AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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¿Un espejismo?
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¿Un espejismo?
Recuerdo del primer mensaje :
Encontré las últimas cinco perlas de adormidera por casualidad y no pude resistirme a fumar un poco. Saqué la lámpara, la aguja y la pipa de un cajón cerrado con llave y dispuse todo para mi pequeño escape. Hacía por lo menos dos semanas que no recurría a sus efectos para calmar mis nervios y supuse que una tarde libre no me vendría nada mal. Cerré puertas y ventanas, corrí las cortinas y me tendí en el diván antes de colocar la primera perla ardiente en la cazoleta de la pipa. Aspiré profundamente el amargo humo y lo contuve un rato, dejando que mi cuerpo lo asimilara, luego lo dejé salir y las negras volutas se enroscaron perezosamente en mis brazos. Un par de bocanadas después, comencé a sentir el dulce sopor invadiendo mi mente y mi cuerpo. Cerré los ojos, la habitación desapareció, la oscuridad del sueño lo envolvió todo.
Cuando desperté la noche ya había caído sobre la ciudad. Todavía me movía torpemente, pero no sentía que mis sentidos estuvieran demasiado entorpecidos. Tenía sed. Me serví una copa de vino y me pareció que el aire de la habitación estaba viciado, pues cada vez me costaba más respirar. Abrí una ventana y salí al balcón; el frescor de la noche me reconfortó, despertando unas extrañas ansias por salir y caminar, sin más objetivo que disfrutar de la dicha en la que se hallaba sumido mi espíritu gracias al opio.
Me enfundé en un abrigo y dejé atrás la casa, sin preocuparme demasiado por dejar los pestillos puestos. Emprendí la marcha, dejando que el frío acariciara mi rostro, como si jamás lo hubiera disfrutado así… y quizás así era. Pronto me vi rodeado por calles que me resultaban desconocidas, pero no me importó estar perdido. Nunca antes había reparado en la belleza nocturna de París. Seguí caminando, hasta que mi cuerpo –seguramente debido a la droga- no aguantó más. Busqué con la mirada algún lugar donde poder descansar sin ser molestado, pero no vi ninguna cafetería o taberna.
Empezaba a resignarme, cuando vi una puerta por la que entraba una pequeña multitud y dirigí hacía allí mis pasos. No me detuve a mirar el nombre del sitio, pero pronto me percaté que se trataba de un teatro. Por suerte, llevaba dinero suficiente para pagar un boleto y así perderme un rato antes de volver a casa. Pero antes de que pudiera moverme para buscar mi asiento una inquietante visión me asaltó. Un hermoso muchacho de mirada melancólica y gesto sombrío, cuya presencia me inquietó sin que atinara a encontrar el porqué. Tuve la impresión de que, tal vez, era producto de mis sueños de opio. La blancura de su piel, la engañosa delicadeza de su cuerpo y ese aire ligeramente maligno que lo rodeaba me tenían fascinado; sin embargo, no me atrevía a acercarme, temiendo que se desvaneciera en el aire si intentaba tocarlo. Sentí que ese momento se alargaba infinitamente, convencido de que no se trataba más que de un espejismo, pero era demasiado tentador y todo mi ser estaba enloqueciendo por averiguarlo. Saqué fuerzas de lo más profundo de mi alma adormecida y finalmente me aproximé, despacio, como si yo fuera un felino acechando a su presa. Después de todo, si sólo era un sueño, no pasaría nada: despertaría seguro, en casa. Extendí mi brazo hacia él, para alcanzarlo, pues noté que estaba a punto de moverse. -¡No te vayas! ¡Espera!- mi exclamación sobresaltó a varias personas alrededor, pero no me importaba, sólo necesitaba que él me mirara y despejara el misterio de su existencia.
Encontré las últimas cinco perlas de adormidera por casualidad y no pude resistirme a fumar un poco. Saqué la lámpara, la aguja y la pipa de un cajón cerrado con llave y dispuse todo para mi pequeño escape. Hacía por lo menos dos semanas que no recurría a sus efectos para calmar mis nervios y supuse que una tarde libre no me vendría nada mal. Cerré puertas y ventanas, corrí las cortinas y me tendí en el diván antes de colocar la primera perla ardiente en la cazoleta de la pipa. Aspiré profundamente el amargo humo y lo contuve un rato, dejando que mi cuerpo lo asimilara, luego lo dejé salir y las negras volutas se enroscaron perezosamente en mis brazos. Un par de bocanadas después, comencé a sentir el dulce sopor invadiendo mi mente y mi cuerpo. Cerré los ojos, la habitación desapareció, la oscuridad del sueño lo envolvió todo.
Cuando desperté la noche ya había caído sobre la ciudad. Todavía me movía torpemente, pero no sentía que mis sentidos estuvieran demasiado entorpecidos. Tenía sed. Me serví una copa de vino y me pareció que el aire de la habitación estaba viciado, pues cada vez me costaba más respirar. Abrí una ventana y salí al balcón; el frescor de la noche me reconfortó, despertando unas extrañas ansias por salir y caminar, sin más objetivo que disfrutar de la dicha en la que se hallaba sumido mi espíritu gracias al opio.
Me enfundé en un abrigo y dejé atrás la casa, sin preocuparme demasiado por dejar los pestillos puestos. Emprendí la marcha, dejando que el frío acariciara mi rostro, como si jamás lo hubiera disfrutado así… y quizás así era. Pronto me vi rodeado por calles que me resultaban desconocidas, pero no me importó estar perdido. Nunca antes había reparado en la belleza nocturna de París. Seguí caminando, hasta que mi cuerpo –seguramente debido a la droga- no aguantó más. Busqué con la mirada algún lugar donde poder descansar sin ser molestado, pero no vi ninguna cafetería o taberna.
Empezaba a resignarme, cuando vi una puerta por la que entraba una pequeña multitud y dirigí hacía allí mis pasos. No me detuve a mirar el nombre del sitio, pero pronto me percaté que se trataba de un teatro. Por suerte, llevaba dinero suficiente para pagar un boleto y así perderme un rato antes de volver a casa. Pero antes de que pudiera moverme para buscar mi asiento una inquietante visión me asaltó. Un hermoso muchacho de mirada melancólica y gesto sombrío, cuya presencia me inquietó sin que atinara a encontrar el porqué. Tuve la impresión de que, tal vez, era producto de mis sueños de opio. La blancura de su piel, la engañosa delicadeza de su cuerpo y ese aire ligeramente maligno que lo rodeaba me tenían fascinado; sin embargo, no me atrevía a acercarme, temiendo que se desvaneciera en el aire si intentaba tocarlo. Sentí que ese momento se alargaba infinitamente, convencido de que no se trataba más que de un espejismo, pero era demasiado tentador y todo mi ser estaba enloqueciendo por averiguarlo. Saqué fuerzas de lo más profundo de mi alma adormecida y finalmente me aproximé, despacio, como si yo fuera un felino acechando a su presa. Después de todo, si sólo era un sueño, no pasaría nada: despertaría seguro, en casa. Extendí mi brazo hacia él, para alcanzarlo, pues noté que estaba a punto de moverse. -¡No te vayas! ¡Espera!- mi exclamación sobresaltó a varias personas alrededor, pero no me importaba, sólo necesitaba que él me mirara y despejara el misterio de su existencia.
Última edición por Rocamadour el Lun Mar 05, 2012 10:41 am, editado 1 vez
Rocamadour- Licántropo Clase Alta
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Re: ¿Un espejismo?
Sus palabras me hicieron reír. Sonaban casi ingenuas pronunciadas por esos labios tersos… y cuando, después de decirlas, se acercó para besarme, creí que iba a desmayarme, como una doncella asustada en su noche de bodas. No obstante, me sobrepuse a la sorpresa rápidamente y rodeé su cintura con el brazo para impedirle que se alejara. Lo apreté con fuerza contra mi cuerpo y dejé que mi boca se abriera a ese beso. Mi lengua buscó la humedad de la suya y sentí el filo letal de sus dientes, en contraste con la suavidad de su carne; percibí el sabor del vino mezclado con cierto gusto metálico que enseguida identifiqué como el de la sangre, pero traté de no pensar en ese sutil recordatorio de que el jovencito por el que estaba perdiendo la cabeza era un monstruo tan abominable como yo mismo, aunque eso no conseguía sino excitarme más.
Lo besaba cada segundo con más urgencia; la temperatura de mi cuerpo se elevaba, me sentía febril. La sangre fluía rápidamente por mis venas, casi podía escuchar el rumor que provocaba en mi interior, como el rugir de una catarata.
Mis manos se aferraron a él, una a la altura de su cresta ilíaca y la otra a su nuca, donde mis dedos asieron salvajemente sus rizos en un gesto de posesión que no pude controlar porque lo deseaba más que a nada y no me encontraba lo suficientemente lúcido como para no dejarme subyugar por el maldito lobo en celo que habitaba en mi interior.
Apenas me separé de su boca un segundo para respirar y susurrar su nombre. –Armand, te deseo desesperadamente…- estaba ciego, perdido, no deseaba detenerme y casi estuve a punto de pedirle que bebiera de mí, pero por suerte mi hambre de su boca lo impidió y volví a buscar sus labios.
Lo besaba cada segundo con más urgencia; la temperatura de mi cuerpo se elevaba, me sentía febril. La sangre fluía rápidamente por mis venas, casi podía escuchar el rumor que provocaba en mi interior, como el rugir de una catarata.
Mis manos se aferraron a él, una a la altura de su cresta ilíaca y la otra a su nuca, donde mis dedos asieron salvajemente sus rizos en un gesto de posesión que no pude controlar porque lo deseaba más que a nada y no me encontraba lo suficientemente lúcido como para no dejarme subyugar por el maldito lobo en celo que habitaba en mi interior.
Apenas me separé de su boca un segundo para respirar y susurrar su nombre. –Armand, te deseo desesperadamente…- estaba ciego, perdido, no deseaba detenerme y casi estuve a punto de pedirle que bebiera de mí, pero por suerte mi hambre de su boca lo impidió y volví a buscar sus labios.
Rocamadour- Licántropo Clase Alta
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