AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Pentagramas en blanco (Oscar Llobregat)
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Pentagramas en blanco (Oscar Llobregat)
El frío nunca me había incomodado. Cuando sólo era una niña había disfrutado con él, había jugado entre la nieve, había correteado por los campos blancos austríacos, lo había sentido y lo había comprendido. Ni una vez me puse enferma durante el invierno. Era una hija del Norte y no tenía miedo al frío. Pero, a pesar de eso, también sabía que el frío podía ser mortal, agudo y afilado. Por eso, mi institutriz, una mujer delgaducha y pajiza, procuraba que fuese siempre bien protegida, y yo adoraba sentir la calidez del abrigo de lana y la textura de la nieve sobre los guantes.
Pero esos tiempos habían pasado. Yo ya no era una niña, ya no estaba en Austria y ya no podía sentir ni frío ni calor. Por eso, para recuperar un poco de la calidez de mi infancia, solía visitar el café de Flore; el bomboneo de la sangre de los parisinos reunidos en el café, sus risas, sus conversaciones...en definitiva, su aliento de vida, conseguía mantenerme caliente, al menos, en parte. Además, era el sitio idóneo para concentrarme en mi nuevo proyecto.
Crucé la avenida y giré hacia la derecha. Era un lugar concurrido, donde era más fácil pasar desapercibida, y eso precisamente era lo que yo pretendía. Me senté en la mesa más alejada, pegada a la pared y pronto, saqué todos los folios que guardaba en mi maletín. En otro tiempo, rozar tan si quiera la piel de la valija me habría provocado una bandada de recuerdos y sensaciones dolorosas. Ahora, simplemente, no sentía nada. Eso era lo que más me aterrorizaba de todo; estaba avanzando, estaba olvidando.
Coloqué el tintero sobre la mesa y agarré mi pluma. Pronto, empecé a revisar lo que llevaba hecho hasta ese momento; un Do que debería ser cambiado por un Fa, un La por un Si bemol...Subir una escala más el segundo acto...
El camarero vino a atenderme. Yo pedí un simple café. Siempre pedía café, aunque nunca lo probaba.
Las voces y murmullos de la gente del café se hicieron a un lado en mi mente, que se vio acaparada por otro tipo de sonidos más melodiosos y calculados. En mi cabeza se tarareaba sin cesar la melodía principal del ballet. Pero había algo en ella que no me convencía del todo.
"No inspira. Es sosa, raída. Cuenta lo mismo que ya hemos escuchado otras veces. Mátala, mátala muchas veces...y luego vuelve a resucitarla. Sólo así podrás componer algo decente"
Eso es lo que diría Friedrich, sólo él podía hablar de la música como algo vivo, cambiante, que crece y se agranda. Pero yo no era mi Maestro, nunca tendría el talento del que él gozaba...Si tan sólo...
Suspiré y me masajeé las sienes, para no exasperarme. Aparté la vista unos momentos de los pentagramas y recorrí la sala con la mirada en busca de algo de inspiración. De pronto, mis ojos se detuvieron en la figura de un hombre. Un hombre con una mirada casi ausente. Desprendía un aire elegante y refinado, aunque, por sus ropas no diría que fuese de clase alta. De perfil atractivo, que se asemejaba un tanto al de las antiguas esculturas griegas y con unos labios gruesos y sugerentes.
Y, sin saber por qué, supe que era a él a quien andaba buscando.
Un carraspeo me devolvió a la realidad. Me giré hacia el camarero que me lanzó una mirada de reproche.
-Señorita, su café.
Asentí y di las gracias, algo avergonzada. No sabía cuánto tiempo había estado el camarero esperando a que terminase mi inspección, pero lo que más me abochornaba era que me hubiese sorprendido en aquella situación.
Pero esos tiempos habían pasado. Yo ya no era una niña, ya no estaba en Austria y ya no podía sentir ni frío ni calor. Por eso, para recuperar un poco de la calidez de mi infancia, solía visitar el café de Flore; el bomboneo de la sangre de los parisinos reunidos en el café, sus risas, sus conversaciones...en definitiva, su aliento de vida, conseguía mantenerme caliente, al menos, en parte. Además, era el sitio idóneo para concentrarme en mi nuevo proyecto.
Crucé la avenida y giré hacia la derecha. Era un lugar concurrido, donde era más fácil pasar desapercibida, y eso precisamente era lo que yo pretendía. Me senté en la mesa más alejada, pegada a la pared y pronto, saqué todos los folios que guardaba en mi maletín. En otro tiempo, rozar tan si quiera la piel de la valija me habría provocado una bandada de recuerdos y sensaciones dolorosas. Ahora, simplemente, no sentía nada. Eso era lo que más me aterrorizaba de todo; estaba avanzando, estaba olvidando.
Coloqué el tintero sobre la mesa y agarré mi pluma. Pronto, empecé a revisar lo que llevaba hecho hasta ese momento; un Do que debería ser cambiado por un Fa, un La por un Si bemol...Subir una escala más el segundo acto...
El camarero vino a atenderme. Yo pedí un simple café. Siempre pedía café, aunque nunca lo probaba.
Las voces y murmullos de la gente del café se hicieron a un lado en mi mente, que se vio acaparada por otro tipo de sonidos más melodiosos y calculados. En mi cabeza se tarareaba sin cesar la melodía principal del ballet. Pero había algo en ella que no me convencía del todo.
"No inspira. Es sosa, raída. Cuenta lo mismo que ya hemos escuchado otras veces. Mátala, mátala muchas veces...y luego vuelve a resucitarla. Sólo así podrás componer algo decente"
Eso es lo que diría Friedrich, sólo él podía hablar de la música como algo vivo, cambiante, que crece y se agranda. Pero yo no era mi Maestro, nunca tendría el talento del que él gozaba...Si tan sólo...
Suspiré y me masajeé las sienes, para no exasperarme. Aparté la vista unos momentos de los pentagramas y recorrí la sala con la mirada en busca de algo de inspiración. De pronto, mis ojos se detuvieron en la figura de un hombre. Un hombre con una mirada casi ausente. Desprendía un aire elegante y refinado, aunque, por sus ropas no diría que fuese de clase alta. De perfil atractivo, que se asemejaba un tanto al de las antiguas esculturas griegas y con unos labios gruesos y sugerentes.
Y, sin saber por qué, supe que era a él a quien andaba buscando.
Un carraspeo me devolvió a la realidad. Me giré hacia el camarero que me lanzó una mirada de reproche.
-Señorita, su café.
Asentí y di las gracias, algo avergonzada. No sabía cuánto tiempo había estado el camarero esperando a que terminase mi inspección, pero lo que más me abochornaba era que me hubiese sorprendido en aquella situación.
Carolina Van de Valley- Vampiro Clase Media
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Re: Pentagramas en blanco (Oscar Llobregat)
Una cafetería resultaba el mejor hábitat de relajación cuando lo que se quería reflexionar no era tan costoso como para que la presencia de desconocidos presionara los pensamientos. La soledad se repartía en cada esquina y a todas horas, como las víctimas de los carteristas de las callejuelas menos limpias o las del ‘agua va’ de los parisinos todavía más sucios que, a veces, advertían únicamente para ver las expresiones antes del gran diluvio hecho vómito. Oscar no era enemigo de la soledad, que bien perfilaba el dicho de algún toca-pelotas aburrido; en su caso, más bien era como un hermano algo taciturno que no había tenido la oportunidad de elegir. Y aunque cada día se le confirmaba la triste evidencia de que él era el mayor de ambos, le gustaba darle esquinazo en días como aquellos y embadurnarse del sonido de tazas y platos y ameno bullicio para leer el periódico o dibujar sobre él.
Sus dibujos solían verse bastante sencillos y en la mayoría de ocasiones no significaban más que las marcas de un aburrimiento supino, pero aquella vez, no sabía qué estaría formándose desde la otra punta de su lapicero… Lo había comprado junto a otro montón más en una tienda al azar cuando llegó por primera vez a Francia y poco a poco, año tras año, se le habían ido perdiendo todos hasta quedarse sólo con dos. Ése en concreto lo llevaba siempre que salía, no importaba si acababa usándolo o no, y en ese momento temblaba entre sus dedos, bajo el recuerdo del reencuentro con Aryel en los callejones y su pasado polaco convertido en virutas de fuego eterno y lagos carmesí derramados. Si tan sólo pudiera pensar también en el instante, todavía en su tierra, en que perdió la virginidad con ella sin que sus labios comenzaran a sangrar… Tendría la mayor parte del acertijo de sus garabatos resuelto.
Pidió té, porque a pesar de todo, el sabor del café nunca terminaba de cuajarle y cualquier infusión de propiedades terapéuticas formaba parte de su vida desde que se empezó a hacer amigo de curanderos y herboristas ya siendo muy niño. Lo pidió negro, para congeniar un poco con la bebida estrella del local, y cuando el muchacho que cogía su pedido se marchó, dejó libre un perfecto campo de visión que condujo la mirada del cortesano hacia la de una mujer cuya mesa tenía frente a la suya. No habría permanecido tanto tiempo observándola de no ser porque descubrió que ella ya lo había hecho de antes y cuando otro de los camareros llegó con su café para distraerla, él lo aprovecho justamente para lo contrario: Oscar erró la intensidad migratoria de sus pupilas por todo aquel rostro esbelto que la encajaba gustosamente en el cuadro sofisticado del ambiente, perdiéndose por la claridad de sus ojos que se dejaban atrapar en el vagar hacia sus cabellos dorados y la perlada palidez de su piel…
'Joder…'
A pesar de a lo que se dedicaba, no todos los días se encontraba con bellezas tan intactas de aquel tipo y por eso se permitió ser todo lo descarado que el embeleso natural requería hasta que notó que algo salía disparado de su mesa y acababa surcando el pavimento hacia la mesa de aquella mujer en cuestión. Miró instantáneamente hacia la mano que sujetaba el lapicero y no sólo descubrió sus uñas hartamente aferradas a la madera, sino que lo que se había propulsado de ahí con tanta potencia había sido la punta del carboncillo. Rápidamente, se puso en pie y caminó con resolución en busca del objeto, aunque ya de poco pudiera servirle.
Disculpadme, mademoiselle –se excusó, al agacharse cerca de su asiento y recoger el desecho artístico. No apartó su incitante mirada en ningún momento y pensó que de algo sí le había servido: había encontrado la excusa para acabar a sólo dos pasos de ella.
Sus dibujos solían verse bastante sencillos y en la mayoría de ocasiones no significaban más que las marcas de un aburrimiento supino, pero aquella vez, no sabía qué estaría formándose desde la otra punta de su lapicero… Lo había comprado junto a otro montón más en una tienda al azar cuando llegó por primera vez a Francia y poco a poco, año tras año, se le habían ido perdiendo todos hasta quedarse sólo con dos. Ése en concreto lo llevaba siempre que salía, no importaba si acababa usándolo o no, y en ese momento temblaba entre sus dedos, bajo el recuerdo del reencuentro con Aryel en los callejones y su pasado polaco convertido en virutas de fuego eterno y lagos carmesí derramados. Si tan sólo pudiera pensar también en el instante, todavía en su tierra, en que perdió la virginidad con ella sin que sus labios comenzaran a sangrar… Tendría la mayor parte del acertijo de sus garabatos resuelto.
Pidió té, porque a pesar de todo, el sabor del café nunca terminaba de cuajarle y cualquier infusión de propiedades terapéuticas formaba parte de su vida desde que se empezó a hacer amigo de curanderos y herboristas ya siendo muy niño. Lo pidió negro, para congeniar un poco con la bebida estrella del local, y cuando el muchacho que cogía su pedido se marchó, dejó libre un perfecto campo de visión que condujo la mirada del cortesano hacia la de una mujer cuya mesa tenía frente a la suya. No habría permanecido tanto tiempo observándola de no ser porque descubrió que ella ya lo había hecho de antes y cuando otro de los camareros llegó con su café para distraerla, él lo aprovecho justamente para lo contrario: Oscar erró la intensidad migratoria de sus pupilas por todo aquel rostro esbelto que la encajaba gustosamente en el cuadro sofisticado del ambiente, perdiéndose por la claridad de sus ojos que se dejaban atrapar en el vagar hacia sus cabellos dorados y la perlada palidez de su piel…
'Joder…'
A pesar de a lo que se dedicaba, no todos los días se encontraba con bellezas tan intactas de aquel tipo y por eso se permitió ser todo lo descarado que el embeleso natural requería hasta que notó que algo salía disparado de su mesa y acababa surcando el pavimento hacia la mesa de aquella mujer en cuestión. Miró instantáneamente hacia la mano que sujetaba el lapicero y no sólo descubrió sus uñas hartamente aferradas a la madera, sino que lo que se había propulsado de ahí con tanta potencia había sido la punta del carboncillo. Rápidamente, se puso en pie y caminó con resolución en busca del objeto, aunque ya de poco pudiera servirle.
Disculpadme, mademoiselle –se excusó, al agacharse cerca de su asiento y recoger el desecho artístico. No apartó su incitante mirada en ningún momento y pensó que de algo sí le había servido: había encontrado la excusa para acabar a sólo dos pasos de ella.
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Re: Pentagramas en blanco (Oscar Llobregat)
Yo no creía en el Destino. Al menos, no en aquella época. Pensaba que todo se debía al puro azar, la suerte; nuestra existencia (y me refiero tanto a seres sobrenaturales como humanos) se debía sólo a una serie de afortunadas mutaciones, la creencia absurda del amor romántico estaba basado solamente en la proximidad social y geográfica de unas personas con otras.
No, para mí, no existía el Destino. Pero, en algunas ocasiones, pasan cosas inexplicables a las que no sabemos a quién atribuir el mérito. Supuse que aquélla era una de esas situaciones.
No sabía cómo había llegado su carboncillo al fondo de mi taza. Habría tenido que cruzar un largo camino desde la barra hasta mí. Pero lo cierto era que se había colado en mi café con un impulso tal que había salpicado unas cuantas gotas en mis pentagramas. Y, a los pocos minutos, el muchacho que había estado observando, estaba delante de mí en aquellos momentos.
¿Destino o suerte?
Sin duda, los intelectuales que poblaban la cafetería esa noche lo achacarían a la eventualidad. Los artistas, por otro lado, impregnaría ese encuentro con el espíritu del romanticismo y la fantasía.
Yo, como bien he expresado con anterioridad, estaba más cercana al realismo de los primeros que al idealismo de los segundos, a pesar de que los músicos siempre se nos ha considerado de éstos últimos. Claro que la fantasía del populacho formaba ya parte de mi vida, hasta llegar a límites insospechados.
-Me temo que se ha...colado en mi taza.-fue mi escueta respuesta a los intentos fracasados del joven por buscar el carboncillo en el suelo.
Con un gesto de mano, avisé al camarero para que cambiase mi taza y, de paso, recuperase el carboncillo del muchacho.
El cualquier otra circunstancia, habría despachado al joven en cuanto el garçon le hubiese devuelto el lápiz, para quedar otra vez sola y concentrada en la música. Por regla general, no me gusta que me distrajesen de mis asuntos, pero, en aquella ocasión, retuve al humano unos instantes más.
-Espere un momento, yo...-en realidad, no sabía por dónde empezar. Mis dotes conversacionales se habían oxidado con el tiempo.-Le he estado observando antes y bueno, quisiera hablar con usted unos segundos. Si tiene tiempo claro, no quisiera importunarlo...-comencé a titubear un poco. No se me daba bien hablar, mucho menos con completos desconocidos. Aunque debería haberme acostumbrado; esto era Francia.
No, para mí, no existía el Destino. Pero, en algunas ocasiones, pasan cosas inexplicables a las que no sabemos a quién atribuir el mérito. Supuse que aquélla era una de esas situaciones.
No sabía cómo había llegado su carboncillo al fondo de mi taza. Habría tenido que cruzar un largo camino desde la barra hasta mí. Pero lo cierto era que se había colado en mi café con un impulso tal que había salpicado unas cuantas gotas en mis pentagramas. Y, a los pocos minutos, el muchacho que había estado observando, estaba delante de mí en aquellos momentos.
¿Destino o suerte?
Sin duda, los intelectuales que poblaban la cafetería esa noche lo achacarían a la eventualidad. Los artistas, por otro lado, impregnaría ese encuentro con el espíritu del romanticismo y la fantasía.
Yo, como bien he expresado con anterioridad, estaba más cercana al realismo de los primeros que al idealismo de los segundos, a pesar de que los músicos siempre se nos ha considerado de éstos últimos. Claro que la fantasía del populacho formaba ya parte de mi vida, hasta llegar a límites insospechados.
-Me temo que se ha...colado en mi taza.-fue mi escueta respuesta a los intentos fracasados del joven por buscar el carboncillo en el suelo.
Con un gesto de mano, avisé al camarero para que cambiase mi taza y, de paso, recuperase el carboncillo del muchacho.
El cualquier otra circunstancia, habría despachado al joven en cuanto el garçon le hubiese devuelto el lápiz, para quedar otra vez sola y concentrada en la música. Por regla general, no me gusta que me distrajesen de mis asuntos, pero, en aquella ocasión, retuve al humano unos instantes más.
-Espere un momento, yo...-en realidad, no sabía por dónde empezar. Mis dotes conversacionales se habían oxidado con el tiempo.-Le he estado observando antes y bueno, quisiera hablar con usted unos segundos. Si tiene tiempo claro, no quisiera importunarlo...-comencé a titubear un poco. No se me daba bien hablar, mucho menos con completos desconocidos. Aunque debería haberme acostumbrado; esto era Francia.
Carolina Van de Valley- Vampiro Clase Media
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Re: Pentagramas en blanco (Oscar Llobregat)
Guardó silencio mientras la situación proseguía su curso y cuando se le comunicó el paradero de su carboncillo, se guardó en el bolsillo la enorme cantidad de segundos que fueron necesarios para que una contundente carcajada no escapara de sus labios. En cualquier otra ocasión, no habría tenido ningún reparo en ser todo lo espontáneamente desconsiderado que sus reacciones naturales requiriesen, pero el impecable garbo de aquella mujer le había atontado un poco y no estaba acostumbrado a que alguien le aturdiera al instante sólo por su aspecto físico. ¿Es que tenía quince años?
Quizá podrían inventar un sabor nuevo...
(Lo peor era que ni siquiera con quince años recordaba que le hubiera pasado nada parecido)
En cualquier caso, lo siento mucho -se apresuró a seguir disculpándose.
Toda aquella escena le habría resultado digna de unas cuantas risotadas que ambientaran un poco aquel entorno de aburrida pulcritud y así perturbar a cualquier curioso de monóculo dorado que no tuviese nada mejor que hacer que husmear el acontecer ajeno. Incluso desconcertar a la persona cuyo café acababa de profanar tan artísticamente, pero en el momento real y presente, Oscar se hallaba otra vez perdido entre aquellos mechones fulgurantes y esa tez de irreparable belleza... y teniendo que sopesar con un comportamiento nuevo.
(En fin... Al menos, su expresión facial continuaba siendo igual de recia, sólo le faltaba poner cara de imbécil y dejar de considerarse un adulto para siempre)
Yo pagaré ese café -indicó al camarero cuando ella pidió otro.
Si bien tenía la intención de continuar mirando a aquella mujer de todas maneras (puede que porque durante todo ese tiempo estaba atrapado en la suspensión de su agraciada figura y el cortesano nunca había identificado pudor alguno en los años que llevaba siendo persona), sus pies quedaron todavía más anclados al suelo tras la inesperada petición de la desconocida.
Tengo tiempo -fue su contundente respuesta y aunque también habría sido normal en él tomar asiento junto a ella a pesar de que no se lo hubiera propuesto, se mantuvo a la espera de una invitación, y todavía sin permitirse un descanso en la contemplación de la beldad femenina, inclinó un poco la cabeza para presentarse-. Oscar Llobregat, y ni siquiera soy dibujante.
Quizá podrían inventar un sabor nuevo...
(Lo peor era que ni siquiera con quince años recordaba que le hubiera pasado nada parecido)
En cualquier caso, lo siento mucho -se apresuró a seguir disculpándose.
Toda aquella escena le habría resultado digna de unas cuantas risotadas que ambientaran un poco aquel entorno de aburrida pulcritud y así perturbar a cualquier curioso de monóculo dorado que no tuviese nada mejor que hacer que husmear el acontecer ajeno. Incluso desconcertar a la persona cuyo café acababa de profanar tan artísticamente, pero en el momento real y presente, Oscar se hallaba otra vez perdido entre aquellos mechones fulgurantes y esa tez de irreparable belleza... y teniendo que sopesar con un comportamiento nuevo.
(En fin... Al menos, su expresión facial continuaba siendo igual de recia, sólo le faltaba poner cara de imbécil y dejar de considerarse un adulto para siempre)
Yo pagaré ese café -indicó al camarero cuando ella pidió otro.
Si bien tenía la intención de continuar mirando a aquella mujer de todas maneras (puede que porque durante todo ese tiempo estaba atrapado en la suspensión de su agraciada figura y el cortesano nunca había identificado pudor alguno en los años que llevaba siendo persona), sus pies quedaron todavía más anclados al suelo tras la inesperada petición de la desconocida.
Tengo tiempo -fue su contundente respuesta y aunque también habría sido normal en él tomar asiento junto a ella a pesar de que no se lo hubiera propuesto, se mantuvo a la espera de una invitación, y todavía sin permitirse un descanso en la contemplación de la beldad femenina, inclinó un poco la cabeza para presentarse-. Oscar Llobregat, y ni siquiera soy dibujante.
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Re: Pentagramas en blanco (Oscar Llobregat)
El gesto del joven me tomó por sorpresa. Las gentes hablan mucho de la hospitalidad innata de los parisinos, pero, en los tiempos que corrían, eso se antojaba más como una leyenda o quizá una burla; los pobres seguían siendo pobres y los ricos seguían siendo ricos, apesar de que la Revolución dio un gran paso para mejorar la situación.
Sin embargo, el muchacho que tenía delante tenía un acento que, aunque no podía ubicar con certeza, sabía que no era francés. El hombre se presentó como Oscar Llobregat. Extendí mi mano enguantada-siempre llevaba guantes para evitar preguntas incómodas acerca de mi anormalmente baja temperatura corporal-e incliné la cabeza a modo de saludo.
-Carolina Van de Valley. Y no tenía por qué haberse molestado en invitarme.-dije, tratando de ser cortés. Examiné más al joven y le invité a que tomase asiento. Recogí todos los papeles de pentagrama desperdigamos por la mesa para hacer hueco al segundo café que no tardaría en llegar.
-Siento haber sido tan directa, pero voy a serle sincera; me alegro de que no sea dibujante de profesión porque es usted justo lo que estoy buscando.-ladeé una sonrisa y mi apatía habitual dio paso a un extraño y alegre entusiasmo infantil.
Examiné al muchacho, que pareció un poco desconcertado. Era atractivo, joven y bien formado, con un extraño magnetismo que no se encontraban en todos los hombres. En resumen; él era perfecto y no podía dejar pasar la oportunidad. Si bien mi ballet era aún una efímera idea revoloteando por mi mente, tenía la intención de llevarla a cabo.
-He estado...he estado observándolo antes...-confesé, un poco avergonzada.-...y creo que sería un perfecto Gato con Botas.-me apresuré a explicarme más concretamente-Verá, soy compositora y actualmente estoy trabajando en una obra acerca del cuento de Perrault y, bueno, cuando lo he visto allí en la barra supe que era usted el perf...-no acabé la frase (aunque tampoco hacía falta), pues en seguida vino el garçon con el café.
Sin embargo, el muchacho que tenía delante tenía un acento que, aunque no podía ubicar con certeza, sabía que no era francés. El hombre se presentó como Oscar Llobregat. Extendí mi mano enguantada-siempre llevaba guantes para evitar preguntas incómodas acerca de mi anormalmente baja temperatura corporal-e incliné la cabeza a modo de saludo.
-Carolina Van de Valley. Y no tenía por qué haberse molestado en invitarme.-dije, tratando de ser cortés. Examiné más al joven y le invité a que tomase asiento. Recogí todos los papeles de pentagrama desperdigamos por la mesa para hacer hueco al segundo café que no tardaría en llegar.
-Siento haber sido tan directa, pero voy a serle sincera; me alegro de que no sea dibujante de profesión porque es usted justo lo que estoy buscando.-ladeé una sonrisa y mi apatía habitual dio paso a un extraño y alegre entusiasmo infantil.
Examiné al muchacho, que pareció un poco desconcertado. Era atractivo, joven y bien formado, con un extraño magnetismo que no se encontraban en todos los hombres. En resumen; él era perfecto y no podía dejar pasar la oportunidad. Si bien mi ballet era aún una efímera idea revoloteando por mi mente, tenía la intención de llevarla a cabo.
-He estado...he estado observándolo antes...-confesé, un poco avergonzada.-...y creo que sería un perfecto Gato con Botas.-me apresuré a explicarme más concretamente-Verá, soy compositora y actualmente estoy trabajando en una obra acerca del cuento de Perrault y, bueno, cuando lo he visto allí en la barra supe que era usted el perf...-no acabé la frase (aunque tampoco hacía falta), pues en seguida vino el garçon con el café.
Carolina Van de Valley- Vampiro Clase Media
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Re: Pentagramas en blanco (Oscar Llobregat)
Oscar prosiguió con su solazada contemplación hacia la persona que tenía frente a él, efecto y estado (y cualquier reacción que describiera el acto de maravillarse) que en todo momento esquivaba en su expresión tratando de parecer lo más centrado posible en la mera situación en sí: los sonidos falsamente casuales del lugar, la iluminación acolchada entre los resquicios del cielo y la aportación artificial del propio establecimiento que los situaban en algo que no acababa de ser crepúsculo, pero tampoco noche. Ese pequeño círculo o cuadrado o cualquier forma geométrica e innecesaria dentro de lo abstracto que caracterizaba aquel instante de embeleso… de pequeños sucesos que encuadraban al cortesano y la dama lejos de su alrededor, a la vez que tan pesarosamente allegados al transcurso de sus consecuencias.
Eso sí, cuando llegó el momento de escuchar la parte del gato con botas y ‘la obra’, no pudo evitar alzar un tanto las cejas y cambiar los atributos de su observación por unos que correspondieran a la inescrutable sorpresa. No se hacía grotesca la idea de relacionarla a ella con un ámbito dado al arte o cualquiera capaz de equipararse al tipo de descripciones que requerían su bella presencia, pero todavía era un poco reacio a pensar que él pudiera encajar en todo aquello. Conocía a creadores bohemios que se aprovechaban del escándalo o de la idealización de la actitud destapada en los burdeles para inspirar sus trabajos y sencillamente, la carne resultaba una forma más sobre el tapiz o las palabras o la vista. Sin embargo, nunca se vio a sí mismo como parte del engranaje creativo de una musa o apareciendo en mitad de un escenario para forjar actos primorosos. Sin duda, la tal Carolina debía de tratarse de una virtuosa dada a ignorar los convencionalismos para hacer una afirmación semejante.
El gato con botas, vaya –repitió, con una media sonrisa entre sarcástica y circunstancial, que marcaba su rostro con el atractivo natural que le recorría, incluso cuando únicamente reaccionaba con la suspicacia habitual ante la vida-. No todo el mundo me ha hecho esa observación nada más conocerme. Y sé que aún no me conocéis en su justa medida, pues no veo qué cosas dirá mi físico respecto a ese papel tan curioso, pero yo, desde luego, no sería tan considerado con un Marqués de Carabás. Ni siquiera lo soy conmigo mismo…
Rió ante el comentario del dibujante de profesión y trató de contenerse a la hora de hacer referencia a cuál era su verdadera profesión… Quizá no le alegrase tanto y alejara de su conclusión cualquier referencia a un mundo tan exaltado como el que debía de estar proponiéndole. Echó una nueva ojeada a las partituras que reposaban en su mesa y pensó que la mujer en cuestión, al menos a simple vista, parecía seguir el canon púdico de un escándalo acorde a la revelación de su oficio. O tal vez, Oscar la estaba idealizando demasiado, de repente en un carácter más propio del platonismo en la pubertad que de un comportamiento habitual en su personalidad madura y desengañada. Y esa última opción le hacía alarmarse levemente dentro de una escena que sencillamente le interesaría, pero no le quitaría el sueño.
Aprovechó que el garçon traía el nuevo café para indicarle que trasladaran su pedido a esa mesa y cuando volvieron a quedar solos, Oscar se recostó mejor sobre su asiento y habló con un tono de voz tan despreocupado como cernido, jugando nuevamente con esa ambigüedad que también lo torturaba a él.
¿Y de qué es la obra en cuestión? –quiso saber- ¿Teatro, ópera, ballet? ¿Y por qué creéis que sería perfecto para hacer de ese avispado minino? De todas formas, en cualquiera de esos campos, soy total y lamentablemente nulo.
Su té no tardó en llegar a los pocos minutos y se permitió regodearse en la extrañada impresión que causaba la elección del pedido en contraste con lo que sería normal en una cafetería, mientras procedía a removerlo con la cucharilla e ignorar los terrones de azúcar, externos a calzar con lo que su paladar podía tolerar y lo que no.
Eso sí, cuando llegó el momento de escuchar la parte del gato con botas y ‘la obra’, no pudo evitar alzar un tanto las cejas y cambiar los atributos de su observación por unos que correspondieran a la inescrutable sorpresa. No se hacía grotesca la idea de relacionarla a ella con un ámbito dado al arte o cualquiera capaz de equipararse al tipo de descripciones que requerían su bella presencia, pero todavía era un poco reacio a pensar que él pudiera encajar en todo aquello. Conocía a creadores bohemios que se aprovechaban del escándalo o de la idealización de la actitud destapada en los burdeles para inspirar sus trabajos y sencillamente, la carne resultaba una forma más sobre el tapiz o las palabras o la vista. Sin embargo, nunca se vio a sí mismo como parte del engranaje creativo de una musa o apareciendo en mitad de un escenario para forjar actos primorosos. Sin duda, la tal Carolina debía de tratarse de una virtuosa dada a ignorar los convencionalismos para hacer una afirmación semejante.
El gato con botas, vaya –repitió, con una media sonrisa entre sarcástica y circunstancial, que marcaba su rostro con el atractivo natural que le recorría, incluso cuando únicamente reaccionaba con la suspicacia habitual ante la vida-. No todo el mundo me ha hecho esa observación nada más conocerme. Y sé que aún no me conocéis en su justa medida, pues no veo qué cosas dirá mi físico respecto a ese papel tan curioso, pero yo, desde luego, no sería tan considerado con un Marqués de Carabás. Ni siquiera lo soy conmigo mismo…
Rió ante el comentario del dibujante de profesión y trató de contenerse a la hora de hacer referencia a cuál era su verdadera profesión… Quizá no le alegrase tanto y alejara de su conclusión cualquier referencia a un mundo tan exaltado como el que debía de estar proponiéndole. Echó una nueva ojeada a las partituras que reposaban en su mesa y pensó que la mujer en cuestión, al menos a simple vista, parecía seguir el canon púdico de un escándalo acorde a la revelación de su oficio. O tal vez, Oscar la estaba idealizando demasiado, de repente en un carácter más propio del platonismo en la pubertad que de un comportamiento habitual en su personalidad madura y desengañada. Y esa última opción le hacía alarmarse levemente dentro de una escena que sencillamente le interesaría, pero no le quitaría el sueño.
Aprovechó que el garçon traía el nuevo café para indicarle que trasladaran su pedido a esa mesa y cuando volvieron a quedar solos, Oscar se recostó mejor sobre su asiento y habló con un tono de voz tan despreocupado como cernido, jugando nuevamente con esa ambigüedad que también lo torturaba a él.
¿Y de qué es la obra en cuestión? –quiso saber- ¿Teatro, ópera, ballet? ¿Y por qué creéis que sería perfecto para hacer de ese avispado minino? De todas formas, en cualquiera de esos campos, soy total y lamentablemente nulo.
Su té no tardó en llegar a los pocos minutos y se permitió regodearse en la extrañada impresión que causaba la elección del pedido en contraste con lo que sería normal en una cafetería, mientras procedía a removerlo con la cucharilla e ignorar los terrones de azúcar, externos a calzar con lo que su paladar podía tolerar y lo que no.
Última edición por Oscar Llobregat el Miér Feb 29, 2012 7:55 pm, editado 1 vez
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Re: Pentagramas en blanco (Oscar Llobregat)
No sé qué me había llevado a formular tal cuestión a un hombre al que acababa de conocer de manera tan fortuita como insólita. Me sentía un poco ingenua y estúpida por haberme dejado llevar por una mera suposición, ¿qué me había hecho pensar que podría encontrar a la estrella de mi obra tan fácilmente en una cafetería perdida de París? Me dejé llevar por las ilusiones vanguardistas de los ambientes de terraza y las frases como "Esto es Francia. Aquí todo puede pasar" y si bien, después de llevar cuatro años en la capital galesa, no había encontrado el espíritu errante y despreocupado que caracterizaba a los más afamados artistas de la nación aún no había desistido en mi intento. No es que soñase con teatros repletos y carteles a mi nombre, pero la música era lo único que me mantenía aislada de otras cuestiones menos gratas, aquellas que sin importar cómo, se habían grabado a fuego.
Fuera como fuese y sorprendentemente, la pregunta salió de mis labios casi antes de que la hubiera terminado de gestar en mi mente, pero el aspecto enérgico, resuelto y a la vez taimado que desprendía el tal Oscar me había dado el impulso suficiente para abordar a un extraño de esa manera tan poco cortés. Admito que la aparente negativa del joven me decepcionó un poco, pero de faranduleros y comediantes estaba hecho el mundo, aunque, para mi desgracia, no todos se limitaban a los teatros, también en la vida real los había, y no sólo de profesión.
-Lo siento, Herr Llobregat. Quizá he sido demasiado arrojada al plantearle directamente esa cuestión sin a penas haber intercambiado unas cuantas palabras.
Sabía lo que aquellas palabras indicaban, aunque no reflejaban lo que quería en aquellos momentos, sólo una mera convención. Una charla con un mortal era algo que siempre pretendía evitar, mas, creía que lo justo y más honesto era compensar al hombre con algún coloquio trivial, después de todo, tenía todo el tiempo del mundo para estar sola.
-Mi idea inicial era adaptar la obra como una ópera, pero parece que mi mente fue por otros derroteros y, cuando quise darme cuenta, la imagen de los bailarines sobre el escenario ya poblaba mi mente.
Los artistas, de todos los calibres, éramos conocidos por nuestra volubilidad. Un día nos ceñimos férreamente a unas creencias y, al día siguiente, cambiamos de parecer como la veleta cambia de dirección. Veleidosos, cambiantes e inestables nos llamaban, las clases más aburguesadas se escandalizaban con las andanzas de los artistas, no importaba si eran músicos, actores o pintores; todos entraban dentro del mismo saco.
-Ah, buena pregunta, Herr-para la que yo tampoco tenía una respuesta exacta, o al menos una respuesta que no sonase demasiado atrevida, pero aquel hombre tenía el aspecto de viajero hecho tunante por la necesidad, que no se dejaría incomodar por una mirada indiscreta.
-Supongo que ha sido...la expresión de su rostro, o más bien lo que reflejan... No sabría explicarlo bien con palabras, de lo contrario, sería escritora en lugar de música.-sonreí de medio lado.
Cuando el camarero se hubo marchado, empecé a recoger con premura las partituras que aún andaban desperdigadas por la mesa. Pero entre toda aquella amalgama de pentagramas y notas amarillentas, distinguí algo de colores sepia, con figuras reconocibles incluso después de todo ese tiempo. Quedé unos instantes observando el retrato; dos figuras, una femenina y otra masculina apoyadas sobre un hermoso piano de cola Feurich Recordaba la fecha, el día y el año. Y también reconocía el instrumento, aquel que después de muerto Friedrich me pidió buscar, pero cejé en el intento. Sacudí la cabeza y los guardé junto con las partituras en el maletín. ¿Cómo habría llegado el retrato hasta allí?
-En cualquier caso, es una pena que no tenerlo en el espectáculo.-comenté, siguiendo con la conversación-Aunque aún queda mucho para ponerlo en marcha, todavía tengo que terminar la obra y por no hablar de encontrar productor...Quizá para ese entonces haya cambiado de opinión.
Fuera como fuese y sorprendentemente, la pregunta salió de mis labios casi antes de que la hubiera terminado de gestar en mi mente, pero el aspecto enérgico, resuelto y a la vez taimado que desprendía el tal Oscar me había dado el impulso suficiente para abordar a un extraño de esa manera tan poco cortés. Admito que la aparente negativa del joven me decepcionó un poco, pero de faranduleros y comediantes estaba hecho el mundo, aunque, para mi desgracia, no todos se limitaban a los teatros, también en la vida real los había, y no sólo de profesión.
-Lo siento, Herr Llobregat. Quizá he sido demasiado arrojada al plantearle directamente esa cuestión sin a penas haber intercambiado unas cuantas palabras.
Sabía lo que aquellas palabras indicaban, aunque no reflejaban lo que quería en aquellos momentos, sólo una mera convención. Una charla con un mortal era algo que siempre pretendía evitar, mas, creía que lo justo y más honesto era compensar al hombre con algún coloquio trivial, después de todo, tenía todo el tiempo del mundo para estar sola.
-Mi idea inicial era adaptar la obra como una ópera, pero parece que mi mente fue por otros derroteros y, cuando quise darme cuenta, la imagen de los bailarines sobre el escenario ya poblaba mi mente.
Los artistas, de todos los calibres, éramos conocidos por nuestra volubilidad. Un día nos ceñimos férreamente a unas creencias y, al día siguiente, cambiamos de parecer como la veleta cambia de dirección. Veleidosos, cambiantes e inestables nos llamaban, las clases más aburguesadas se escandalizaban con las andanzas de los artistas, no importaba si eran músicos, actores o pintores; todos entraban dentro del mismo saco.
-Ah, buena pregunta, Herr-para la que yo tampoco tenía una respuesta exacta, o al menos una respuesta que no sonase demasiado atrevida, pero aquel hombre tenía el aspecto de viajero hecho tunante por la necesidad, que no se dejaría incomodar por una mirada indiscreta.
-Supongo que ha sido...la expresión de su rostro, o más bien lo que reflejan... No sabría explicarlo bien con palabras, de lo contrario, sería escritora en lugar de música.-sonreí de medio lado.
Cuando el camarero se hubo marchado, empecé a recoger con premura las partituras que aún andaban desperdigadas por la mesa. Pero entre toda aquella amalgama de pentagramas y notas amarillentas, distinguí algo de colores sepia, con figuras reconocibles incluso después de todo ese tiempo. Quedé unos instantes observando el retrato; dos figuras, una femenina y otra masculina apoyadas sobre un hermoso piano de cola Feurich Recordaba la fecha, el día y el año. Y también reconocía el instrumento, aquel que después de muerto Friedrich me pidió buscar, pero cejé en el intento. Sacudí la cabeza y los guardé junto con las partituras en el maletín. ¿Cómo habría llegado el retrato hasta allí?
-En cualquier caso, es una pena que no tenerlo en el espectáculo.-comenté, siguiendo con la conversación-Aunque aún queda mucho para ponerlo en marcha, todavía tengo que terminar la obra y por no hablar de encontrar productor...Quizá para ese entonces haya cambiado de opinión.
Carolina Van de Valley- Vampiro Clase Media
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Re: Pentagramas en blanco (Oscar Llobregat)
El cortesano llegó un momento que no supo si, conforme avanzaba la conversación y se fijaba mejor en cuanto tenía frente a sí en forma de mujer y aroma de San Pedro, estaba removiendo la cucharilla de su té con mayor o menor rapidez. Sí supo, por el contrario, que la porcelana se hallaba cada vez más hundida entre sus dedos inquietos de reciente admirador, en tanto más arriba, la parte dedicada a embelesarse con la vista brillaba incluso con estupidez mongólica. De nuevo, volvió a agradecer que Carolina fuera lo bastante artista como para solazarse en la languidez de sus propias palabras y no prestar directa atención a las reacciones que se iban sopesando dentro de la sensata cabeza de Oscar… Al menos, el adjetivo era algo que le había caracterizado siempre antes de que el recuerdo de Aryel hubiera hecho volar el carboncillo con el que torturaba sus antiguos desvaríos. ¿Tenía que agradecerle a la vampiresa haber acabado llevándolo a esa mesa y junto a esa compañía?
Ah, buena pregunta, Herr…
Venga ya.
Había algo en aquella mujer, sin embargo, que le recordaba vagamente a su encuentro con la vampiresa, algo incoherente, apenas posible de explicar, mucho menos todavía entre atareados pensamientos que iban desde su propia infusión hasta el cuello de Carolina. Algo, quizá, relacionado con su naturaleza, con algo vago que expulsaba de manera implícita y que no la hacía parecer… ¿humana? ¿Qué demonios? ¡Vale que hacía unos instantes había estado maldiciendo a la criatura sobrenatural con la que perdió la virginidad, pero llegar a creer por eso que aquella otra fémina también lo era… Sin duda, debía de tratarse de una enajenación hormonal que le provocaba el magnetismo que sentía hacia ella… Lo cual tampoco le tranquilizaba, porque jamás relacionaría la esquiva languidez, tan distante como hermosa, de la señorita Van de Valley con la prepotencia predadora, casi soez, con la que Aryel observaba a sus presas. Y eso implicaba que la rubia contaba con parte de un cuidadoso respeto que preferiría contentarse a sí mismo hasta la eternidad antes que rozar su piel blanquecina sin la aprobación de la misma.
Finalmente, detuvo la eterna circularidad de su cuchara sobre el líquido e iba a responder a las palabras de su interlocutora, cuando tuvo que posponerlas para fijarse más detenidamente en el piano de cola que se aparecía entre el tumulto de artísticas hojas… Súbitamente llegaron a su mente recuerdos de horas y horas, húmedas, toscas, horas, de trabajo, como si alguien los hubiera puesto ahí de repente para burlarse de él con las continuas jaquecas que le producía parecer un mortal decente frente a Carolina… o porque, definitivamente, no era una casualidad. Rememoraba a un cliente en especial, de los más insoportables justamente porque no sólo concertaba compañía para aburrirla con sus chácharas inconexas, sino que además tenía una insufrible fijación con llevarla hasta su casa y entonces, cuando ya le había hecho todo un tour por ella con comentarios incluidos, si eso, se decidía a aprovechar que había pagado también por el contacto. Algo que, a esas alturas, para el cortesano o cortesana a su servicio ya había perdido todo atractivo posible y lo demás pasaba a convertirse en una labor cargante. Oscar había sido uno de los desafortunados en acabar allí y después de hacer un esfuerzo por no poner expresión de asco, cayó en la cuenta de que ahí era donde le había parecido llegar a ver un instrumento curiosamente similar a la hermosura del que se contemplaba en el retrato de Carolina.
Ese piano… –pronunció durante unos instantes, pero no tardó en reponerse para devolverle la mirada a la rubia con afable firmeza y dejar de interrumpir la imagen de un beso deseoso en su imaginación, que nada tenía de Aryel ni mucho menos de clientes estúpidos- No importa. No sé si habéis malinterpretado mis palabras, no es que rechace vuestra proposición, es que no creo estar a la altura de ella… Para mí sería toda una experiencia formar parte de lo que tengáis pensado, pero, ¿estaríais vos dispuesta a contratar a un entero novato? –retomó y pensó entonces, con cierto deje resignado parecido al de ella, que si Carolina supiera a lo que se dedicaba, ni siquiera se le pasaría por la mente tenerlo en cuenta- ¿A alguien que quizá os diera problemas en sociedad? –y acto seguido, dio el primer sorbo a su té, sin dejar en ningún momento de mirar directamente a la mujer.
Ah, buena pregunta, Herr…
Venga ya.
Había algo en aquella mujer, sin embargo, que le recordaba vagamente a su encuentro con la vampiresa, algo incoherente, apenas posible de explicar, mucho menos todavía entre atareados pensamientos que iban desde su propia infusión hasta el cuello de Carolina. Algo, quizá, relacionado con su naturaleza, con algo vago que expulsaba de manera implícita y que no la hacía parecer… ¿humana? ¿Qué demonios? ¡Vale que hacía unos instantes había estado maldiciendo a la criatura sobrenatural con la que perdió la virginidad, pero llegar a creer por eso que aquella otra fémina también lo era… Sin duda, debía de tratarse de una enajenación hormonal que le provocaba el magnetismo que sentía hacia ella… Lo cual tampoco le tranquilizaba, porque jamás relacionaría la esquiva languidez, tan distante como hermosa, de la señorita Van de Valley con la prepotencia predadora, casi soez, con la que Aryel observaba a sus presas. Y eso implicaba que la rubia contaba con parte de un cuidadoso respeto que preferiría contentarse a sí mismo hasta la eternidad antes que rozar su piel blanquecina sin la aprobación de la misma.
Finalmente, detuvo la eterna circularidad de su cuchara sobre el líquido e iba a responder a las palabras de su interlocutora, cuando tuvo que posponerlas para fijarse más detenidamente en el piano de cola que se aparecía entre el tumulto de artísticas hojas… Súbitamente llegaron a su mente recuerdos de horas y horas, húmedas, toscas, horas, de trabajo, como si alguien los hubiera puesto ahí de repente para burlarse de él con las continuas jaquecas que le producía parecer un mortal decente frente a Carolina… o porque, definitivamente, no era una casualidad. Rememoraba a un cliente en especial, de los más insoportables justamente porque no sólo concertaba compañía para aburrirla con sus chácharas inconexas, sino que además tenía una insufrible fijación con llevarla hasta su casa y entonces, cuando ya le había hecho todo un tour por ella con comentarios incluidos, si eso, se decidía a aprovechar que había pagado también por el contacto. Algo que, a esas alturas, para el cortesano o cortesana a su servicio ya había perdido todo atractivo posible y lo demás pasaba a convertirse en una labor cargante. Oscar había sido uno de los desafortunados en acabar allí y después de hacer un esfuerzo por no poner expresión de asco, cayó en la cuenta de que ahí era donde le había parecido llegar a ver un instrumento curiosamente similar a la hermosura del que se contemplaba en el retrato de Carolina.
Ese piano… –pronunció durante unos instantes, pero no tardó en reponerse para devolverle la mirada a la rubia con afable firmeza y dejar de interrumpir la imagen de un beso deseoso en su imaginación, que nada tenía de Aryel ni mucho menos de clientes estúpidos- No importa. No sé si habéis malinterpretado mis palabras, no es que rechace vuestra proposición, es que no creo estar a la altura de ella… Para mí sería toda una experiencia formar parte de lo que tengáis pensado, pero, ¿estaríais vos dispuesta a contratar a un entero novato? –retomó y pensó entonces, con cierto deje resignado parecido al de ella, que si Carolina supiera a lo que se dedicaba, ni siquiera se le pasaría por la mente tenerlo en cuenta- ¿A alguien que quizá os diera problemas en sociedad? –y acto seguido, dio el primer sorbo a su té, sin dejar en ningún momento de mirar directamente a la mujer.
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Re: Pentagramas en blanco (Oscar Llobregat)
Todos estaban ajenos a todos, cada cual con sus idas y venidas, amoríos y traiciones, aventuras y desventuras. Y yo con la semirevelación incierta de aquel atractivo joven, cuyas intenciones no veía del todo claras: ¿amenaza, advertencia...? "Pero qué tontería" Otra vez revoloteba la imaginación imparable del artista, que si bien yo no me creía nacida con un talento novelesco, del arte de las letras algo se me pegó de mi amigo el poeta, Marek Bártok.
Ahogada ya toda posibilidad de fantasiosas historias que pudiera explicar el por qué de esas marcas funestas, que se podían apreciar en aquel gesto de errante perpetuo que lucía el muchacho (que hacían de su persona una doblemente interesante, al menos a ojos de una romántica como lo era yo). Y seguramente lejos quedaban los relatos caballerescos y choqué de bruces con la realidad de la época que me había tocado vivir (por ahora), donde lo más probable fuera que el joven que se encontraba ante mí fuese un tunante más de los que andaban por París, a juzgar por las misteriosas palabras que había lanzado.
-Habláis de problemas en la sociedad. Yo digo que la gente no debería inmiscuirse en la vida de nadie, ni tienen por qué importarles. No será el primer talento el que se encuentre por los ardices del destino en una cafetería de París. -agregué, refiriéndome claramente a esa clase burguesa tan poco afable, que hablaban de la vida de otros porque en realidad no tenían nada de que hablar. La clase bruguesa a la que yo pertenecía en cierto modo, más por el esfuerzo de un talento que por nombre o apellido. Y no era yo persona a la que le importasen los buenos apellidos o el buen nombre.
Y como yo misma era recelosa de mi intimidad hasta extremos casi insospechados, no iba a ser yo la que interrogase al joven Oscar acerca de tal afirmación. No obstante, si reconociese que su manifiesto no había despertado en mí curiosidad, estaría mintiendo como una bellaca, y casi deseé que preguntase "¿No quiere saber el por qué?". Sin embargo, no quise echar más leña al fuego, y tan sólo hicieron falta dos palabras para que mi mente se enajenase de todo que no fuese la insinuación que Oscar acababa de hacer.
-¿Ha dicho...? ¿Reconoce ese piano? ¿Recuerda dónde lo vio por última vez? -dije, señalando el retrato. Ya poco me importaba mi estúpido recelo ante grabados de recuerdos oxidados. Empezaba a dar con la horma del zapato, pues la búsqueda del piano sólo me había dado quebraderos de cabeza. ¡En mala hora...! Pero, ¿cómo negarme a la última petición de Fiedrich? Mi odisea con el dichoso instrumento empezó un par de noches después de mis andanzas solitarias, cuando el cadáver calcinado de mi creador aún echaba chispas.
La carta fue lo que me hizo darme cuenta de que él ya sabía (o al menos, sospechaba) que alguien iba a traicionarlo. Me pregunté una y mil veces por qué no hizo nada al respecto, pero eso no es lo que nos atañe ahora.
-Si recuerda algo, cualquier mínimo detalle, le estaría enormemente agradecida. Ese piano es...muy importante para mí -clavé mi mirada cristalina en los profundos ojos de Oscar, con la esperanza de que fueran más que distorsionados recuerdos los que se cruzasen por su mente.
Ahogada ya toda posibilidad de fantasiosas historias que pudiera explicar el por qué de esas marcas funestas, que se podían apreciar en aquel gesto de errante perpetuo que lucía el muchacho (que hacían de su persona una doblemente interesante, al menos a ojos de una romántica como lo era yo). Y seguramente lejos quedaban los relatos caballerescos y choqué de bruces con la realidad de la época que me había tocado vivir (por ahora), donde lo más probable fuera que el joven que se encontraba ante mí fuese un tunante más de los que andaban por París, a juzgar por las misteriosas palabras que había lanzado.
-Habláis de problemas en la sociedad. Yo digo que la gente no debería inmiscuirse en la vida de nadie, ni tienen por qué importarles. No será el primer talento el que se encuentre por los ardices del destino en una cafetería de París. -agregué, refiriéndome claramente a esa clase burguesa tan poco afable, que hablaban de la vida de otros porque en realidad no tenían nada de que hablar. La clase bruguesa a la que yo pertenecía en cierto modo, más por el esfuerzo de un talento que por nombre o apellido. Y no era yo persona a la que le importasen los buenos apellidos o el buen nombre.
Y como yo misma era recelosa de mi intimidad hasta extremos casi insospechados, no iba a ser yo la que interrogase al joven Oscar acerca de tal afirmación. No obstante, si reconociese que su manifiesto no había despertado en mí curiosidad, estaría mintiendo como una bellaca, y casi deseé que preguntase "¿No quiere saber el por qué?". Sin embargo, no quise echar más leña al fuego, y tan sólo hicieron falta dos palabras para que mi mente se enajenase de todo que no fuese la insinuación que Oscar acababa de hacer.
-¿Ha dicho...? ¿Reconoce ese piano? ¿Recuerda dónde lo vio por última vez? -dije, señalando el retrato. Ya poco me importaba mi estúpido recelo ante grabados de recuerdos oxidados. Empezaba a dar con la horma del zapato, pues la búsqueda del piano sólo me había dado quebraderos de cabeza. ¡En mala hora...! Pero, ¿cómo negarme a la última petición de Fiedrich? Mi odisea con el dichoso instrumento empezó un par de noches después de mis andanzas solitarias, cuando el cadáver calcinado de mi creador aún echaba chispas.
La carta fue lo que me hizo darme cuenta de que él ya sabía (o al menos, sospechaba) que alguien iba a traicionarlo. Me pregunté una y mil veces por qué no hizo nada al respecto, pero eso no es lo que nos atañe ahora.
-Si recuerda algo, cualquier mínimo detalle, le estaría enormemente agradecida. Ese piano es...muy importante para mí -clavé mi mirada cristalina en los profundos ojos de Oscar, con la esperanza de que fueran más que distorsionados recuerdos los que se cruzasen por su mente.
Carolina Van de Valley- Vampiro Clase Media
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Re: Pentagramas en blanco (Oscar Llobregat)
El cortesano recolocó la posición de su figura en el asiento, como si eso fuera a ayudarle en algo que realmente no necesitaba, pero que su cuerpo le pedía. La inquietud que había pasado a poseerle, holgaba decir que nada habitual en él, no le gustaba lo más mínimo no sólo porque no estuviera acostumbrado a ella, cosa que aun podría tolerar porque dentro de la personita que era Oscar, clamaba día a día que le sorprendieran, sino porque lo dejaba más expuesto ante quien pudiera verlo de tal modo. No hacía apenas una hora que acababa de forjarse el encuentro con la atrayente dama, animando así un poco parte de su rutina destartalada, y ya estaba a punto de revelar lo que siempre lo dejaba en vilo: la reacción ante su empleo.
Puesto que, sí, al polaco le importaba un comino lo que pensaran de él, estaba harto de reafirmarse en la certeza de que no necesitaba justificarse ante nadie porque el sexo no era nada malo, el sexo era tan humano que por ese motivo la sociedad se veía obligada a rechazarlo, la hipocresía se alimentaba de verdades y los tabúes se convertían en el opio del pueblo. Es más, muchas veces, el mecanismo para satisfacer un cuerpo iba tan cosido al alma que llevarlo a cabo con éxito requería mucho más de dentro que de fuera… Y aquello se pasaba por alto para sustituirlo por insultos y maldiciones hacia quienes practicaban su profesión. Nadie parecía ser consciente de la cantidad de esfuerzo extra que conllevaba la cortesanía y precisamente porque Oscar sí lo era, jamás se había dejado llevar por los prejuicios. Quien los tuviera, sencillamente no merecería la pena, no iba a quitarle el sueño. Y aun así, por muy interiorizado que tuviera ese hecho, por mucho que llevara cinco años lidiando con toda clase de respuestas negativas, había veces en las que alguien le causaba tanta buena impresión, que no podía evitar tener el corazón en un puño durante los minutos previos a que supiera en lo que trabajaba. Pues algo que sí le afectaba de veras era que lo decepcionaran, que lo mantuvieran en su eterno desengaño.
Antes de que el tema del misterioso piano cobrara tanta relevancia, Oscar había sonreído profundamente ante el comentario de Carolina acerca de los prejuicios sociales, así que eso le llevaría a albergar cierta esperanza más adelante, por desgracia sin ser suficiente para mirar el futuro con optimismo.
Sin duda, eso sería lo adecuado y que la realidad diste mucho de cumplirlo es la prueba de que el mundo no está preparado para ser habitable. Ni siquiera digo perfecto; habitable -le respondió.
Volvió a darle un sorbo a su té, aprovechándolo para morder distraídamente la porcelana de la taza y, más adelante, ponerse a pensar en cosas que no debía. Como el hecho de mezclar la anécdota del cliente asqueroso que parecía poseer el piano que tanto le importaba a Carolina… con ésta contratando sus servicios… para algo más que obtener información. O ‘algo menos’, teniendo en cuenta que el cometido de un cortesano era profanar cuerpos con el lenguaje experto de la carne. Volvió a dar otro sorbo cuando comenzaban ya sus temores acerca de cuál sería la contestación de la mujer cuando mencionara en qué trabajaba y antes de ello se permitió imaginársela unos segundos más desnuda y con esas pálidas uñas sujetándose a su abdomen… Y llegó un momento en el que ni siquiera concibió que dentro de esa fantasía, ella le hubiera pagado a cambio. Que estuviera pensando en tenerla contra la pared significaba algo más que seguir tirando de las formalidades, y el momento de adolescente hormonal debía cesar. YA. No era nada serio tenerlo clavado en la cabeza mientras se disponía a serle de utilidad, bajo el riesgo de que le repudiara por lo que hacía para vivir.
De acuerdo, si decís que es tan importante para vos, además deberéis disculparme porque yo decida ser tan directo, aunque no sé si realmente os podrá servir de ayuda: trabajo en el burdel y hay un cliente bastante asiduo e igualmente indeseado que en una ocasión, me llevó a su casa y allí me pareció ver que tenía un piano que me ha recordado al de vuestro retrato.
Puesto que, sí, al polaco le importaba un comino lo que pensaran de él, estaba harto de reafirmarse en la certeza de que no necesitaba justificarse ante nadie porque el sexo no era nada malo, el sexo era tan humano que por ese motivo la sociedad se veía obligada a rechazarlo, la hipocresía se alimentaba de verdades y los tabúes se convertían en el opio del pueblo. Es más, muchas veces, el mecanismo para satisfacer un cuerpo iba tan cosido al alma que llevarlo a cabo con éxito requería mucho más de dentro que de fuera… Y aquello se pasaba por alto para sustituirlo por insultos y maldiciones hacia quienes practicaban su profesión. Nadie parecía ser consciente de la cantidad de esfuerzo extra que conllevaba la cortesanía y precisamente porque Oscar sí lo era, jamás se había dejado llevar por los prejuicios. Quien los tuviera, sencillamente no merecería la pena, no iba a quitarle el sueño. Y aun así, por muy interiorizado que tuviera ese hecho, por mucho que llevara cinco años lidiando con toda clase de respuestas negativas, había veces en las que alguien le causaba tanta buena impresión, que no podía evitar tener el corazón en un puño durante los minutos previos a que supiera en lo que trabajaba. Pues algo que sí le afectaba de veras era que lo decepcionaran, que lo mantuvieran en su eterno desengaño.
Antes de que el tema del misterioso piano cobrara tanta relevancia, Oscar había sonreído profundamente ante el comentario de Carolina acerca de los prejuicios sociales, así que eso le llevaría a albergar cierta esperanza más adelante, por desgracia sin ser suficiente para mirar el futuro con optimismo.
Sin duda, eso sería lo adecuado y que la realidad diste mucho de cumplirlo es la prueba de que el mundo no está preparado para ser habitable. Ni siquiera digo perfecto; habitable -le respondió.
Volvió a darle un sorbo a su té, aprovechándolo para morder distraídamente la porcelana de la taza y, más adelante, ponerse a pensar en cosas que no debía. Como el hecho de mezclar la anécdota del cliente asqueroso que parecía poseer el piano que tanto le importaba a Carolina… con ésta contratando sus servicios… para algo más que obtener información. O ‘algo menos’, teniendo en cuenta que el cometido de un cortesano era profanar cuerpos con el lenguaje experto de la carne. Volvió a dar otro sorbo cuando comenzaban ya sus temores acerca de cuál sería la contestación de la mujer cuando mencionara en qué trabajaba y antes de ello se permitió imaginársela unos segundos más desnuda y con esas pálidas uñas sujetándose a su abdomen… Y llegó un momento en el que ni siquiera concibió que dentro de esa fantasía, ella le hubiera pagado a cambio. Que estuviera pensando en tenerla contra la pared significaba algo más que seguir tirando de las formalidades, y el momento de adolescente hormonal debía cesar. YA. No era nada serio tenerlo clavado en la cabeza mientras se disponía a serle de utilidad, bajo el riesgo de que le repudiara por lo que hacía para vivir.
De acuerdo, si decís que es tan importante para vos, además deberéis disculparme porque yo decida ser tan directo, aunque no sé si realmente os podrá servir de ayuda: trabajo en el burdel y hay un cliente bastante asiduo e igualmente indeseado que en una ocasión, me llevó a su casa y allí me pareció ver que tenía un piano que me ha recordado al de vuestro retrato.
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Re: Pentagramas en blanco (Oscar Llobregat)
Tenía casi 100 años. Para muchos de los míos, no era más que una neófita, inexperta, voluble e inestable criatura. Pero durante ese siglo de no vida había sentido demasiadas alegrías, las mismas que después se habían convertido en tristezas, había visto demasiadas prodigios, los mismos que se habían construído a base de miserias, había escuchado demasiadas teorías, las mismas que después habían refutado los mismos científicos y falsos filósofos.Había sentido, oído, tocado, visto y hecho tantas, tantísimas cosas, que no había nada capaz de sorprenderme. ¡Qué tristeza la mía! Era un extraño vacío el que se hacía cargo de mí ahora. Y sólo pude asentir a las palabras de aquel joven que presumía de ser algo más que un simple joven, tal y como me había atrevido a aventurar la primera vez que mis ojos indiscretos se habían posado en él. Porque era extraño para mí verme tan interesada en un mortal, no por el hecho de que fuera mortal en sí, si no porque estaba llegando un punto en el que estaba tan desvinculada de todo lo que me rodeaba, que hasta llegué a pensar en cierto momento que sólo las notas podían hacerse cargo del hueco en el pecho, ése que había dejado Friedrich cuando se marchó. Así era como estaba el mundo, y yo no sentía la más remota necesidad ni de cambiarlo, ni de aceptarlo. Una cosa absurda de la que me había hecho a la idea ya desde hacía mucho tiempo, porque nada en este mundo tiene sentido. De locos.
Y con la rigidez, distanciamiento y frialdad con la que me habían educado, que de eso los austríacos sabíamos mucho (o al menos eso se dice en el resto del continente, por tirarnos junto al mismo vagón que los alemanes y no tener que pensar demasiado en distinciones), no dije nada ante la inminente revelación de mi acompañante. Porque, como decía antes, no había ya demasiado en este mundo que me sorprendiera tanto como para tener que hacer comentario de todo lo que sentía o experimentaba, porque estaba claro que por mucho que a otras señoronas carcomidas por la vieja Europa les diese por gritar, alarmarse o dejar escapar comentarios puntillosos y maliciosos ante la supuestamente suprema posición de ellas respecto a, por decir, el joven que tenía delante por motivos de su profesión indecorosa, éso no iba a cambiar un ápice de la expresión de mi rostro. Porque, amigos, yo había sentido, oído, tocado, visto y hecho demasiadas, demasiadas cosas que me pondrían de camino a los avernos. Porque en este mundo nada tenía el sentido que debería tener. Porque no se sabía qué podía ser correcto o qué no. ¿Quién lo dictaminaba? Ellos, los de arriba. Y había pasado tanto, tantísimo tiempo haciéndome cargo de mi alma, que estaba cansada. Porque ya no tenía miedo a los designios de quien quiera que fuese que estuviera tirando de los hilos.
Pero, si digo que me daba cierta tristeza, ¿estaré diciendo mal? ¿dónde quedaría entonces mi apatía por el mundo y sus habitantes? ¿me estaba convirtiendo, de pronto, en una parte más de este loco lugar? En contra de mi voluntad había salido de mí una empatía que, hasta hacía unos segundos, creía perdida e inutilizable. "¿Y qué vas a hacer ahora, Carolina? ¿acogerlo en tu casa y cambiar su vida?" ¿Quién era yo para cambiar la vida de nadie? Es más, ¿quién era yo, a secas? Me entraron ganas de soltar una risa amarga; si Friedrich pudiera oír mis pensamientos estaría tronchándose allá en los siete infiernos.
Y por más no podía dejar de pensar que debía haber sido el mismo Destino quien me había juntado con aquel joven. ¡Destino! ¡qué mamarrachada! ¿ahora también creía en esa cosa?, pero, ¿qué más podía ser? Un piano, un piano especial. Perdido hacía más de medio siglo. Ni cazatesoros de la lejana América ni el detective más famoso de Inglaterra habían sabido dar con su paradero. Sólo este joven extranjero, con el que me había encontrado por la más absoluta de las casualidades, que trabajaba en un burdel y que había decidido despejarse de sus problemas (que no dudaba que tuviese) en la misma cafetería, a la misma hora y en el mismo día que yo (me mareaba sólo de pensarlo), este joven que tenía delante, y ningún otro, era el único que había sido capaz de darme una sola pista del viejo instrumento perdido. ¿Cómo, entonces, se podría llamar a esto?
Mis manos soltaron la taza de té, que sólo bebía por costumbre y no porque realmente tuviese necesidad, y casi temblorosas avanzaron por el cuero del maletín en busca de pluma y tinta. Cualquier lugar, cualquier hueco en medio de tanta nota sin sentido era todo lo que necesitaba.
-Por casualidad, ¿no recordará la dirección? ¿la calle, el nombre, el número? Cualquier cosa -mi voz empezaba a sonar como a súplica. LLevaba tanto tiempo, tantísimo tiempo detrás del condenado instrumento, que todo aquello me parecía irreal.
Y con la rigidez, distanciamiento y frialdad con la que me habían educado, que de eso los austríacos sabíamos mucho (o al menos eso se dice en el resto del continente, por tirarnos junto al mismo vagón que los alemanes y no tener que pensar demasiado en distinciones), no dije nada ante la inminente revelación de mi acompañante. Porque, como decía antes, no había ya demasiado en este mundo que me sorprendiera tanto como para tener que hacer comentario de todo lo que sentía o experimentaba, porque estaba claro que por mucho que a otras señoronas carcomidas por la vieja Europa les diese por gritar, alarmarse o dejar escapar comentarios puntillosos y maliciosos ante la supuestamente suprema posición de ellas respecto a, por decir, el joven que tenía delante por motivos de su profesión indecorosa, éso no iba a cambiar un ápice de la expresión de mi rostro. Porque, amigos, yo había sentido, oído, tocado, visto y hecho demasiadas, demasiadas cosas que me pondrían de camino a los avernos. Porque en este mundo nada tenía el sentido que debería tener. Porque no se sabía qué podía ser correcto o qué no. ¿Quién lo dictaminaba? Ellos, los de arriba. Y había pasado tanto, tantísimo tiempo haciéndome cargo de mi alma, que estaba cansada. Porque ya no tenía miedo a los designios de quien quiera que fuese que estuviera tirando de los hilos.
Pero, si digo que me daba cierta tristeza, ¿estaré diciendo mal? ¿dónde quedaría entonces mi apatía por el mundo y sus habitantes? ¿me estaba convirtiendo, de pronto, en una parte más de este loco lugar? En contra de mi voluntad había salido de mí una empatía que, hasta hacía unos segundos, creía perdida e inutilizable. "¿Y qué vas a hacer ahora, Carolina? ¿acogerlo en tu casa y cambiar su vida?" ¿Quién era yo para cambiar la vida de nadie? Es más, ¿quién era yo, a secas? Me entraron ganas de soltar una risa amarga; si Friedrich pudiera oír mis pensamientos estaría tronchándose allá en los siete infiernos.
Y por más no podía dejar de pensar que debía haber sido el mismo Destino quien me había juntado con aquel joven. ¡Destino! ¡qué mamarrachada! ¿ahora también creía en esa cosa?, pero, ¿qué más podía ser? Un piano, un piano especial. Perdido hacía más de medio siglo. Ni cazatesoros de la lejana América ni el detective más famoso de Inglaterra habían sabido dar con su paradero. Sólo este joven extranjero, con el que me había encontrado por la más absoluta de las casualidades, que trabajaba en un burdel y que había decidido despejarse de sus problemas (que no dudaba que tuviese) en la misma cafetería, a la misma hora y en el mismo día que yo (me mareaba sólo de pensarlo), este joven que tenía delante, y ningún otro, era el único que había sido capaz de darme una sola pista del viejo instrumento perdido. ¿Cómo, entonces, se podría llamar a esto?
Mis manos soltaron la taza de té, que sólo bebía por costumbre y no porque realmente tuviese necesidad, y casi temblorosas avanzaron por el cuero del maletín en busca de pluma y tinta. Cualquier lugar, cualquier hueco en medio de tanta nota sin sentido era todo lo que necesitaba.
-Por casualidad, ¿no recordará la dirección? ¿la calle, el nombre, el número? Cualquier cosa -mi voz empezaba a sonar como a súplica. LLevaba tanto tiempo, tantísimo tiempo detrás del condenado instrumento, que todo aquello me parecía irreal.
Carolina Van de Valley- Vampiro Clase Media
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Re: Pentagramas en blanco (Oscar Llobregat)
No estaba realmente capacitado para responderle como tocaba, ni siquiera empezaba a sacar las palabras correctas para describir ese mero hecho, el mero hecho de encontrarse en una cafetería, prendado de una mujer en apenas unos minutos y tratando de salir adelante en una conversación que no tenía ni por qué haber iniciado. ¿Cuál era el propósito de verse en ella? ¿Ser amable? ¿Galán? ¿Apostar por esa eventualidad que lograban los demás para que deseara conocerlos? O más puntilloso todavía… ¿Gustarles?
‘¿Qué más daba?’ era la pregunta correcta, por descontado, pues Oscar no tenía un palo incrustado en el trastero, no se paraba a pensar cada cosa que hacía, mucho menos cuando actuaba en base a un magnetismo ineludible y no a una simple y llana lógica, como en ese caso. La atracción que le producía aquella dama podía haber continuado así, deliciosa y natural, pero si de repente hacía caso de ese coitus interruptus y se ponía a recapacitar, no sabía adónde demonios le llevaba abandonarse a ella. Ni siquiera sabía si el ¿sentimiento? era correspondido, y aquella pulcritud, casi glacial, que había poblado el rostro de Carolina tras aquella información indirecta sobre su oficio tampoco le daba demasiadas pistas.
Así que no estaba realmente capacitado para responderle como se esperaría de una persona normal. Su mente acababa de experimentar una sacudida importante de imágenes muy apelotonadas. Tanto, que se había olvidado de sentir algo que no fuera confusión durante unos breves segundos. Debía de estar volviéndose loco, o hipersensible. Seguramente la decepción que habían alimentado sus continuas experiencias en ese aspecto (y en casi todos) aprovechaba para hacer un estrago realmente especial en esos precisos instantes, frente a una fémina que no tenía la culpa. Ya se había comportado de manera parecida con Kharalian, cuando el pobre infeliz ni siquiera sabía que estaba diciendo algo ofensivo. Carolina tampoco y con ella apenas tenía excusa para justificar un enfado porque ni siquiera había cambiado la expresión del rostro. No había hecho absolutamente nada más que proseguir la conversación de un modo casual y fluido, como si Oscar nunca hubiera mencionado dónde trabajaba. Algo que sí, recordaba a la perfección haber mencionado (¡si no hacía ni unos minutos, joder!).
¿Qué diablos pasaba con él? Cuando le repudiaban, porque le repudiaban, y cuando no… porque no. O porque, en realidad, había otro motivo muy similar al de aquellos que sí le miraban mal. Y el que más le sonaba era el de la compasión. ¿Acaso le daría pena a la serena y grácil señorita Van de Valley? ¿Aunque sólo fuera un poco? ¿Y la iba a culpar por ello y a enfadarse por su orgullo? No le gustaba la lástima, era una forma pasiva de prejuzgarle y ante esas cosas empezaba a comportarse como si fuera un viejo gruñón de ochenta años… Sumándolo a que llevaba desde el primer vistazo con la rubia sintiéndose precisamente como un maldito colegial enamorado, no auguraba unos resultados muy estables. Resultaba complicado vapulear el raciocinio de Oscar, que podía escribir una colección de libros sobre la cantidad de mierda frente a la que se había visto obligado a actuar. Y a nadie se le ocurriría catalogar una charla con una amable desconocida en una inofensiva cafetería dentro de aquella mierda…
Tal vez le estaba dando un ataque de ansiedad y ni siquiera se daba cuenta. Tenía que actuar deprisa.
Temo no acordarme de la dirección, nunca he ido allí por gusto y siempre ha sido en un carruaje que ya conocía su destino –informó, acabándose el té de un trago largo, pero veloz, y poniéndose en pie a la vez que buscaba algo en el interior de su camisa-. Acudid al burdel y preguntad por ‘aliento de cabra’ a cualquiera de mis compañeros o compañeras. Sabrán de quién estáis hablando porque así es como le llamamos entre nosotros -debía de estar participando en un cuadro verdaderamente surrealista al tener una voz tan impávida y firme mientras se comportaba como un torpe maníaco-. Decid que vais de mi parte y no creo que se opongan a ayudaros mejor que yo.
Finalmente, depositó sobre la mesa el dinero suficiente de las tres bebidas que habían consumido entre ambos y con una comedida inclinación de cabeza seguido de un ‘un placer, disculpad’ salió de la cafetería con la elegancia que aún poseía hasta llegar al otro lado de la puerta y poder derrumbarse contra la pared de la calle antes de empezar a toser e hiperventilar al mismo tiempo.
Había que cesar aquel puto embrujo.
‘¿Qué más daba?’ era la pregunta correcta, por descontado, pues Oscar no tenía un palo incrustado en el trastero, no se paraba a pensar cada cosa que hacía, mucho menos cuando actuaba en base a un magnetismo ineludible y no a una simple y llana lógica, como en ese caso. La atracción que le producía aquella dama podía haber continuado así, deliciosa y natural, pero si de repente hacía caso de ese coitus interruptus y se ponía a recapacitar, no sabía adónde demonios le llevaba abandonarse a ella. Ni siquiera sabía si el ¿sentimiento? era correspondido, y aquella pulcritud, casi glacial, que había poblado el rostro de Carolina tras aquella información indirecta sobre su oficio tampoco le daba demasiadas pistas.
Así que no estaba realmente capacitado para responderle como se esperaría de una persona normal. Su mente acababa de experimentar una sacudida importante de imágenes muy apelotonadas. Tanto, que se había olvidado de sentir algo que no fuera confusión durante unos breves segundos. Debía de estar volviéndose loco, o hipersensible. Seguramente la decepción que habían alimentado sus continuas experiencias en ese aspecto (y en casi todos) aprovechaba para hacer un estrago realmente especial en esos precisos instantes, frente a una fémina que no tenía la culpa. Ya se había comportado de manera parecida con Kharalian, cuando el pobre infeliz ni siquiera sabía que estaba diciendo algo ofensivo. Carolina tampoco y con ella apenas tenía excusa para justificar un enfado porque ni siquiera había cambiado la expresión del rostro. No había hecho absolutamente nada más que proseguir la conversación de un modo casual y fluido, como si Oscar nunca hubiera mencionado dónde trabajaba. Algo que sí, recordaba a la perfección haber mencionado (¡si no hacía ni unos minutos, joder!).
¿Qué diablos pasaba con él? Cuando le repudiaban, porque le repudiaban, y cuando no… porque no. O porque, en realidad, había otro motivo muy similar al de aquellos que sí le miraban mal. Y el que más le sonaba era el de la compasión. ¿Acaso le daría pena a la serena y grácil señorita Van de Valley? ¿Aunque sólo fuera un poco? ¿Y la iba a culpar por ello y a enfadarse por su orgullo? No le gustaba la lástima, era una forma pasiva de prejuzgarle y ante esas cosas empezaba a comportarse como si fuera un viejo gruñón de ochenta años… Sumándolo a que llevaba desde el primer vistazo con la rubia sintiéndose precisamente como un maldito colegial enamorado, no auguraba unos resultados muy estables. Resultaba complicado vapulear el raciocinio de Oscar, que podía escribir una colección de libros sobre la cantidad de mierda frente a la que se había visto obligado a actuar. Y a nadie se le ocurriría catalogar una charla con una amable desconocida en una inofensiva cafetería dentro de aquella mierda…
Tal vez le estaba dando un ataque de ansiedad y ni siquiera se daba cuenta. Tenía que actuar deprisa.
Temo no acordarme de la dirección, nunca he ido allí por gusto y siempre ha sido en un carruaje que ya conocía su destino –informó, acabándose el té de un trago largo, pero veloz, y poniéndose en pie a la vez que buscaba algo en el interior de su camisa-. Acudid al burdel y preguntad por ‘aliento de cabra’ a cualquiera de mis compañeros o compañeras. Sabrán de quién estáis hablando porque así es como le llamamos entre nosotros -debía de estar participando en un cuadro verdaderamente surrealista al tener una voz tan impávida y firme mientras se comportaba como un torpe maníaco-. Decid que vais de mi parte y no creo que se opongan a ayudaros mejor que yo.
Finalmente, depositó sobre la mesa el dinero suficiente de las tres bebidas que habían consumido entre ambos y con una comedida inclinación de cabeza seguido de un ‘un placer, disculpad’ salió de la cafetería con la elegancia que aún poseía hasta llegar al otro lado de la puerta y poder derrumbarse contra la pared de la calle antes de empezar a toser e hiperventilar al mismo tiempo.
Había que cesar aquel puto embrujo.
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Re: Pentagramas en blanco (Oscar Llobregat)
No sabía qué fue lo que me desconcertó más; si el hecho de que el muchacho sacara del bolsillo un par de francos para pagar las consumiciones, no sólo suyas, si no mías también -y no era por el hecho en sí, pues la galantería no era una acción aislada en esos tiempos de cambio. Se trataba, más bien, de que una poseía una extraña reticencia a cualquier tipo de gesto deliberado, por muy amable que este fuera, por la mera convicción de que el altruismo no tenía cabida en este mundo- o su repentina huida y salida del café, que cualquiera hubiera dicho que había visto un fantasma. Y a lo pronto, que la comparación no era del todo descabellada. Pues un fantasma era, efectivamente, Carolina Van de Valley.
Tal vez fue la brusquedad con la que tenía la sensación de haber pronunciado las últimas palabras. Como si deseando estuviese de salir de allí, con un “ha sido un placer” de boca chica, algo torpe y, hasta me atrevería a decir, encantador. Mientras yo murmuraba un apocado “gracias”. No me hice la tonta, esta vez no, porque las ingenuidades estaban de más en aquel encuentro. Lo observé marchar con la palabra en la boca, todavía presa de aquella ofuscación repentina e ilógica, queriendo decir algo y no sabiendo el qué.
Lo que voy a contar ahora tal vez tenga tan poco sentido como tigre siendo ahuyentado por un ratón. Pero minutos después de la salida del joven Llobregat del café, el mundo pareció romperse un poco más. Y no, no vamos a empezar a fingir con amoríos peripuestos y flirteos colegiales. Volví a bajar la vista hasta que mis ojos quedaron a la altura de los pentagramas. ”Blancos”. Mi atención se volvió a posar, rápidamente, en el retrato a carboncillo de aquel condenado piano. No, lo que se rompía en aquellos momentos no era el mundo, era mi mundo. ¿A eso había quedado reducida? ¿A un piano de cola?
Con un ímpetu repentino, volví a guardar todos los papeles en el maletín de piel, decidida a marcharme de aquel café. Con la información de la que disponía se me pasó por la cabeza contratar a algún detective privado, o cazarrecompensas chiflado, que estuviese, efectivamente, lo suficientemente alelado como para aventurarse en una búsqueda sin pies ni cabeza, sólo porque ése era su trabajo y no tenía ni medios ni ganas de hacer algo más sensato con su vida.
Justo al cruzar la calle, y antes de alzar mi mano para llamar la atención a algún coche de caballos que pudiese llevarme de vuelta al apartamento, me topé, en la esquina del café, a mi joven y recién huido Oscar Llobregat. Dudé unos instantes, y pensé en tan sólo hacer notar mi presencia con una leve inclinación de cabeza y palabras silenciosas, pero mientras lo pensaba tanto, mis pies ya me habían traicionado en un movimiento leve y sutil que indicaba que ya no había vuelta atrás.
-¿Señor Llobregat? -el muchacho se encontraba dejado de caer sobre la pared lateral del café. Desde esa perspectiva, fui capaz de apreciar de nuevo el perfil perfecto y marcado que me había hecho fijar la vista en él la primera vez con la impertinencia de una necia-Sólo quería agradecerle de nuevo por la información que me ha dado -hice una pausa. Sabía que eso era todo lo que tenía -debía- decir, y sin embargo, sentía que no quería terminar-Si hay algo que pueda hacer por usted, sólo... Sólo dígamelo, ¿de acuerdo? Siento que, bueno, de alguna manera, estoy en deuda con usted -aquella última frase había salido atropelladamente de mis labios, sin que mi mente pudiera retenerla y guardarla para mí.
Tal vez fue la brusquedad con la que tenía la sensación de haber pronunciado las últimas palabras. Como si deseando estuviese de salir de allí, con un “ha sido un placer” de boca chica, algo torpe y, hasta me atrevería a decir, encantador. Mientras yo murmuraba un apocado “gracias”. No me hice la tonta, esta vez no, porque las ingenuidades estaban de más en aquel encuentro. Lo observé marchar con la palabra en la boca, todavía presa de aquella ofuscación repentina e ilógica, queriendo decir algo y no sabiendo el qué.
Lo que voy a contar ahora tal vez tenga tan poco sentido como tigre siendo ahuyentado por un ratón. Pero minutos después de la salida del joven Llobregat del café, el mundo pareció romperse un poco más. Y no, no vamos a empezar a fingir con amoríos peripuestos y flirteos colegiales. Volví a bajar la vista hasta que mis ojos quedaron a la altura de los pentagramas. ”Blancos”. Mi atención se volvió a posar, rápidamente, en el retrato a carboncillo de aquel condenado piano. No, lo que se rompía en aquellos momentos no era el mundo, era mi mundo. ¿A eso había quedado reducida? ¿A un piano de cola?
Con un ímpetu repentino, volví a guardar todos los papeles en el maletín de piel, decidida a marcharme de aquel café. Con la información de la que disponía se me pasó por la cabeza contratar a algún detective privado, o cazarrecompensas chiflado, que estuviese, efectivamente, lo suficientemente alelado como para aventurarse en una búsqueda sin pies ni cabeza, sólo porque ése era su trabajo y no tenía ni medios ni ganas de hacer algo más sensato con su vida.
Justo al cruzar la calle, y antes de alzar mi mano para llamar la atención a algún coche de caballos que pudiese llevarme de vuelta al apartamento, me topé, en la esquina del café, a mi joven y recién huido Oscar Llobregat. Dudé unos instantes, y pensé en tan sólo hacer notar mi presencia con una leve inclinación de cabeza y palabras silenciosas, pero mientras lo pensaba tanto, mis pies ya me habían traicionado en un movimiento leve y sutil que indicaba que ya no había vuelta atrás.
-¿Señor Llobregat? -el muchacho se encontraba dejado de caer sobre la pared lateral del café. Desde esa perspectiva, fui capaz de apreciar de nuevo el perfil perfecto y marcado que me había hecho fijar la vista en él la primera vez con la impertinencia de una necia-Sólo quería agradecerle de nuevo por la información que me ha dado -hice una pausa. Sabía que eso era todo lo que tenía -debía- decir, y sin embargo, sentía que no quería terminar-Si hay algo que pueda hacer por usted, sólo... Sólo dígamelo, ¿de acuerdo? Siento que, bueno, de alguna manera, estoy en deuda con usted -aquella última frase había salido atropelladamente de mis labios, sin que mi mente pudiera retenerla y guardarla para mí.
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Re: Pentagramas en blanco (Oscar Llobregat)
Oscar había conseguido sobreponerse finalmente a toda esa incongruente gama de nerviosismo que no contenta con martirizar su capacidad de estar en público, se había ensañado con su físico, trasladando toda aquella desesperación, ya más enfermiza que adolescente (o puede que de adolescente enfermizo, que también los había), a una esfera tan problemática que afectaba a su propia salud. Sin duda, no recordaba ningún otro momento en el que le hubiera pasado algo parecido, ni siquiera cuando había olisqueado la muerte o, incluso, habiéndose acostado con ella. Eran tantos los años de medio indiferencia, medio autosuficiencia ante la vida que muy pronto se había visto obligado a mirarla más como un obstáculo que superar para continuar caminando que como la senda por la que caminar en sí. De manera que aunque tuviera el peligro de cara y experimentara un miedo atroz, porque a pesar de todo y por mucho que en ocasiones lo olvidara, era un obstáculo que deseaba superar a toda costa, siempre lograba mantenerse erguido y con el corazón sujeto en un puño, impasible frente al fiero precipicio. De ahí que el hecho de haber acabado ahogado entre tosidos y pasando por una especie de crisis de ansiedad le pareciera tan digno de remarcar. Más todavía si se debía a una situación tan compleja como infantil, y que nada tenía que ver con dejar de existir. O eso esperaba.
No había contado el tiempo transcurrido en la cafetería (sólo faltaba) de la que aún no se había alejado del todo, pero una vez en la misma mesa que su interlocutora, no debía de haber sido mucho más de una hora. Así pues, apenas conocía a Carolina, no estaba interesado en analizar los minutos que había tenido a su disposición con ella para averiguar si lo normal en la mujer era provocar ese tipo de reacción en las personas, ya que algo (más porquerías de adolescentes) le decía que también era muy pretencioso creer que había alguna parte exclusiva en él capaz de conseguir el macabro privilegio de consternarse tanto por su culpa que hasta la respiración se resintiera. Por favor, el problema lo tenía Oscar y la fascinación con la que había estado lidiando desde la primera mirada, simplemente se comportaba como un crío resentido por no estar acostumbrado a ello y no gustarle no estar acostumbrado a ello. Que pudieran desestabilizarle de aquella forma sin ni siquiera pretenderlo (dudaba que la rubia se llegara a imaginar ninguno de esos desvaríos que cebaban su cabeza) y, es más, sin tener una mala intención, le ponía inevitablemente a la defensiva.
Una vez controlado aquel sucedáneo de ataque de nervios, la compostura se había vuelto a adueñar de su apariencia y ya estaba recapacitando debidamente sobre el parecer que había tomado y arrepintiéndose de aquel arrebato tan asquerosamente egoísta cuando no vio venir la llegada de Carolina, nuevamente a pocos metros de él y diciéndole todo aquello, mostrándose hasta más amable de lo que se merecía. ¿Qué demonios estaba haciendo? Actuaba igual que un criajo con su particular y silenciosa pataleta, sin duda alguna, y de poco importaba que la señorita Van de Valley fuera consciente o no, Oscar sí lo era y le bastaba para necesitar compensárselo. A fin de cuentas, en ningún momento había pretendido obtener nada de ella, mucho menos nada tan íntimo como lo que había visto en mitad de sus neuras hormonales de última hora. Habría que ser muy estúpido, muy iluso o las dos cosas. Pero ya no más. No si eso la podía afectar a ella en su cometido.
Puedes llamarme Oscar –respondió, firme y esperando no resultar muy repentino, aunque detalles como ésos hubieran pasado a un segundo plano-. Si voy a ayudarte en todo esto, estaría bien cercar un poco las distancias –aclaró y aprovechó para incorporarse de la pared y erguirse completamente ante su acompañante-. Además, no soy ni tan mayor ni tan distinguido –añadió, para quitarle un poco de hierro a la proposición-. Siento lo de antes, me vino una especie… En fin, que no me encontraba bien y tampoco me paré a explicarlo, ya tendrás más oportunidad de ver que no soy una persona muy normal. De todas maneras, me gustaría ayudarte a… lo que sea que desees hacer con ese piano de cola, encontrarlo o recuperarlo, ya me explicarás mejor. Creo que podré serte de mucha más utilidad que dándote sólo esa mísera información de antes. No hablemos de estar en deuda ni aspectos que se le asemejen, al menos por ahora. Simplemente me gustaría colaborar en esta cruzada y si tú estás de acuerdo, bueno… ¿Qué más cosas puedes contarme sobre ese instrumento?
Mientras decía aquello, toda la entereza que le caracterizaba había regresado a él, dejando a un lado lo que pasaría o no pasaría de aquel encuentro y centrándose sencillamente en lo que debía hacer, que, de una vez por todas, también era lo que quería.
No había contado el tiempo transcurrido en la cafetería (sólo faltaba) de la que aún no se había alejado del todo, pero una vez en la misma mesa que su interlocutora, no debía de haber sido mucho más de una hora. Así pues, apenas conocía a Carolina, no estaba interesado en analizar los minutos que había tenido a su disposición con ella para averiguar si lo normal en la mujer era provocar ese tipo de reacción en las personas, ya que algo (más porquerías de adolescentes) le decía que también era muy pretencioso creer que había alguna parte exclusiva en él capaz de conseguir el macabro privilegio de consternarse tanto por su culpa que hasta la respiración se resintiera. Por favor, el problema lo tenía Oscar y la fascinación con la que había estado lidiando desde la primera mirada, simplemente se comportaba como un crío resentido por no estar acostumbrado a ello y no gustarle no estar acostumbrado a ello. Que pudieran desestabilizarle de aquella forma sin ni siquiera pretenderlo (dudaba que la rubia se llegara a imaginar ninguno de esos desvaríos que cebaban su cabeza) y, es más, sin tener una mala intención, le ponía inevitablemente a la defensiva.
Una vez controlado aquel sucedáneo de ataque de nervios, la compostura se había vuelto a adueñar de su apariencia y ya estaba recapacitando debidamente sobre el parecer que había tomado y arrepintiéndose de aquel arrebato tan asquerosamente egoísta cuando no vio venir la llegada de Carolina, nuevamente a pocos metros de él y diciéndole todo aquello, mostrándose hasta más amable de lo que se merecía. ¿Qué demonios estaba haciendo? Actuaba igual que un criajo con su particular y silenciosa pataleta, sin duda alguna, y de poco importaba que la señorita Van de Valley fuera consciente o no, Oscar sí lo era y le bastaba para necesitar compensárselo. A fin de cuentas, en ningún momento había pretendido obtener nada de ella, mucho menos nada tan íntimo como lo que había visto en mitad de sus neuras hormonales de última hora. Habría que ser muy estúpido, muy iluso o las dos cosas. Pero ya no más. No si eso la podía afectar a ella en su cometido.
Puedes llamarme Oscar –respondió, firme y esperando no resultar muy repentino, aunque detalles como ésos hubieran pasado a un segundo plano-. Si voy a ayudarte en todo esto, estaría bien cercar un poco las distancias –aclaró y aprovechó para incorporarse de la pared y erguirse completamente ante su acompañante-. Además, no soy ni tan mayor ni tan distinguido –añadió, para quitarle un poco de hierro a la proposición-. Siento lo de antes, me vino una especie… En fin, que no me encontraba bien y tampoco me paré a explicarlo, ya tendrás más oportunidad de ver que no soy una persona muy normal. De todas maneras, me gustaría ayudarte a… lo que sea que desees hacer con ese piano de cola, encontrarlo o recuperarlo, ya me explicarás mejor. Creo que podré serte de mucha más utilidad que dándote sólo esa mísera información de antes. No hablemos de estar en deuda ni aspectos que se le asemejen, al menos por ahora. Simplemente me gustaría colaborar en esta cruzada y si tú estás de acuerdo, bueno… ¿Qué más cosas puedes contarme sobre ese instrumento?
Mientras decía aquello, toda la entereza que le caracterizaba había regresado a él, dejando a un lado lo que pasaría o no pasaría de aquel encuentro y centrándose sencillamente en lo que debía hacer, que, de una vez por todas, también era lo que quería.
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Re: Pentagramas en blanco (Oscar Llobregat)
-De personas normales está hecho el mundo. Agrada de vez en cuando toparse con alguien... peculiar -y de personas peculiares, ciertamente, sabía yo bastante. Pero no quise entrar en detalles, y sólo una sonrisa ladeada fue testigo de una broma interior que sólo yo era capaz de comprender. No sabía si “peculiar” era un adjetivo acertado para definir al joven Oscar Llobregat. Para ser sincera, todavía no había encontrado uno con el que tildarlo, y eso que yo siempre había presumido de ser del tipo de personas -no muertas- que sabían calar con sólo una mirada -y no, no tenía nada que ver tampoco con ciertos poderes sobrenaturales-. Pero tal teoría se me había desmoronado con el apuesto joven que se había ofrecido como el Príncipe Encantador de esta historia.
De nuevo, otra sorpresa. Otro gesto inesperado que no hacía más que ahondar en la hipótesis que os acabo de relatar, según la cual el joven Llobregat era una de las pocas almas cándidas capaces de ofrecer ayuda a una completa desconocida. ¿Acaso era París la meca para los majaderos y románticos? Bueno, de los últimos no sé mucho, pero de los primeros más de lo que debería. Por algún motivo, su gesto totalmente desinteresado me conmovió, y creí en sus palabras de cooperación sin vacilar.
-¿Su predisposición para ayudar a damas desconocidas es algo intrínseco en su carácter o es que le he caído en gracia por alguna extraña razón? -una leve carcajada se me escapó de los labios. Ah, no había caído en cuanto hacía desde que había escuchado tal sonido. Se me hacía raro en mis oídos-Acepto su ayuda de buen grado, Oscar, y se lo agradezco -pronuncié con una breve inclinación de cabeza.
”¿Qué más cosas puedes contarme de ese instrumento?”
Sin saberlo, el joven Oscar Llobregat había abierto una caja de Pandora. O puede que el cerrojo ya estuviera medio roído y oxidado, y sólo había necesitado un poco más de tiempo para que el metal se pudriera definitivamente dejando escapar todos los fantasmas de un pasado remoto. Hablar de ese piano significaba hablar también de Friedrich Dvorak.
-Ese instrumento fue un bien muy preciado para... Bueno, para una persona muy importante para mí. Nunca dejó a nadie tocar ese piano. A todos los sitios a donde viajábamos se gastaba cuantiosas sumas para arrastrarlo con nosotros. Nunca me quiso contar el por qué de tanto apego a ese instrumento, y no por falta de preguntar, créame. Hasta que un día, de improvisto, lo vendió. Nunca llegué a entender por qué, porque nunca habíamos estado cortos de parneses. Le pregunté la razón de tan repentina venta, pero, como se imaginará, no quiso contestarme a ello. A su muerte me hizo prometer que lo buscaría. Me dijo que era un piano especial -hice una breve pausa. Ni si quiera yo sabía qué significaban palabras tan enigmáticas. Mi maestro nunca había sido un mago con las palabras, sino con la música. Pero nunca lo había visto tan esquivo que con aquel tema de conversación-Lo último que sé es que estaba en manos de Dimitri Lumiére, director del teatro Lumière. Pero partió hace mucho tiempo de Francia y no he vuelto a tener noticias de él o del instrumento. Hasta ahora.
De nuevo, otra sorpresa. Otro gesto inesperado que no hacía más que ahondar en la hipótesis que os acabo de relatar, según la cual el joven Llobregat era una de las pocas almas cándidas capaces de ofrecer ayuda a una completa desconocida. ¿Acaso era París la meca para los majaderos y románticos? Bueno, de los últimos no sé mucho, pero de los primeros más de lo que debería. Por algún motivo, su gesto totalmente desinteresado me conmovió, y creí en sus palabras de cooperación sin vacilar.
-¿Su predisposición para ayudar a damas desconocidas es algo intrínseco en su carácter o es que le he caído en gracia por alguna extraña razón? -una leve carcajada se me escapó de los labios. Ah, no había caído en cuanto hacía desde que había escuchado tal sonido. Se me hacía raro en mis oídos-Acepto su ayuda de buen grado, Oscar, y se lo agradezco -pronuncié con una breve inclinación de cabeza.
”¿Qué más cosas puedes contarme de ese instrumento?”
Sin saberlo, el joven Oscar Llobregat había abierto una caja de Pandora. O puede que el cerrojo ya estuviera medio roído y oxidado, y sólo había necesitado un poco más de tiempo para que el metal se pudriera definitivamente dejando escapar todos los fantasmas de un pasado remoto. Hablar de ese piano significaba hablar también de Friedrich Dvorak.
-Ese instrumento fue un bien muy preciado para... Bueno, para una persona muy importante para mí. Nunca dejó a nadie tocar ese piano. A todos los sitios a donde viajábamos se gastaba cuantiosas sumas para arrastrarlo con nosotros. Nunca me quiso contar el por qué de tanto apego a ese instrumento, y no por falta de preguntar, créame. Hasta que un día, de improvisto, lo vendió. Nunca llegué a entender por qué, porque nunca habíamos estado cortos de parneses. Le pregunté la razón de tan repentina venta, pero, como se imaginará, no quiso contestarme a ello. A su muerte me hizo prometer que lo buscaría. Me dijo que era un piano especial -hice una breve pausa. Ni si quiera yo sabía qué significaban palabras tan enigmáticas. Mi maestro nunca había sido un mago con las palabras, sino con la música. Pero nunca lo había visto tan esquivo que con aquel tema de conversación-Lo último que sé es que estaba en manos de Dimitri Lumiére, director del teatro Lumière. Pero partió hace mucho tiempo de Francia y no he vuelto a tener noticias de él o del instrumento. Hasta ahora.
Carolina Van de Valley- Vampiro Clase Media
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Re: Pentagramas en blanco (Oscar Llobregat)
'De personas normales está hecho el mundo. Agrada de vez en cuando toparse con alguien... peculiar'.
Al escucharle eso, Oscar se la debía de haber quedado mirando con la expresión más íntima y reveladora hasta el momento, pero ni siquiera experimentó un amago de culpa o estupidez por haberla mostrado de aquella forma tan espontánea, porque precisamente le había salido de dentro, sin más, y eso no le ocurría todos los días, menos aún con alguien que conocía de apenas nada. Además, vivía de la cortesanía, de una explotada profesión que, entre otras cosas, implicaba un astuto control de las emociones expresadas con el cuerpo o la mirada, de modo que conseguir una reacción semejante en él seguía acumulando significados. No sólo le parecía que había una enorme verdad en lo que Carolina acababa de decirle, sino que era algo que también podría haber salido de sus propios labios. Y sí, no había sido la afirmación más brillante ni la más original del mundo, pero pocas veces había tenido el gusto (el alivio) de escuchársela a alguien en una conversación, y encima referida a él mismo.
El polaco no tenía una mala autoestima, pero sí estaba acostumbrado a que no todo el mundo supiera apreciarle, su forma de comportarse con los demás seres vivos y de salir del paso llevaban su dura imprenta desde que podía recordar y eso había llegado a separar mucho sus pensamientos y sus opiniones del resto. No hasta el punto de que ya no supiera reconocer las ajenas, pero sí de reforzar esa creencia (esa resignación) de que las suyas eran las únicas. Comprobar que podía equivocarse a manos de alguien como la misteriosa señorita Van de Valley era un hecho tan eventual como cualquier resquicio de esperanza y casi harto de acumular tantas impresiones que corroboraran o desmintieran los motivos que estaban alterando su rutina diaria, quería cerciorarse del todo, quería vivirla y pasar a la acción, quizá porque luego no tendría más oportunidades como aquélla. Sólo había una Carolina Van de Valley en la tierra y eso era mucho más que una impresión. No iba a desaprovecharlo.
Lo cierto es que hoy está siendo un día bastante curioso –contestó a su pregunta, con una media sonrisa de incredulidad mientras, a su vez, clavaba los ojos en el rostro de la rubia, repletos de una convicción poderosamente magnética-. No acostumbro a dañar a nadie, pero tampoco a tenderle la mano a todo el mundo. A veces, diría eso de que 'de tan bueno que soy, soy tonto' pero de tonto no tengo un pelo, me he encargado bien, y de bueno… En fin, cederé ante algo de lo que ambos hemos dicho y lo dejaremos en que soy una persona poco normal a la que le habéis caído en gracia. Le has caído en gracia, de poco sirve que nos llamemos por el nombre, si no hay un mutuo tuteo.
Escuchó con atención la historia que pasó a relatarle sobre el requerido piano de cola que, sin comerlo ni beberlo, parecía haber querido unirles más incluso que el café con carboncillo. No le había dado detalles de esa 'persona muy importante para ella' y la comprendía, de momento no le interesaba saber de Carolina más que lo que estuviera dispuesta a contarle… O eso se conformaba con pensar, el altruismo siempre era una buena excusa.
'Aliento de cabra' se mueve mucho por teatros y óperas, a fin de cuentas le encantan las personas que trabajan en el escenario. Bailarines o cantantes, hombres y mujeres, de aspecto delgado y esbelto. Actores cuya posición y sueños de gloria no sean difíciles de camelar para un pobre diablo que sólo tiene dinero y pellejo –explicó, contrastando las informaciones de ambos y tratando de atar cabos con lo poco que sabían-. Se me ocurren dos cosas: averiguar dónde suele dejarse caer en estos ambientes y acercarnos a él, cosa que nos llevaría más tiempo y sería más complicado, dado que sabe quién soy y seguramente sospecharía. O enterarnos de cómo llegar hasta su casa e introducirnos en ella como cortesanos (yo te haría pasar por una compañera). Un plan más arriesgado, pero también más rápido y eficiente. En cualquiera de los dos casos habría que ir al burdel como punto de partida, así que dejo la decisión en tus manos.
Al escucharle eso, Oscar se la debía de haber quedado mirando con la expresión más íntima y reveladora hasta el momento, pero ni siquiera experimentó un amago de culpa o estupidez por haberla mostrado de aquella forma tan espontánea, porque precisamente le había salido de dentro, sin más, y eso no le ocurría todos los días, menos aún con alguien que conocía de apenas nada. Además, vivía de la cortesanía, de una explotada profesión que, entre otras cosas, implicaba un astuto control de las emociones expresadas con el cuerpo o la mirada, de modo que conseguir una reacción semejante en él seguía acumulando significados. No sólo le parecía que había una enorme verdad en lo que Carolina acababa de decirle, sino que era algo que también podría haber salido de sus propios labios. Y sí, no había sido la afirmación más brillante ni la más original del mundo, pero pocas veces había tenido el gusto (el alivio) de escuchársela a alguien en una conversación, y encima referida a él mismo.
El polaco no tenía una mala autoestima, pero sí estaba acostumbrado a que no todo el mundo supiera apreciarle, su forma de comportarse con los demás seres vivos y de salir del paso llevaban su dura imprenta desde que podía recordar y eso había llegado a separar mucho sus pensamientos y sus opiniones del resto. No hasta el punto de que ya no supiera reconocer las ajenas, pero sí de reforzar esa creencia (esa resignación) de que las suyas eran las únicas. Comprobar que podía equivocarse a manos de alguien como la misteriosa señorita Van de Valley era un hecho tan eventual como cualquier resquicio de esperanza y casi harto de acumular tantas impresiones que corroboraran o desmintieran los motivos que estaban alterando su rutina diaria, quería cerciorarse del todo, quería vivirla y pasar a la acción, quizá porque luego no tendría más oportunidades como aquélla. Sólo había una Carolina Van de Valley en la tierra y eso era mucho más que una impresión. No iba a desaprovecharlo.
Lo cierto es que hoy está siendo un día bastante curioso –contestó a su pregunta, con una media sonrisa de incredulidad mientras, a su vez, clavaba los ojos en el rostro de la rubia, repletos de una convicción poderosamente magnética-. No acostumbro a dañar a nadie, pero tampoco a tenderle la mano a todo el mundo. A veces, diría eso de que 'de tan bueno que soy, soy tonto' pero de tonto no tengo un pelo, me he encargado bien, y de bueno… En fin, cederé ante algo de lo que ambos hemos dicho y lo dejaremos en que soy una persona poco normal a la que le habéis caído en gracia. Le has caído en gracia, de poco sirve que nos llamemos por el nombre, si no hay un mutuo tuteo.
Escuchó con atención la historia que pasó a relatarle sobre el requerido piano de cola que, sin comerlo ni beberlo, parecía haber querido unirles más incluso que el café con carboncillo. No le había dado detalles de esa 'persona muy importante para ella' y la comprendía, de momento no le interesaba saber de Carolina más que lo que estuviera dispuesta a contarle… O eso se conformaba con pensar, el altruismo siempre era una buena excusa.
'Aliento de cabra' se mueve mucho por teatros y óperas, a fin de cuentas le encantan las personas que trabajan en el escenario. Bailarines o cantantes, hombres y mujeres, de aspecto delgado y esbelto. Actores cuya posición y sueños de gloria no sean difíciles de camelar para un pobre diablo que sólo tiene dinero y pellejo –explicó, contrastando las informaciones de ambos y tratando de atar cabos con lo poco que sabían-. Se me ocurren dos cosas: averiguar dónde suele dejarse caer en estos ambientes y acercarnos a él, cosa que nos llevaría más tiempo y sería más complicado, dado que sabe quién soy y seguramente sospecharía. O enterarnos de cómo llegar hasta su casa e introducirnos en ella como cortesanos (yo te haría pasar por una compañera). Un plan más arriesgado, pero también más rápido y eficiente. En cualquiera de los dos casos habría que ir al burdel como punto de partida, así que dejo la decisión en tus manos.
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Re: Pentagramas en blanco (Oscar Llobregat)
Seguía sorprendiéndome la ayuda desinteresada de aquel que, aunque físicamente no llegásemos a distar demasiado, no era más que un muchacho a mis ojos inmortales. Y es que, en un mundo tan poco generoso como aquel ¿cómo no apreciar extrañada, casi admirada, tal gesto? Él había insistido en que no buscaba nada, y que nada pretendía con ello. ”Lo dejaremos en que soy una persona poco normal a la que habéis caído en gracia”. Y yo le creí, porque nunca antes había visto ojos tan sinceros. Ni si quiera los de mi hermano Hans.
Sabía que, una vez involucrada en una asunto como aquel, ya no tendría más salida que llegar hasta el final. Todos los intentos anteriores se habían quedado en agua de borrajas. Ni si quiera el afamado detective inglés se vio prestado a ponerle solución lógica al asunto. Y es que ya estaba empezando a cavilar que, tras el instrumento, había algo siniestro y perverso. ¿Tenía sentido? Ni el más mínimo. Era sólo una sensación. Era como si el propio piano no quisiera ser encontrado. En el señor Oscar Llobregat restaba mi última esperanza, como se suele decir.
-Es un plan arriesgado, pero tomaré ese riesgo. Es más, he de tomar ese riesgo -lo había convertido en una obligación; moral, tal vez. Se trataba de la última voluntad de Friedrich. ¿Cómo iba a negarme? Lo último que me dejó en constancia. Con él había aprendido que nadie, ni si quiera nosotros que estúpidamente nos hacíamos llamar “inmortales”, puede escapar de la Muerte, y que ella, a todos hace iguales-Confío en usted. En ti -corregí. ”Sólo espero no estar llevando a nadie a ningún matadero”. Como había dicho, había algo en aquel piano que me hacía recelar.
Había otra complicación añadida a toda aquella pequeña aventura, y ésa era, ni más ni menos, que mi condición de vampiro. El joven no sabía nada, ni si quiera había sospechado. ¿Se lo tendría que revelar en un momento u otro? Sólo había una persona en todo París que conociera mi verdadera naturaleza, pero el excéntrico y bonachón señor Moncharmin no suponía ninguna amenaza para mi. ¿Lo representaría el señor Llobregat? Sabía de los grupos armados que habitaban la capital francesa. París se había convertido, poco a poco, en un lugar hostil a la vez que hermoso.
El cochero parecía impaciente, y yo sabía que había llegado la hora de despedirnos. Recordé lo poco que creía yo en el Destino, y que prefería pensar en la casualidad que, en muchas ocasiones, podía resultar incluso más mordaz que los propios hados. Había encontrado mi Gato con Botas, y la función no tardaría en comenzar.
-Me pondré en contacto con us... Contigo -ladeé una sonrisa-Y una vez más; gracias.
Subí al coche de caballos. No tardaría en amanecer.
Sabía que, una vez involucrada en una asunto como aquel, ya no tendría más salida que llegar hasta el final. Todos los intentos anteriores se habían quedado en agua de borrajas. Ni si quiera el afamado detective inglés se vio prestado a ponerle solución lógica al asunto. Y es que ya estaba empezando a cavilar que, tras el instrumento, había algo siniestro y perverso. ¿Tenía sentido? Ni el más mínimo. Era sólo una sensación. Era como si el propio piano no quisiera ser encontrado. En el señor Oscar Llobregat restaba mi última esperanza, como se suele decir.
-Es un plan arriesgado, pero tomaré ese riesgo. Es más, he de tomar ese riesgo -lo había convertido en una obligación; moral, tal vez. Se trataba de la última voluntad de Friedrich. ¿Cómo iba a negarme? Lo último que me dejó en constancia. Con él había aprendido que nadie, ni si quiera nosotros que estúpidamente nos hacíamos llamar “inmortales”, puede escapar de la Muerte, y que ella, a todos hace iguales-Confío en usted. En ti -corregí. ”Sólo espero no estar llevando a nadie a ningún matadero”. Como había dicho, había algo en aquel piano que me hacía recelar.
Había otra complicación añadida a toda aquella pequeña aventura, y ésa era, ni más ni menos, que mi condición de vampiro. El joven no sabía nada, ni si quiera había sospechado. ¿Se lo tendría que revelar en un momento u otro? Sólo había una persona en todo París que conociera mi verdadera naturaleza, pero el excéntrico y bonachón señor Moncharmin no suponía ninguna amenaza para mi. ¿Lo representaría el señor Llobregat? Sabía de los grupos armados que habitaban la capital francesa. París se había convertido, poco a poco, en un lugar hostil a la vez que hermoso.
El cochero parecía impaciente, y yo sabía que había llegado la hora de despedirnos. Recordé lo poco que creía yo en el Destino, y que prefería pensar en la casualidad que, en muchas ocasiones, podía resultar incluso más mordaz que los propios hados. Había encontrado mi Gato con Botas, y la función no tardaría en comenzar.
-Me pondré en contacto con us... Contigo -ladeé una sonrisa-Y una vez más; gracias.
Subí al coche de caballos. No tardaría en amanecer.
Carolina Van de Valley- Vampiro Clase Media
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