Perdidos en el laberinto [Makoto+ Leotie]

Por primera vez en mi vida, me sentía desorientada y por más que corría, más exhausta y perdida me encontraba. A varios metros de mí, los hombres gritaban y disparaban al aire para que eso me detuviese, sin éxito alguno. En uno de esos momentos, me volteé de cintura para arriba y estrechando los ojos, alcé el arco y tensé la cuerda con la flecha entre mis dedos, soltándola y viendo cómo ésta se clavaba en el muslo de uno de ellos, haciéndole perder el equilibrio y desfallecer sobre la moqueta de trigo por el campo en el que huía de los traficantes de esclavos.

Otros disparos, menos que hacía unos momentos, me alertaron de que por lo menos dos hombres más seguían en mi búsqueda. Tomé otra flecha y de igual modo, disparé hacia ellos, acertando a otro que cayó fulminado cuando la punta le atravesó el cráneo. El segundo, se quedó paralizado junto a su compañero, mirando cómo me escapaba sin intentar frenarme, viéndome ya como parte del viento... inalcanzable.

El cielo fue oscureciéndose, viendo el crepúsculo en aquél horizonte que intentaba alcanzar, sin saber dónde estaba hasta que a lo lejos, divisé un gran charco de agua y tras éste, una magnífica edificación. Apresurándome más, recorté distancias y crucé un puente que me permitía llegar hasta el castillo, observándolo unos momentos, con la respiración agitada y sorprendida por tropezar con semejante palacio. Era una pequeña fortificación en ruinas y abandonada, hecha de piedra y madera como el puente que acababa de cruzar. Las ventanas eran demasiado altas y estrechas para poder escalar por el muro y entrar por ellas, y la única puerta principal restaba sellada. Refunfuñé, molesta por mi escasa suerte, y decidí probar suerte rodeando la residencia, pues quizás tenía alguna entrada trasera. Tras escuchar gritos a lo lejos provenientes de aquellos hombres, me detuve unos momentos para deshacer la única vía que tenían para dar conmigo: aquél puente. Usando mis dotes como superviviente, tomé dos piedras y con unas chispas fue suficiente para quemar, poco a poco, aquél puente que a punto estaba de desquebrajarse. El único medio por el que salir de allí era nadando, y en aquél caso, yo habría ganado suficiente tiempo como para esconderme de ellos dentro de aquél castillo.


Volví a correr con el arco y las flechas como mi únicos compañeros y... cuál fue mi sorpresa al contemplar un extenso, casi infinito jardín, cuyos arbustos habían formado un complejo laberinto. Con la boca abierta, asombrada y sin dar crédito a lo que mis ojos veían, deseché la idea del palacio y caminé hacia aquél laberinto sin fin, perdiéndome, queriendo o sin querer, en él.


Antes de que pudiese darme cuenta, la noche se cernió sobre mi cabeza y las estrellas era única brújula que disponía. Después de horas andando y examinando el terreno, decidí darme un descanso, hallando frente a mí, una bonita glorieta con techo en forma de bóveda y varias columnas a su alrededor. Subí las escaleras que me separaban de aquella pequeña edificación y me senté en las últimas gradas, apoyando mi espalda en la baranda. Suspiré profundamente y dejé el arco y las flechas sobre mis pies, contemplando entonces la belleza de una escultura en el medio de aquella diminuta plaza: una mujer desnuda alzaba una de sus manos en un intento infructuoso de alcanzar la media luna que ahora brillaba en el cielo azabache.


A lo lejos, aún podía verse una efímera humareda escalar por el firmamento y un sutil olor a quemado. Sonreí para mis adentros y cerré los ojos.

Corro a través de la tierra, esquivo cada uno de los arboles, me subo por las ramas, salto las paredes. Tengo la sensación de libertad que en la ciudad no tendría, donde tengo que comportarme como un humano y no un nómada, como lo que soy en realidad.
Aquí no tengo guerras a las que ir, ni sacrificios los cuales ganar, sólo estoy yo con mi pensamiento, sin una raza a la que pertenecer, más que aquella que se está extinguiendo en donde solíamos reinar.

Me detengo un momento y dejo cae mi pesada mochila al suelo. Sólo uso ropa cuando voy a la ciudad, aquí, donde todo está abandonado, apenas llevo lo necesario encima. Un simple taparrabos y un chaleco de cuero, son las únicas prendas que yacen sobre mí. Prefiero ir descalzo por la tierra. Un repentino silbido se escucha a unos kilómetros de donde estoy.

No es producto de unos labios, si no, de una flecha lanzada desde un arco. Los hombres de esta zona no usan arco y flecha, las armas más modernas son su principal opción. Parece que alguien le gusta andar a la antigua.

Corro hacia el sonido, la distancia parece acortarse entre mis salto largos y rápidos, pero no es suficiente velocidad para ver quien disparo la flecha, sólo al victima de ella.

-¡Es otro de ellos!-grita un hombre al ver mi vestimenta.

Dos sujetos, corren hacia mí. Su aroma es horrendo, huelen a sangre, sudor y sexo. Como si degustaran el tratar mal a las personas.

-Traficantes de esclavos-digo casi en susurro.

Sostengo mi maleta y la dejo caer al suelo, en mi mano queda mi espada, la que desenfundo rápidamente. Homura se mueve casi por si sola y dejo heridas las piernas de los dos hombres, haciendo que caigan al suelo de dolor.

-Ustedes merecen peor trato que el que les doy, sin embargo, de seguro perseguían a alguien-le hablo al primero, apuntándole con mi espada al cuello-¿Dónde….?

Antes de que pueda terminar, veo a lo lejos humo y fuego.

Parece que alguien se ha refugiado en el viejo castillo de los West, ingleses que huyeron durante la revolución. El humo llama mucha la atención.

No les dirijo más palabra a los dos hombres y me retiro de lugar.

Cuando llego al castillo, la única manera de cruzar es nadando, lo que hago sin miramientos. Al salir del agua, me desvisto, para colocarme la ropa limpia, aquella que solo uso en la ciudad. Una camisa gris y un pantalón negro harán el trabajo de combinar con los zapatos, mientras dejo la ropa mojada sobre la maleta ahora vacía.

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Paso tanto tiempo, que la noche a caído, la persona que esta aquí, de seguro, busco algún refugio donde pasar la noche. Sólo alguien como yo podría sobrevivir a la intemperie aquí, espero encontrarlo pronto

Un búho uruló cerca de mí y con ese sonido, me despertó de aquél corto espacio temporal en el que me había dormido profundamente, exhausta por aquella tarde de persecuciones sin fin, en el que me iba la vida con cada salto o flecha que disparaba. Para mi suerte, había podido abrir los ojos aquella noche, lo que significaba que seguía viva. Ante tan estúpido pensamiento, no pude evitar sonreír ampliamente y mirar a mi alrededor, intentando situarme pues a pencas recordaba cómo había llegado hasta aquella glorieta. Me puse en pie y bostecé antes de estirar mis brazos y mis músculo, ejercitando mis aún dormidas piernas. Una vez estuve en plenas facultades, decidí que ya era momento para ir a mi wigwam, en las profundidades del bosque. No obstante, primero, debía salir de aquél laberinto sin fin, del que no recordaba el camino por el que entré.

Mordí mi labio inferior y respiré una profunda bocanada de aire. Me incliné hacia una de las gradas en las que permanecía para retomar mis pertenencias: el arco y las flechas. No sabía si aquellos hombres blancos me esperaban alrededor de aquél jardín o si por lo contrario, se habían rendido. Aunque quizás, habían intentado seguirme y ahora vagabundeaban por aquellos lares. Por ello debía estar preparada.

De dos brincos salté de aquella escalera y dejé que los altos muros de arbustos se cernieran sobre mi figura. En lo alto del firmamento, la luna empezaba ya su descenso, por lo que calculé que faltarían un par o tres de horas para el alba. Yo estaba acostumbrada a viajar de noche, pero los blancos no. Aquello me daba un punto a mi favor y debía aprovecharlo. Debía salir de allí antes del amanecer.

Un sonido me alertó de pronto y cesaron mis pasos, deteniéndome en la misma posición en la que estaba, con uno de los pies en alto, aún sin tocar el suelo. Pero no me zarandeé. Aguanté aquella posición y agudicé mis sentidos, olisqueando a mi alrededor hasta escuchar una respiración no muy lejos de mí. Miré a mi alrededor y supe que lo único que nos separaba era el muro de matorrales. Con veloces y sigilosos movimientos escalé aquella pared hasta asomarme y ver de quién se trataba, viendo sólo una figura de largos cabellos y tez oscura. Pero no tuve tiempo de pensar, ya que mi agarre desfalleció y caí al suelo con un gran estruendo, intentando contener un aullido de dolor cuando mi trasero chocó ferozmente contra el césped. Allí, tumbada y adolorida, temí que el hombre viniera en mi busca, pues probablemente se había percatado de mi presencia.

¡Maldición!

La figura saltó por aquél muro de arbustos y se acuclilló junto a mí. Fue entonces cuando la luna iluminó sus rasgos y una luz de esperanza creció en mis entrañas. Su semblante mostraba un origen lejos de Francia. Su tez oscura era como la mía. Sus ojos azabaches eran el vivo reflejo de mi mirada. Sus cabellos largos y oscuros podían confundirse con mi melena ahora alborotada por la caída. No pude contenerme, así que me puse de rodillas ante él y alcé mi mano hacia su rostro, acariciando casi como un roce, su mejilla derecha, cerciorándome de que aquello no era un sueño, que estaba allí, que no estaba sola. Mis ojos se llenaron de lágrimas que no me permitieron ver su reacción ante mis gestos. Y sí, por extraño que parezca, me abalancé sobre él y le abracé con fuerza, cayendo ambos al césped, yo sobre su cuerpo.

- ¡Oh, gracias, gracias!- gritaba entre risas y llanto de alegría.- Pensaba que la diosa Niya me había destinado a éste paraje en solitario.- comenté, ya alejándome de él para darle espacio y respirar, disculpándome por mi atrevimiento.- Sí, huía de los traficantes de esclavos... desde que escapé de los Cross me persiguen para regresarme con ellos.- expliqué, agachando la mirada.- ¿Eres también algonquino?- le pregunté, sintiendo cómo mis ojos se iluminaban con la sola idea de que el muchacho respondiera afirmativamente.- Ah, mi nombre es Leotie.- me presenté al fin, haciendo un pequeño fruncido en mis labios como muestra del infantil descuido al que había sucumbido al no identificarme antes.

Me puse en pie y tomé el arco y las flechas, tendiéndole la mano para ayudarle a ponerse en pie, pues había caído por mi culpa. Le sonreí con complicidad y esperé a volver a escuchar pronto su voz, mientras las lágrimas de efusividad iban desapareciendo de mi rostro.

Mis labios se despegaron por aquella sorpresa. Había escuchado hablar de aquella tribu, de los aztecas. Su cultura databa de siglos y como a mi tribu, los colones les habrían capturado y esclavizado. Mi abuelo, cuando era pequeña, me contaba leyendas y hazañas de aquella enigmática tribu. Una de las que me cautivó, fue la historia de cómo ambas civilizaciones vivieron una guerra durante 51 días debido a un matrimonio secreto entre dos habitantes, uno de cada tribu. Causó un gran revuelo y al final, ambos enamorados perdieron la vida. No sabía si aquél mito era cierto o una simple leyenda, así que decidí no comentar nada sobre aquello, prefería callar y pasar por estúpida que abrir la boca y confirmarlo.

Entonces, el sonido de una bala nos alertó de la presencia de blancos por aquella zona en la que nos escondíamos. Me acuclillé junto a Makoto y nos sumimos en el silencio durante varios minutos, sin movernos, mirándonos con ansiedad.

- Tenemos que escapar del laberinto.- susurré entonces a mi compañero.- Pero... ¿cómo?- pedí, haciendo un gesto que mostraba los colosales jardines infinitos. Cuando hice un leve movimiento, otra bala cortó el aire y rozó la piel de mi hombro, haciéndome retroceder y esbozar una mueca de dolor, sintiendo cómo un hilillo de sangre correteaba ahora libremente por mi brazo.

Miré a Makoto con alarme y le indiqué con la cabeza que se marchara antes de que pudiesen cazarlo por mi culpa. El sol empezaba a emerger de entre las colinas que nos flaqueaban, dificultándonos el escapar de allí, pues a plena luz del día, los albinos tendrían más facilidad para dar con nosotros. La luna había dejado de protegernos para descender hasta su lecho.