AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Cambio de vida [Aya Kuran]
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Cambio de vida [Aya Kuran]
Recuerdo del primer mensaje :
Piso de Oscar Llobregat.
En frente de uno de tantos puentes del Sena.
La noche empezaba a crispar de manera tan hipnótica como el movimiento lúgubre que se esparcía entre las llamas de la chimenea. El habitáculo de Oscar era pequeño, por no hablar de humilde. Las habitaciones muy justas y el comedor donde ahora se encontraban, la sala más grande de todas. Se lo compró cuando su reserva en cuanto al tema económico al final se permitió un poco de descanso para los lujos, pero desde entonces que no la había usado mucho más que su lugar en el burdel. Sencilamente, necesitaba otro sitio donde poder caerse muerto y además, tener el río a mano para salir de buena mañana a lanzar piedras al agua. Claro que eso lo hacía siempre que le era posible, estuviera en el trabajo o no, pero si quedaba más a mano, le bastaba para sonreírse un poco por las mañanas, tras la visión plateada del Sena deslumbrándole la mirada sólo con asomarse a través de la ventana.
Apenas habían muebles, mucho menos ningún lustroso sofá que resultara poco accesible a los recursos de su clase, de manera que para garantizar la comodidad de la japonesa, tuvo que trasladar la única cama al salón y una vez allí, acomodar a la dolorida Aya entre los mullidos cojines que se había llevado sin permiso del burdel en sus primeros días y que nadie reclamaba todavía. Encendió la chimenea nada más llegar al piso y se olvidó de las dos lámparas de mesa, a falta de querer ponerse a buscar manteca de cerdo o aceite como combustibles que las hicieran funcionar. Así pues, la casa pasó del azul gélido que perlaba el inicio de la noche a un negro profundo y contraluces dorados que engullían las paredes y el suelo, propios de una fogata al aire libre para contar historias de miedo con la ambientación apropiada. Sin embargo, los gruñidos del fuego de la chimenea y el incesante sonido de los grillos que se introducían sin permiso, dotaban a aquel entorno de una sensación cómoda y lejos de cualquier otro temor, relajante.
Oscar no llamó a ningún médico aquella vez, ni volvió a llevar a la chica al primer lugar donde habían pasado una noche. Aquellas habían sido unas heridas más superficiales en cuanto a físico se trataba, pero infinita y paradójicamente más profundas en los recovecos sensibles del alma. Por todo eso, había cargado nuevamente con el peso de Aya hasta el piso que era suyo y que tan pocas veces visitaba. Una vez todo preparado, la desnudó delicadamente para que se colocara boca abajo y poder untarle suavemente las heridas con el ungüento que supo que podría encontrar ahí y que fabricaban en el mercado especialmente para el burdel, cuando algún cliente se propasaba más de lo debido. Dado que a pesar del dolor, la reacción de la gran mayoría tras una agresión era regresar rápidamente al trabajo, todos los cortesanos y cortesanas sabían cómo utilizarlo, no tenía más complicación que esparcirlo sobre la herida y masajearlo sin prisas hasta solazarse un poco en el alivio. Por su parte personal, Oscar había aprendido a ocuparse él mismo de sus asuntos médicos desde su estancia en Polonia y en sus continuos viajes al mercado o a los dominios gitanos había conocido a curanderos cuyos resultados no habían dado de qué quejarse hasta el momento. De modo que podía ocuparse debidamente de Aya en esa situación y sin más dilaciones, lo hizo.
Estuvo varias horas, largas y reposadas, ocupándose de los noventa y nueve restos de latigazos en su piel. Algunos dejarían marca y otros se disolverían al cabo de los días, como el ungüento sanador que cabalgaba sobre las yemas humedecidas del hombre. Lo hizo como si tuviera todo el tiempo del mundo a su disposición, como si estuviera leyendo en las caricias a su cuerpo y escribiéndole una respuesta inmediata con los dedos. Como la gente hacía con las nubes, imaginó de qué podrían ser las formas que adquirían las sombras del fuego sobre la espalda de Aya y su mente galopó lejos entre el silencio compartido, la intimidad cuidadora que envolvía la escena, siendo ya gran parte del puzzle que la equilibraba, aunque sólo fuera por un momento. Al cabo de un tiempo, la tensión en los músculos de Aya se esfumó tras las pinceladas de sus manos y los ojos se le cerraron, presas del bálsamo que emanaban los masajes. Él permaneció a su lado, sentado como estaba en una silla de caoba junto al colchón, clavado en la droga absorta que era la chimenea encendida.
Pensó en muchas más cosas de las que se escaparon mientras había estado sanando a la muchacha y necesitó incuso más, muchas más horas que las que se acababan de fundir para llegar a las conclusiones que estaba dispuesto a confesar llegado el momento. Y ese momento llegó cuando Aya volvió a abrir los ojos, ya en unas horas todavía más intempestivas, y a mirarle desde su posición recostada. Oscar separó su vista por primera vez de las brasas asesinas que había reavivado no hacía mucho, y después de comprobar que estaba despierta, volteó a seguir pereciendo los ojos en ellas.
Esta casa es mía, no suelo pasar mucho por aquí, pero es mía -comenzó, y se llevó un poco de aire suspirante por los orificios nasales, mas su expresión seria y cernida no varió un ápice, sin perder nada de su rigidez segura-. Puedes vivir en ella, disponerla a tu gusto, cuidarla. Yo trataría de estar por aquí mucho más que antes. No soy precisamente rico, pero tengo ahorrado algún dinero y hasta que tú decidieras trabajar en algo, podría mantenernos a ambos. Podrías seguir realizando tus servicios de geisha, al fin y al cabo aquí está más visto como un entretenimiento exótico que como un obsequio de esclavitud y así continuarías haciendo lo que sabes hacer, pero sin tener que pasar por situaciones como las de antes... Entonces, cuando reúnas el dinero suficiente puedes buscarte tu propio piso o... seguir conviviendo en... éste... tan enano que promete seguir siéndolo por mucho.
Todo lo que acababa de ocurrir había sido por culpa de él, quería y continuaba queriendo que Aya fuera libre, pero no de aquella manera, no siendo arrojada como un despojo recientemente defectuoso, como si nada de los sacrificios que llevaba realizando desde que era una niña hubieran tenido valor alguno. No iba a confesarle abiertamente que quería que se quedara por él, pues no era lo único que venía negándose a sí mismo desde su encuentro. Oscar nunca se había imaginado conviviendo con otra persona desde que abandonó Wroclaw, implicaba millones de cosas que había dejado de conocer o que nunca había conocido, pero no iba a comportarse como un puto cobarde hipócrita. Si deseaba que Aya fuera libre, si le había alentado a ser libre, ahora no iba a abandonarla a su suerte cuando más posibilidades tenía de llegar a serlo.
Yo cuidaré de ti. Te juro que nadie volverá a hacerte daño mientras yo pueda evitarlo.
Piso de Oscar Llobregat.
En frente de uno de tantos puentes del Sena.
La noche empezaba a crispar de manera tan hipnótica como el movimiento lúgubre que se esparcía entre las llamas de la chimenea. El habitáculo de Oscar era pequeño, por no hablar de humilde. Las habitaciones muy justas y el comedor donde ahora se encontraban, la sala más grande de todas. Se lo compró cuando su reserva en cuanto al tema económico al final se permitió un poco de descanso para los lujos, pero desde entonces que no la había usado mucho más que su lugar en el burdel. Sencilamente, necesitaba otro sitio donde poder caerse muerto y además, tener el río a mano para salir de buena mañana a lanzar piedras al agua. Claro que eso lo hacía siempre que le era posible, estuviera en el trabajo o no, pero si quedaba más a mano, le bastaba para sonreírse un poco por las mañanas, tras la visión plateada del Sena deslumbrándole la mirada sólo con asomarse a través de la ventana.
Apenas habían muebles, mucho menos ningún lustroso sofá que resultara poco accesible a los recursos de su clase, de manera que para garantizar la comodidad de la japonesa, tuvo que trasladar la única cama al salón y una vez allí, acomodar a la dolorida Aya entre los mullidos cojines que se había llevado sin permiso del burdel en sus primeros días y que nadie reclamaba todavía. Encendió la chimenea nada más llegar al piso y se olvidó de las dos lámparas de mesa, a falta de querer ponerse a buscar manteca de cerdo o aceite como combustibles que las hicieran funcionar. Así pues, la casa pasó del azul gélido que perlaba el inicio de la noche a un negro profundo y contraluces dorados que engullían las paredes y el suelo, propios de una fogata al aire libre para contar historias de miedo con la ambientación apropiada. Sin embargo, los gruñidos del fuego de la chimenea y el incesante sonido de los grillos que se introducían sin permiso, dotaban a aquel entorno de una sensación cómoda y lejos de cualquier otro temor, relajante.
Oscar no llamó a ningún médico aquella vez, ni volvió a llevar a la chica al primer lugar donde habían pasado una noche. Aquellas habían sido unas heridas más superficiales en cuanto a físico se trataba, pero infinita y paradójicamente más profundas en los recovecos sensibles del alma. Por todo eso, había cargado nuevamente con el peso de Aya hasta el piso que era suyo y que tan pocas veces visitaba. Una vez todo preparado, la desnudó delicadamente para que se colocara boca abajo y poder untarle suavemente las heridas con el ungüento que supo que podría encontrar ahí y que fabricaban en el mercado especialmente para el burdel, cuando algún cliente se propasaba más de lo debido. Dado que a pesar del dolor, la reacción de la gran mayoría tras una agresión era regresar rápidamente al trabajo, todos los cortesanos y cortesanas sabían cómo utilizarlo, no tenía más complicación que esparcirlo sobre la herida y masajearlo sin prisas hasta solazarse un poco en el alivio. Por su parte personal, Oscar había aprendido a ocuparse él mismo de sus asuntos médicos desde su estancia en Polonia y en sus continuos viajes al mercado o a los dominios gitanos había conocido a curanderos cuyos resultados no habían dado de qué quejarse hasta el momento. De modo que podía ocuparse debidamente de Aya en esa situación y sin más dilaciones, lo hizo.
Estuvo varias horas, largas y reposadas, ocupándose de los noventa y nueve restos de latigazos en su piel. Algunos dejarían marca y otros se disolverían al cabo de los días, como el ungüento sanador que cabalgaba sobre las yemas humedecidas del hombre. Lo hizo como si tuviera todo el tiempo del mundo a su disposición, como si estuviera leyendo en las caricias a su cuerpo y escribiéndole una respuesta inmediata con los dedos. Como la gente hacía con las nubes, imaginó de qué podrían ser las formas que adquirían las sombras del fuego sobre la espalda de Aya y su mente galopó lejos entre el silencio compartido, la intimidad cuidadora que envolvía la escena, siendo ya gran parte del puzzle que la equilibraba, aunque sólo fuera por un momento. Al cabo de un tiempo, la tensión en los músculos de Aya se esfumó tras las pinceladas de sus manos y los ojos se le cerraron, presas del bálsamo que emanaban los masajes. Él permaneció a su lado, sentado como estaba en una silla de caoba junto al colchón, clavado en la droga absorta que era la chimenea encendida.
Pensó en muchas más cosas de las que se escaparon mientras había estado sanando a la muchacha y necesitó incuso más, muchas más horas que las que se acababan de fundir para llegar a las conclusiones que estaba dispuesto a confesar llegado el momento. Y ese momento llegó cuando Aya volvió a abrir los ojos, ya en unas horas todavía más intempestivas, y a mirarle desde su posición recostada. Oscar separó su vista por primera vez de las brasas asesinas que había reavivado no hacía mucho, y después de comprobar que estaba despierta, volteó a seguir pereciendo los ojos en ellas.
Esta casa es mía, no suelo pasar mucho por aquí, pero es mía -comenzó, y se llevó un poco de aire suspirante por los orificios nasales, mas su expresión seria y cernida no varió un ápice, sin perder nada de su rigidez segura-. Puedes vivir en ella, disponerla a tu gusto, cuidarla. Yo trataría de estar por aquí mucho más que antes. No soy precisamente rico, pero tengo ahorrado algún dinero y hasta que tú decidieras trabajar en algo, podría mantenernos a ambos. Podrías seguir realizando tus servicios de geisha, al fin y al cabo aquí está más visto como un entretenimiento exótico que como un obsequio de esclavitud y así continuarías haciendo lo que sabes hacer, pero sin tener que pasar por situaciones como las de antes... Entonces, cuando reúnas el dinero suficiente puedes buscarte tu propio piso o... seguir conviviendo en... éste... tan enano que promete seguir siéndolo por mucho.
Todo lo que acababa de ocurrir había sido por culpa de él, quería y continuaba queriendo que Aya fuera libre, pero no de aquella manera, no siendo arrojada como un despojo recientemente defectuoso, como si nada de los sacrificios que llevaba realizando desde que era una niña hubieran tenido valor alguno. No iba a confesarle abiertamente que quería que se quedara por él, pues no era lo único que venía negándose a sí mismo desde su encuentro. Oscar nunca se había imaginado conviviendo con otra persona desde que abandonó Wroclaw, implicaba millones de cosas que había dejado de conocer o que nunca había conocido, pero no iba a comportarse como un puto cobarde hipócrita. Si deseaba que Aya fuera libre, si le había alentado a ser libre, ahora no iba a abandonarla a su suerte cuando más posibilidades tenía de llegar a serlo.
Yo cuidaré de ti. Te juro que nadie volverá a hacerte daño mientras yo pueda evitarlo.
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Re: Cambio de vida [Aya Kuran]
'You're free to leave me...
'Te esperaré?'... Como si alguna persona lo hubiera hecho hasta entonces. ¿Le esperaba alguien en Polonia? ¿Y le esperaría alguien en Francia, en París, en su piso... si algún día regresara a averiguar... que no?
Porque no, lo sabía, como sabía en esos instantes que Aya no iba a demostrarle que estaba equivocado. Quizá fuera incluso más complicado que incitarla a la libertad. O quizá, fueran exactamente la misma cosa... Y eso no le dejaba en mejor puesto.
La miró fijamente con una expresión casi hiératica cuando la muchacha recogió las sábanas y se incorporó enseguida para dedicarle aquella sonrisa que no era lo único que la descubría.
Ya...
Oscar le devolvió una ligera risa, mientras los labios expulsaban un chistido amargo y se separaba de ella para acercarse al mueble donde ayer acabó la bolsa de dinero.
Estoy acostumbrado a que te arrastres a la desgracia, a que mis palabras no te sirvan para una mierda en lo que hagas o dejes de hacer, pero por lo menos podrías darte cuenta de que mentirme es lo único que me faltaba para resignarme -dijo, mientras pisaba sus anteriores zancadas para volver hacia Aya-. Y aun así, ni siquiera soy capaz de intentar dejarlo estar. Pero no voy a cerrar la puerta con llave. Hoy no.
Le agarró de la muñeca y le obligó con suavidad a abrir la palma de su mano, de ese modo depositó allí de nuevo la bolsa de dinero y luego le cogió de la otra para colocarla encima de la bolsa.
Si vuelvo y veo que la has dejado aquí, te juro que te persiguiré sólo para devolvértela y así hasta que al final tenga que hacer que te la tragues. O que violarte contra una pared, la verdad es que todavía no lo he decidido.
Sin darle más tiempo a ahogarse en la lava que imperaba entonces su mirada, Oscar se volteó y se hizo con las pertenencias necesarias antes de agarrar el pomo de la puerta y abrirla.
Coge lo que quieras antes de irte - murmuró, con el cuello ligeramente agachado y de espaldas a la geisha-. Ten cuidado- añadió y levantó la cabeza en ese instante, mirando al frente con los ojos firmes y endurecidos; solemnes-. Hasta la próxima.
Cerró la puerta sin esperar respuesta ni reacción alguna, y continuó el rumbo de unos pasos cansados de predecirlo todo, mientras su cabeza empezaba a adelantar la imagen de su salón vacío, como siempre; como lo única jugada del tablero carcomido que movía su existencia.
...but just, don't deceive me.'
Oscar Llobregat- Prostituto Clase Media
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Re: Cambio de vida [Aya Kuran]
Tu amor es viento
viento que pasa
hoy te tengo, no sé mañana
miedo al fracaso
vives un juego
yo te comprendo
Porque el amor no existe,
no existe.
viento que pasa
hoy te tengo, no sé mañana
miedo al fracaso
vives un juego
yo te comprendo
Porque el amor no existe,
no existe.
Y con el portazo, mi alma se hizo añicos, cayendo a mis pies como aquella bolsa de dinero que no pensaba aceptar de manos del ladrón que había robado mi cordura y mi corazón. Caí sobre mis rodillas, humedeciendo las manos con las que intentaba secar mis lágrimas sin éxito alguno. Y lloré, lloré como nunca antes había llorado. Como si el contenerme durante toda la vida desembocara ahora en un diluvio universal sin arca a la que refugiarme. Como si cada lágrima fuese hija de un error. Como si Osgar se hubiese llevado mi alma. Como si ahora, ya nada importara. Pero lo cierto, es que importaban muchas cosas, él principalmente. Y por ello, me alcé del suelo cubierto ahora por un charco de lágrimas y caminé titubeando, dejando atrás aquellas monedas esparcidas por el parquet. Deambulé sin saber a dónde iba, sólo buscando una pluma y un tintero en el que escribir sobre las sábanas impolutas del lecho en el que momentos antes había rozado la locura, unos versos. Unos versos que sabía que me perseguirían el resto de mi vida, sintiendo a cada trazo de mi trémula grafía, una punzada de dolor a la altura de mi pecho izquierdo, como si la tinta fuese la sangre que corría por mis venas y la pluma, los mayores labios embusteros.
En la soledad de estas cuatro paredes,
te digo adiós...
encerrada en mis pensamientos me despido de los más hermosos que he vivido,
sin luchar ni un minuto más por tu amor,
sin esperar el encuentro de nuestros cuerpos en uno.
Me voy lejos, dónde no puedas hallarme.
Seré de aquí el mayor pedazo de leña que no ha encendido el fuego de tus labios,
seré nieve bajo el sol derretida
rumbo a las aguas infinitas
y me perderé por ahí.
Te observaré de lejos, y cuidaré tu alma de cerca.
Más hoy te pido amor
no me busques, porque es tarde
y se me fue la vida.
te digo adiós...
encerrada en mis pensamientos me despido de los más hermosos que he vivido,
sin luchar ni un minuto más por tu amor,
sin esperar el encuentro de nuestros cuerpos en uno.
Me voy lejos, dónde no puedas hallarme.
Seré de aquí el mayor pedazo de leña que no ha encendido el fuego de tus labios,
seré nieve bajo el sol derretida
rumbo a las aguas infinitas
y me perderé por ahí.
Te observaré de lejos, y cuidaré tu alma de cerca.
Más hoy te pido amor
no me busques, porque es tarde
y se me fue la vida.
Dejé caer la pluma y tras largos minutos en los que me abandoné a la más absoluta desolación, envolví mi frágil cuerpo de porcelana en las telas de mi kimono, arrastrando los pies hasta la puerta con la clara intención de desvanecerme, dejando todo cuando quería, lejos de mi abasto. Posé la mano sobre el pomo y lo giré sigilosamente hasta que la puerta cedió en un quejido y osé alzar la vista hacia el espinoso camino que había decidido emprender: el retorno a mi esclavitud.
Edgar Dagson- Vampiro Clase Alta
- Mensajes : 185
Fecha de inscripción : 07/10/2011
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