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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Clement Stuart Jue Ene 19, 2012 11:33 am

En el palacio cardenalicio de Frascati, la ostentación y el detalle del arte nunca quedan olvidados. Bajo el mecenazgo de Clement Stuart, la ciudad había experimentado un cambio a nivel visual y urbanístico, y tal era apreciable desde la misma llegada a la urbe de los Estados Pontificios. Las calles del centro neurálgico habían sido saneadas, y las periféricas pavimentadas. Del mismo modo, se habían construido y reparado numerosas villas, que hacían de la ciudad un lugar apetecible a las clases altas y el reposo de un clima cálido y soleado. Por el día la ciudad quedaba bañada por la luz del sol, reluciendo en la cerámica y los ornamentos que alimentaban las fachadas y las tejas de las casas, así como del mismo modo, de noche los reflejos se tornaban plata y brillante inspiración de las estrellas.

El palacio principesco del Cardenal había sido fruto de la reforma de la antigua fortaleza militar, por lo cual guardaba un aspecto a medio camino entre un bastión feudal y el reposo veraniego de un gobernante renacentista. Los espacios abiertos de los muros habían sido cerrados con vitrales y decorados artísticos, así como se habían importado materiales extranjeros para hacer de guarnición en sus pavimentos y fachadas. El exterior presentaba una mezcla de tonos vivos y brillos metales, del mismo modo en que su interior era blanco y escarlata, mediante los tintes rojos y las decoraciones realizadas a base de mármol.

En el ala oeste, no demasiado lejos del salón de bienvenida, cruzando el primer comedor, se hallaba una de las salas de audiencia y descanso. Pese a que no era la mayor, ni estaba acondicionada para acoger a un número medio de personas, si era ideal para el encuentro y recepción de personalidades en íntima conversación. La guardia del Cardenal vigilaba los accesos y los patios del palacio, así como la estancia en la que aguardaba Clement Stuart. La seguridad teórica de Dios era siempre bienvenida, pero la certeza empírica de estar seguro, valía su peso en oro.

Sentado en uno de sus acomodados sillones en la sala de audiencias, el hombre de Dios observaba la entrada, por el momento cerrada, de su estancia. Su mirada fija y reflexiva parecía aguardar la entrada de alguien, o la anunciación mediante el secretariado de la próxima visita. Apoyado su mentón en la mano izquierda, la yema del índice acariciaba su sien, estimulando su mente en el silencio. Rodeado de libros y muebles, los muebles de madera barnizada emitían un brillo antinatural ante la luz de las velas y el rayo de plata lunar que se filtraba a través de los vitrales...



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Mensaje por Paulette "Paul" Tudor Dom Ene 22, 2012 10:24 am

* Antes de leer, instalar:
http://www.letramania.com/operaciones/descarga.php?IDFuente=2791&URLFuente=Amaze

La luna iluminaba la ciudad, cuya infraestructura tuvo un inyección de recursos reformándola de una forma tal, que la misma Paulette se declaraba sorprendida e intrigada por conocer los cambios que tuvo a lo largo del tiempo. Quizá trajera a su esposo para explorar todo, pero más que nada para saber si al momento de la remodelación se encontró algún objeto interesante. Normalmente en este tipo de transiciones se descubrían piezas de valor incalculable para los conocedores, pero que para la plebe simplemente son chucherías.

El carruaje avanzó hasta un inmueble de majestuosas proporciones y decorado. Criada dentro del seno de la familia Tudor, hija de un Duque, Paulette estuvo acostumbrada a este tipo de extravagancias o caprichos. Incluso, ella misma se los proporcionaba o los exigía a su marido en ocasiones en que el aburrimiento y el tedio reinaban en su hogar en España. Miró la carta que tenía entre las manos, una misiva del propio Papa dirigida al Cardenal y se preguntó realmente por qué ella fue la elegida para hacer el traslado.

¿Qué tipo de contenido se vertió en ella para necesitar que una Condenada la trasladara? Aunque estuvo durante algunos instante tentada a abrirla, prefirió esperar. El destinatario no sabía quién se la traía, por lo que podría meterse en su mente y leerla. Esperaba que no se diera cuenta, pero sobre todo, que el mensaje no tuviera que ver con sus otros intereses, si estaría en una carrera contra el tiempo para avisarles a los demás. Aunque para estos casos tenía la ayuda y el contacto de un Aghartiano, sus encuentros eran esporádicos para no levantar sospechas.

En cuanto llegó y le hicieron descender del carruaje conduciéndola por los pasillos iluminados por la luz de los candelabros y los rayos de luna, Paulette se preguntó cuál era realmente la relación entre ambos religiosos. Sobre todo, qué tipo de personaje era Su Eminencia. Tenía que hacer sus investigaciones y luego de ello, esperar órdenes. Si resultaba que tendría que eliminarlo, se vería en un problema, porque todo debería parecer accidental. Aunque cierto es que muchos morían por culpa de las enfermedades y venenos, pocos eran los que levantaban una investigación y no podía por ningún motivo perder su lugar dentro de la Inquisición.

El salón se abrió ante ella y atravesó el umbral haciendo una reverencia propia del cargo que el hombre ante ella ostentaba, acercándose a paso tranquilo hacia él. Sin mediar palabra alguna, extendió la mano para entregarle al hombre el sobre lacrado y esperar tranquilamente a que él lo leyera, para obtener la respuesta, mientras que se encargaba de discretamente leer su mente. La carta era muy simple:



Su Eminencia Clement Cardenal Stuart:

Dios le acompañe en estos días aciagos que se presentan ante nosotros de forma misteriosa.

Ante usted, tiene a una de mis Condenadas, una de las más capaces Inquisidoras que, confío, le traerá sano y salvo al Vaticano. Dios nos ha puesto una prueba y es mi deber enfrentarla como se debe: con firmeza y con todos los hombres que me rodean.

En cuanto llegue a la Santa Sede, le comunicaré a qué me refiero. Mientras tanto, irá usted con esta Inquisidora protegiéndole. Temo que alguien esté espiándonos y su integridad corra peligro, por eso es que le pido viaje con ella. Muestra de mi confianza a usted es que le revelo su real condición: es una vampiresa, pero nadie pelea tan bien como ella. Sé que me dará el beneficio de la duda y no se preocupe por ella, está bien entrenada y convencida de nuestra fe. Ella misma me ha acompañado a algunos lugares.

Esperando tenga un buen viaje.

Papa Alejandro II Borgia



Última edición por Paulette "Paul" Tudor el Dom Ene 22, 2012 11:54 pm, editado 1 vez


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Mensaje por Clement Stuart Dom Ene 22, 2012 2:57 pm

El hombre, ataviado con su vestido ornamental escarlata, restaba desposeído del gorro complementario formal, dejando libre su cabellera blanca, fruto de la vejez. Sentado en la silla de arte barroco que quedaba al lado del escritorio, dejó lentamente el volumen que leía sobre este, alzando de forma paciente su mirada hasta la mujer que había penetrado en la estancia. Su rostro, una mezcla elegante de nobleza romana y santa calma. Una sonrisa se dibujó paternal en sus facciones, dando la bienvenida desde el silencio a la mujer que por el momento desconocía; su mirada por lo contrario, analítica y reflejo del alma, la escrutó con atención y se podría decir que hasta cierto punto, le agradó lo que vio. Diligencia, disciplina, un comportamiento preclaro y dispuesto, sin por ello olvidar el código de la educación y los deberes antes los altos cargos, como bien mandaba la tradición.

Dispuesto a mantener la ausencia de palabra que la propia mujer había creado con su muda entrada, tomó de su mano la misiva que le debía ser entregada. Era extraño que el Cardenal abriera misivas personalmente, solían pasar antes un cierto control, en manos del secretariado, sin embargo un sello como el que impregnaba aquella carta podía pasar toda frontera y aduana, hasta llegar a manos del más alto hombre en la tierra. Una misiva del Santo Padre. Sin duda apenas nada se percibió en el viejo sacerdote al tomar entre sus manos la carta, salvo un tenue incremento en el tamaño de sus pupilas.

El documento quedó sostenido por las manos del hombre, cuidadas y suaves, sin duda totalmente faltas de contacto con el trabajo y las labores de cualquier tipo, estas le delataban como un varón de letras y pensamiento. En un gesto que apenas duró unos instantes, su mirada se alzó a la vampiresa y la contempló con el rostro ligeramente ladeado hacia la misiva, momento en que su mano izquierda se alargó hasta el escritorio para tomar la hoja cortante, con empuñadura en plata enjoyada que usaba de abrecartas. Un suave gesto deslizante y el sello lacrado quedaba sobre la mesa, al mismo tiempo que la carta desplegada ante la mirada del hombre.

No tardó demasiado en leer su contenido, y tras ello se quedó sosteniéndola unos instantes, manteniendo la mirada sobre el papel, aunque sin leer nada en concreto, quizás reflexivo, antes de que su voz emergiera, paciente y cargada con una pátina de calidez, propia de la empatía de un prohombre eclesiástico.

- En buena estima os tiene el Santo Padre, si él os colma de su afecto, no puedo hacer yo, su humilde servidor, otra cosa. Aunque debo reconocer que hay un detalle en esta misiva que me aflige, en estos instantes.

Sus ojos penetrantes se alzaron con paciencia para observar el rostro de la condenada, al mismo tiempo que sus manos iban cerrando poco a poco la misiva sobre sí misma, provocando ante el constante vaivén que el rubí de su anillo emitiera suaves destellos, reflejando las velas del escritorio. Pareciera que estuviera buscando algo en el rostro de la mujer, un hecho que confirmara lo que realmente no debía verse. Sus labios pronto concedieron una renovada sonrisa de amistad y su voz procuró aclarar sus propias palabras.
- No os cita, no hay nombre alguno por el cual pueda conoceros, y ello, contando en que debéis conocer el mío, es injusto. ¿Os importaría presentaros? Ya que disponéis de tan magníficas referencias ...

Las yemas de su índice y pulgar recorrieron la carta cerrada tal la afilaran, mientras observaba a la mujer, esperando de ella una presentación personal, quizás por mera tradición o buscando algo más. Sin duda su mente se movía deprisa, a un ritmo febril, fruto de décadas de tramas e intrigas en el seno de la Iglesia. Deseaba poner a prueba algunas cosas, y para la inmortal, que fácilmente podía leer en su mente, rápido podía descubrir cuantiosas teorías y pensamientos propios de un hombre extremadamente cauto, o paranoico, repasando la seguridad de su situación. Sin duda, el conocimiento de la naturaleza de la dama le despertaba inseguridad, pero también una oculta fascinación.


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Mensaje por Paulette "Paul" Tudor Lun Ene 23, 2012 10:39 pm

La situación se tornaba interesante vista desde los ojos del Cardenal que ahora mismo parecía examinar a conciencia no sólo el rostro de la Inquisidora, si no también buscando atravesarla y descubrir realmente qué persona tenía ante él. Si debía o no preocuparse era algo que a Paulette tenía sin cuidado; mas sin embargo, esa carta era una contradicción andante. Siendo correcta la información respecto de que ella acompañó al Papa en varias ocasiones como guardia personal y nocturna, que descubriera su condición vampírica no era algo normal en él. Todo lo contrario.

Se mantuvo en total silencio, sin permitir que su faz demostrara que leyó su mente, tal desliz podría enfurecer al hombre de fe y no era algo que Paulette deseara ahora mismo, sobre todo porque no quería alterarle la memoria o algo peor. Las notas que se entrelazaban con un compás sin fin, cual línea de la vida, debían permanecer momentáneamente así, sin que absolutamente nadie pudiera ver de qué color era la cuerda del instrumento que realizaba esa tonada álgida in crescendo.

La petición no era extraña, pero ¿Qué le iba a decir? ¿Su verdadero nombre? ¿Su otra personalidad? ¿Su vida secreta? Si por eso era tan afamada en la Inquisición como Condenada. Porque nadie veía más allá del hermoso rostro y la pensaba una guerrera de cuidado. Participó en tantas guerras, que ahora mismo no recuerda el número exacto y la mayor parte de los movimientos de batalla, podría bloquearlos con facilidad, pero incluso algunos ella los inventó. Claro, con otra careta y vestimentas.

- Su Eminencia - baja la cabeza en un gesto que denota el respeto que le tiene a la investidura, porque del hombre no sabe demasiado, más que está versado en las políticas, hipocresías y demás del Vaticano, que la Inquisición intentaba evitarlas como un hombre sano le rehuye al leproso - para presentarme correctamente, debería decirle cuál es mi ocupación. Luego, decirle cuál es mi actividad favorita, para terminar con lo que más me entusiasma, pero simplemente le diré que mi nombre es Paulette Tudor... no lo busque en ningún libro porque no lo encontrará. Para muchos no existo y sólo para un puñado de personas conocedoras de mi vida, saben que no pude elegir mejor nombre. Su Santidad el Papa, me pidió que esperara su respuesta, por lo que sólo le informo, sin afán de presionarlo.

Fue lo más atenta posible, no le mintió, por lo que en el futuro, él no podría echarle en cara nada. Aunque pudiera ser que su respuesta, en lugar de apagar preguntas, las sembrara cuales margaritas que crecen sin necesidad de cuidados, al aire libre, salvajes. Como las cuestiones que podrían irrigar la mente del Cardenal hasta exprimir a la más pequeña neurona hasta que iluminara el centro de su sabiduría e inteligencia.

El interés sobre ella la dejó levemente fría: ojalá no investigara en forma, pero sobre todo al único que le preocupaba en este mundo: su esposo. Aunque conociéndolo, era más fácil que aquél vampiro se tomara a bien la intromisión a su refugio pensando que era comida a domicilio, que se molestara por ello. Cualquiera que enfrentaba al peor rival del "León de Inglaterra" era recibido con un golpe, con los dientes o huesos rotos y luego de ello, el Duque tenía dos opciones: los dejaba irse con la memoria borrada o se los cenaba en ese mismo lugar.

Paulette esperó paciente al Cardenal, pero por dentro reía. Quizá sí era buena idea decirle su nombre al hombre de fe, así al menos sus otros intereses sabrían cómo defenderse al enfrentarlos un poco con la respuesta que Su Eminencia lograría con sus solicitud. Así sus otros intereses verían el tiempo de respuesta y lo calcularían correctamente.


*Lamento si tiene errores, pero me estoy quedando dormida en el teclado.


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Mensaje por Clement Stuart Mar Ene 24, 2012 1:03 pm

Plenamente expectante, el sacerdote aguardó a obtener la respuesta que la dama debiera entregarle. Realmente intrigado por la situación en la que repentinamente había quedado sumido, su vista seguía observando las facciones de la mujer condenada incluso cuando los labios de esta ya se habían sellado, concluyendo sus palabras. Una muestra de educación, dicción e inteligencia que, en pocos instantes, había convencido al cardenal acerca de que la capacidad de la inmortal más allá de los objetivos en base a la espada y por la espada, que el Santo Padre pudiera encomendarle.

Una sonrisa blanca y pulcra se dibujó en el rostro del anciano, a la par que su mano izquierda descendía, sujetando entre el dedo índice y el corazón la misiva que había doblado. La movía en leves gestos intermitentes, repiqueteando con la hoja su vestimenta escarlata, en el regazo. Pensativo, su otra mano quedaba sobre la mitad derecha de su rostro, apoyando la sien en la yema del índice, la cual en movimientos circulares, ejercía un apenas perceptible masaje sobre la cabeza. Finalmente, y tras haber quedado en ese silencio analítico durante unos largos momentos, que para los caracteres mas impulsivos bien pudieran ser incómodos, el varón enarcó ambas cejas y negó con sutileza, en una mueca fingidamente maravillada, o sencillamente, de complacencia política. Al mismo tiempo su voz emergía de nuevo, suave y bien guiada, con la entonación propia de alguien que siempre se ha conocido y en quién se puede confiar. Un arte fonético, solo al alcance de los pacientes en la intriga.


- Tenéis razón.- Sus párpados se relajaron y su vista cayó unos segundos a la carta en su regazo, para inmediatamente alzarse de su acomodado asiento, incorporando el total de su figura. Un hombre de estatura media, escuálido, cuyo cuerpo ocupaba poco, pero en posesión de una presencia capaz de abarcar la estancia entera. Una vez incorporado, y sin ostentar un posado soberbio, sino uno humilde en contradicción al oro vestido, sus ojos cristalinos regresaron a la mujer.- El Santo Padre os ha enviado después de todo, con un objetivo urgente. Agradezco vuestra soberana paciencia al tolerar la parsimonia de este viejo cardenal, y no tengáis duda alguna en que colaboraré con el cometido, el de complacer a Su Santidad, el Papa Alejandro, viajando en vuestra compañía hasta Roma.

Al mismo tiempo que su discurso era el de un aliado y suave colaborador, su mente no había cambiado un ápice desde sus anteriores argucias y pensamientos. El escepticismo aún volaba en su interior, y a raíz de la contestación proferida por la condenada, sus inquietudes se habían disparado tanto como sus razonamientos internos. Múltiples teorías se fraguaban en su cabeza, formando un cúmulo indescifrable, un torrente de complicaciones entre elocuciones nerviosas, y pensamientos alejados en el tiempo. A medida que su discurso verbal se apaciguaba, su mente también, y finalmente con el silencio, la calma en su cabeza se mostró con un único hilo de pensamiento, y este era cómo hacer el viaje. ¿Debía llevar escolta? En cualquier traslado lo haría, pero el Santo Padre le había enviado a una de sus mejores agentes para ese papel, rehusar su custodio sería ofensivo para Su Santidad. Sin embargo este era el primer encuentro con un ser blasfemo de la creación, y no estaba dispuesto a poner en sus manos su entera confianza, por muy redimido que este estuviera, aunque viniera con el mismo aval del Señor.

En un movimiento mesurado, alzó el índice de la diestra, dando un toque de expresión a sus palabras.

- En seguida partiremos, no desearía causar ningún retraso horario en el plan que pueda haber sido trazado. Después de todo, para usted el tiempo es importante, mucho más que para nosotros. Aunque a largo plazo no lo parezca, a corto es la frontera entre la vida y la muerte, ¿verdad?

Tras la referencia al amanecer y las funestas consecuencias de la luz solar, se volvió hacia el escritorio y tomó un ejemplar, una Biblia encuadernada en lino oscuro, colocando dentro la misiva plegada. Recostando entonces el tomo contra el pecho, asintió a la dama condenada.
- Dado que hace un tiempo que no viajo a la Santa Sede, y por supuesto tengo asuntos allí, tendré que solicitar que el secretariado me acompañe con su guardia en la caravana. Pero vos, como excelsa compañía enviada por el Papa Alejandro, tenéis por mi parte, una invitación a ir en mi carruaje. Quizás podamos hablar allí, sin temer al reloj, o deseéis tal vez confesaros.


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Mensaje por Paulette "Paul" Tudor Jue Ene 26, 2012 10:39 pm

Mientras el Cardenal meditaba, Paulette se dedicó a extender sus sentidos más allá de lo permisible para un humano, no quería que absolutamente nadie escuchara la conversación aparte de ellos. El tener un viaje sin sobresaltos era su prioridad ahora, pero sobre todo el hacerlo fácil para ambos. Él podría no tenerle la confianza para entregarle su integridad, pero ella tenía la responsabilidad y obligación de que tarde que temprano el hombre cediera en su afán de mirarla con reservas. De tal manera que la vampiresa se encargaba de revisar el lugar sin moverse de su sitio mirando el piso, fingiendo mientras tanto, darle su espacio y tiempo a Su Eminencia para decidir si ir o no a la Santa Sede.

Un pequeño ruido a la izquierda obligó a Paulette a dirigir los sentidos del oído y olfato hacia esa dirección, sin que la vista se moviera de donde estaba. Lo desestimó al tiempo que escuchó el chillar de una rata. Volvió a expandirlos, con la necesidad de sentirse confiada en su labor, de que absolutamente nadie la entorpecería. Un desliz de ese tipo podría significar que su posición dentro de la Inquisición se tambaleara y no convenía eso a los intereses de Agharta. Tanto tiempo no podía ser desperdiciado por un desliz como la muerte de un simple hombre.

Sus ojos se dirigieron a su derecha, mientras mantenía el silencio, el tipo. Era una no-muerta, por lo que no se cansaba y sus músculos no se engarrotaban; todo lo contrario, podía permanecer parada de una forma durante horas y reaccionar al segundo siguiente con la misma eficacia. Aspiró aire levemente, sólo para seguir con la charada de su humanidad y no perder esa costumbre. Soltó y aspiró, al tiempo que por fin detectaba lo que de verdad, no quería encontrar: un espía.

Su mente viajó con rapidez hacia la del sujeto, tomando su nombre y cargo, tras asaltar en pocos segundos sus recuerdos. No podía despertar sospechas en el Cardenal y que desconfiara a cada segundo de sus pensamientos, por lo que no podía decirle realmente quién era el espía, darle su nombre era completamente impensable. Sin embargo, podía alegar a olores, estando con la seguridad de que en caso de ser necesario, si el hombre de Dios defendía al susodicho, eliminarlo en cuanto fuera posible de forma discreta o bien, apresarlo y mantenerlo sin sentido el tiempo adecuado. Paulette no tenía jamás el remordimiento de matar a una persona, con excepción de niños. Y éste no era un infante.

Normalizó los sentidos en cuanto escuchó el tomar aliento por parte de Su Eminencia, señal de que hablaría pronto; su oído volvió a la normalidad para evitar quedar aturdida con lo que el hombre quisiera decir. Sus palabras fueron recibidas con una expresión de total serenidad en la vampiresa, sin demostrar absolutamente nada. Tenía razón, el tiempo era apremiante; mientras más rápido partieran, ella podía volver a su refugio y enviar los datos a sus otros intereses. Aún así, el plan del Cardenal tenía demasiados recovecos, uno de los cuales era el espía que acababa de descubrir. Otro, que cualquier sobrenatural que buscara hacerle daño, en cuanto viera una caravana de esa envergadura, sabría que algo importante sucedería. Sin contar con el hecho de que atacarían de inmediato a cualquier persona dentro del carruaje. Muchas deficiencias.

- En primera, le diré a Su Eminencia que no trabajo así. Si es cierto que acepta mi protección las cosas han de hacerse como yo indique. En segunda, tenemos un espía; mismo que miraba tras la pintura de la última cena que tiene del lado derecho, curiosamente en los orbes de Judas Iscariote, una perfecta alegoría a la labor que le compete. Por lo que seguramente tendremos problemas al momento de que se dirija hacia el Vaticano, si no es que desde antes corre peligro, Su Eminencia. Si quiere llevar a tantas personas no tengo problema; pero le confieso que en caso de ser atacados, permitiré que todos ellos queden como rehenes, incluso como trampas y carnada para los enemigos. Le cuidaré a usted y a nadie más que usted. Si está dispuesto a que más gente caiga en pos de su seguridad de acuerdo, pero no tendré el menor remordimiento por usar de escudo a cualquiera que tenga al alcance si con eso evito que el arma dirigida a usted, llegue a su destino. Esa es mi única confesión, Su Eminencia. Espero me diga cuál será mi penitencia.

Estaba dicho, que él eligiera el destino de aquéllos que llevarían consigo, pero Paulette haría su plan conforme a su experiencia. No permitiría que un hombre de fe le viniera a decir qué hacer con su traslado. Realmente era como pedirle a un herrero que cocinara un pan de trigo cuando éste no sabía más que los esbozos del procedimiento y dos de los ingredientes. Eso era el Cardenal para ella: un ente que no sabía cómo proceder ante una guerra. Y ella, tenía siglos preparando ataques y defensas.



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