Una noche de encuentros y azahares

Paris es lo que había imaginado y más, pensó, mientras su paso suave y armonioso resonaba en la acera. Vestido de forma elegante se dirigía con la intención de conseguir esa noche, además de un sustento para su cuerpo, el aroma que tantas veces había impregnado sus fosas nasales llenándolo de paz y armonía – aquello que hoy le faltaba –, que le revelaba la cercanía de su amada, la proximidad de su cuerpo, la lujuria de las noches.
Si algo le costaba soportar, era ese vacío en sus sentidos. Si tan solo pudiera hundir su rostro – una vez más – en el espeso cabello castaño claro de Consuelo, si tan solo, sus sentidos pudieran atesorar aquel elixir añorado.
Sabía que uno de los placeres que se daban los parisinos era el de tener una gran cantidad de perfumes con exquisitas y refinadas fragancias, realizadas por excelentes perfumeros de afamada trayectoria. Hombres que creaban las fragancias que usaron y usarían las más elegantes damas, los más acaudalados caballeros. La Corte, la Nobleza baja y por supuesto la rica e influyente burguesía, que deseaba con todas sus fuerzas tapar por medio de aquellos costosos perfumes el tufillo de su origen arribista. Frunció el ceño al pensar en eso. No le gustaba esa gente que aparentaba algo y que al final no podía ocultar por mucho tiempo, su verdadera esencia.
Que diferente le parecían las mujeres, comparándolas con su amada. Desde que se había convertido en vampiro, su lado sexual y lascivo se fue exacerbando hasta necesitar la compañía de una mujer, casi todas las noches. Una hembra dispuesta al coqueteo y a jugar un juego que muchas veces terminaba con un banquete macabro. Él no entendía por qué a la hora de amar, su mente se cerraba y solo podía ver en ellas a su amada, pidiendo, exigiendo, llegando al éxtasis, para luego caer en una ceguera aun mayor y beber de su sangre y hartarse de ellas.
Cruzó la calle en dirección a la casa de un experto en esencias y perfumes. Un hombre que se había ofrecido gustoso – por así decirlo - a crear para él una fragancia única que pudiera traer a su memoria aquella mujer que llegó a significar todo, alguna vez en su vida. Caminó unos cuantos metros mas, ya podía distinguir la casa de Jean François Houbigant. Sabía que este hombre era el indicado y no pararía hasta conseguir su objetivo.
Horas más tarde, se encontraba parado en la esquina de la calle Rivolí, con un bello frasco tallado magníficamente, en el bolsillo interno de su chaqueta y con el gusto metálico de la sangre en su boca, solo había sido un pequeño refrigerio antes de comenzar la caza. Lamio con fruición sus labios para disfrutar hasta la última gota de sangre que le podría quedar en ellos.
Sus ojos brillaron relampagueando de placer y deseo por seguir esta noche que parecía deparar buenas aventuras.