AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Sé que soy débil [Pablo Díaz-Reixa]
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Sé que soy débil [Pablo Díaz-Reixa]
Una pausa al sonido del mundo y ella… Inhaló todo el aire que tuvo cabida en su caja torácica, inhaló sabiendo que por más que lo intentará jamás suprimiría esa sensación de una burbuja en sus pulmones. “Es ahora o nunca” pensó y enseguida se lo dijo a sí misma, muy bajito y con el impulso que le daba a su voz el hecho de dejar escapar lentamente el aire.
Hacía apenas escasos segundos que para ella el ambiente había quedado nulo, casi en silencio, aunque sabía perfectamente que la gente en la calle continuaba con sus actividades cotidianas, la gente caminaba e intercambiaba algunas palabras con sus acompañantes, un pequeño le lloraba a su madre pidiéndole algún capricho, los cascos de los equinos chocaban contra el suelo mientras su jinete los arreaba, cerca un muchacho vociferaba las características aromáticas de nuevo y exclusivo perfume, zapatos sonaban a cada paso sobre los adoquines de la calle, la gota que cae de un tejado, todo seguía su cauce pero no para ella, el sonido del violín de aquel artista callejero había cesado y ella había tomado la determinación de que ese día se acercaría a él aunque eso le costara la vida o más bien un tímpano perforado.
Pocos días después de su llegada a París hizo ese impresionante descubrimiento, caminaba a unas 3 cuadras de la plaza cuando escuchó esa melodía que le hizo detenerse y posteriormente, sobrecogida, replegarse al muro de la edificación más próxima de tal modo que no estorbara a los demás peatones. Podía pareces que le estaba dando ataque y así era, aunque ningún agente estuviera agrediendo a su corazón, pulmones, faringe o lo que fuera, aquellas notas estaban atacando a una de las cosas más preciadas que poseía: su memoria. Cada roce del arco sobre la cuerda evocaba en ella recuerdos de su infancia en aquel puerto, de aquel campo, de todo antes del ataque. No supo cuanto tiempo permaneció con la espalda contra aquel muro de piedra, personas pasaron tocando su hombro para auxiliarla pero ella como si no poseyera el don del habla, se limitaba a responder tal gesto con un movimiento de cabeza y una media sonrisa. Esperó a que la música cesara, era estúpido y cruel pero era incapaz de escuchar de cerca el sonido que provocaba el suave movimiento que hacia el arco al contacto con la cuerda, le destrozaba el oído como sí la curda fuera mil veces mayor y aplastara su tímpano, desgarrándolo como si se tratase de un liga áspera, moliéndolo. Esperó hasta que ninguna melodía siguió a la anterior, caminó a la plaza, él ya se habría ido y preguntando supo que las notas eran producidas por el violín de un músico callejero y desde ese día, pasar por esa misma aquella donde lo escuchó por primera vez se convirtió en su vicio, en una obligación tácita que cumplía de lejos, sin mostrarse.
Corrió sin importar que los demás transeúntes la miraran con extrañeza, corrió como si regresara a su casa por algún objeto olvidado o como si llegara tarde a una cita importante, al dar la primera zancada en la plaza comenzó a disminuir el paso hasta que este fue recupero su cadencia normal a escasos metros del muchacho. Volvió a contener el aliento pero como si fuese incapaz de contenerlo, se le escapo de inmediato. Estaba segura que hilos de sudor corría desde sus sienes, trató de deshacerse de ellos al momento de acomodar su cabello detrás de las orejas. Por primera vez lo observaba, delgado y desgarbado, de cabello castaño muy claro, de ojos… no podía ver sus ojos. Enamorada por su excelente ejecución, le era imposible verle con otro sentimiento, admiración por aquel maravilloso talento y… apenada se obligó a observar un punto indefinido en el suelo.
Se detuvo y sacó unas monedas de la pequeña bolsa que pendía de su muñeca, se agachó y las echó en el estucho abierto que yacía a los pies del muchacho. Frunció el ceño sin saber que decir y se reprendió a si misma por sentirse aún más joven de la edad que aparentaba.
Inhaló sin poder llenar aquella burbuja que sentía en el lóbulo inferior de ambos pulmones.
-Es hermoso- comentó torpemente -Tú…- se quebró y negó con la cabeza -¿Puedo?- pregunto extendiendo hacia él la mano derecha con la palma hacia arriba -El violín- sonrió muy amplio para ocultar esa vergüenza salida de quien sabe dónde. Era una petición criptica, tonta, atrevida… desesperada. Hacía años que no sentía como una necesidad acariciar la madera de la tapa del violín como cuando era niña y curiosa se preguntaba cómo era que se producía el sonido hipnotizante de las cuerdas –No lo robaré, no saldré corriendo…-
Hacía apenas escasos segundos que para ella el ambiente había quedado nulo, casi en silencio, aunque sabía perfectamente que la gente en la calle continuaba con sus actividades cotidianas, la gente caminaba e intercambiaba algunas palabras con sus acompañantes, un pequeño le lloraba a su madre pidiéndole algún capricho, los cascos de los equinos chocaban contra el suelo mientras su jinete los arreaba, cerca un muchacho vociferaba las características aromáticas de nuevo y exclusivo perfume, zapatos sonaban a cada paso sobre los adoquines de la calle, la gota que cae de un tejado, todo seguía su cauce pero no para ella, el sonido del violín de aquel artista callejero había cesado y ella había tomado la determinación de que ese día se acercaría a él aunque eso le costara la vida o más bien un tímpano perforado.
Pocos días después de su llegada a París hizo ese impresionante descubrimiento, caminaba a unas 3 cuadras de la plaza cuando escuchó esa melodía que le hizo detenerse y posteriormente, sobrecogida, replegarse al muro de la edificación más próxima de tal modo que no estorbara a los demás peatones. Podía pareces que le estaba dando ataque y así era, aunque ningún agente estuviera agrediendo a su corazón, pulmones, faringe o lo que fuera, aquellas notas estaban atacando a una de las cosas más preciadas que poseía: su memoria. Cada roce del arco sobre la cuerda evocaba en ella recuerdos de su infancia en aquel puerto, de aquel campo, de todo antes del ataque. No supo cuanto tiempo permaneció con la espalda contra aquel muro de piedra, personas pasaron tocando su hombro para auxiliarla pero ella como si no poseyera el don del habla, se limitaba a responder tal gesto con un movimiento de cabeza y una media sonrisa. Esperó a que la música cesara, era estúpido y cruel pero era incapaz de escuchar de cerca el sonido que provocaba el suave movimiento que hacia el arco al contacto con la cuerda, le destrozaba el oído como sí la curda fuera mil veces mayor y aplastara su tímpano, desgarrándolo como si se tratase de un liga áspera, moliéndolo. Esperó hasta que ninguna melodía siguió a la anterior, caminó a la plaza, él ya se habría ido y preguntando supo que las notas eran producidas por el violín de un músico callejero y desde ese día, pasar por esa misma aquella donde lo escuchó por primera vez se convirtió en su vicio, en una obligación tácita que cumplía de lejos, sin mostrarse.
Corrió sin importar que los demás transeúntes la miraran con extrañeza, corrió como si regresara a su casa por algún objeto olvidado o como si llegara tarde a una cita importante, al dar la primera zancada en la plaza comenzó a disminuir el paso hasta que este fue recupero su cadencia normal a escasos metros del muchacho. Volvió a contener el aliento pero como si fuese incapaz de contenerlo, se le escapo de inmediato. Estaba segura que hilos de sudor corría desde sus sienes, trató de deshacerse de ellos al momento de acomodar su cabello detrás de las orejas. Por primera vez lo observaba, delgado y desgarbado, de cabello castaño muy claro, de ojos… no podía ver sus ojos. Enamorada por su excelente ejecución, le era imposible verle con otro sentimiento, admiración por aquel maravilloso talento y… apenada se obligó a observar un punto indefinido en el suelo.
Se detuvo y sacó unas monedas de la pequeña bolsa que pendía de su muñeca, se agachó y las echó en el estucho abierto que yacía a los pies del muchacho. Frunció el ceño sin saber que decir y se reprendió a si misma por sentirse aún más joven de la edad que aparentaba.
Inhaló sin poder llenar aquella burbuja que sentía en el lóbulo inferior de ambos pulmones.
-Es hermoso- comentó torpemente -Tú…- se quebró y negó con la cabeza -¿Puedo?- pregunto extendiendo hacia él la mano derecha con la palma hacia arriba -El violín- sonrió muy amplio para ocultar esa vergüenza salida de quien sabe dónde. Era una petición criptica, tonta, atrevida… desesperada. Hacía años que no sentía como una necesidad acariciar la madera de la tapa del violín como cuando era niña y curiosa se preguntaba cómo era que se producía el sonido hipnotizante de las cuerdas –No lo robaré, no saldré corriendo…-
Última edición por Dubhé Noiret el Jue Jun 07, 2012 5:06 pm, editado 2 veces
Invitado- Invitado
Re: Sé que soy débil [Pablo Díaz-Reixa]
Como cada tarde, como cada día desde que estaba en París, su rutina se había formulado bien como frase hecha y conocida, como un refrán que se repite y no pierde el significado. Si acaso algo había cambiado fue cuando se topó con Antonella y se fue a vivir con ella como los renegados que a veces sentía que eran. Pensar en su amiga lo hizo, inevitablemente, recordar la maldición que sobre ambos ahora se ceñía como una mano que estrangula. Sacudió la cabeza y apretó el paso, por un segundo que ni él mismo notó, cerró los ojos fuerte, tan fuerte como pudo para contener las lágrimas y tensó las mandíbulas, de haber sido otro sujeto, pensó, aquel gesto se hubiese notado gallardo, pero en él no era más que el mohín de un chiquillo que no quiere hacer el ridículo llorando.
Observó la plaza desde una de las calles que convergían en ese sitio. Observó y escuchó, se llenó de los aromas y se colmó de las sensaciones. Suspiró nervioso y se repitió que eso que esa tarde haría lo venía haciendo desde hace meses, que esa tarde no era bajo ninguna circunstancia especial. Caminó al centro ante los futuros espectadores totalmente ajenos a sus pasos. Con cuidado sacó el violín, dejó el estuche abierto y lo puso a sus pies, carraspeó aunque sólo él pudo escucharse, tomó posición, contó mentalmente un compás de cuatro tiempos y comenzó a tocar.
Las notas se escuchaban más allá de esa plazuela, viajaban surcando el viento que las transportaban hasta que se desvanecían como cenizas de un incendio muy lejano. Pablo tenía la hermosa capacidad de sentir la música como el mismísimo pulso de su sangre, como los latidos de su propio corazón. Esa era una habilidad con la que había nacido, una que no podía adquirirse, la impecable técnica, sin embargo, era gracias años y años de práctica. La música era lo único que tenía y debía aferrarse a eso, y a su sueño de convertirse en concertista, porque sin eso estaría completamente a la deriva.
Tocó tres piezas, una más triste que la anterior, si es que eso era posible. Comenzaba a pensar que era completamente incapaz de interpretar alguna pieza alegre, pero aún recordaba, grabado a fuego en su memoria de hombre lobo, las danzas de los zíngaros con las que había aprendido a tocar. Canciones de fiestas romaní, de los bohemios danzando y bebiendo licor en torno a la fogata, el recuerdo vino a él y llenó su pecho de aire y memorias, suspiró y terminó de tocar, para luego abrir los ojos de golpe.
Frente a él una chica que jamás había visto, sus rasgos eran delicados y sus ropas finas. Sin más, sin olerla o tenerla cerca supo de inmediato que se trataba de alguien como él, y en un acto acróbata de confianza, eso lo tranquilizó un poco. Un poco nada más. Luego la vio acercarse, dejarle unas monedas que tintinearon en su caída hasta quedar reposando en la tela desgastada del interior del estuche, observó la mano, el oro y luego a la chica. Iba a decir gracias pero como era su maldita costumbre, las palabras huyeron tan sólo se sintieron requeridas.
Finalmente la observó como quien observa a un forastero que pide posada, como si no entendiera. ¿Para qué quería su violín?, como reflejo lo jaló ligeramente hacia él, era el único recuerdo que tenía de su madre. De su madre gitana que en realidad era su única madre y no se perdonaría jamás si algo llegase a pasar con ese instrumento. La remembranza de su madre, pero también su herramienta de trabajo.
-Pero… -frunció el ceño, no entendía qué demonios estaba pasando, pero en todo caso, cuándo él entendía qué pasaba, estiró las manos como quien entrega un lábaro y depositó el violín en sus manos. Sus palabras, sus gestos, su repentina timidez, algo en la chica lo hizo confiar ciegamente en ella. La observó a la par que ella tomaba el instrumento-, no es el mejor, pero me sirve –de algún recóndito lugar sacó palabras, tontas, vacías, no decían nada, pero era un gran logro para él haber hilado esa simple frase-. ¿Qué…? –no supo cómo continuar su pregunta y terminó por morderse el labio, aguardando con cierta impaciencia que el violín regresara sano y salvo a sus manos.
Observó la plaza desde una de las calles que convergían en ese sitio. Observó y escuchó, se llenó de los aromas y se colmó de las sensaciones. Suspiró nervioso y se repitió que eso que esa tarde haría lo venía haciendo desde hace meses, que esa tarde no era bajo ninguna circunstancia especial. Caminó al centro ante los futuros espectadores totalmente ajenos a sus pasos. Con cuidado sacó el violín, dejó el estuche abierto y lo puso a sus pies, carraspeó aunque sólo él pudo escucharse, tomó posición, contó mentalmente un compás de cuatro tiempos y comenzó a tocar.
Las notas se escuchaban más allá de esa plazuela, viajaban surcando el viento que las transportaban hasta que se desvanecían como cenizas de un incendio muy lejano. Pablo tenía la hermosa capacidad de sentir la música como el mismísimo pulso de su sangre, como los latidos de su propio corazón. Esa era una habilidad con la que había nacido, una que no podía adquirirse, la impecable técnica, sin embargo, era gracias años y años de práctica. La música era lo único que tenía y debía aferrarse a eso, y a su sueño de convertirse en concertista, porque sin eso estaría completamente a la deriva.
Tocó tres piezas, una más triste que la anterior, si es que eso era posible. Comenzaba a pensar que era completamente incapaz de interpretar alguna pieza alegre, pero aún recordaba, grabado a fuego en su memoria de hombre lobo, las danzas de los zíngaros con las que había aprendido a tocar. Canciones de fiestas romaní, de los bohemios danzando y bebiendo licor en torno a la fogata, el recuerdo vino a él y llenó su pecho de aire y memorias, suspiró y terminó de tocar, para luego abrir los ojos de golpe.
Frente a él una chica que jamás había visto, sus rasgos eran delicados y sus ropas finas. Sin más, sin olerla o tenerla cerca supo de inmediato que se trataba de alguien como él, y en un acto acróbata de confianza, eso lo tranquilizó un poco. Un poco nada más. Luego la vio acercarse, dejarle unas monedas que tintinearon en su caída hasta quedar reposando en la tela desgastada del interior del estuche, observó la mano, el oro y luego a la chica. Iba a decir gracias pero como era su maldita costumbre, las palabras huyeron tan sólo se sintieron requeridas.
Finalmente la observó como quien observa a un forastero que pide posada, como si no entendiera. ¿Para qué quería su violín?, como reflejo lo jaló ligeramente hacia él, era el único recuerdo que tenía de su madre. De su madre gitana que en realidad era su única madre y no se perdonaría jamás si algo llegase a pasar con ese instrumento. La remembranza de su madre, pero también su herramienta de trabajo.
-Pero… -frunció el ceño, no entendía qué demonios estaba pasando, pero en todo caso, cuándo él entendía qué pasaba, estiró las manos como quien entrega un lábaro y depositó el violín en sus manos. Sus palabras, sus gestos, su repentina timidez, algo en la chica lo hizo confiar ciegamente en ella. La observó a la par que ella tomaba el instrumento-, no es el mejor, pero me sirve –de algún recóndito lugar sacó palabras, tontas, vacías, no decían nada, pero era un gran logro para él haber hilado esa simple frase-. ¿Qué…? –no supo cómo continuar su pregunta y terminó por morderse el labio, aguardando con cierta impaciencia que el violín regresara sano y salvo a sus manos.
Invitado- Invitado
Re: Sé que soy débil [Pablo Díaz-Reixa]
El sentir el ligero jalón que imprimió el joven al instrumento al tratar de jalarlo hacía sí fue lo que le regresó a la realidad en la que se encontraba, mostrándole lo imprudente que había sido. Como niños que se pelean por algo que es importante para ambos aunque esto sólo sea objeto de un capricho. Al final de cuentas este no era el caso. A pesar de la forma abrupta con la que abordó al joven y lo atrevido de sus movimientos, ella sujetaba el violín de manera delicada pero lo suficientemente firme para evitar que cayera.
-No es lo mejor- masculló de manera distante- Es precioso- replicó ella subiendo la mirada y observando al joven de una vez. -Disculpa, no debí… - comenzó pero de alguna u otra forma las palabras no fluían de una manera coherente de tal forma que pudiera disculparse, no porque el joven no lo mereciera sino porque simplemente ella misma no se reconocía, no podía pensar con claridad. Por unos instantes observó el instrumento que llevaba en las manos, delineó como pudo la forma y el tallado de la madera, los aros, su silueta, bordeando las cuerdas, quería tener el tiempo de plasmar en sus manos ese tacto y jugar con viejos recuerdos. La imagen de su padre, y las tierras de su primer hogar le vinieron a la mente pero las paró en seco, se contuvo de recordar aquellas tardes donde él la sentaba en sus piernas y juntos escuchaban con atención a aquel muchacho del cual recordaba muy poco, sólo saltaba hacía ella silueta y el sonido de su violín. Luego de ese titubeo que al menos a ella le pareció eterno, tomó las manos de joven y como el dueño que era le regresó su violín. -Eres un gran artista- comentó y sus palabras sonaron completamente convencidas de ello.
Reparó en el muchacho, no el aquel olor que le decía que compartía su condición, ella solía pasar de eso aunque era inevitable notarlo. Observó con mayor énfasis su cabellera color paja, su vestimenta gastada por el sobreuso, su tez pálida y sus mejillas ausentes de color, sus manos y la forma alargada de sus dedos, a todas aquellas características que en su conjunto le conferían un aspecto desgarbado y un tanto débil. Imaginó por un momento esa transformación que debía ocurrir en él, ese efecto que debía tener el tacto de las yemas de sus dedos y el arco sobre las cuerdas del instrumento. Rememoró las piezas que había escuchado desde lejos, y deseo con todas sus fuerzas verlo tocar, observar con sus propios ojos esa transformación por que se imaginaba que cuando ese muchacho comenzaba a tocar su porte era otro fuerte y deslumbrante, podía imaginar a la perfección su mirada perdida tras sus parpados o en la infinidad del horizonte. Las piezas que ella había escuchado no sólo procedían de un instrumento cuidado y afinado, sino que detrás de ellas podía sentirse horas de práctica y sobre todo mucho sentimiento por parte del artista, alegres o melancólicas, cualquiera que este fuera.
-¡Que descuido!- exclamó al momento que sacudía ligeramente la cabeza -Me llamó Dubhé Noiret- se presentó y extendió su mano hacía el muchacho. -Me estoy hospedando en el hotel “Des Arenes”, al norte.- Sonrió, seguramente aquello no era de su incumbencia pero a ella no le importaba que él lo supiera y sin embargo tal vez podría de serle de ayuda. –Te he escuchado y amo como tocas- No se atrevería a confesar que de su música, de esas creaciones propias y otras ajenas, de un extraño modo estaba enamorada de él, no en voz alta pero si podía pensarlo. Estaba segura que en su lugar hubiera podido encontrarse a un hombre de las cavernas y aún así sentiría esa mano invisible que le empujaba a él, esas mariposas prisioneras, agitando desesperadamente sus finas alas contra la boca de su estomago. Se calló y volvió a observarlo, sin perder su sonrisa, acentuándola. Aquello seguramente era algo fuera de lo común para él y por sobre todas las cosas no quería parecer extraña pero es que no podía contenerse del todo. –Amo el sonido que produce el violín- aunque al final de cuentas el ejecutor de tan bellas piezas fuese aquel muchacho que tenía enfrente.
Se mordió ligeramente el labio inferior, no sabía que decir, la escena no era como la había imaginado pero era lo que debía hacer, no sabía que más decirle sin llegar a escucharse desesperada, no quería espantarlo. Se removió en su lugar un poco incomoda temiendo no poder prolongar su encuentro un poco más y que en cuanto el muchacho abriera la boca la despachara y ella tuviera que irse lejos de ahí, aún más incomoda y con el corazón magullado. Ya lo veía venir.
-No es lo mejor- masculló de manera distante- Es precioso- replicó ella subiendo la mirada y observando al joven de una vez. -Disculpa, no debí… - comenzó pero de alguna u otra forma las palabras no fluían de una manera coherente de tal forma que pudiera disculparse, no porque el joven no lo mereciera sino porque simplemente ella misma no se reconocía, no podía pensar con claridad. Por unos instantes observó el instrumento que llevaba en las manos, delineó como pudo la forma y el tallado de la madera, los aros, su silueta, bordeando las cuerdas, quería tener el tiempo de plasmar en sus manos ese tacto y jugar con viejos recuerdos. La imagen de su padre, y las tierras de su primer hogar le vinieron a la mente pero las paró en seco, se contuvo de recordar aquellas tardes donde él la sentaba en sus piernas y juntos escuchaban con atención a aquel muchacho del cual recordaba muy poco, sólo saltaba hacía ella silueta y el sonido de su violín. Luego de ese titubeo que al menos a ella le pareció eterno, tomó las manos de joven y como el dueño que era le regresó su violín. -Eres un gran artista- comentó y sus palabras sonaron completamente convencidas de ello.
Reparó en el muchacho, no el aquel olor que le decía que compartía su condición, ella solía pasar de eso aunque era inevitable notarlo. Observó con mayor énfasis su cabellera color paja, su vestimenta gastada por el sobreuso, su tez pálida y sus mejillas ausentes de color, sus manos y la forma alargada de sus dedos, a todas aquellas características que en su conjunto le conferían un aspecto desgarbado y un tanto débil. Imaginó por un momento esa transformación que debía ocurrir en él, ese efecto que debía tener el tacto de las yemas de sus dedos y el arco sobre las cuerdas del instrumento. Rememoró las piezas que había escuchado desde lejos, y deseo con todas sus fuerzas verlo tocar, observar con sus propios ojos esa transformación por que se imaginaba que cuando ese muchacho comenzaba a tocar su porte era otro fuerte y deslumbrante, podía imaginar a la perfección su mirada perdida tras sus parpados o en la infinidad del horizonte. Las piezas que ella había escuchado no sólo procedían de un instrumento cuidado y afinado, sino que detrás de ellas podía sentirse horas de práctica y sobre todo mucho sentimiento por parte del artista, alegres o melancólicas, cualquiera que este fuera.
-¡Que descuido!- exclamó al momento que sacudía ligeramente la cabeza -Me llamó Dubhé Noiret- se presentó y extendió su mano hacía el muchacho. -Me estoy hospedando en el hotel “Des Arenes”, al norte.- Sonrió, seguramente aquello no era de su incumbencia pero a ella no le importaba que él lo supiera y sin embargo tal vez podría de serle de ayuda. –Te he escuchado y amo como tocas- No se atrevería a confesar que de su música, de esas creaciones propias y otras ajenas, de un extraño modo estaba enamorada de él, no en voz alta pero si podía pensarlo. Estaba segura que en su lugar hubiera podido encontrarse a un hombre de las cavernas y aún así sentiría esa mano invisible que le empujaba a él, esas mariposas prisioneras, agitando desesperadamente sus finas alas contra la boca de su estomago. Se calló y volvió a observarlo, sin perder su sonrisa, acentuándola. Aquello seguramente era algo fuera de lo común para él y por sobre todas las cosas no quería parecer extraña pero es que no podía contenerse del todo. –Amo el sonido que produce el violín- aunque al final de cuentas el ejecutor de tan bellas piezas fuese aquel muchacho que tenía enfrente.
Se mordió ligeramente el labio inferior, no sabía que decir, la escena no era como la había imaginado pero era lo que debía hacer, no sabía que más decirle sin llegar a escucharse desesperada, no quería espantarlo. Se removió en su lugar un poco incomoda temiendo no poder prolongar su encuentro un poco más y que en cuanto el muchacho abriera la boca la despachara y ella tuviera que irse lejos de ahí, aún más incomoda y con el corazón magullado. Ya lo veía venir.
Invitado- Invitado
Re: Sé que soy débil [Pablo Díaz-Reixa]
Observó a detalle aquel objeto que conocía tan bien y que sin embargo, en las manos ajenas le parecía completamente nuevo y fascinante, por un segundo se transportó a otro tiempo y a otro lugar; ese tiempo era su infancia, y ese lugar el litoral del río Llobregat. Al tacto de la desconocida, su violín volvía a ser algo novedoso, algo que llamaba su atención como ninguna otra cosa, como recordaba bien que se sentía cuando veía a los adultos del campamento gitano bailando al ritmo de sus notas que le seducían tanto. Sus padres (los biológicos) habían intentado acercarlo a la música, como a cualquier chiquillo de clase alta barcelonés, pero habían errado en el instrumento creyendo que el piano era la opción.
En cuanto el instrumento regresó a sus manos se sintió aliviado. Y ya, ahí acababa un encuentro más con un desconocido en París, había tenido varios de esos en los últimos días, cosa que ni en Barcelona ni en ninguna de las ciudades que tuvo que cruzar para llegar ahí había sucedido, algo tendría la capital francesa, algo que Pablo no se tomaría la molestia de investigar, aunque eso confirmaba que había elegido bien el sitio para buscar finalmente concretar su suelo; la ciudad gala estaba repleta de personajes, en algún lugar debía estar la persona clave para por fin salir del anonimato, eso, y agradecía el encuentro que había tenido con la joven nórdica no hacía mucho, aunque eso, claro, era a lo más que iba a aspirar.
Alzó la mirada, que se mantuvo clavada en el violín hasta entonces cuando la volvió a escuchar, sorprendentemente ella seguía ahí, no entendía qué conducía a una mujer tan bonita a querer la compañía de un tipo tan sin chiste como él.
-Gra-gracias –tartamudeó como era su costumbre, sus ojos hicieron el esfuerzo por no mirarla pero la curiosidad podía más, como si en el rostro de la chica pudiera encontrar la respuesta a esa insistencia suya de estar con él, de una cosa tuvo la certeza, se había sonrojado, dándole un poco de color a su deslavada figura. No supo qué más agregar, se paró incómodo con los talones de sus pies pegados y sosteniendo el violín como quien sostiene una tabla para no morir ahogado.
De nuevo la miró cuando ella exclamó aquello y se presentó, todo le parecía muy irreal, ¿por qué se presentaba?, él no era más que un músico callejero, un Don Nadie, sí… él estaba al tanto de su talento, él era esa música que tocaba, pero por ahora sólo era una persona sin nombre.
-Yo… yo soy Pablo –el apellido daba igual, porque el apellido de una vieja gitana no importaba, no pesaba. Frunció el ceño cuando ella soltó el siguiente dato pero contra todo pronóstico, sonrió, no supo por qué, quizá por el hecho de que Dubhé (así se llamaba, ahora lo sabía) confiara en él a pesar de su apariencia, tanto que le decía su ubicación así sin más, su sonrisa se acentuó imperceptiblemente cuando ella dijo amar lo que él hacía; él amaba lo que hacía también, amaba la música por sobre todas las coas -¿en serio? –preguntó tímido pero delatando su entusiasmo, se agachó para alcanzar el estuche y finalmente guardar el violín, ese acto lo obligaba a distraerse con los objetos para no mirarla, tanta seguridad en una persona lo intimidaba, y le producía envidia, no podía mentirse, a él le gustaría ser como esas personas, como ella.
El sentido común le decía que pronunciara un agradecimiento más y se marchara, pero sus pies se clavaron en el empedrado de la calle como si formaran parte del suelo, no se movió un ápice y no supo a qué se debía aquella repentina capacidad. Suspiró.
-Muchas gracias –abrazó el estuche, con el violín y el dinero adentro, como un niño pequeño que abraza su muñeco de felpa preferido ya que sin él no puede dormir-, viniendo de ti… es un gran cumplido –no supo qué extraño proceso mental lo había conducido a responder aquello, un segundo después se arrepintió, aunque tampoco supo por qué se arrepentía, no había hecho nada técnicamente malo, ni dicho nada cerril en realidad. Pero a esas alturas ya estaba acostumbrado a no saber muchas cosas así que daba igual. Tenía que huir, sin embargo un ancla invisible lo mantenía frente a la joven que había declarado amar las notas que entre el violín y él eran capaces de crear. Un barco imaginario que navega por el océano del viento, uno que vuela y se sumerge en las profundidades del mar, que cruza estrechos en donde las sirenas te quieren seducir, que luchan contra serpientes marinas y contra piratas del aire, la música era un medio, un transporte, y a él, a pesar de todas sus inseguridades, le daba gusto ser capaz de fabricarlo por un rato como volutas de humo que luego desaparecen.
En cuanto el instrumento regresó a sus manos se sintió aliviado. Y ya, ahí acababa un encuentro más con un desconocido en París, había tenido varios de esos en los últimos días, cosa que ni en Barcelona ni en ninguna de las ciudades que tuvo que cruzar para llegar ahí había sucedido, algo tendría la capital francesa, algo que Pablo no se tomaría la molestia de investigar, aunque eso confirmaba que había elegido bien el sitio para buscar finalmente concretar su suelo; la ciudad gala estaba repleta de personajes, en algún lugar debía estar la persona clave para por fin salir del anonimato, eso, y agradecía el encuentro que había tenido con la joven nórdica no hacía mucho, aunque eso, claro, era a lo más que iba a aspirar.
Alzó la mirada, que se mantuvo clavada en el violín hasta entonces cuando la volvió a escuchar, sorprendentemente ella seguía ahí, no entendía qué conducía a una mujer tan bonita a querer la compañía de un tipo tan sin chiste como él.
-Gra-gracias –tartamudeó como era su costumbre, sus ojos hicieron el esfuerzo por no mirarla pero la curiosidad podía más, como si en el rostro de la chica pudiera encontrar la respuesta a esa insistencia suya de estar con él, de una cosa tuvo la certeza, se había sonrojado, dándole un poco de color a su deslavada figura. No supo qué más agregar, se paró incómodo con los talones de sus pies pegados y sosteniendo el violín como quien sostiene una tabla para no morir ahogado.
De nuevo la miró cuando ella exclamó aquello y se presentó, todo le parecía muy irreal, ¿por qué se presentaba?, él no era más que un músico callejero, un Don Nadie, sí… él estaba al tanto de su talento, él era esa música que tocaba, pero por ahora sólo era una persona sin nombre.
-Yo… yo soy Pablo –el apellido daba igual, porque el apellido de una vieja gitana no importaba, no pesaba. Frunció el ceño cuando ella soltó el siguiente dato pero contra todo pronóstico, sonrió, no supo por qué, quizá por el hecho de que Dubhé (así se llamaba, ahora lo sabía) confiara en él a pesar de su apariencia, tanto que le decía su ubicación así sin más, su sonrisa se acentuó imperceptiblemente cuando ella dijo amar lo que él hacía; él amaba lo que hacía también, amaba la música por sobre todas las coas -¿en serio? –preguntó tímido pero delatando su entusiasmo, se agachó para alcanzar el estuche y finalmente guardar el violín, ese acto lo obligaba a distraerse con los objetos para no mirarla, tanta seguridad en una persona lo intimidaba, y le producía envidia, no podía mentirse, a él le gustaría ser como esas personas, como ella.
El sentido común le decía que pronunciara un agradecimiento más y se marchara, pero sus pies se clavaron en el empedrado de la calle como si formaran parte del suelo, no se movió un ápice y no supo a qué se debía aquella repentina capacidad. Suspiró.
-Muchas gracias –abrazó el estuche, con el violín y el dinero adentro, como un niño pequeño que abraza su muñeco de felpa preferido ya que sin él no puede dormir-, viniendo de ti… es un gran cumplido –no supo qué extraño proceso mental lo había conducido a responder aquello, un segundo después se arrepintió, aunque tampoco supo por qué se arrepentía, no había hecho nada técnicamente malo, ni dicho nada cerril en realidad. Pero a esas alturas ya estaba acostumbrado a no saber muchas cosas así que daba igual. Tenía que huir, sin embargo un ancla invisible lo mantenía frente a la joven que había declarado amar las notas que entre el violín y él eran capaces de crear. Un barco imaginario que navega por el océano del viento, uno que vuela y se sumerge en las profundidades del mar, que cruza estrechos en donde las sirenas te quieren seducir, que luchan contra serpientes marinas y contra piratas del aire, la música era un medio, un transporte, y a él, a pesar de todas sus inseguridades, le daba gusto ser capaz de fabricarlo por un rato como volutas de humo que luego desaparecen.
Invitado- Invitado
Re: Sé que soy débil [Pablo Díaz-Reixa]
Se repetía una y otra vez que debía hacer algo ocurrente ¿Por qué podía hacerlo con completos desconocidos? ¿Por qué parecía que perdía esa capacidad con él? Debía hacer algo para el muchacho no se fuera, por que no volvería a tener un buen pretexto para acercarse a él, mejor dicho no tendría un pretexto que ella considerara lo suficientemente bueno.
-No tienes por qué dar las gracias.- Trató de desviar su mirada pero era inevitable, tenía que verlo por si aquel muchacho y su violín eran un simple espejismo -Te mereces eso y muchos más halagos- su voz vibraba emocionada, una parte de si se odiaba por no poder contenerse, por no evitar ser más obvia, casi podía jurar que si tuviera un espejo a su disposición, podía ver en su reflejo una mirada embelesada pero chispeante.
Posó suavemente una de sus manos sobre su antebrazo izquierdo del muchacho, una porción de aquella parte de su cuerpo que rodeaba el cuerpo del instrumento con su abrazo y que quedaba dentro de radio de extensión del brazo de ella como para que aquel movimiento, aquel toque no resultara incomodo, al menos para ella. Él parecía estar tan nervioso. Ella por su parte no quería asustarlo.
–En serio ¿qué caso tendría mentirte?- No podía del todo que hacía alguien con su talento como artista callejero, en el fondo sabía cuales podían ser esos motivos sociales pero no quería verlos. -Mucho gusto, Pablo-Ella le sonrió, de cierta forma el tener aquel débil agarre sobre él le confería cierta calma, él podía dar un paso atrás si lo creía prudente y alejarse de ella. Aunque no podía controlarse del todo, aunque anduviera a “tientas” no podía dejar de pensar que estaba siendo demasiado intrusiva.
De pronto el lazo se rompió, él se escurría de su agarre y se agachaba para recoger sus propinas y acomodar el violín en su estuche. Las comisuras de sus labios, hasta ese momento ampliamente curveadas hacia arriba, se curvearon ligeramente en sentido contrario.
-¿Te vas?- preguntó. No iba a negar de que el simple hecho de que guardara su violín la llenaba de alivio, si algo podía echar a perder aquel encuentro es que las cuerdas fueran delicada y magistralmente rasgadas por el arco, y ella por su parte tuviera que alejarse corriendo del lugar para evitar que su tímpano se reventara, sus oídos sangrara. No podía encontrar mayor grosería y podía imaginarse perfectamente la escena. Lamentaba más que nada en este mucho no poder escuchar aquellas melodías de cerca.
Sin importar que tan repetitiva pudiera ser, sabía que era una extraña invadiendo sutilmente el preciado espacio personal de una persona, volvió a hacer aquel gesto, posó la palma de su mano sobre su antebrazo, que en esta ocasión sujetaba al violín con el estuche dentro.
Estaba a punto de disculparse, de quitar la mano y disculparse con él, por ser tan insistente, por no dejarlo ir, por invadir su espacio personal, por quitarle el tiempo, simplemente por ser tan tonta y no presentarse con algo planeado, por lanzarse tras aquellas notas, tras él y tras su música. Estaba a punto de hacerlo cuando algo, en ese momento no supo qué, ocasionó que su vista se distorsionara. Parpadeó un par de veces y luego se llevó la mano a los ojos. Lentamente alzó la vista al cielo y observó nubes oscuras, totalmente cargadas con agua de lluvia. Ahí estaba el causante de su ceguera momentánea: una simple gota de lluvia que había tenido el acierto de casi entrar en su ojo y empañar su visión. Ese pequeño instante había roto su lapsus de desesperación.
-¿Me acompañarías a tomar a un café?- se apresuró a preguntar, implorando por que él aceptara su propuesta –Vamos a un café cercano y esperemos a que pase la lluvia ¿si?-
Para sus adentros agradeció a aquella pequeña gota por haberla detenido, por evitar que pareciera una loca disculpándose de la nada. Sí, lo aceptaba era una tanto pero no tenía por qué ponerse en evidencia ante él, al menos no en ese momento.
Buscó rápidamente con la mirada algún lugar, había varios cafés que rodeaban la plaza. Quería el café perfecto pero no tenía mucho tiempo para pensarlo, poco a poco las gotas de lluvia comenzaban a aumentar. Estaba decidido si el aceptaba se dirigirían a la periferia de la plaza y entrarían en el café más cercano.
Ella hubiera podido permanecer ahí, le encantaba la lluvia le recordaba a su padre, a su hogar pero no podía permitir que Pablo y el violín (aunque protegido por su estuche) se empaparan. Sí, de alguna forma ella se sentía a cargo, a cargo de que ese encuentro fuera perfecto, de que no fuera un momento más.
-Vamos- dijo y lo jaló ligeramente, incitándolo a seguirla.
-No tienes por qué dar las gracias.- Trató de desviar su mirada pero era inevitable, tenía que verlo por si aquel muchacho y su violín eran un simple espejismo -Te mereces eso y muchos más halagos- su voz vibraba emocionada, una parte de si se odiaba por no poder contenerse, por no evitar ser más obvia, casi podía jurar que si tuviera un espejo a su disposición, podía ver en su reflejo una mirada embelesada pero chispeante.
Posó suavemente una de sus manos sobre su antebrazo izquierdo del muchacho, una porción de aquella parte de su cuerpo que rodeaba el cuerpo del instrumento con su abrazo y que quedaba dentro de radio de extensión del brazo de ella como para que aquel movimiento, aquel toque no resultara incomodo, al menos para ella. Él parecía estar tan nervioso. Ella por su parte no quería asustarlo.
–En serio ¿qué caso tendría mentirte?- No podía del todo que hacía alguien con su talento como artista callejero, en el fondo sabía cuales podían ser esos motivos sociales pero no quería verlos. -Mucho gusto, Pablo-Ella le sonrió, de cierta forma el tener aquel débil agarre sobre él le confería cierta calma, él podía dar un paso atrás si lo creía prudente y alejarse de ella. Aunque no podía controlarse del todo, aunque anduviera a “tientas” no podía dejar de pensar que estaba siendo demasiado intrusiva.
De pronto el lazo se rompió, él se escurría de su agarre y se agachaba para recoger sus propinas y acomodar el violín en su estuche. Las comisuras de sus labios, hasta ese momento ampliamente curveadas hacia arriba, se curvearon ligeramente en sentido contrario.
-¿Te vas?- preguntó. No iba a negar de que el simple hecho de que guardara su violín la llenaba de alivio, si algo podía echar a perder aquel encuentro es que las cuerdas fueran delicada y magistralmente rasgadas por el arco, y ella por su parte tuviera que alejarse corriendo del lugar para evitar que su tímpano se reventara, sus oídos sangrara. No podía encontrar mayor grosería y podía imaginarse perfectamente la escena. Lamentaba más que nada en este mucho no poder escuchar aquellas melodías de cerca.
Sin importar que tan repetitiva pudiera ser, sabía que era una extraña invadiendo sutilmente el preciado espacio personal de una persona, volvió a hacer aquel gesto, posó la palma de su mano sobre su antebrazo, que en esta ocasión sujetaba al violín con el estuche dentro.
Estaba a punto de disculparse, de quitar la mano y disculparse con él, por ser tan insistente, por no dejarlo ir, por invadir su espacio personal, por quitarle el tiempo, simplemente por ser tan tonta y no presentarse con algo planeado, por lanzarse tras aquellas notas, tras él y tras su música. Estaba a punto de hacerlo cuando algo, en ese momento no supo qué, ocasionó que su vista se distorsionara. Parpadeó un par de veces y luego se llevó la mano a los ojos. Lentamente alzó la vista al cielo y observó nubes oscuras, totalmente cargadas con agua de lluvia. Ahí estaba el causante de su ceguera momentánea: una simple gota de lluvia que había tenido el acierto de casi entrar en su ojo y empañar su visión. Ese pequeño instante había roto su lapsus de desesperación.
-¿Me acompañarías a tomar a un café?- se apresuró a preguntar, implorando por que él aceptara su propuesta –Vamos a un café cercano y esperemos a que pase la lluvia ¿si?-
Para sus adentros agradeció a aquella pequeña gota por haberla detenido, por evitar que pareciera una loca disculpándose de la nada. Sí, lo aceptaba era una tanto pero no tenía por qué ponerse en evidencia ante él, al menos no en ese momento.
Buscó rápidamente con la mirada algún lugar, había varios cafés que rodeaban la plaza. Quería el café perfecto pero no tenía mucho tiempo para pensarlo, poco a poco las gotas de lluvia comenzaban a aumentar. Estaba decidido si el aceptaba se dirigirían a la periferia de la plaza y entrarían en el café más cercano.
Ella hubiera podido permanecer ahí, le encantaba la lluvia le recordaba a su padre, a su hogar pero no podía permitir que Pablo y el violín (aunque protegido por su estuche) se empaparan. Sí, de alguna forma ella se sentía a cargo, a cargo de que ese encuentro fuera perfecto, de que no fuera un momento más.
-Vamos- dijo y lo jaló ligeramente, incitándolo a seguirla.
Invitado- Invitado
Re: Sé que soy débil [Pablo Díaz-Reixa]
Fue a decir algo, pero no supo qué. Toda la situación le parecía muy extraña, rayando en lo absurdo, pero de algún modo, aunque estaba nervioso como era su costumbre, le gustaba saber que alguien apreciaba tanto lo que él hacia. Quería saber los motivos, pero un chico como él no podía cuestionarle tales cosas a una chica como ella.
Parecía una flecha que apuntaba al cielo, muy recto, con los talones pegados y las puntas de los pies señalando las tres menos cuarto en un reloj imaginario, abrazado del estuche como si en ello le fuese la vida y luego sólo asintió ante la pregunta de Dubhé, sí, recordaba que ese era su nombre. Cada vez que ella lo tocaba su semblante se tensaba más de la cuenta, qué la conducía a querer tocarlo, se preguntó y expulsó aire por las fosas nasales para evitar suspirar sonoramente.
-Creo que sí, que es mejor que me vaya –había dicho demasiadas palabras juntas para su gusto, mismas que fueron perdiendo intensidad conforme fue hablando. Se quedó ahí esperando alguna otra reacción por parte de ella, pero parecía que aquella hermosa joven se debatía internamente en algo y luego, como reflejo estiró la mano para que en ella cayeran gotas de la lluvia que comenzaba a presentarse. Era el pretexto perfecto para separar caminos, aunque una voz en su interior, casi imperceptible, le decía que no fuera un tonto y que no la dejara ir así como así. Sin embargo, aquella voz no era una que Pablo escuchara muy a menudo.
Cuando lo tocaba, cuando le hablaba así, su insistencia en querer seguir platicando con él, cuando había demostrado ser hombre de pocas palabras; todo se presentaba tan poco a menudo que aunque lo incomodaba, también lo estaba disfrutando.
Las gotas comenzaron a hacerse más grandes y frecuentes, la lluvia arreciaba rápidamente y lo mejor era cubrirse cuanto antes si no quería oler a perro mojado. Hizo un movimiento para emprender la caminata, pero una vez más, ella lo detenía. La miró pasmado, ¿había escuchado bien?, fue a decir que él no tenía dinero, pero eso le pareció evidente, tanto que era imposible que ella no lo hubiese notado, si le estaba extendiendo esa invitación es porque aquel detalle no e importaba.
Se mordió el labio inferior pensando qué hacer cuando ella lo incitó a seguir, la lluvia comenzaba a mojarle el cabello, abrazó más fuerte su violín, agradeció por aquel estuche de cuero que no permitía que su amado instrumento se dañara con aquella inoportuna lluvia. U oportuna, más de lo que él imaginaba.
Asintió no muy seguro si ella había visto aquel gesto o no y comenzó a caminar, dejando que ella lo guiara, había varios locales por aquella plaza, y de todos emanaban olores muy apetitosos, todos ellos alborotados por la lluvia y el aroma de la tierra mojada. Sin poder evitarlo, su estómago gruñó, se sonrojó y esperó que ella no hubiese escuchado aquello tan vergonzoso, aunque si era como él, cosa que intuía, seguro lo había escuchado. Agachó la mirada y siguió caminando.
-Gracias -¿cuántas veces le había agradecido aquella tarde ya?-, Dubhé -esta vez, sin embargo, pudo agregar su nombre, con esa cadencia suave que poseía. Sentía que aunque le agradeciera mil veces, sería insuficiente. Por sus palabras, por querer compartir con él cuando nadie más lo hacía (o casi nadie), por cubrirlo de la lluvia, por invitarlo a tomar un café. Se sintió un poco tonto, como si aquella desconocida que comenzaba a no serlo tanto, lo estuviera protegiendo.
¿Protegiendo de qué?, de él mismo, tal vez.
Parecía una flecha que apuntaba al cielo, muy recto, con los talones pegados y las puntas de los pies señalando las tres menos cuarto en un reloj imaginario, abrazado del estuche como si en ello le fuese la vida y luego sólo asintió ante la pregunta de Dubhé, sí, recordaba que ese era su nombre. Cada vez que ella lo tocaba su semblante se tensaba más de la cuenta, qué la conducía a querer tocarlo, se preguntó y expulsó aire por las fosas nasales para evitar suspirar sonoramente.
-Creo que sí, que es mejor que me vaya –había dicho demasiadas palabras juntas para su gusto, mismas que fueron perdiendo intensidad conforme fue hablando. Se quedó ahí esperando alguna otra reacción por parte de ella, pero parecía que aquella hermosa joven se debatía internamente en algo y luego, como reflejo estiró la mano para que en ella cayeran gotas de la lluvia que comenzaba a presentarse. Era el pretexto perfecto para separar caminos, aunque una voz en su interior, casi imperceptible, le decía que no fuera un tonto y que no la dejara ir así como así. Sin embargo, aquella voz no era una que Pablo escuchara muy a menudo.
Cuando lo tocaba, cuando le hablaba así, su insistencia en querer seguir platicando con él, cuando había demostrado ser hombre de pocas palabras; todo se presentaba tan poco a menudo que aunque lo incomodaba, también lo estaba disfrutando.
Las gotas comenzaron a hacerse más grandes y frecuentes, la lluvia arreciaba rápidamente y lo mejor era cubrirse cuanto antes si no quería oler a perro mojado. Hizo un movimiento para emprender la caminata, pero una vez más, ella lo detenía. La miró pasmado, ¿había escuchado bien?, fue a decir que él no tenía dinero, pero eso le pareció evidente, tanto que era imposible que ella no lo hubiese notado, si le estaba extendiendo esa invitación es porque aquel detalle no e importaba.
Se mordió el labio inferior pensando qué hacer cuando ella lo incitó a seguir, la lluvia comenzaba a mojarle el cabello, abrazó más fuerte su violín, agradeció por aquel estuche de cuero que no permitía que su amado instrumento se dañara con aquella inoportuna lluvia. U oportuna, más de lo que él imaginaba.
Asintió no muy seguro si ella había visto aquel gesto o no y comenzó a caminar, dejando que ella lo guiara, había varios locales por aquella plaza, y de todos emanaban olores muy apetitosos, todos ellos alborotados por la lluvia y el aroma de la tierra mojada. Sin poder evitarlo, su estómago gruñó, se sonrojó y esperó que ella no hubiese escuchado aquello tan vergonzoso, aunque si era como él, cosa que intuía, seguro lo había escuchado. Agachó la mirada y siguió caminando.
-Gracias -¿cuántas veces le había agradecido aquella tarde ya?-, Dubhé -esta vez, sin embargo, pudo agregar su nombre, con esa cadencia suave que poseía. Sentía que aunque le agradeciera mil veces, sería insuficiente. Por sus palabras, por querer compartir con él cuando nadie más lo hacía (o casi nadie), por cubrirlo de la lluvia, por invitarlo a tomar un café. Se sintió un poco tonto, como si aquella desconocida que comenzaba a no serlo tanto, lo estuviera protegiendo.
¿Protegiendo de qué?, de él mismo, tal vez.
Invitado- Invitado
Re: Sé que soy débil [Pablo Díaz-Reixa]
Ese momento, ese instante en el que se encontraban, bajo la lluvia y con una conversación endeble, era la única oportunidad para ella, no había más, si no lograba simpatizar con aquel muchacho, ella sabía que jamás volvería a repetir aquel acoso, aquel hostigamiento que ella misma creía necesario pero que de igual forma le incomodaba, no regresaría a poner un pie en aquella plaza, la rondaría como había venido haciendo todo ese tiempo, escucharía las notas del violín de la única manera que podía escucharlas sin que le embargara un rictus de dolor, atenuadas por el espacio y las edificaciones que se interponían entre ambos. Rondaría cerca hasta que el sonido de las cuerdas no se escuchara más.
Las diminutas gotas de lluvia de un momento a otro cayeron hacia ellos con mayor volumen e intensidad, habría tomado a Pablo de la mano si sus pensamientos no hubieran interferido en sus acciones, corrió a hacia un pequeño café en el que confiaba encontraría lugar para refugiarse de la lluvia, corrió esperando que el muchacho, quien abrazaba a su violín, le siguiera. Una vez amparada por el tejado que sobresalía del pequeño café, volteo a ver si se aproximaba o no, si había extraviado el camino o si simplemente se había esfumado entre la capa de lluvia. Se exprimió el cabello empapado y posteriormente lo recogió en una coleta.
Entro al café esperando que hubiera una mesa desocupada, tenía suerte al parecer toda la gente había huido por las calles hacia sus hogares, pensó ella.
-Sécate, puedo sujetar el violín mientras lo haces- Le extendió los brazos a Pablo, lentamente y sin extenderlos por completo, no quería parecer amenazante ni mucho menos ansiosa, sólo deseaba ayudarle.
Una vez que ambos goteaban lo mínimo, se aproximó a una de las mesas del pequeño establecimiento y tomó lugar. Se encontraba bien resguardada del inclemente clima, lejos de la entrada y acogida por una de las esquinas del lugar.
-No sé tú, pero yo tengo ganas de un chocolate bien caliente.- Le comentó a Pablo mientras ella se sentaba a la mesa. - ¿Y tú?
Trató de no observarle pero todos intentos fueron tan fallidos que sólo le quedo caer en aquella tentación. Sabía que ambos compartían la misma condición, los de su especie podían reconocerse a través del peculiar olor que despedían, olor que para otros pasaba desapercibido. No sabía si para Pablo, al igual que otros, aquello se trataba de una maldición, para ella solamente era parte de su naturaleza. ¿Debía entablar una conversación con respecto a ese detalle? Sabía que no, a algunos les incomodaba, aún entre ellos mismos no solía ser una buena carta de presentación, debía conservar la calma, no desesperarse. Jugó con sus nudillos unos minutos, un poco inquieta sin saber muy bien que decir, lo único que sabía era que no deseaba aburrirle y que se sintiera atrapado entre ella y la tormenta que caía afuera.
-¿De donde eres Pablo? Tu acento no es parisiense.- Sonrió, el muchacho hablaba un perfecto francés, pero no era de la capital francesa, tal vez de otro lugar, tal vez de podía ser de alguna región más al sur.
Por fin se acercó un muchacho del servició, secándose las manos con el mandil que llevaba cubriéndole el pantalón, le sonrió a ambos y les entregó la carta del lugar. Dubhé le sonrió de vuelta y sin mirar la carta ella le pidió la taza de chocolate caliente, luego esperó a que Pablo ordenara algo de beber, de comer, lo que él quisiera.
Las diminutas gotas de lluvia de un momento a otro cayeron hacia ellos con mayor volumen e intensidad, habría tomado a Pablo de la mano si sus pensamientos no hubieran interferido en sus acciones, corrió a hacia un pequeño café en el que confiaba encontraría lugar para refugiarse de la lluvia, corrió esperando que el muchacho, quien abrazaba a su violín, le siguiera. Una vez amparada por el tejado que sobresalía del pequeño café, volteo a ver si se aproximaba o no, si había extraviado el camino o si simplemente se había esfumado entre la capa de lluvia. Se exprimió el cabello empapado y posteriormente lo recogió en una coleta.
Entro al café esperando que hubiera una mesa desocupada, tenía suerte al parecer toda la gente había huido por las calles hacia sus hogares, pensó ella.
-Sécate, puedo sujetar el violín mientras lo haces- Le extendió los brazos a Pablo, lentamente y sin extenderlos por completo, no quería parecer amenazante ni mucho menos ansiosa, sólo deseaba ayudarle.
Una vez que ambos goteaban lo mínimo, se aproximó a una de las mesas del pequeño establecimiento y tomó lugar. Se encontraba bien resguardada del inclemente clima, lejos de la entrada y acogida por una de las esquinas del lugar.
-No sé tú, pero yo tengo ganas de un chocolate bien caliente.- Le comentó a Pablo mientras ella se sentaba a la mesa. - ¿Y tú?
Trató de no observarle pero todos intentos fueron tan fallidos que sólo le quedo caer en aquella tentación. Sabía que ambos compartían la misma condición, los de su especie podían reconocerse a través del peculiar olor que despedían, olor que para otros pasaba desapercibido. No sabía si para Pablo, al igual que otros, aquello se trataba de una maldición, para ella solamente era parte de su naturaleza. ¿Debía entablar una conversación con respecto a ese detalle? Sabía que no, a algunos les incomodaba, aún entre ellos mismos no solía ser una buena carta de presentación, debía conservar la calma, no desesperarse. Jugó con sus nudillos unos minutos, un poco inquieta sin saber muy bien que decir, lo único que sabía era que no deseaba aburrirle y que se sintiera atrapado entre ella y la tormenta que caía afuera.
-¿De donde eres Pablo? Tu acento no es parisiense.- Sonrió, el muchacho hablaba un perfecto francés, pero no era de la capital francesa, tal vez de otro lugar, tal vez de podía ser de alguna región más al sur.
Por fin se acercó un muchacho del servició, secándose las manos con el mandil que llevaba cubriéndole el pantalón, le sonrió a ambos y les entregó la carta del lugar. Dubhé le sonrió de vuelta y sin mirar la carta ella le pidió la taza de chocolate caliente, luego esperó a que Pablo ordenara algo de beber, de comer, lo que él quisiera.
Invitado- Invitado
Re: Sé que soy débil [Pablo Díaz-Reixa]
La chica le pareció una visión en medio de la lluvia, una visión irreal, por su belleza que era evidente, pero por su atrevimiento también, su afán ansioso de quererlo cerca, no lo entendía, desde que era hombre lobo nadie lo quería cerca, o más bien, se trataba de un trauma arraigado en su subconsciente, el trauma que sus padres le dejaron al abandonarlo debido a su condición, dando como razón tácita esa misma y aquello, aquel concluyente complejo lo enceguecía para ver que no sólo estuvo Ola Díaz-Reixa, la gitana que lo recogió, sino muchas gente después que disfrutaba de su compañía, para él y su obcecada necedad sólo existía la parte en la que repelía a la gente y por eso mismo, en ese instante, no entendía qué conducía a Dubhé a insistir tanto, lo incomodaba y lo hacía sentir diminuto, más aún al no podérselo explicar, eso lo inutilizaba más.
Estuvo a punto de correr en la dirección contraria, perderse en la lluvia, llegar a su casa y olvidarse del asunto, por el contrario, sus pies impulsados por los latidos de su corazón de lobo lo hicieron seguirla hasta ese pequeño techo que los resguardaría a ambos de la lluvia. Una vez ahí junto a ella, sacudió la cabeza como un perro lo hace después de zambullirse en el agua, la escuchó pero no respondió (quería irse a su casa como un niñito caprichoso) y cuando se detuvo, se dio cuenta que la chica entraba al café, entonces iba en serio. Suspiró no de exasperación, ni siquiera de resignación, era más de nervios. Dubhé lo ponía nervioso, era esa seguridad descomunal que lo amedrentaba al grado de asustarlo. La observó ofrecerle ayuda, la miró como si de pronto frente a él se edificara un muro tatuado en jeroglíficos que él tenía que descifrar, luego miró su violín, la única cosa que tuvo sentido en ese instante. No permitía que nadie lo tocara, aunque fuese dentro de su estuche, no porque se tratara de un instrumento cuyo valor monetario fuese incuantificable, o porque temiera la torpeza ajena, sino porque era lo único que era suyo, el único recuerdo de los gitanos y de su madre en especial, y una vez ya había dejado que ella lo tocara y de nuevo, le pareció que si su violín debía estar en algunas manos que no fueran las suyas, esas eran las de Dubhé porque sentía que así como lo traba a a él (con interés), iba a tratar a su instrumento. Se lo dio entonces y se terminó de secar, los brazos desnudos y sacudió el pantalón.
No le pidió el violín de inmediato, dejó que ella fuese quien lo cargara hasta la mesa que había elegido, quizá para el resto un gesto de esa índole careciera de importancia, para Pablo era crucial aunque en ese mismo instante no se preocupó por percatarse de ello y explicar su comportamiento. Se sentó con ella a la mesa y la miró, miró cómo se movía su boca para formular la pregunta y luego escuchó de golpe las palabras.
-Yo… yo… -tartamudeó, siempre se avergonzaba de hacerlo, pero esta vez era peor, sus mejillas comenzaron a arder –soy de Barcelona, en España, mi acento debe ser catalán –rio consternado, de inquietud-, ¿y tú? –porque esa era la pregunta lógica para continuar. Pensó que era mejor conversar a quedarse callado hasta que la lluvia diera tregua, además, Dubhé tenía una extraña habilidad de sacar de él más información que cualquier otro, hasta ahora habían sido cosas insignificantes, pero Pablo estuvo seguro que si le preguntara sobre su condición o su familia biológica –sus secretos mejor guardados- se los confesaría sin chistar. ¿Era acaso que ambos compartían la maldición del plenilunio? Eso era atribuirle mucho a la licantropía y muy poco a ella, estaba seguro que no se trataba de eso, que todo el crédito se lo llevaba la chica y su atrayente personalidad.
Cuando el mesero se acercó, él se limitó a pedir lo mismo, el chocolate, sin embargo, le trajo otro recuerdo, el de su amiga nórdica, el de Eve, la mujer contundentemente perfecta. Cerró los ojos, muy fuerte para abrirlos de golpe y ver a su acompañante.
-Gracias –sonrió taimadamente. Sí, volvía a agradecerle, lo hacía por enésima vez, y prefería no contar las ocasiones en las que decía esa palabra porque más vergüenza ante ella le iba a dar-, siempre es bueno estar acompañado en tarde lluviosas como esta… -desvió la mirada a la ventana -¿no? –una pregunta para confirmar que seguía ahí con él. Añadir eso le había nacido de la nada como nace una flor en el empedrado, claro que creía lo que acababa de decir, la lluvia, por antonomasia, llevaba una connotación de melancolía, y suficiente ya tenía de eso en su día con día, era bueno mermarla un poco cuando ésta luchaba por hacerse más grande.
Estuvo a punto de correr en la dirección contraria, perderse en la lluvia, llegar a su casa y olvidarse del asunto, por el contrario, sus pies impulsados por los latidos de su corazón de lobo lo hicieron seguirla hasta ese pequeño techo que los resguardaría a ambos de la lluvia. Una vez ahí junto a ella, sacudió la cabeza como un perro lo hace después de zambullirse en el agua, la escuchó pero no respondió (quería irse a su casa como un niñito caprichoso) y cuando se detuvo, se dio cuenta que la chica entraba al café, entonces iba en serio. Suspiró no de exasperación, ni siquiera de resignación, era más de nervios. Dubhé lo ponía nervioso, era esa seguridad descomunal que lo amedrentaba al grado de asustarlo. La observó ofrecerle ayuda, la miró como si de pronto frente a él se edificara un muro tatuado en jeroglíficos que él tenía que descifrar, luego miró su violín, la única cosa que tuvo sentido en ese instante. No permitía que nadie lo tocara, aunque fuese dentro de su estuche, no porque se tratara de un instrumento cuyo valor monetario fuese incuantificable, o porque temiera la torpeza ajena, sino porque era lo único que era suyo, el único recuerdo de los gitanos y de su madre en especial, y una vez ya había dejado que ella lo tocara y de nuevo, le pareció que si su violín debía estar en algunas manos que no fueran las suyas, esas eran las de Dubhé porque sentía que así como lo traba a a él (con interés), iba a tratar a su instrumento. Se lo dio entonces y se terminó de secar, los brazos desnudos y sacudió el pantalón.
No le pidió el violín de inmediato, dejó que ella fuese quien lo cargara hasta la mesa que había elegido, quizá para el resto un gesto de esa índole careciera de importancia, para Pablo era crucial aunque en ese mismo instante no se preocupó por percatarse de ello y explicar su comportamiento. Se sentó con ella a la mesa y la miró, miró cómo se movía su boca para formular la pregunta y luego escuchó de golpe las palabras.
-Yo… yo… -tartamudeó, siempre se avergonzaba de hacerlo, pero esta vez era peor, sus mejillas comenzaron a arder –soy de Barcelona, en España, mi acento debe ser catalán –rio consternado, de inquietud-, ¿y tú? –porque esa era la pregunta lógica para continuar. Pensó que era mejor conversar a quedarse callado hasta que la lluvia diera tregua, además, Dubhé tenía una extraña habilidad de sacar de él más información que cualquier otro, hasta ahora habían sido cosas insignificantes, pero Pablo estuvo seguro que si le preguntara sobre su condición o su familia biológica –sus secretos mejor guardados- se los confesaría sin chistar. ¿Era acaso que ambos compartían la maldición del plenilunio? Eso era atribuirle mucho a la licantropía y muy poco a ella, estaba seguro que no se trataba de eso, que todo el crédito se lo llevaba la chica y su atrayente personalidad.
Cuando el mesero se acercó, él se limitó a pedir lo mismo, el chocolate, sin embargo, le trajo otro recuerdo, el de su amiga nórdica, el de Eve, la mujer contundentemente perfecta. Cerró los ojos, muy fuerte para abrirlos de golpe y ver a su acompañante.
-Gracias –sonrió taimadamente. Sí, volvía a agradecerle, lo hacía por enésima vez, y prefería no contar las ocasiones en las que decía esa palabra porque más vergüenza ante ella le iba a dar-, siempre es bueno estar acompañado en tarde lluviosas como esta… -desvió la mirada a la ventana -¿no? –una pregunta para confirmar que seguía ahí con él. Añadir eso le había nacido de la nada como nace una flor en el empedrado, claro que creía lo que acababa de decir, la lluvia, por antonomasia, llevaba una connotación de melancolía, y suficiente ya tenía de eso en su día con día, era bueno mermarla un poco cuando ésta luchaba por hacerse más grande.
Última edición por Pablo Díaz-Reixa el Mar Ago 07, 2012 11:15 pm, editado 1 vez
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Re: Sé que soy débil [Pablo Díaz-Reixa]
El violín de Pablo ahora yacía sobre la pequeña mesa, a un lado de él pero también a lado de ella, como si se tratara de una viga que los conectaba y de alguna forma los mantenía unidos, ella lo había llevado ahí como si se tratase de un objeto de infinito valor, como para ella lo era el reloj que conservaba de su padre, aquel estuche y su contenido eran un tesoro y el violín realmente lo era, en las manos de Pablo aquel instrumento producía magia.
Su sonrisa jamás se apartaba de su rostro, tan sólo modificaba su amplitud, estaba feliz por estar a su lado, aunque fuera sólo por esa tarde, aunque fuera tan sólo por el tiempo que durara la lluvia, ella había conseguido conocerlo y obtener de él algo más que el saludo.
Trataba de ser discreta en la forma en que lo miraba, trataba de no parecer persistente pero le era inevitable. Sonrió cuando el comenzó a hablar, cuando tartamudeó, como si su voz sufriera un ligero tropezón, sonrió por que le pareció adorable.
-Mi pregunta fue solamente por tu acento, hablas un perfecto Francés- le comento enseguida y luego prosiguió a contestar su pregunta -Soy de Toulon, es una pequeña ciudad portuaria en la costa mediterránea, no muy lejos de la frontera con Italia.- explicó. Su mirada se desvió de Pablo hasta el punto por el cual el mesero había desaparecido y luego volvió de nuevo a él.
Grandes nubes se habían apropiado por completo del centro de París, se observaban densas y completamente cargadas de agua, misma con la que estaban azotando suelo y techos parisinos, el cielo estaba tan “cerrado” que lo que había sido un día tranquilo y soleado de un momento a otro se había convertido en un día gris con tintes que engañaban al reloj biológico de cualquiera, haciendo que el medio día pareciera un crepúsculo. No pudo observar a Pablo con absoluta claridad hasta que el muchacho que les atendía se acercó con una vela a su mesa, misma que depositó sobre el mantel mientras escuchaba y tomaba nota mental de la orden de ambos. Antes de que él se marchara, ella se apresuró a agregar a la orden un par de éclairs para ambos.
-Espero no te moleste.- se dirigió a Pablo, por tomarse el atrevimiento de pedir algo más en nombre de él sin su consentimiento. Y en seguida agregó [color=chocolate]–Puedo comérmelos todos yo sola, si a ti un te gustan o no quieres, o te sientes incomodo.
Con él sentía la necesidad de proteger y cuidar cada uno de sus movimientos pero al mismo tiempo estos eran instintivos y espontáneos, tenía que reprenderse y guardar cierto decoro por las reacciones que pudieran provocar en Pablo. No quería parecer demasiado aprehensiva pero no podía evitar querer darle todo al violinista, poner el mundo a sus pies si era necesario.
-No tienes nada que agradecer, cómo ya lo has dicho es mucho mejor estar acompañado en días lluviosos.- por primera vez en todo el día, pudiera ser que en toda la semana, la mira de Dubhé se ensombreció, por un momento pensó en aquellos días en los que había vagado sola, al ser despreciada por su propia madre –A mí en lo personal, la soledad en tardes lluviosas, no me traen muy buenos recuerdos, pero… - pausó y su mirada volvió a recuperar vivacidad, luz, una vez más a lado de Pablo volvía a recordar su ciudad natal, con su clima húmedo invernal, volvía a recordar a su padre -creo que puedo relacionarlas con muchos más de los buenos momentos.
Por segunda vez desvió su mirada, en esta ocasión hacía el exterior. La lluvia parecía estar furiosa con la ciudad, caía vigorosa y en el suelo se comenzaban a formar pequeños pero caudalosos ríos artificiales.
-Si fuera por mi, te pediría que me hablaras un poco de Español para poder compararlo con el poco Italiano que sé, dicen que son bastante parecidos- sugirió sonriendo y al decir “poco” estaba pecando de modestia. Luego abrió muy grandes los ojos, dándose cuenta de su error. - Has dicho Catalán, ¿hablas Catalán?.- aquello era un soliloquio en el que se encargaba de describir y enumerar claves de una adivinanza -o ¿hablas ambos?
Tal vez estaba hablando sin sustancia pero eso era lo que ella quería, quería generar un rato ameno y eso sólo se lograba poco a poco, quería que Pablo se divirtiera y que aquella espera con una desconocida no le pareciera un martirio. Por su puesto que ella se moría por preguntar por la condición que sabía que compartían, su olfato no le mentía pero aquello no era debido, y pasando de ese insignificante detalle, porque ella consideraba que su condición no era algo que le definiera ante todos los demás (aunque la mayoría así lo creyera) por sobre eso quería saber cada detalle de su vida, su familia ¿le habrían rechazado como a ella? ¿Tendría hermanos? ¿Qué lo había traído a París? Pero no se precipitaría, confiaba en que la lluvia estaba de su lado y que le daría el tiempo suficiente.
Su sonrisa jamás se apartaba de su rostro, tan sólo modificaba su amplitud, estaba feliz por estar a su lado, aunque fuera sólo por esa tarde, aunque fuera tan sólo por el tiempo que durara la lluvia, ella había conseguido conocerlo y obtener de él algo más que el saludo.
Trataba de ser discreta en la forma en que lo miraba, trataba de no parecer persistente pero le era inevitable. Sonrió cuando el comenzó a hablar, cuando tartamudeó, como si su voz sufriera un ligero tropezón, sonrió por que le pareció adorable.
-Mi pregunta fue solamente por tu acento, hablas un perfecto Francés- le comento enseguida y luego prosiguió a contestar su pregunta -Soy de Toulon, es una pequeña ciudad portuaria en la costa mediterránea, no muy lejos de la frontera con Italia.- explicó. Su mirada se desvió de Pablo hasta el punto por el cual el mesero había desaparecido y luego volvió de nuevo a él.
Grandes nubes se habían apropiado por completo del centro de París, se observaban densas y completamente cargadas de agua, misma con la que estaban azotando suelo y techos parisinos, el cielo estaba tan “cerrado” que lo que había sido un día tranquilo y soleado de un momento a otro se había convertido en un día gris con tintes que engañaban al reloj biológico de cualquiera, haciendo que el medio día pareciera un crepúsculo. No pudo observar a Pablo con absoluta claridad hasta que el muchacho que les atendía se acercó con una vela a su mesa, misma que depositó sobre el mantel mientras escuchaba y tomaba nota mental de la orden de ambos. Antes de que él se marchara, ella se apresuró a agregar a la orden un par de éclairs para ambos.
-Espero no te moleste.- se dirigió a Pablo, por tomarse el atrevimiento de pedir algo más en nombre de él sin su consentimiento. Y en seguida agregó [color=chocolate]–Puedo comérmelos todos yo sola, si a ti un te gustan o no quieres, o te sientes incomodo.
Con él sentía la necesidad de proteger y cuidar cada uno de sus movimientos pero al mismo tiempo estos eran instintivos y espontáneos, tenía que reprenderse y guardar cierto decoro por las reacciones que pudieran provocar en Pablo. No quería parecer demasiado aprehensiva pero no podía evitar querer darle todo al violinista, poner el mundo a sus pies si era necesario.
-No tienes nada que agradecer, cómo ya lo has dicho es mucho mejor estar acompañado en días lluviosos.- por primera vez en todo el día, pudiera ser que en toda la semana, la mira de Dubhé se ensombreció, por un momento pensó en aquellos días en los que había vagado sola, al ser despreciada por su propia madre –A mí en lo personal, la soledad en tardes lluviosas, no me traen muy buenos recuerdos, pero… - pausó y su mirada volvió a recuperar vivacidad, luz, una vez más a lado de Pablo volvía a recordar su ciudad natal, con su clima húmedo invernal, volvía a recordar a su padre -creo que puedo relacionarlas con muchos más de los buenos momentos.
Por segunda vez desvió su mirada, en esta ocasión hacía el exterior. La lluvia parecía estar furiosa con la ciudad, caía vigorosa y en el suelo se comenzaban a formar pequeños pero caudalosos ríos artificiales.
-Si fuera por mi, te pediría que me hablaras un poco de Español para poder compararlo con el poco Italiano que sé, dicen que son bastante parecidos- sugirió sonriendo y al decir “poco” estaba pecando de modestia. Luego abrió muy grandes los ojos, dándose cuenta de su error. - Has dicho Catalán, ¿hablas Catalán?.- aquello era un soliloquio en el que se encargaba de describir y enumerar claves de una adivinanza -o ¿hablas ambos?
Tal vez estaba hablando sin sustancia pero eso era lo que ella quería, quería generar un rato ameno y eso sólo se lograba poco a poco, quería que Pablo se divirtiera y que aquella espera con una desconocida no le pareciera un martirio. Por su puesto que ella se moría por preguntar por la condición que sabía que compartían, su olfato no le mentía pero aquello no era debido, y pasando de ese insignificante detalle, porque ella consideraba que su condición no era algo que le definiera ante todos los demás (aunque la mayoría así lo creyera) por sobre eso quería saber cada detalle de su vida, su familia ¿le habrían rechazado como a ella? ¿Tendría hermanos? ¿Qué lo había traído a París? Pero no se precipitaría, confiaba en que la lluvia estaba de su lado y que le daría el tiempo suficiente.
Invitado- Invitado
Re: Sé que soy débil [Pablo Díaz-Reixa]
¿Alguien podía culpar a Pablo por ser como era? Sólo se trataba de un sujeto como cualquier otro, moldeado por las vivencias y circunstancias, delineado por sus limitantes y sus fortalezas aunque él mismo no quisiera ver esas últimas. Su licantropía, su desconfianza, su talento, todas esas características eran preguntas que se contestaban a sí mismas, como en cualquier otro ser humano, sólo que muchas veces –la mayoría de las veces- nos negamos a ver las respuestas, quizá porque resultan demasiado obvias. Pablo, por su lado, no era alguien que se preguntara demasiado el porqué de las cosas, a veces ni siquiera los motivos que lo conducían, ahí estaba en París porque una corazonada le decía que ahí debía estar, y ahí estaba con Dubhé en un café una tarde de lluvia porque quién sabe qué fuerza externa lo empujó. Alzó la mirada a la chica, ¿acaso poseía un poder más allá de su cambio con el ciclo de la luna? Sabía que había brujos, que los mismos gitanos que lo criaron poseían habilidades, que existían seres muertos que deambulaban bebiendo sangre, ellos mismos eran parte de un cuento para asustar niños, pero ¿y si existían habilidades incluso desconocidas para alguien como él y Dubhé precisamente poseía una? De otro modo no se explicaba ese repentino e inquietante poder que adquirió de la nada sobre su persona. Su olfato, su intuición natural sin embargo, le decía que ella no abusaría de esos hilos que parecía poder controlar, que estaba ahí para completamente lo contrario: protegerlo. Porque sí, se sentía protegido como en el regazo de Ola, la gitana que lo crio, la única madre que conoció.
Apartó el violín como acto reflejo cuando la vela llegó a la mesa, abrazó el estuche momentáneamente como un niño que se aferra a un oso de felpa y luego relajó la posición, posó el instrumento en una silla entre ambos y alejada del pasillo, se le notaba incluso paranoico con ese sencillo objeto, pero quizá la gente no comprendía la trascendencia que tenía para él. Volvió a suspirar para calmar su ansiedad y sonrió con torpeza, saboreó mentalmente los éclairs que había pedido, debido a la escases de dinero, rara vez podía comprarse un postre.
-No, no –se apresuró a decir y se mordió el labio inferior; que era un muerto de hambre no era un gran secreto, basta con verlo, pero tampoco quería parecer abusivo o desesperado, aguardó y negó con la cabeza, su sonrisa esta vez se tornó avergonzada –está bien, me gustan… me gusta lo dulce –confesó un poco más sereno y asintió a modo de agradecimiento silencioso porque decir “gracias” una vez más resultaría ridículo. La conversación entonces continuó, podía resultar banal pero para el violinista incluso temas tan intrascendentes eran un reto, y la cosa aquí era que de hecho eran bastante importantes, detalles quizá, pero detalles sin los cuales una pintura perdería su belleza o una melodía su cadencia. La escuchó después y frunció el ceño intrigado aunque cayendo en cuenta que aún no poseía la confianza como para preguntarle a qué se refería, ¿algún trago amargo? Porque claro, Pablo estaba al tanto que él no era el único que padecía tragos amargos, que el mundo entero se trataba de un gran trago amargo. Se limitó a mirar el exterior en donde la lluvia no daba armisticio y por un momento deseo que jamás dejara de llover, que ambos pudieran quedarse ahí bebiendo chocolate caliente y comiendo postres franceses, conversando sobre cómo habían llegado ahí y sobre el idioma.
-Hablo ambos –rio ante las palabras de Dubhé, y más que eso, ante sus reacciones, como si hablara sola y se dio cuenta que disfrutó con el simple hecho de solo mirarla, ahí hablándose a sí misma como si estuviera si no hubiese nadie más en el lugar y recordara lo que tenía que comprar en el mercado-, son parecidos –como de costumbre, se restó crédito, dando a entender que si hablabas uno, era fácil hablar el otro, y aunque procedían de la misma raíz, tenía diferencias marcadas.
-Te hablo en español si tú me hablas en italiano –dijo en perfecto idioma castellano - I et regalo el català –intercaló entonces el otro idioma y sonrió ampliamente-. ¿Lo ves? No es difícil, y a menudo creo que el francés es la combinación de ambos, además, por su cercanía, a Barcelona llega mucha gente de este lugar, ya sea de paso o a vivir y se escucha mucho por esos lares –juntar tantas palabras fue un esfuerzo mental y físico para Pablo, pero lo dicho, Dubhé tenía una capacidad sorprendente de hacerlo hablar, de hacerlo incluso todo un conversador, aun con sus deficiencias, pero mucho más suelto y fluido que de costumbre, volvió a mirar por la ventana –debe ser bello vivir junto al mar, quizá algún día pueda vivir en un sitio así, en Cataluña hay costas cerca, pero rara vez iba, casi siempre deambulé por los bosques en las faldas de los Pirineos –ya fuera como niño rico, como hombre lobo abandonado o como refugiado de los gitanos. Habló como si se hablara a él, como una reflexión en voz alta mientras las gotas allá afuera no cesaban de caer.
Apartó el violín como acto reflejo cuando la vela llegó a la mesa, abrazó el estuche momentáneamente como un niño que se aferra a un oso de felpa y luego relajó la posición, posó el instrumento en una silla entre ambos y alejada del pasillo, se le notaba incluso paranoico con ese sencillo objeto, pero quizá la gente no comprendía la trascendencia que tenía para él. Volvió a suspirar para calmar su ansiedad y sonrió con torpeza, saboreó mentalmente los éclairs que había pedido, debido a la escases de dinero, rara vez podía comprarse un postre.
-No, no –se apresuró a decir y se mordió el labio inferior; que era un muerto de hambre no era un gran secreto, basta con verlo, pero tampoco quería parecer abusivo o desesperado, aguardó y negó con la cabeza, su sonrisa esta vez se tornó avergonzada –está bien, me gustan… me gusta lo dulce –confesó un poco más sereno y asintió a modo de agradecimiento silencioso porque decir “gracias” una vez más resultaría ridículo. La conversación entonces continuó, podía resultar banal pero para el violinista incluso temas tan intrascendentes eran un reto, y la cosa aquí era que de hecho eran bastante importantes, detalles quizá, pero detalles sin los cuales una pintura perdería su belleza o una melodía su cadencia. La escuchó después y frunció el ceño intrigado aunque cayendo en cuenta que aún no poseía la confianza como para preguntarle a qué se refería, ¿algún trago amargo? Porque claro, Pablo estaba al tanto que él no era el único que padecía tragos amargos, que el mundo entero se trataba de un gran trago amargo. Se limitó a mirar el exterior en donde la lluvia no daba armisticio y por un momento deseo que jamás dejara de llover, que ambos pudieran quedarse ahí bebiendo chocolate caliente y comiendo postres franceses, conversando sobre cómo habían llegado ahí y sobre el idioma.
-Hablo ambos –rio ante las palabras de Dubhé, y más que eso, ante sus reacciones, como si hablara sola y se dio cuenta que disfrutó con el simple hecho de solo mirarla, ahí hablándose a sí misma como si estuviera si no hubiese nadie más en el lugar y recordara lo que tenía que comprar en el mercado-, son parecidos –como de costumbre, se restó crédito, dando a entender que si hablabas uno, era fácil hablar el otro, y aunque procedían de la misma raíz, tenía diferencias marcadas.
-Te hablo en español si tú me hablas en italiano –dijo en perfecto idioma castellano - I et regalo el català –intercaló entonces el otro idioma y sonrió ampliamente-. ¿Lo ves? No es difícil, y a menudo creo que el francés es la combinación de ambos, además, por su cercanía, a Barcelona llega mucha gente de este lugar, ya sea de paso o a vivir y se escucha mucho por esos lares –juntar tantas palabras fue un esfuerzo mental y físico para Pablo, pero lo dicho, Dubhé tenía una capacidad sorprendente de hacerlo hablar, de hacerlo incluso todo un conversador, aun con sus deficiencias, pero mucho más suelto y fluido que de costumbre, volvió a mirar por la ventana –debe ser bello vivir junto al mar, quizá algún día pueda vivir en un sitio así, en Cataluña hay costas cerca, pero rara vez iba, casi siempre deambulé por los bosques en las faldas de los Pirineos –ya fuera como niño rico, como hombre lobo abandonado o como refugiado de los gitanos. Habló como si se hablara a él, como una reflexión en voz alta mientras las gotas allá afuera no cesaban de caer.
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Re: Sé que soy débil [Pablo Díaz-Reixa]
Dio un vistazo rápido al lugar y deseo que aquel pequeño café fuera el más lento de toda Francia para brindar sus servicios. Lo deseo como si fuera una niña pequeña a la cual su padre le ha dicho que los cometas tienen la capacidad de conceder deseos, una ilusión que pocas veces se ve corrompida con el trascurso de los años, ella misma, aunque aparentaba la edad de una jovencita, lo seguía creyendo.
Le sonrió, uno jamás podía equivocarse al escoger un postre y aunque a primera instancia la elección podía parecer un error, era al final, cuando probabas un bocado, cuando el postro hacía contacto con las papilas de la lengua, era en ese momento cuando sabías que todo era correcto, con mayor razón al referirse a un postre francés; no, no era que ella fuera francesa pero sabía de que podía jactarse la cocina de su país.
Entrecerró ligeramente su mirada cuando le escuchó a hablar, si bien era cierto que el Catalán parecía ser la mezcla de ambos idiomas, ella le entendía muy poco y algunas veces lo que creía entender no era lo que realmente significaba. Él parecía tan indefenso, pecaba de modesto.
-Sono un poco similare, solo un po- le dijo comenzando a cumplir con parte de su trato. Luego cuando él termino de hablar, y al darse cuenta que ella se encontraba en desventaja, bufó. -Non posso parlare un'altra lingua, non posso dare una come un dono.- y se cruzó de brazos, como si fuera una niña pequeña que hace un berrinche por una injustía supreflue que para ella parece enorme. -ma tu hai vantaggio, tu parli trilingüe. luego rió.
Aquello era una suerte de respiro, era un tiempo que se daba para si y tal vez para Pablo pero para nadie más, en ese lugar y en ese momento no existía un Indro, ni un brujo, ni una pintura robada, sólo existían e importaban Pablo y ella, y tal vez el muchacho que en algún momento les llevaría el chocolate hasta su mesa.
-El clima que se crea es agradable y el aire siempre parece estar cargado de agua.- sonrió como añorando aquellos días. -Mi padre poseía algunas tierras en las que cultivaba la vid.- agregó, quiso decir que su familia aún las tenía pero en realidad no sabía si esto era cierto, ya que hacía muchos años que no sabía nada de ellos.
Le sonrió, uno jamás podía equivocarse al escoger un postre y aunque a primera instancia la elección podía parecer un error, era al final, cuando probabas un bocado, cuando el postro hacía contacto con las papilas de la lengua, era en ese momento cuando sabías que todo era correcto, con mayor razón al referirse a un postre francés; no, no era que ella fuera francesa pero sabía de que podía jactarse la cocina de su país.
Entrecerró ligeramente su mirada cuando le escuchó a hablar, si bien era cierto que el Catalán parecía ser la mezcla de ambos idiomas, ella le entendía muy poco y algunas veces lo que creía entender no era lo que realmente significaba. Él parecía tan indefenso, pecaba de modesto.
-Sono un poco similare, solo un po- le dijo comenzando a cumplir con parte de su trato. Luego cuando él termino de hablar, y al darse cuenta que ella se encontraba en desventaja, bufó. -Non posso parlare un'altra lingua, non posso dare una come un dono.- y se cruzó de brazos, como si fuera una niña pequeña que hace un berrinche por una injustía supreflue que para ella parece enorme. -ma tu hai vantaggio, tu parli trilingüe. luego rió.
Aquello era una suerte de respiro, era un tiempo que se daba para si y tal vez para Pablo pero para nadie más, en ese lugar y en ese momento no existía un Indro, ni un brujo, ni una pintura robada, sólo existían e importaban Pablo y ella, y tal vez el muchacho que en algún momento les llevaría el chocolate hasta su mesa.
-El clima que se crea es agradable y el aire siempre parece estar cargado de agua.- sonrió como añorando aquellos días. -Mi padre poseía algunas tierras en las que cultivaba la vid.- agregó, quiso decir que su familia aún las tenía pero en realidad no sabía si esto era cierto, ya que hacía muchos años que no sabía nada de ellos.
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Re: Sé que soy débil [Pablo Díaz-Reixa]
Si se ponía a analizarlo, todo aquello era ridículo, ahí en un café que él por sí solo no podía costearse, y no es que fuese un café muy lujoso, sino que Pablo simplemente no podía solventar muchas cosas, hablando con Dubhé que, por más confianza que le brindara, no dejaba de ser una chica a la que acababa de conocer, prácticamente una desconocida. Por fortuna Pablo no se puso a analizar nada de eso y por una vez en su vida decidió disfrutar del momento, no pensar en lo que lo había conducido hasta ese punto, ni lo que podía provocar ese encuentro. Ese era el gran problema de Pablo Díaz-Reixa, sobre analizaba las situaciones y casi siempre se dibujaba como perdedor a él, aunque éstas ni estructura de competencia tuvieran, por eso su terrible tendencia de echar por tierra sus logros, de sabotearse el momento antes de alcanzar la gloria, de mantenerse segundón en la vida.
Pero esa tarde no, no es que lo estuviera haciendo con premeditación, era que Dubhé conseguía ese efecto en él y, aunque no estaba consciente, lo disfrutaba. Rio ante el intercambio de palabras en distintos idiomas, comprendió que tal vez para él el catalán y el español le resultaban similares porque se crio escuchando ambos, pero que quizá la diferencia fuese más evidente para terceras personas. Del italiano no entendió nada, aunque su sonoridad era parecida a la de las otras dos lenguas y cuando supo que era inútil tratas de descifrar lo que su acompañante le estaba diciendo, prefirió prestar atención a la entonación de la voz, a los gestos de la chica, al ritmo de las palabras.
-¿Ahora podrías decirme qué dijiste? –le preguntó con sincera curiosidad, pero más allá de en verdad querer saber, quería continuar con la conversación. Luego asintió cuando la escuchó hablar sobre cómo era vivir junto al mar, se le antojó una vida así, no sabía por qué siempre había tenido la idea de que una vida junto al océano era una vida tranquila, era sólo una imagen formulada en su cabeza porque no tenía ningún motivo real para creer tal cosa. Fue a agregar algo más pero entonces el mesero llegaba con su pedido, Pablo miró a Dubhé como buscando su aprobación para recibir el chocolate y los postres.
-Gracias –una vez más agradeció, pero esta vez era por los alimentos, tomó la taza caliente con el chocolate y la acercó a su nariz para oler su aroma a cacao, sus sentidos se inundaron de sensaciones y su mente de recuerdos, dio un sorbo, estaba hirviendo pero no le importó, el sabor amargo le ganó a la molestia-. Algún día me gustaría vivir cerca del mar –retomó la conversación y se encogió de hombros –cuando todo mejore, quizá –rio con amargura, ¿cuándo iba a ser eso? Lo había dicho como descarada broma, ni él mismo podía tomarse en serio al decir algo de aquella naturaleza.
Pero esa tarde no, no es que lo estuviera haciendo con premeditación, era que Dubhé conseguía ese efecto en él y, aunque no estaba consciente, lo disfrutaba. Rio ante el intercambio de palabras en distintos idiomas, comprendió que tal vez para él el catalán y el español le resultaban similares porque se crio escuchando ambos, pero que quizá la diferencia fuese más evidente para terceras personas. Del italiano no entendió nada, aunque su sonoridad era parecida a la de las otras dos lenguas y cuando supo que era inútil tratas de descifrar lo que su acompañante le estaba diciendo, prefirió prestar atención a la entonación de la voz, a los gestos de la chica, al ritmo de las palabras.
-¿Ahora podrías decirme qué dijiste? –le preguntó con sincera curiosidad, pero más allá de en verdad querer saber, quería continuar con la conversación. Luego asintió cuando la escuchó hablar sobre cómo era vivir junto al mar, se le antojó una vida así, no sabía por qué siempre había tenido la idea de que una vida junto al océano era una vida tranquila, era sólo una imagen formulada en su cabeza porque no tenía ningún motivo real para creer tal cosa. Fue a agregar algo más pero entonces el mesero llegaba con su pedido, Pablo miró a Dubhé como buscando su aprobación para recibir el chocolate y los postres.
-Gracias –una vez más agradeció, pero esta vez era por los alimentos, tomó la taza caliente con el chocolate y la acercó a su nariz para oler su aroma a cacao, sus sentidos se inundaron de sensaciones y su mente de recuerdos, dio un sorbo, estaba hirviendo pero no le importó, el sabor amargo le ganó a la molestia-. Algún día me gustaría vivir cerca del mar –retomó la conversación y se encogió de hombros –cuando todo mejore, quizá –rio con amargura, ¿cuándo iba a ser eso? Lo había dicho como descarada broma, ni él mismo podía tomarse en serio al decir algo de aquella naturaleza.
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