El sorbo de la Muerte (Diétrich)

por **Eyra Erikdóttir** Dom Oct 30, 2011 2:19 pm

Nueve horas, cincuenta y tres minutos, y doce segundos: ese era el espacio temporal que me separaba de aquél lecho en el que me removía incómodo del altar en el que esperaría impaciente la llegada de mi futura esposa Corinne.

Las sábanas se pegaban a mi torso desnudo y sudoroso, creándome una sensación de asfixia que no me permitía naufragar en el mar de los sueños. Ladeé mi cabeza y miré a través del cristal de la ventana, contemplando la media luna sonreírme y devolviéndole ese gesto amistoso, como si firmáramos así una tregua. Suspiré pesadamente y decidí ir a la cocina a prepararme un té, pues quizás el insomnio era producido por los nervios antes del enlace. Al llegar, encendí una vela y busqué y rebusqué por los armarios y cajones algo que llevarme a la boca. Nada. Meneé la cabeza y ya desvelado, sentí la necesidad de respirar aire fresco. Así, regresé a mi alcoba en penumbra y me vestí con lo primero que encontré, que fue justamente la ropa del día anterior. Algo tambaleante por el cansancio acumulado, cerré la puerta de la residencia tras de mí sin darle un último vistazo, sin tan siquiera asegurarme que había apagado la vela de la cocina.

Deambulé con las manos en los bolsillos por las calles, apeteciéndome incluso un cigarrillo cuando nunca antes había fumado. Sí, aquella era la prueba irrefutable de lo nervioso que me encontraba. Tropecé de pronto con un cartel que anunciaba la taberna. Vacilé unos segundos, prometiéndome antes de entrar que sólo sería un trago y volvería a la cama. Pero fallé. Me dejé llevar por el lado más irracional y quizás cobarde de mí, llegando a pedir botellas enteras de whisky. Maldición... la noche empezaba mal y nada me aseguraba como terminaría.

Me acurruqué en la esquina del local, sentado en el suelo y rodeado de botellas vacías mientras seguía tomando de otra, cantando de vez en cuando, gritando en otras. Estaba solo, marginado, ebrio y con la noción espacio-temporal desmoronada. Fue entonces cuando alguien ensombreció las luces del local. Alcé la vista quejándome, pues se interpuso entre una prostituta que flirteaba con un cliente de la taberna y la verdad es que la escena era bastante entretenida, por no añadir morbosa. Pero, como decía, mis ojos tropezaron con el rostro severo de un hombre calvo, con actitud contenida y un deje que me inspiraba desconfianza. Sin mediar palabra, le lancé una de las botellas vacías a la cabeza y solté una carcajada, doblegándome sobre mí mismo hasta tumbarme completamente en el suelo del bar, realmente ebrio y sin dejar de reír.