El suspiro de la Muerte [Oscar Llobregat]

Una vez me advirtieron de ello. Lo sabía y aun así siempre me guiaba por aquella curiosidad que algún día se volvería en mi contra y acabaría conmigo. Sí, era conocedora de mi fatídico destino y aun así, jamás intenté ponerle remedio. Siempre pensé que si no me mataban los rostros pálidos, lo haría la propia Naturaleza.

Wonkus me seguía como fiel amigo, olisqueando las huellas que dejaban mis pies descalzos en aquél terreno pantanoso, gruñendo de vez en cuando al percibir aromas relacionadas con otros hombres, personas distintas a mí. Torcí una sonrisa y llevé uno de mis dedos a los labios, pidiéndole sigilo al animal salvaje.

Cuando divisé a uno de ellos, me escondí tras el muro que un enorme y robusto árbol proyectaba para mí, sólo hasta que el sonido de unas ruedas de carruaje me alarmaron y tuve que trepar por la corteza para averiguar a dónde pensaba dirigirse ahora que no me había encontrado en el bosque. ¿Pensaba rendirse? Aquello era una grata noticia, pero insisto en la estúpida curiosidad que siempre dictaba mis pasos, algo que propició que saltara de aquella rama en la que agachada le observaba y cayera sigilosamente sobre el techo del carro que ya avanzaba tirado por dos preciosos corceles de color negro. Alcé la vista hacia la rama y allí, aullando, Wonkus me regañaba. Resoplé por ese gesto de mi amigo y centré mi atención en no perder el equilibrio, pues cada vez que giraban una esquina mi cuerpo cedía hacia un lado. Miraba mi alrededor con interés y preocupación, con temor incluso cuando divisé las callejuelas y las residencias de la civilización blanca. Me estaba adentrando en terreno enemigo y ahora, mi sentido de la supervivencia me gritaba que marchara de aquél lugar ahora que podía y nadie había reparado en mi presencia sobre un carruaje lujoso como era aquél. Nadie, hasta que una anciana señaló mi persona y frunció el ceño, aunque nadie le hizo caso alguno. Mordí mi labio inferior y busqué algo en lo que sujetarme para no caer al pavimento, pero antes de que pudiese hacer tal cosa, los caballos dejaron de empujar aquella caja ornamentada y todo se detuvo. Tragué saliva y cuando la puerta se abrió y sus ojos se posaron en mi rostro desencajado, supe que ese era el final. El final… si es que pensaba quedarme mucho más tiempo allí, pues el hombre ya me apuntaba con su rifle y el gatillo amenazaba con ser apretado.

Para deseo de los dioses, fui algo inteligente y usé su posición para saltar sobre su arma, dándome impulso para caer tras el traficante de esclavos y antes de que pudiese girarse hacia mí, empecé a correr por una estrecha callejuela, riendo incluso al pensar que le había despistado… hasta que ante mí se erigió un alto y macizo muro de piedra. ¡Maldición! Los pasos torpes del albino resonaban por aquella calle y el tiempo se me acababa. Agaché la vista y divisé un agujero negro cubierto por una extraña tapa. Con la nariz fruncida y los nervios a flor de piel, aparté con dificultades aquella esfera de hierro y miré al interior de aquél agujero, viendo tan sólo negra y espeluznante oscuridad. Pero no había tiempo. Era ahora o nunca. ¿Me arriesgaría? Por supuesto. Nunca había temido a la muerte y ahora no era la primera vez. Tomé aire sin saber lo que me encontraría bajo mis pies y salté…

Parpadeé hasta que mis ojos se acostumbraron a la penumbra del lugar y poco a poco la sensibilidad de mi piel retornó a mi cuerpo, advirtiéndome de cortes, contusiones y algún que otro hueso roto, probablemente. Sin prestar atención a eso, me puse en pie y contemplé el lugar al que había ido a caer, relacionándolo al momento con las Catacumbas de París. Oh, sí… allí es donde me había llevado la curiosidad… a un cementerio del siglo XVIII.


Cojeando levemente, me acerqué a uno de aquellos muros de… ¿¡calaveras!? No me inmuté por ello, pues conocía de prácticas semejantes en tribus cercanas a la mía, como la que reducía cabezas. Ante mí, se extendía un altar con epitafios en latín. Pero había más, en aquél lugar. Algo que me erizaba la piel, como si la personificación de la Muerte suspirara en mi nuca, juguetona. Tragué saliva y despacio… giré mi rostro hasta que sus ojos se posaron en los míos y lo di todo por perdido. Me había descubierto.

Y lo venía persiguiendo. A aquel hombre malparido de mil caras y que había empezado a correr también tras algo, alguien, tal vez incluso más rápido que el sigilo con el que Oscar iba tras el asesino de su amigo. Con lo raro que se le hacía ser el cazador en lugar del cazado. Llegó a creer siquiera que su piel se llenaría de escalofríos nada más deambular la mente con la rapidez de una ventisca igual de helada que todo el clima parisino de aquella época, pero el ansia por derramar los dedos sobre la navaja que cumpliría su cometido seguía bombeándole el cerebro como único sonido, demente y razonable.

Tenía que ser él, recordaba que era él, el asesino de Alexander, uno de sus compañeros de burdel y de los pocos en llegar a considerarse un amigo. Ese asqueroso engendro lo había acuchillado a traición en el puerto una noche lejana a ese día en el que se encontraba siguiendo sus pasos hasta con desesperación.

Hijodeputahijodeputahijodeputa.

Y en el momento de frenar en aquel cementario, se halló en las catatumbas de un espacio sagrado y profano al mismo tiempo, guardián y ejecutor de la vista mortal y el latido desbocado de alguien tan decidido a la muerte como lo estaba él. El hombre se había detenido delante de alguien, la persona de quien había estado al acecho mientras Oscar lo estaba al de él. Todavía seguía sin verla, pero le daba lo mismo, porque de repente tenía la oportunidad en bandeja de clavarle el puñal y ni siquiera hizo amago alguno de alzarlo mientras se iba acercando sigilosamente hacia él. Una estocada por la espalda, igual que había hecho con el difunto cortesano, no terminaba de ser la venganza perfecta que reclamaban sus sentidos... De modo que al dar un mal paso contra una piedra y descubrir su posición justo a centímetros de la de él, el asesino se volteó rápidamente y en lugar de encajarle el cuchillo en sangre, lo único que se le ocurrió hacer al polaco fue asestarle un fuerte puñetazo que lo dejó tumbado sobre la tierra, completamente inconsciente.

Respiró de forma acelerada justo en ese momento, expulsando por la boca toda la tensión que había sido capaz de acumular en tanto tiempo y aquella fue la ocasión idónea para alzar la mirada y comprobar a la persona presa de su presa: una muchacha aparentemente indígena que no había visto en su vida... Se mantuvo sin apartar los ojos a la vez que jadeaba copiosamente y cuando se vio con la moral de pronunciar palabra, también se guardó el puñal, algo más reflexivo.

Mató a un amigo mío -se justificó secamente antes de arrodillarse y quedarse pensativo, de repente completamente inseguro de cómo actuar ahora que tenía su objetivo indefenso y a su merced total.

Parpadeé un momento, intentando comprender lo que mis ojos acababan de ser testigos. Pero fue su voz, aludiendo que aquél hombre había matado a un amigo suyo, la que me devolvió a la realidad, una realidad basada en la presencia de un rostro pálido de sangre tan fría como para matar a otro de su tribu.

Proferí un gruñido gutural y de un brinco, me posicioné sobre el altar, intentando sostenerme pese a sentir la inflamación de mi tobillo crecer y dedicándome punzantes latigazos de dolor. Pero no permití que aquél blanco divisara mi flaqueza. Sin dudarlo, extendí mi mano hacia el muro lateral y con cierta dificultad, extraje una calavera. Era consciente que no podía hacer demasiado con aquella arma, pero los huesos eran fuertes, quizás si se lo lanzaba a la cabeza podría propinarle un golpe suficiente como para distraerle y huir.

- Iyiniw… kesīpesow.- le aconsejé con frialdad, bajando levemente mi mentón y frunciendo la nariz como signo de amenaza.

Tras juguetear con el cráneo alzándolo al aire para volver a caer en mi palma, lo tomé con fuerza y ante un grito guerrero, se lo lancé con ira... sin recordar que mis movimientos no podían ser tan precisos al tener en cuenta la herida de mi tobillo, que fue lo que me desestabilizó en ese pedestal y me hizo caer estrepitosamente al suelo, aullando al clavarme el terreno pedregoso en mi trasero. Alcé la vista hacia el joven, aun con la cabeza sostenida por los orificios oculares, indicándole que un solo paso hacia mí, y sería hombre muerto.

Oscar apenas podía creerlo. Era ahora cuando empezaba a calibrar los riesgos de sus instintos vengativos y todavía no había decidido qué hacer con el cuerpo, al fin, indefenso de aquel engendro malformado de la moral. El subidón de adrenalina se había esfumado como si se lo hubiera tragado un agujero negro y sólo le quedara tomar aire hasta el éxtasis. Y por si fuera poco, la muchacha indígena reaccionaba como un gato malhumorado al que acababan de lanzarle un cubo de agua helada. Había tenido gatos antes, le encantaba su habilidad mecánica para enfurecerse cuando no conocían a la persona; ariscos, pero sinceros. Sabía que pasara lo que pasara actuaban desde dentro. Y eso les hacía especiales.

Eh... ¿Perdona?

Muchos gatos también le habían dado suerte en diversas ocasiones; le habían dado suerte o significado una señal del destino. Un consejo onírico, igual que los símbolos del Tarot. Aquella muchacha no era literalmente un gato, pero que curiosamente hubieran coincidido en ese momento, cuando se encontraba apunto de convertirse en asesino... ¿Casualidad? ¿Por qué? Aquel hijo de puta no le inspiraba la más mínima consideración. Pero la aparición de la muchacha empezaba a preocuparle incluso más.

Escucha, ¿tienes algún problema? Todo apunta a que acabo de salvarte la vida, me come el nabo que me lo agradezcas o no, pero guárdate las zarpas para personas como la que he dejado inconsciente, no para mí, que ni siquiera sé que cojones voy a hacer ahora con semejante... -chistó, y dejó de hablar para lanzarle una última ojeada al hombre. Se acercó hacia ella sin temor ni recelo alguno, deteniéndose a pocos centímetros y agarrando la calavera que había querido utilizar contra él- No pretendo hacerte daño, pero a chulo no me gana nadie. Como vuelvas a hacer algo parecido, te parto la cara, ¿entendido? ¡O sea, que tranquilízate, y déjame ver si te has roto algo!

Le dediqué una fiera mirada seguida de otro gruñido. ¿Cómo osaba amenazarme de tal forma? Aquél joven me había irritado con sus palabras y sus modos como si fuese uno de esos esclavos que… un momento, ¿había dicho que mi perseguidor había dado muerte a un conocido suyo? Entonces… ¿tenían relación entre ambos? ¿Y si era uno de ellos? ¿Y si ahora que se acercaba a mí sólo pretendía tomarme por la fuerza y regresarme con los Cross? Mordí mi labio inferior, dejando, casi aturdida, que apartara la calavera de mi mano. No obstante, cuando estuvo suficientemente cerca tomé impulso y le propiné una fuerte patada en su estómago, luchando a contratiempo para correr lejos de él, aunque a gatas debida a mi lesión. Así, escalé torpemente hacia el borde del muro, en el que me senté e intenté ocultar, contemplando cómo el blanco se retorcía antes de buscar la salida a aquella trampa que auguraba ser mortal para mí.

Entonces, pese a la penumbra que nos asolaba, distinguí un pasillo tras él que conducía hacia, muy probablemente, las tumbas de aquellas catacumbas. Y quizás más allá, habría la salida. ¿Qué debía hacer? ¿Cómo escapar de él? No podía atacarle con aquellas calaveras, pues muchas de ellas estaban firmemente sujetas y rompería los huesos antes de poder usarlas como armas. ¿Correr? El tobillo se me inflamaba y me suplicaba reposo. ¿Qué me quedaba? Estaba claro que allí, oculta tras el altar y sobre aquél muro, no podría permanecer mucho tiempo. Sólo veía una opción: atacar.

Y por ello, salté con todas las fuerzas hasta caer sobre él, usando mis dientes para morder su cuello y su brazo con el que intentaba protegerse de mi salvaje ofensiva, recordándome a mí misma, como una loba hambrienta. ¿A caso existía mucha diferencia entre ella y yo? Sólo una… el hambre que no sentía en ese momento.

Se llevó una mano a la barriga al recibir la agresividad del golpe y se mantuvo en esa posición mientras giraba únicamente el rostro para observar sus salvajes movimientos. Estaba asustada, claramente. Asustada o invadida por el odio, como se había hallado él minutos antes, días antes, milésimas antes de ver a su amigo muriendo... No podía culparla, ni siquiera sentir un acopio de acusación hacia ella, pero no era un imbécil, él seguía sin haberle hecho nada y si alguien venía en busca de guerra, lo último que iba a hacer era ofrecer la otra mejilla.

Tienes la capacidad de lógica atrofiada, nena. No he hecho nada contra ti para que me tengas que considerar tu enemigo, él también es el mío. Entre nosotros hay algo en común, por lo menos. Pero yo también tengo mis problemas, no voy a pagar con tu ira porque no sepas qué más hacer con ella.

Estuvo apunto de poner los ojos en blanco cuando la indígena hizo caso omiso y sa abalanzó sobre él con las garras abiertas, pero la necesidad de pararle los pies y lanzar un grito seco cuando sus colmillos acabaron en su cuello le ocuparon ante dicha tarea. La agarró del pescuezo como si, efectivamente, de un gato se tratara y la apartó de él empleando todas sus fuerzas. Sin problema alguno salvo el de procurar no herirla demasiado, se puso en pie junto a ella y la estampó contra el muro, sin soltarla de la cabeza y adheriendo la otra mano a su brazo, mientras apoyaba todo el resto del cuerpo para apresar el suyo.

¡Basta! ¿Me oyes? -le gritó contra sus ojos- ¡Te he dicho que te iba a partir la cara y no bromeaba, deja de actuar como una psicótica en celo! No voy a matarte, no voy a violarte y no tengo nada que ver con el subnormal que he dejado en el suelo. ¡Y lo sabrías si te dignaras a prestarme atención en lugar de tratarme como al diablo! -la muchacha forcejeaba, pero él apenas sentía sus tirones ni se inmutaba frente a los continuos arañazos, la potencia física de veintisiete años de supervivencia en momentos como aquellos resultaba inamovible- ¡Tranquilízate, joder, tienes que creer en lo que estoy haciendo que quepa en esa cabecita de simia! -dejó pasar unos cuantos segundos para que ella pudiera hacerlo y él empezo a recobrar el oxígeno de verdad. Se percató de que se estaba olvidando cada vez más del asesino de su amigo y el instante de confusión post-adrenalina verduga lo agradecía- Ahora voy a apartarme poco a poco y tú te irás por donde has venido y nunca más volveremos a encontrarnos, ¿de acuerdo?

El odio empañada mi mirada azabache y mantuve la respiración agitada incluso durante sus zarandeos y palabras de las que muchas desconocía su significado y que de otras simplemente no lograban causar en mí el sosiego que él intentaba proyectar mediante su voz varonil. No obstante, y aunque fue cierto que poco a poco su agarre fue perdiendo fuerza y me liberó, mis ojos fueron lo suficientemente rápidos como para atisbar el movimiento de muñecas que el no-muerto que yacía ene l terreno de las catacumbas y al que creí derrotado por aquél que me zarandeaba, apuntaba con su arma directamente hacia la espalda del muchacho que aún me hablaba, ajeno al entorno hostil en el que nos encontrábamos.

Sin vacilar un solo segundo, moví mi rodilla hacia la entrepierna del joven que aun usaba su cuerpo para evitar que me abalanzara feroz sobre él, propinándole un golpe que le hizo doblegar de dolor, suficiente para que la bala que emergió disparada del fusil en cuanto el otro apretó el gatillo, quedara incrustada en una de las calaveras que conformaba el muro, sintiendo el humillo de la bala acariciando la piel de mi mejilla. Tomé entonces una bocanada de aire, pues desde que había insinuado sus movimientos lo había contenido para así fijar mi atención en el objetivo.

El hombre me maldijo y mientras apuntaba torpemente hacia mi cabeza, me dio tiempo de tomar impulso y lanzarme sobre él, forcejeando para arrebatarle el arma que, ante mi sorpresa e inocencia dibujada en mi rostro, se disparó. Tragué saliva y contemplé cómo la sangre brotaba de la herida hasta formar un enorme charco carmesí.

El charco era mucho menos enorme de lo que el impacto aportaba al estado de shock, pero a Oscar también se lo pareció. El cuello le retrocedió sólo un centímetro y el movimiento casi fue idéntico a los propios de un ataque epiléptico, mas tan sólo se permitió uno.

Se movió deprisa, con la mano en el costado de su cuerpo donde la bala había estado apunto de atravesarle y se había tenido que contentar sólo con una rozadura profunda, como si de verdad hubiera entrado en su carne y después hubiera salido por el otro lado, porque eso era justamente lo que sentía el desequilibrio en su piel. Aprovechó la conmoción del suceso para propinar una patada a la mano del hombre y alargar los brazos al mismo tiempo, haciéndose con el arma en sus dedos y estampándole la empuñadura en la cabeza. De ese modo, el asesino volvió a quedar completamente indispuesto y esa vez, con sangre brotando de entre sus sienes.

Oscar no se molestó en comprobar si respiraba o si le había vuelto a dejar inconsciente. Se incorporó y no prestó más interés al moribundo, ni a la gata salvaje, ni a todo lo que le había llevado a tenerlos juntos en un mismo espacio. Dándoles la espalda, empezó a caminar con lentitud y los dedos de una sola mano taponando la herida, e ignoró el mareo general que le empezó a sacudir todo el esqueleto.

Estupendo...

Contemplé estupefacta cómo el muchacho se miraba el costado que barboteaba sangre sin límite alguno, tras lo que propinó un golpe sonoro al cráneo del agresor. ¿Cómo pudo hacer eso? Fruncí la nariz cuando le vi retroceder de la escena, como si quisiera alejarse de su crimen. ¿Pretendía huir de mí o cargarme literalmente con el muerto? Meneé la cabeza, ahora algo divertida cuando le vi tambalearse mientras dejaba un rastro de sangre tras cada uno de sus pasos. Me apresuré hasta ponerme a su altura, sujetándole por la cadera para que me confiara su peso y así no desfallecer, algo que pareció molestarle en un principio.

- Te desangras.- comenté en una observación simple, como si acabase de decir “está lloviendo” al asomarme a una ventana.

Y sin mediar más palabra, le conduje por aquél pasillo laberíntico, dejando atrás el altar dónde yacía el cadáver de un esclavista sin alma.

Tras varios minutos en silencio, sólo roto en ocasiones en quejidos de él, alcé la vista y contemplé el lugar en el que ahora nos habíamos perdido, una pequeña sala llena de nichos de antiguos difuntos. Lo bueno, era que el joven podría tumbarse sobre uno de aquellos sarcófagos y, de hecho, le indiqué que lo hiciera. Necesitaba inspeccionarle la herida para saber si aún quedaba la bala incrustada en su piel o no. ¿Confiaría en mí? ¿Confiaría yo en él, después de nuestro encuentro? ¿Por qué le ayudaba y no huía ahora que podía? Quizás porque era una buena persona. Tal vez porque me sentía culpable por haberle disparado. Quién sabe.

En cualquier otra situación habría contestado con un ronco y escéptico '¿Tú crees?', pero estaba claro que si hubiera sido otra situación, ni la muchacha ni nadie le habrían dirigido un 'Te desangras', referente a su estado. Contrario a lo que podría esperarse, el tono casual de su voz apaciguó serenamente a Oscar y con la ayuda de ella, pudo realizar más pasos seguidos sin pensar demasiado en el dolor que punzaba su carne.

Miró fijamente a la indígena cuando le ofreció reposo sobre una de aquellas lápidas. Los ojos del cortesano mezclaban impresión con respeto y un disparo que trataba de abrirse paso a través de la mirada de aquella chica sin necesidad de palabras. Quizá de ese modo, desconfiaría menos. Igual que él estuvo dispuesto a obedecerla, recostándose seguidamente en la gélida roca que le despertó todos los sentidos todavía abrumados por la tensión acumulada, pero que no tardaron en regresar como afiladas carceleras que lo ataban a un destino temeroso; la herida todavía seguía sangrando mucho.

Mi nombre es Oscar -se presentó de repente, aún con su mano en el costado y clavándole atentamente sus pupilas a la joven, ignorando el reciente picor que sobrevoló por encima de su mordisco en el cuello-. Y retiro lo de 'simia'.

No tenía intención alguna de intimar con aquél sujeto llamado Ozcag y de hecho, aun no entendía por qué estaba ahora desgarrando mi escaso ropaje para taponar la sangre que emanaba de su herida, sobretodo, teniendo en cuenta que había sido él quién me había atacado antes y al que yo ahora socorría. Fruncía los labios mientras intentaba extraerle la bala con mis propios dedos, aunque más que ayudar, parecía que se la clavaba más en las entrañas. Meneé la cabeza y miré al hombre.

- Espera.- le advertí con rudeza antes de alzarme del suelo en el que me hallaba acuclillada y empezaba a correr hacia todas partes, perdiéndome en aquél laberinto mientras buscaba la salida para así surcar el regreso al árbol en el que residía junto a Wonkus, pues sabía que allí encontraría algún que otro remedio para calmar el dolor del blanco y sanar su herida.

Pero nunca regresé en su ayuda, dado que me olvidé de la turbulenta situación en la que me encontraba, pues al girar una esquina de aquellos muros hechos de calaveras y huesos humanos, me tropecé con varios hombres que sólo al verme sonrieron mezquinamente, haciéndose señales entre ellos antes de abalanzarse sobre mí, aun sorprendida y con la guardia baja, cansada para forcejear con tantos que, de un golpe, me arrebataron la consciencia…

Hasta que desperté en una extraña, mugrienta y fría celda con el cuerpo amoratado y con visibles signos de violencia tales como mordiscos y latigazos. Sólo entonces recordé lo acontecido y maldije mi suerte, a los blancos y sobre todo, a los traficantes de esclavos que ya contabilizaban el valor de mi cuerpo en francos. Y así fue como terminé encadenada y expuesta como un jarrón clásico frente a una multitud que gritaba cifras astronómicas sin comprender qué era lo que querían de mí. Así es, este episodio es el que me llevó a la fatídica subasta.