Un paseo nocturno a caballo [Wyatt Romanov]

La noche caía de forma neutral tanto por la céntrica y dormida París como para el sigiloso -y no por ello menos tenebroso- bosque. ¿Los únicos pájaros que osaban asomar sus afilados picos a esa hambrienta noche? Cuervos y búhos. Sus ojos teñidos de inmortalidad negra noche destellaban de forma fría, dejando entrever ciertos matices carmín en ese par de irises hipnóticamente llamativos a la par que oscuros. Bajo su firme figura varonil, un caballo blanco como la nieve cruzaba los senderos, veloz cual saeta blanquecina. Precisamente ese nombre fue el que su dueño usó para apodarlo cuando lo compró a unos viles mercaderes embusteros. Iba vestido con una ancha camisa blanca con cordeles de cuero, unas mayas negras ceñidos a unos poderosos muslos, altas botas de montar relucientes y un pañuelo rojo cual sangre en el cuello.

Su masculina figura atlética se postró hacia delante hasta rozar con los carnosos labios una de las orejas del animal. - Vuela Saeta, vuela… - Le excitó en un simple susurro envenenado, logrando que el animal acelerara las pulsaciones de su desenfrenado corazón y aumentara la velocidad de tan heroica cruzada. El bosque quedaba pequeño cuando era cruzado por tales impresionantes figuras como podrían serlo las de los guardianes, dueños, amos y señores de la noche. Los seres inmortales. Los bebedores de sangre por excelencia, los vampiros.

Tanto la crin del animal como la capa del varón ondulaban al viento, a la par que su afilada presencia hacía temblequear las ramitas de los árboles y silbar un malherido viento cortante. Corre que corre, trota que trota, cruzaron ambos la condenada escena nocturna cual destello de neblina. Asomábase el final del trayecto cuando una femenina figura apareció en medio de su camino, como un fantasma salido de la nada. Los talones férreos de Wyatt se clavaron en el costillar del animal y sus manos tironearon de las riendas, logrando que el relinchar del animal fuera casi agónico. Logró detenerse justo delante de esa bella figura femenina de cuerpo espléndido bañado en rayos de luna. Su indescifrable seriedad se posó en la figura humana que casi enviste, con una mueca de elegante reproche.

Su endurecida mirada prosiguió clavada en la de la mujer, impasible. Saeta relinchó, colocándose sobre las dos patas traseras como el típico caballo visto a contraliz en la cima de un monte con la luna llena de fondo. - Saeta, calma... - Volvió a sisear viperinamente y el animal se puso sobre cuatro patas, delante de la mujer que se escudaba con unos brazos que difícilmente la habrían salvado de las garras de su fiel corcel. Pasó una de sus marmóreas manos pálidas, enfundadas en guantes de seda negros, por el cuello del animal y lo calmó a la vez que la mujer se recomponía del sobresalto y hacía lo propio para calmar al dócil pero excitado animal. En cuanto la mujer despotricó en susurros, claros indicadores de que no las tenía todas con ella, Wyatt se tomó la libertad de desmontar. No precisó atar al animal, ya que Saeta sabía que no podía huir demasiado lejos sin pagar un alto precio que se podía ahorrar permaneciendo submiso y tranquilo. Sus dilatadas pupilas negras se posaron en la nuca de la mujer.

Era incomprensible el modo en que una persona podía llegar a odiar de ese modo, pero sencillamente podía defenderse diciendo que él no era una persona, era más parecido a un animal. Un misterioso y oscuro ser de la noche que alimentaba su tedioso odio a base de vitalidad de jóvenes humanos, de amor de los dulces corazones de burguesas del momento, de afán de poder de los más codiciosos nobles de la corte, del valor de los más valerosos caballeros que aún creían en princesas a las que rescatar y de los más interiorizados miedos de esa decadente sociedad ignorante. ¿Ignorante porqué? ¿Acaso se les podía atribuir otro adjetivo a aquellos que creían que el Conde Drácula no era más que un cuento de locos para asustar a las bellas muchachas de palacio? No, sencillamente eran ciegos. Pero no ciegos de nacimiento, sino gente que podía ver pero que se había tapado los propios ojos con una sarnosa venda.

Se acercó. Sus pisadas eran tan sigilosas como las de un leopardo. Psé, se lo podía comparar con un miembro de la ámplia gama de felinos, por ejemplo. Sus andares mudos, sus maniobras elegantes, sus acciones controladas al milímetro... Parecía de otro mundo. Un mundo donde la perfección no esperaba recibir una agradable bienvenida. Un mundo de seres como él, seres que competían codo con codo para deslumbrar resplandeciendo una belleza utópica. Sus ojos se movieron de forma intermitente por el vestido pomposo pero modesto de la dama mientras de fondo, los cascos de su caballo nervioso rompían ese monótono silencio nada más lejos de lograr una situación tensa o incómoda. Se acuclilló a su lado, mirandole el cuello. - Lamento lo ocurrido, ¿podrá disculpar a mi persona? No quería que la noche me engullera estando en el bosque, luego puede ser peligroso. A propósito, ¿qué hace una dama de alta cuna sola en un bosque al anochecer? ¿No teme a los animales salvajes? - Preguntó, con elegancia propia de los inmortales.