AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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El acecho de la muerte [Privado, Terpsícore]
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El acecho de la muerte [Privado, Terpsícore]
Habían pasado ya dos días desde el funeral de su madre. Había sido un mal trago para Catalina. Estaba ausente, no respondía si le hablabas. La muchacha derramaba lágrimas silenciosas que resbalaban por su mejilla hasta caer en su vestido, donde el poco sol del atardecer las evaporaba lentamente. Así se sentía ella por dentro. Como si fuese una lágrima desapareciendo lenta y dolorosamente. Su madre era lo único que tenía. Siempre estaban juntas, además de su madre era… su mejor amiga. Otra lágrima saltó de sus ojos y Catalina se levantó por fin de la silla donde estaba sentada. La pequeña gota rodó por su cara hasta caer al frío suelo de piedra de su casa. Caminó temblorosamente, tantos días sin moverse le habían pasado factura. Se dirigió al espejo y vio su aspecto, enfermizo, pero no le importó. Cogió un único clavel de un jarrón y derramó una última lágrima sobre la blanca flor.
Abrió la puerta de la calle, temblorosa, y no le sorprendió encontrarla tan vacía. Estaba anocheciendo, y la gente volvía a sus casas a dormir, los hombres estaban bebiendo en las tabernas y las prostitutas daban sus servicios en el burdel. Catalina caminaba como un fantasma, lentamente, pero con mirada fija, con el clavel alzado entre sus manos. Sabía a dónde se dirigía y no esperaba distraerse con tonterías. Casi un instante después, las puertas del Cementerio de Montmartre se materializaron ante ella. Abrió mucho los ojos, con fascinación. La luna ya resplandecía en lo alto de la noche cuando llegó, y por primera vez fue consciente de la situación. Empezó a caminar entre lápidas y nichos buscando una en concreto.
Al encontrarla, contuvo la respiración. Ya la había visitado cuando la colocaron, hacía ya dos días, pero no pudo evitar estremecerse ante el nombre que estaba escrito en la lápida… "Carmina Santamaría". Derramó silenciosas lágrimas sobre la flor y sobre la tierra removida de delante de la lápida, donde metros más abajo, sepultada, se encontraba un ataúd y dentro yacía su madre. Depositó con cuidado la flor delante de la lápida y se arrodilló ante ella. Alzó la mirada al cielo, bajó de nuevo la mirada, cerró los ojos y empezó una oración en silencio.
Abrió la puerta de la calle, temblorosa, y no le sorprendió encontrarla tan vacía. Estaba anocheciendo, y la gente volvía a sus casas a dormir, los hombres estaban bebiendo en las tabernas y las prostitutas daban sus servicios en el burdel. Catalina caminaba como un fantasma, lentamente, pero con mirada fija, con el clavel alzado entre sus manos. Sabía a dónde se dirigía y no esperaba distraerse con tonterías. Casi un instante después, las puertas del Cementerio de Montmartre se materializaron ante ella. Abrió mucho los ojos, con fascinación. La luna ya resplandecía en lo alto de la noche cuando llegó, y por primera vez fue consciente de la situación. Empezó a caminar entre lápidas y nichos buscando una en concreto.
Al encontrarla, contuvo la respiración. Ya la había visitado cuando la colocaron, hacía ya dos días, pero no pudo evitar estremecerse ante el nombre que estaba escrito en la lápida… "Carmina Santamaría". Derramó silenciosas lágrimas sobre la flor y sobre la tierra removida de delante de la lápida, donde metros más abajo, sepultada, se encontraba un ataúd y dentro yacía su madre. Depositó con cuidado la flor delante de la lápida y se arrodilló ante ella. Alzó la mirada al cielo, bajó de nuevo la mirada, cerró los ojos y empezó una oración en silencio.
Catalina de Castilla- Realeza Española
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Re: El acecho de la muerte [Privado, Terpsícore]
La vida, la muerte. Dos contradicciones tan lejanas y extremas y sin embargo tan parecidas tanto la una como la otra. En apenas unos segundos se nacía y se tomaba la primera bocanada de aire que sería seguida de muchas más, y en apenas un segundo también se podía perder la vida para después yacer en los brazos de la plácida muerte. Tanto miedo acumulado en el pecho de los mortales por problemas tan simples… Y tanto desconocimiento sobre los verdaderos terrores que habitaban el mundo.
Y el tiempo. Su posesión más valiosa y desconocida, el tiempo. Un término que pasaba frente a sus ojos sin que apenas se diesen cuenta, perdiéndolo con bobadas que no poseían soporte real alguno. Falsos amoríos, enfados, traiciones, corrupción, usurpaciones… Pero visto desde su punto de vista, no se les podía criticar ser como eran. Porque algún día morirían y serían sepultados bajo tierra para siempre, ergo su capacidad para disfrutar se veía irrevocablemente limitada a unos pocos años que debían exprimir al máximo. Pero dentro de su tiempo, un tiempo muerto, inmortal y lleno de pasiones, también se lloraba de vez en cuando. El suyo, un corazón inerte en un pecho muerto, era un corazón que cada día clamaba por algo nuevo, lo que fuese. Estaba ávido de conocimiento, sediento de nuevos descubrimientos. Pero eso tan sólo podía hacerlo alguien que no tuviera que ir al día siguiente a cumplir un encargo o lo que fuese porque sino ya nunca más podría hacerlo. Y era curioso, pero, incluso en la eternidad había oportunidades que tan sólo se presentan una única vez.
Era difícil vivir. De hecho, la vida no era fácil, nada fácil. Había que sacar fuerzas de donde no las hubiera para continuar, seguir unas metas, luchar, alcanzar un sueño y disfrutar. Y ese camino estaría lleno de todo menos de plenitudes y claros sin obstáculos. En eso mismo estaba pensando la vampiresa cuando, mirando hacia el suelo y viendo sus pies avanzar uno y después el otro, algunas gotas cayeron sobre sus hombros y su cabello. Miró entonces hacia arriba y más gotas mojaron su rostro. Sonrió y vio que al frente el imponente cementerio se erguía ante ella como una monumentalidad, sobrio, simple y aterrador. Y sus puertas estaban entreabiertas. ¿Quién estaría allí? ¿Qué pobre alma herida le estaba rezando a la que ya se encontraba en el reino que le hubiese tocado habitar?
Cruzó la verja empujándola con las manos y un leve chirrido acompañó el movimiento. Lápidas y panteones se elevaban sobre el suelo portando unos nombres que se leían con dificultad, ya fuese por la poca luz de la noche o bien porque ya se habían borrado con el paso del tiempo. Escrutó el lugar hasta que sus ojos descubrieron el perfil de una joven muchacha que, arrodillada frente a una de las sepulturas, lloraba dejando que las lágrimas se unieran a las gotas de lluvia. Parecían no importarle, o quizá era que, como aún caían lentamente, todavía no se había dado cuenta de su presencia. Respiró profundamente y se cruzó de brazos, escorzando el cuerpo en su dirección y mirándola con la cabeza ladeada - Es muy tarde para que una muchachita joven y guapa como tú ande fuera de su casa - dijo de repente y aguardando una respuesta que podía llegar o tal vez no aparecer nunca.
Y el tiempo. Su posesión más valiosa y desconocida, el tiempo. Un término que pasaba frente a sus ojos sin que apenas se diesen cuenta, perdiéndolo con bobadas que no poseían soporte real alguno. Falsos amoríos, enfados, traiciones, corrupción, usurpaciones… Pero visto desde su punto de vista, no se les podía criticar ser como eran. Porque algún día morirían y serían sepultados bajo tierra para siempre, ergo su capacidad para disfrutar se veía irrevocablemente limitada a unos pocos años que debían exprimir al máximo. Pero dentro de su tiempo, un tiempo muerto, inmortal y lleno de pasiones, también se lloraba de vez en cuando. El suyo, un corazón inerte en un pecho muerto, era un corazón que cada día clamaba por algo nuevo, lo que fuese. Estaba ávido de conocimiento, sediento de nuevos descubrimientos. Pero eso tan sólo podía hacerlo alguien que no tuviera que ir al día siguiente a cumplir un encargo o lo que fuese porque sino ya nunca más podría hacerlo. Y era curioso, pero, incluso en la eternidad había oportunidades que tan sólo se presentan una única vez.
Era difícil vivir. De hecho, la vida no era fácil, nada fácil. Había que sacar fuerzas de donde no las hubiera para continuar, seguir unas metas, luchar, alcanzar un sueño y disfrutar. Y ese camino estaría lleno de todo menos de plenitudes y claros sin obstáculos. En eso mismo estaba pensando la vampiresa cuando, mirando hacia el suelo y viendo sus pies avanzar uno y después el otro, algunas gotas cayeron sobre sus hombros y su cabello. Miró entonces hacia arriba y más gotas mojaron su rostro. Sonrió y vio que al frente el imponente cementerio se erguía ante ella como una monumentalidad, sobrio, simple y aterrador. Y sus puertas estaban entreabiertas. ¿Quién estaría allí? ¿Qué pobre alma herida le estaba rezando a la que ya se encontraba en el reino que le hubiese tocado habitar?
Cruzó la verja empujándola con las manos y un leve chirrido acompañó el movimiento. Lápidas y panteones se elevaban sobre el suelo portando unos nombres que se leían con dificultad, ya fuese por la poca luz de la noche o bien porque ya se habían borrado con el paso del tiempo. Escrutó el lugar hasta que sus ojos descubrieron el perfil de una joven muchacha que, arrodillada frente a una de las sepulturas, lloraba dejando que las lágrimas se unieran a las gotas de lluvia. Parecían no importarle, o quizá era que, como aún caían lentamente, todavía no se había dado cuenta de su presencia. Respiró profundamente y se cruzó de brazos, escorzando el cuerpo en su dirección y mirándola con la cabeza ladeada - Es muy tarde para que una muchachita joven y guapa como tú ande fuera de su casa - dijo de repente y aguardando una respuesta que podía llegar o tal vez no aparecer nunca.
Off: Escribí escuchando esto. Escúchalo tú también para que puedas meterte en la historia como lo hice yo
Invitado- Invitado
Re: El acecho de la muerte [Privado, Terpsícore]
La joven muchacha se encontraba arrodillada en el suelo y rezando, al terminar el padrenuestro, levantó la mirada al cielo y vio como algunas nubes grises y oscuras, aunque no tanto como la noche, empezaban a emerger desde el horizonte e intentaban ocultar la luna. A Catalina no le importó que se avecinara una tormenta, pues ella seguiría allí toda la noche si hacía falta, no importaba que durmiese en la húmeda tierra a punto de convertirse en barro. Bajó la mirada hacia sus rodillas, viendo quizás a través de ellas, y a través de los metros de tierra todavía blanda pero que pronto se prensaría por acción de la lluvia que caería en unos minutos. Allí vio el rostro de su madre, serena como murió, durmiendo feliz, quizás soñando cosas bellas... Vestida con uno de sus mejores vestidos, blanco, puro, virginal... Con esas galas subió al cielo bajo la atenta mirada de Dios, pues la joven Catalina no creía que el Señor no dejase entrar al paraíso a una persona tan buena en vida como lo fue su madre. Acarició la tierra suavemente y comenzó un segundo Padrenuestro, rogando por que su madre descansara en paz en el cielo, y que quizás guardase un sitio para el día en que a Catalina le llegara la hora.
Con las primeras palabras, como si fuese algún medio para limpiar su alma, comenzaron a caer unas gotas de lluvia sobre el cabello y el vestido de Catalina, gotas que se fundían con sus lágrimas, gotas que rociaban a la flor de vida, tal y como antes lo habían hecho las lágrimas de la muchacha. Levantó la cabeza al cielo para observar que sí, estaba lloviendo. Miró más arriba, como si quisiese ver detrás de ella, para que el agua que caía del cielo la limpiase, fría y pura, provocada por Dios, y no las lágrimas que regalaban calientes por su mejilla y con un sabor extrañamente salado, provocadas por una simple mortal y que no debía estar produciendo, no era agua de verdad lo que Catalina lloraba. Agradeció entonces la lluvia, que aunque todavía poca, limpiaba su cuerpo y alma. Bajó de nuevo la cabeza para observar la lápida. Era de piedra recién estrenada, con un nombre, una fecha y un simple epitafio. El nombre, el de su madre, Carmina Santamaría, que había tenido en vida y tras la muerte también... La fecha, sólo su nacimiento, Carmina ya le advirtió a su hija que sólo quería ser recordada por nacer, que su muerte sería su nacimiento en el paraíso y que ya la recordarían allí... Catalina suspiró, su madre era una persona a quien admiraba... Aunque fuese algo peculiar. El epitafio, hecho en broma por su madre, pues no pensaba terminar sus días tan pronto... Catalina sollozó al recordar esto, ¡la muerte no podía llevarse tan pronto a su madre! No era natural, ¿por qué el Señor no podía esperar unos años más?, ¡hasta que Catalina pudiese regalarle unos nietos, quizá unos bisnietos...! Cerró los ojos, con dolor, y al fin leyó el epitafio que su madre había hecho para las dos... "Madre de una estrella que pronto se alzará en el cielo", y tras eso un simple: "Tu hija Catalina siempre te amará" que había añadido ella.
Salió de su letargo al escuchar una voz de mujer, que quizás de manera sugerente o por curiosidad, quiso interrumpir los pensamientos de Catalina para hacer una simple y banal pregunta. La joven alzó la mirada lentamente para acabar mirando a la mujer a los ojos. Tenía un rostro muy bello, y una melena de color negro. No lograba ver más, todo estaba muy oscuro. Quizás su cabello era rubio, pero al no ver gran cosa, no lo supo. Suspiró y su voz sonó algo ronca al principio, pero después fina como era al contestar:
- No lo es cuando no tienes a nadie que te espere allí... -volvió a bajar la vista, empezando otra oración silenciosa.
Con las primeras palabras, como si fuese algún medio para limpiar su alma, comenzaron a caer unas gotas de lluvia sobre el cabello y el vestido de Catalina, gotas que se fundían con sus lágrimas, gotas que rociaban a la flor de vida, tal y como antes lo habían hecho las lágrimas de la muchacha. Levantó la cabeza al cielo para observar que sí, estaba lloviendo. Miró más arriba, como si quisiese ver detrás de ella, para que el agua que caía del cielo la limpiase, fría y pura, provocada por Dios, y no las lágrimas que regalaban calientes por su mejilla y con un sabor extrañamente salado, provocadas por una simple mortal y que no debía estar produciendo, no era agua de verdad lo que Catalina lloraba. Agradeció entonces la lluvia, que aunque todavía poca, limpiaba su cuerpo y alma. Bajó de nuevo la cabeza para observar la lápida. Era de piedra recién estrenada, con un nombre, una fecha y un simple epitafio. El nombre, el de su madre, Carmina Santamaría, que había tenido en vida y tras la muerte también... La fecha, sólo su nacimiento, Carmina ya le advirtió a su hija que sólo quería ser recordada por nacer, que su muerte sería su nacimiento en el paraíso y que ya la recordarían allí... Catalina suspiró, su madre era una persona a quien admiraba... Aunque fuese algo peculiar. El epitafio, hecho en broma por su madre, pues no pensaba terminar sus días tan pronto... Catalina sollozó al recordar esto, ¡la muerte no podía llevarse tan pronto a su madre! No era natural, ¿por qué el Señor no podía esperar unos años más?, ¡hasta que Catalina pudiese regalarle unos nietos, quizá unos bisnietos...! Cerró los ojos, con dolor, y al fin leyó el epitafio que su madre había hecho para las dos... "Madre de una estrella que pronto se alzará en el cielo", y tras eso un simple: "Tu hija Catalina siempre te amará" que había añadido ella.
Salió de su letargo al escuchar una voz de mujer, que quizás de manera sugerente o por curiosidad, quiso interrumpir los pensamientos de Catalina para hacer una simple y banal pregunta. La joven alzó la mirada lentamente para acabar mirando a la mujer a los ojos. Tenía un rostro muy bello, y una melena de color negro. No lograba ver más, todo estaba muy oscuro. Quizás su cabello era rubio, pero al no ver gran cosa, no lo supo. Suspiró y su voz sonó algo ronca al principio, pero después fina como era al contestar:
- No lo es cuando no tienes a nadie que te espere allí... -volvió a bajar la vista, empezando otra oración silenciosa.
Catalina de Castilla- Realeza Española
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