente eres porque, desde ese instante, estarás renunciando a tu libertad.
Observador, faceta que, en gran medida, viene dada por su curiosidad nata. Como ya se ha mencionado, posee un gran anhelo por saber, por conocer, y se toma su tiempo en estudiar cada aspecto o faceta que despierta su interés.
Concienzudo y sereno, con gran frialdad ante decisiones relevantes o situaciones culminantes. No deja que el miedo o la tensión distorsionen sus actos; sabe aplacar cualquier terror interior con gran maestría y mantener la cabeza despejada en todo momento. Así es Adrien: un hombre con nervios de acero.
No obstante, la fuerte personalidad de Adrien sí que presenta un punto flaco. Tras su sonrisa, seguridad y patente optimismo, dentro del muchacho se esconde una gran yaga de una herida todavía latente. A base de estudiar, de su gran devoción por el arte, de sus numerosos y largos viajes, el muchacho trata de llenar o de escapar de un vacío que todavía le atormenta, el vacío que le corroe por dentro desde la muerte de su padre. Ese suceso es lo único a lo que todavía no ha sido capaz de hacer frente el joven pintor. Por muchos años que pasen, el sólo recuerdo de las imágenes de aquel fatídico día consiguen desmoronarlo de un modo inimaginable. Todas las fuerzas que consigue agrupar, todo de lo que intenta convencerse para seguir adelante con su vida, se esfuma cuando recuerda el cuerpo inerte de su padre frente a él. Por ese motivo trata de mantenerlo fuera de su mente, de su corazón, encerrado bajo llave en algún recóndito lugar de su interior. Sólo de ese modo puede seguir mirando hacia delante, sólo así puede esbozar una nueva sonrisa cada día.
Pero no se puede huir de la verdad eternamente.
El cuerpo de su padre yacía inerte en el suelo. Adrien miraba el cadáver de Joseph incrédulo, espantado. El asesino lo había matado acuchillándolo. Toda su bondad y su espíritu extinguidos por siempre jamás. Adrien no podía creer que lo hubiera perdido. Con el alma hecha pedazos, se echó a llorar. ¿Cómo podía haber ocurrido? La voz de su madre, temblorosa, susurró:
─Adrien, ¿qué has hecho?
Él soltó el cuchillo, manchado de sangre.
─Adrien, ¿qué has hecho?
Él soltó el cuchillo, manchado de sangre.
-Historia:
El cielo era una lápida de plomo; el crepúsculo un telón de mármol. Por los caminos descendían regueros de lluvia, como una vena desangrándose. El pueblo inglés, Warwick, parecía hundirse en un océano negro. Los pueblerinos, alertados por unos gritos agónicos, hacía rato que escrutaban a través de sus ventanas, tratando de averiguar qué había ocurrido. La claridad de los relámpagos iluminó el rostro de Alexandra Baldimore que, sollozando, era arrastrada fuera de su casa por dos guardas. Detrás de ella, un niño aferraba contra su pecho un libro encuadernado en piel de color vino, llorando. Su pequeño cuerpo, al saber que se había quedado solo en el mundo, temblaba.
Aquel mismo anochecer, el niño, que respondía al nombre de Adrien Baldimore, fue enviado al Orfanato St. Jorge. Con los primeros rayos del alba, su madre, acusada de haber asesinado a su marido, fue enterrada viva.
* * *
El día en que Adrien nació el cielo lucía tan azul como los ojos de éste. Joseph Baldimore, su padre, no dejaba de proclamar a los cuatro vientos que su mujer había dado a luz a un saludable varón. Ella, orgullosa, mostraba a todos los vecinos que la visitaban a su bebé. No había en el mundo matrimonio más feliz que el de los Baldimore.
A medida que iba creciendo, Adrien fue transformándose, según decía la gente, en un ángel sin alas. Su imperturbable sonrisa contagiaba a todos aquellos que la veían, y sus ojos, clarísimos, estaban bañados de luz. El pequeño, con tan sólo cuatro años, ya ayudaba a su madre liquidando en el mercado. Fue allí donde, por primera vez, vio a un anciano vendiendo cuadros. Se acercó a él y, curioso, observó los lienzos que, en su mayoría, eran paisajes. Uno de ellos le llamó terriblemente la atención. En él podía verse una mansión rodeada por una ciudadela de jardines, fuentes y pinares. Su angulosa silueta de color arcilloso, que levantaba dos pisos, era un rompecabezas de torreones, arcos y alas. El anciano, que escrutaba al chiquillo, le preguntó si le gustaban sus pinturas. Con una seriedad insólita en él y los ojos brillantes, Adrien respondió:
—Me hacen querer pasear en ellas.
Aquel atardecer el joven Baldimore se marchó del mercado con un cuadro bajo el brazo, donde se podía ver una mansión. El anciano se lo había regalado. Meses más tarde, eran muchos los que conocían el nombre de Jacob Depaul, un anciano que, tras haber dibujado a un niño de piel nívea y ojos azules que se encontraba en el mercado a la hora del crepúsculo, se había ganado cierta reputación como pintor.
El día once de julio de 1783 el sol brillaba en lo alto, más cálido que nunca. Parecía querer celebrar que Adrien cumplía cinco años. Ese día, los padres del niño le regalaron a éste un cuaderno de dibujo y un carboncillo, ya que, desde que había visto los cuadros de Jacob, su hijo se empeñaba en querer ser pintor.
—No podemos permitirnos un caballete, lienzos, pinceles ni pinturas, pero por algo se empieza —le dijo Alexandra.
Desde aquel momento, Adrien empezó a dibujar a todas horas. En un principio, sus dibujos carecían de sentimiento y profesionalidad, pero, con el tiempo, empezó a mejorar. A los diez años era capaz de plasmar todo lo que le rodeaba con asombrosa exactitud. Sin embargo, algo en él empezó a cambiar. La sonrisa, siempre patente en su rostro, desapareció. A diferencia de antes, que siempre se encontraba rodeado de personas, Adrien se aisló. Ya no quería jugar con los otros niños y, cuando alguien intentaba mirar sus cuadernos de dibujo, lo poseía la histeria. ¿Cómo había podido cambiar tanto Adrien? ¿Qué le habría ocurrido al hijo de los Baldimore? Los rumores inundaron las calles.
Una noche, Joseph, aprovechando que su familia dormía, decidió averiguar qué había dibujado Adrien para que, cada vez que alguien se acercara a sus cuadernos, perdiera los nervios de esa forma. Lo que vio le puso los pelos de punta. En el dibujo aparecía su cuerpo inerte, cubierto de sangre, y, a su lado, Adrien sosteniendo un cuchillo. Empezó a hojear todos los cuadernos del pequeño de los Baldimore de forma frenética, temblando. El mismo dibujo se repetía una y otra vez, cada vez con más detalles, cada vez más escalofriante. Joseph tenía la boca seca. Sus ojos destilaban recelo. El pulso le latía en las sienes con fuerza. Un único pensamiento bombardeaba su mente: «Quiere matarme.»
Al día siguiente, cuando Alexandra y Adrien se despertaron, encontraron a Joseph sentado frente a la ventana, mirando, sin ver nada, la luz del amanecer. La cordura lo estaba abandonando.
Los dos próximos días se los pasó sin comer —tenía miedo de que su hijo le hubiese envenenado la comida—, y, casi, sin dormir. «No debo descansar. De lo contrario, ese demonio disfrazado de ángel terminará conmigo», se decía.
Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, sus fuerzas menguaban, y el cansancio comenzó a consumirlo de una forma semejante a la que lo haría la muerte que trataba de rehuir. Si continuaba prolongando aquella situación, terminaría por perecer. Y él, desde luego, no quería eso. Sabía lo que tenía que hacer para seguir viviendo: matar a aquel monstruo que había dejado de ser su hijo.
Alexandra y Adrien, tras realizar las compras, se encaminaron de vuelta al hogar. Las calles estaban tranquilas. Los viandantes charlaban entre sí. El pequeño y su madre caminaban: la mujer saludando a todos con gesto cordial; Adrien absorto, sumido en unos pensamientos que la madre no podía llegar a comprender. A pocos metros de llegar, una amiga íntima de Alexandra la detuvo en una animada charla. Ambas compartieron risas, susurros y miradas cómplices. Adrien, que no tenía ganas de esperar a que su madre terminara de charlar, retiró cuidadosamente el cesto con la compra de entre los dedos de Alexandra para portarlo él hacia la casa. La mujer le dedicó una última y cálida sonrisa, observando unos escasos instantes cómo su hijo echaba a correr rumbo a su domicilio.
Mientras corría, el joven Baldimore miró al cielo. Las nubes lo estaban cubriendo. No tardaría en empezar a llover. Con el mismo pensamiento que Adrien, muchos de los transeúntes decidieron dejar el paseo para otro día y regresar a sus respectivos hogares.
Joseph, sentado como siempre frente a la ventana, vio a su hijo cerca de casa, solo. Como muchas otras veces, su mujer se habría rezagado, y el niño se adelantó en su lugar para ordenar la compra en las encimeras. Era el momento perfecto para actuar.
El picaporte de la puerta comenzó a girar. Joseph esperaba impaciente. Tras su espalda, el mango del cuchillo tembló ligeramente. La puerta se entreabrió. Los cabellos castaños de Adrien se entrevieron al otro lado. Joseph alzó el arma sin dilación, justo en el instante en el que el chiquillo levantaba la cabeza y el terror hacía mella en sus inocentes rasgos. Quizá fue aquella inocencia la causante de que Joseph vacilase unos segundos, segundos suficientes para que su hijo saliese corriendo hacia el centro del salón, buscando un modo de huir de aquel ataque. El impacto le impidió reaccionar con mayor coherencia. No eligió la huida más acertada, la puerta todavía entreabierta. Error. Ahora su padre corría detrás de él y lo alcanzaba, sin testigos que pudieran ayudarle.
Joseph elevó a Adrien agarrándolo por el cabello, haciendo que la cesta que sostenía el muchacho se precipitara sobre el suelo. Observó aquel rostro que, hasta hacía poco, había considerado angelical: las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, y sus ojos brillaban como dos aguamarinas. Conmovido momentáneamente por tan tierna visión, dijo:
—Tengo que hacerlo, Adrien. Si no te mato yo, me matarás tú. ¿No es cierto, pequeño? —Adrien negó repetidamente con la cabeza, aterrado—. ¿No? ¡¿Y entonces cómo explicas esos malditos dibujos?! ¡Quieres matarme! ¡Sé que quieres matarme!
Fue entonces cuando Adrien comprendió.
—Déjeme explicárselo, padre —rogó el niño, con voz trémula.
Sin embargo, Joseph no parecía estar dispuesto a escuchar. Los tendones de su mano estaban bajo una fuerte tensión, sus nudillos emblanquecidos por el esfuerzo de la presión. Agarraba el cuchillo como si la vida le fuese en ello. Y realmente pensaba que era así. Alzó el arma… y un grito inundó la estancia. Joseph se giró en seco al escuchar chillar a su esposa, que acababa de llegar a casa y lo miraba con los ojos abiertos como platos. Se miraron unos instantes, durante los cuales la presión que ejercía la mano de Joseph sobre el pelo de su hijo disminuyó. Adrien aprovechó esto para deshacerse del agarre de su padre y propinarle un fuerte empujón. Joseph se balanceó y soltó el cuchillo para intentar mantener el equilibrio. El pequeño de los Baldimore, sabiendo a ciencia cierta que aquella podía ser la única oportunidad de salir bien parado de todo ese infierno, se arrojó a por el arma con desesperación. Pero Joseph también actuó. Se incorporó tambaleante, alargando las manos hacia delante, queriendo atrapar el cuello de su hijo con uñas y garras, a toda costa. El miedo le pudo al niño. Tan sólo quiso protegerse. Impedirle que se acercase a él. Y alzó el arma por encima del pecho.
El cuchillo impactó en el vientre de su padre. Adrien y Joseph se miraron. Ambos mostraban la misma mirada, ambos eran recorridos por el mismo horror. La sangre teñía la camisa del hombre adulto de un color carmesí, fluía con rapidez, surgía a borbotones incesantes.
—Sabía… Sabía que ya no eras mi hijo.
El cuerpo se desplomó, sin vida, de un golpe seco. Aquellas fueron las últimas palabras de su padre. Tras aquella última frase, el aire escapó de los pulmones de Joseph para siempre.
Adrien, todavía asiendo el cuchillo, observó la imagen, impactado. La posición, el lugar, el modo… Todos y cada uno de los detalles del homicidio habían sido los que había plasmado una y otra vez en sus dibujos. Su peor pesadilla se había cumplido. No fue consciente de cuándo se acercó su madre a él, pero pronto se encontró entre sus brazos. El cuchillo cayó de las manos de Adrien y éstas rodearon la cintura de Alexandra con fuerza.
—Padre vio mis dibujos —dijo, con voz entrecortada—. Los dibujos de los cuadernos prohibidos, los que no quería que viera nadie. Los había escondido, pero él los encontró…
—¡Qué eran esos dibujos, Adrien! ¡Qué habías dibujado en ellos!
—Su muerte. Había dibujado… había dibujado que moría desangrado porque yo mismo le acuchillaba. Dibujé… dibujé lo mismo que ha ocurrido hoy. Le juro que yo no quería plasmar eso, madre. ¡Por favor, créame! Muchas veces… No sé qué me ocurría. Era como si perdiese el conocimiento. Cuando me despertaba, sostenía el cuaderno entre mis manos y en él había dibujado… —no pudo terminar la frase. Su cuerpo empezó a convulsionarse, presa de los sollozos.
—¿Por qué no me lo contaste, Adrien? —preguntó desesperada Alexandra, sin ser capaz de detener las lágrimas.
—Tenía miedo de que no me creyese. Creía… que pensaría que quería hacer daño a padre, que era un monstruo. Tal y como pensó él al ver los dibujos —explicó entre lloros, sin tener el valor suficiente para volver la cabeza y ver nuevamente el cadáver de su padre.
—Te creo, mi amor, te creo. No te preocupes, huiremos de aquí, nos marcharemos, ¿de acuerdo? No nos perderemos el uno al otro —le prometió y, dicho esto, limpió las manos del crío con su vestido, que pronto se llenó de sangre. Luego, de forma frenética, empezó a rebuscar entre el pobre mobiliario hasta hallar una bolsita de cuero que contenía algunas monedas. Seguidamente corrió hasta su habitación, de la cual rescató un libro encuadernado y se lo tendió a su hijo. Adrien estaba tan aturdido después de lo ocurrido que ni siquiera se preguntó qué utilidad podía tener un libro. Ni siquiera tenía constancia de su madre supiera leer.
—Lo que te ha ocurrido, Adrien, tiene una explicación. No te he hablado de ello antes porque pensé que aún no había llegado el momento. Veo que me equivoqué. En cuanto estemos a salvo, te contaré todo lo que debes saber y… —nunca pudo terminar la frase. Los guardas, advertidos por los vecinos, irrumpieron en casa de los Baldimore, aprovechando que la puerta había permanecido entreabierta desde que Adrien había pisado el que nunca más sería su hogar. Al ver el cuerpo de Joseph sin vida, apuñalado, y a Alexandra manchada de sangre, no se molestaron en preguntar. Aferraron a la mujer con fuerza. Lejos de tratar de probar su inocencia, Alexandra afirmó haber acabado con la vida de su marido. Sabía que, si no lo hacía, pasarían a registrar su hogar y encontrarían los cuadernos de Adrien, los cuales delatarían a su hijo. Y el delito por parricidio era la muerte. Si tenía que elegir entre su vida y la de su pequeño, escogería mil veces la última opción.
—¡No! ¡Déjenla, no! ¡Yo lo hice! ¡Yo lo maté! —verificó Adrien, tratando de apartar a los guardas de Alexandra. Ésta última, temerosa de que su hijo pudiera probar la verdad con sus cuadernos, les explicó a los guardas que el niño trataba de protegerla. Además, les pidió cinco minutos para despedirse de él. Se los concedieron.
—Adrien, por favor, debes ocultar la verdad. Si no lo haces, nos matarán a ambos —dijo en susurros Alexandra. Adrien la miró sin comprender, con los ojos bañados en lágrimas—. Si esos guardas te ejecutan… yo moriré en vida. No podré seguir adelante. ¿Sabes? Muchas veces te he contado que, durante años, tu padre y yo busquemos un hijo. Por mucho que lo intentáramos, yo nunca conseguía quedarme encinta. Una noche, desesperada, rogué hasta el amanecer por un hijo. Prometí al cielo que te protegería siempre, aun cuando tuviera que entregar mi vida para salvar la tuya. Hoy la vida me pone a prueba. Quiere saber si, la promesa que hice, es cierta. Y lo es.
—Hace unos momentos me prometió que no nos perderíamos el uno al otro —dijo entre dientes Adrien, que rehuía la idea de dejar marchar a su madre—. ¿Ésa promesa era falsa, madre?
Una punzada de dolor recorrió el corazón de Alexandra, sin embargo, se obligó a sonreír—. No, no lo era, mi amor. Te prometí que no me perderías, y nunca lo harás. En cada momento de tu vida, aunque tú no puedas verme, estaré a tu lado. Aun después de la muerte velaré por ti, porque nadie deja de existir mientras haya alguien que lo recuerde. Y sé que tú me recordarás siempre —tras una pausa, continuó hablando—. Si me quieres, oculta la verdad, Adrien. Ocúltala y, pase lo que pase, sé fuerte.
—Señora, se ha terminado el tiempo. Nos vamos —las palabras de uno de los guardas fueron bruscas, carentes de cualquier tipo de escrúpulo. Tiró de Alexandra con rudeza, poniéndola en pie y guiándola hacia el umbral de la puerta. Adrien permaneció en silencio mientras veía como la persona a la que más quería en el mundo se desvanecía de su vida para siempre.
Al día siguiente, Alexandra fue enterrada viva como castigo por un crimen que nunca había cometido. Adrien, al quedarse huérfano, fue enviado al Orfanato St. Jorge. Allí se le instruyó en la religión y la moral y se le enseñó a leer y a escribir. Una vez hubo aprendido a leer, pudo, pues, interpretar el libro que su madre le había entregado el día en que los guardas se la llevaron para ser ejecutada. No se esperaba el contenido que halló ante sus ojos.
Todas y cada una de las líneas del libro estaban dedicadas al aprendizaje de la hechicería y a su historia. Adrien quedó perplejo. Parecía que, los cuentos de hadas que le contaban antes de ir a dormir, no iban tan desencaminados, después de todo. Encontró, entre las hojas, datos referentes al poder que él controlaba, y aquello le entusiasmó. Al fin podría intentar comprender, dominar todo aquello que se le había otorgado. Pero no fue lo único que descubrió. En el libro también figuraba otra lista de habilidades que personas como él podían poseer. Estaba nervioso, ciertamente deseoso de saber, por lo que aquella lectura se convirtió en una práctica, en un intento por encontrar dentro de su ser algún otro poder que le podía haber estado vedado hasta el momento.
Adrien había sido premiado con dos dones más. Podía crear un campo de ilusiones y, además, lograr que cualquier persona se sintiera atraída por él. Todo aquello le parecía increíble. No obstante, se comprometió, en honor a su madre, a utilizar con precaución sus poderes. Ella confió en él, confió en que su hijo sabría hacerse cargo de esa responsabilidad. Y desde luego no iba a defraudarla.
Aquel hallazgo apaciguó, en cierto modo, la atormentada alma del pequeño, puesto que tenía algo en lo que centrarse, en lo que volcar su atención para no pensar más en todo lo ocurrido. Pero, en muchas ocasiones, eso no era suficiente. Seguía haciendo mella en él esa sensación de vacío, ese sentimiento oscuro, desgarrador, que no lograba arrancar de su resquebrajado corazón. El tiempo lo pasaba en soledad. En lugar de jugar con sus compañeros, se limitaba a dar paseos sin rumbo, entretenido con el eco de sus propios pasos, descubriendo nuevas salas y recónditos lugares a lo largo de los pasillos.
Fue en uno de esos paseos donde tuvo una grata sorpresa. Caminando por el ala norte, topó con una puerta entreabierta, por cuya ranura se filtraba un potente rayo de sol. El niño, llevado por la curiosidad, tiró de ella. Tras la puerta de roble macizo, en una sala de grandes cristales, había una serie de cuadros pulcramente apilados unos contra otros. Éstos mostraban diferentes imágenes, cada una más bella que la anterior. Adrien, sin poderlo evitar, se acercó a las pinturas y dejó que sus dedos se deleitasen con la rugosidad del material del lienzo, con las texturas que formaban los diferentes colores. Se preguntó, durante unos instantes, si aquel pintor no sería de su condición, un brujo más, para poder elaborar pinturas de tan inigualable belleza.
—Son parte de mi colección. ¿Te gustan, pequeño Adrien?
El niño dio un brinco. Tras él, el padre Gilmore hizo acto de presencia, acercándose con su habitual y tierna sonrisa. Sus ojos, claros y límpidos, reforzaban aquella pureza que desprendía. Adrien supo, desde el primer instante en que lo vio, que se trataba de un buen hombre.
El joven asintió, avergonzado por su intrusión. Estaba seguro que de haber sido otra persona quien le hubiese visto, se habría llevado una buena reprimenda.
—Yo… Antes dibujaba –farfulló, con la mirada fija en sus manos de largos y cilíndricos dedos; manos de artista—. Me gustaba.
—El arte es una forma de reflejar lo que tu corazón siente —habló el hombre–. Ayuda a relajar nuestras mentes, a apaciguar nuestro interior.
—Me da miedo —se limitó a decir el muchacho, sin aclararle gran cosa al cura. Lo cierto es que, después de haber dibujado la muerte de su padre una y otra vez, tenía miedo de plasmar, nuevamente, algo horrible.
La apacible mirada de Gilmore se dilató unos momentos, dejando patente su perplejidad. Tras unos segundos, volvió a sonreír.
—El miedo es natural en el prudente… y el saberlo vencer es ser valiente. Escúchame, Adrien: he visto cómo se te iluminaba el semblante cuando mirabas estos cuadros. Jamás, en todo el tiempo que llevas aquí, había visto en tu rostro esa expresión de fascinación. La pintura y el dibujo te hacen feliz. Por eso, si decides ser valiente, te enseñaré todo lo que sé sobre este ámbito.
Adrien decidió ser valiente. Por cada día que pasaba, la pasión del joven Baldimore por la pintura aumentaba. Las trémulas pinceladas, con el tiempo, se fueron convirtiendo en trazos perfectos, naturales. Su habilidad se hizo patente y, finalmente, superó a su propio maestro en el ámbito artístico. Éste estaba orgulloso de él, de en lo que, un niño magullado y sin esperanzas, había logrado conseguir. Se había convertido en un gran artista. Por este motivo, y considerándolo ya como un hijo, presentó al adolescente entre personas influyentes para mostrar su capacidad.
Las obras de Adrien Baldimore empezaron a venderse. Los nobles le encargaban retratos. Modelos que quitaban la respiración y señoras de la alta sociedad desfilaban por el estudio deseando posar para él. Con los años, sus pinturas empezaron a cotizarse en las altas esferas y, poco tiempo después, todos querían tener «un Baldimore» en sus casas. Su éxito en Inglaterra llegó a oídos de los empresarios de París, Milán y Madrid. La carrera artística de Adrien iba viento en popa y, gracias a ello, su fortuna personal se disparó.
A los diecinueve años, deseando ampliar su visión del mundo, Adrien empezó a viajar. Así recorrió Viena, Berlín, Roma, Madrid… Cada nuevo lugar que visitaba, le instruía en una nueva cara del arte. Pero no sólo se centró en la pintura en su aventura por aquellos lugares magníficos. Adrien, en su anhelo por adquirir nuevos conocimientos, ampliar sus horizontes, quiso también instruirse en otros aspectos como lo eran la música y la literatura. Las lecturas sustentaron su intelecto, aprendió a divisar otros aspectos de la vida, a profundizar en todos los ámbitos de una sociedad que mudaba dependiendo de la raza, condición, del color o estatus. La música, por otro lado, le ayudó a suavizar, a endulzar una parte de él que creía extinta tras terminar su niñez. Se enamoró del piano, las teclas del mismo, la escala infinita y las numerosas combinaciones, la melancolía, la pasión con la que podía transmitir las notas; todo aquello, logró crear un gran vínculo entre aquellas piezas de marfil y melodías que todavía hoy no ha podido deshacer. El violín, por otro lado, con la suavidad de sus cuerdas, acariciaba los oídos de una manera exquisita. Música y literatura, sumadas a su aprendizaje en ciencias y tecnologías, ayudaron a conformar otra cara del muchacho. Pero aquello no era suficiente para él, trataba de tener una base en cada aspecto de la compleja vida a la que se veía anclado, comprender cada visión, cada detalle. Por ese motivo, su último paso fue indagar acerca de aquella parte de la realidad que todavía seguía vedada para muchas otras personas pero que, para él, siempre había sido algo a lo que se había visto irremediablemente ligado. Aunque ya había estudiado una vez sobre su condición de brujo, sabía que sólo había rascado la superficie. Un sin fin de secretos y misterios le quedaban por descubrir, hecho por el cual trató con muchos otros de su condición, que le aportaron valiosísima información y le abrieron caminos hacia nuevas incógnitas. Ése fue el modo por el cual descubrió que no era la única "anomalía" que se hallaba en el mundo. Licántropos, vampiros, personajes ficticios durante mucho tiempo para él, abandonaron su lugar entre las páginas de las novelas para formar parte de su día a día. Adrien se encontraba fascinado, anonadado ante todo lo que acababa de descubrir, pero aquello tan sólo despertaba todavía más el espíritu pasional y anhelante del muchacho. Continuó con sus viajes, con sus obras, y sus pasos lo guiaron hacia el mágico país de Francia, lugar que lo cautivó desde el instante en que sus pies pisaron tierra firme. Y no sólo por su gente, arte y paisajes, sino porque allí la encontró: era de color arcilloso, levantaba dos pisos y se encontraba rodeada por un extenso jardín. La mansión que había inmortalizado Jacob Depaul, el anciano que encontró en el mercado cuando era un crío de cuatro años, y cuyo lienzo aun conservaba. En el jardín de la mansión, un cartel rezaba: «Se vende.» Más tarde descubriría que, aquella mansión, había pertenecido al padre de Jacob. Éste último, lejos de querer continuar con el negocio textil que había enriquecido a su padre, se desvivía por ser un artista. Por ello abandonó Francia y se instaló en Inglaterra, donde le habían ofrecido un puesto como profesor en una escuela de pintura. El señor Depaul, terriblemente decepcionado con su primogénito —consideraba que el arte era una pérdida de tiempo—, eliminó a Jacob de su testamento, y toda su fortuna pasó a manos de su segundo hijo, Gaspar, el cual continuó con el negocio familiar. A la muerte de Gaspar, los hijos de éste se hicieron cargo del negocio y heredaron la mansión y, con la muerte de éstos últimos, el negocio y la mansión pasaron a manos de los nietos de Gaspar. Por desgracia, numerosas irregularidades en la gestión del negocio textil y extrañas transacciones que los nietos de Gaspar habían realizado salieron a flote. Una fiebre de murmuraciones y de oscuras acusaciones afloró con tremenda virulencia. En los años siguientes, la familia Depaul perdió su fortuna. Ahora, completamente arruinados, se veían en la obligación de vender su hogar para sobrevivir.
Adrien, que para aquel entonces tenía veintiún años, la compró. Enamorado del país y la mansión, decidió poner fin a su vida de nómada. Durante ese año, tras interminables horas de estudio, logró dominar el francés, y la mansión fue redecorada a su gusto. Parecía que, por fin, la vida de Adrien Baldimore se había estabilizado. Y entonces ocurrió.
Un trueno rugió sobre el cielo de la ciudad y toda la mansión retumbó. La luz del relámpago se filtró entre los postigos cerrados de la ventana. Adrien escuchó la tormenta desgranar en la oscuridad. Con la mirada perdida, cogió uno de sus muchos cuadernos y empezó a dibujar. Su mano se movía con rapidez, y sus ojos miraban al infinito. Estaba en trance. Cuando terminó de dibujar y recobró el conocimiento, sus manos empezaron a temblar. En el dibujo, como doce años atrás, aparecía una figura inerte en el suelo, desangrándose. Esta vez, sin embargo, no se trataba de la figura de su padre. Se trataba de la suya.
Durante unos momentos, creyó oler un aliento fétido rozándole la nuca. Era el inconfundible hedor de la muerte, susurrando su nombre.
-Datos Extras:
# Gracias al padre Gilmore, Adrien se convirtió en un respetado pintor. Es por esto y por su bondad, por lo que Adrien le tiene muchísimo aprecio. En la actualidad, el joven sigue comunicándose con él mediante cartas.
# El libro que entregó Alexandra a Adrien fue escrito por los antepasados de ésta. En la familia de Alexandra, la magia era heredada, siempre, por los nietos de los brujos. La abuela de Adrien poseía la magia, por lo que, cuando Alexandra fue una adulta, le advirtió que su hijo sería especial. Le entregó el libro para que, cuando los poderes de Adrien se hicieran patentes, supiera cómo ayudarle.
# Adrien, siempre que descubre nuevos datos sobre fenómenos paranormales, los apunta en el libro que le entregó su madre. Cuánta más información tengan sus futuros descendientes, mejor.
# Nadie sabe que asesinó a su padre.
Adrien J. Baldimore- Hechicero Clase Alta
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Re: "La pintura es más fuerte que yo, siempre consigue que haga lo que ella quiere."
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